Una ventana
12 de marzo
Saludos.
El frío disminuye poco a poco y por el brillo del sol parece como si hoy se oliese ya la primavera. Espero que esté usted bien.
Leí con sumo placer su carta del otro día. La parte en la que detallaba la relación entre las hamburguesas y la nuez moscada me pareció escrita con frases precisas llenas de vida. Sentí el cálido aroma de una cocina, el ruido del cuchillo al cortar la cebolla. Si una carta logra transmitir esas sensaciones, es casi como la vida misma.
Al hacerlo, sentí unas ganas irrefrenables de comerme una hamburguesa y, nada más terminar, fui a un restaurante cercano y pedí una. Tenían ocho tipos distintos: al estilo de Texas, de California, de Hawái, de Japón, cosas así. La texana era enorme, nada más. Si los de Texas lo supieran, probablemente se sorprenderían mucho. La hawaiana llevaba piña, la californiana…, se me ha olvidado; y la japonesa, nabo rallado. El restaurante estaba decorado con gusto y las camareras eran muy monas, con faldas muy cortas.
No fui allí para deleitarme con la decoración ni con la visión de las piernas de las camareras. Fui solo a comer una hamburguesa, una hamburguesa normal y corriente al estilo de ningún sitio en particular.
Así se lo dije a la camarera que me atendió: quería una hamburguesa simple.
«Lo siento», se disculpó ella, «pero tenemos hamburguesas de ochos estilos distintos.»
No podía reprocharle nada, obviamente. No era ella quien había elaborado el menú, ni tampoco quien había elegido ese uniforme que dejaba sus muslos al descubierto cuando retiraba los platos de las mesas. Sonreí. Pedí una hawaiana. Me ofreció pedirla sin piña si eso era lo que quería.
El mundo es un lugar extraño. Solo quería una hamburguesa simple y la única forma de conseguirla era pedir una hawaiana para quitarle después la piña.
Por cierto, la suya era normal y corriente, ¿verdad? Leí su carta y solo deseaba comerme una.
Comparado con eso, el párrafo en el que escribía sobre las máquinas de venta automática de billetes de la compañía ferroviaria nacional me resultó un tanto superficial. Su perspectiva sobre el asunto es interesante, pero no me parece que consiga transmitir bien del todo la atmósfera de la escena a los lectores. No se esfuerce tanto en ser una observadora perspicaz, se lo ruego. Al fin y al cabo, la escritura no es más que una improvisación.
Mi calificación de su carta en esta ocasión es de setenta puntos. Su estilo mejora poco a poco. No se impaciente. Tan solo trabaje duro como ha hecho hasta ahora. Espero expectante su siguiente carta. Ojalá llegue antes de la primavera.
P.D. Muchas gracias por la caja de galletas surtidas. Estaban muy buenas. Según las reglas de nuestra sociedad, está prohibido el intercambio personal más allá de las cartas y por eso debo pedirle que a partir de ahora no se tome tantas molestias.
En cualquier caso, se lo agradezco mucho.
Estuve un año en ese trabajo por horas. Yo tenía veintidós.
Había firmado un contrato con una pequeña empresa de nombre extraño, Sociedad de la Pluma, con sede en el distrito de Iidabashi. Me pagaban dos mil yenes por carta y escribía unas treinta al mes.
«Aprenderá a escribir cartas conmovedoras», decía el anuncio en prensa. Los miembros de la sociedad pagaban una matrícula al ingresar, además de una tasa mensual. Debían escribir cuatro cartas al mes. En nuestro caso, los así llamados maestros, respondíamos a ellas con nuestros comentarios, con correcciones, impresiones y sugerencias como las que aparecen en el ejemplo anterior. Fui a la entrevista nada más leer el anuncio en la sección para los estudiantes del tablón de anuncios del departamento de literatura de la universidad donde estudiaba. Varios acontecimientos me habían forzado a retrasar la graduación un año y mis padres habían decidido rebajar mi asignación mensual. Por primera vez en mi vida me veía en la obligación de ganarme la vida por mí mismo. Aparte de la entrevista, me pidieron que escribiera varias cosas y una semana más tarde me contrataron. Primero hubo un periodo formativo en el que nos enseñaron cómo plantear las correcciones, ofrecer consejos y demás trucos, ninguno de los cuales me resultó demasiado complicado.
Los miembros de la sociedad estaban asignados a un maestro del sexo opuesto. Yo me encargaba de un total de veinticuatro mujeres de un rango de edad comprendido entre los veinticinco y los treinta y cinco años, lo cual significaba que la mayoría eran mayores que yo. El primer mes sentí pánico. Todas ellas escribían mucho mejor que yo, estaban acostumbradas a mantener correspondencia, mientras que yo apenas había escrito una sola carta decente en toda mi vida. Los sudores fríos me recorrían el cuerpo de arriba abajo y terminé por resignarme a la posibilidad de que alguien terminara por quejarse de mí, un privilegio que asistía a los miembros de la sociedad.
Pasó el mes y no sucedió nada de eso. Más bien al contrario. El jefe me dijo que mi grado de aceptación era considerablemente alto. A los tres meses, llegué incluso a darme cuenta de que gracias a mis orientaciones, las competencias de mis correspondientes habían mejorado notablemente. Confiaban en mí como en un verdadero maestro de su absoluta confianza. Gracias a eso me relajé y pude transmitir mis críticas sin tanto esfuerzo y ansiedad.
No me percaté al principio, pero eran mujeres solas (igual que los hombres). Querían escribir, pero no tenían a quién dirigirse. No eran jóvenes admiradores que escriben a su DJ favorito. Buscaban un trato más personal, aun cuando la respuesta llegara en forma de correcciones y críticas.
Así pasé el primer tramo de mi veintena, como una morsa lisiada en un cálido harén de cartas. ¡Y qué cartas, menuda variedad! Aburridas, divertidas, tristes. Por desgracia, no pude quedarme con ninguna. Las reglas de la sociedad lo prohibían y ya ha pasado mucho tiempo, de manera que no recuerdo los detalles. Sí me acuerdo de que desbordaban vida cotidiana, hablaban de asuntos graves o de detalles nimios. Lo que me llegaba a mí, un universitario de veintidós años, casi no parecía real. La mayoría de las veces me parecía que fallaba la conexión con la realidad, cuando no resultaban directamente insignificantes. No era porque careciera de experiencia vital. Con el tiempo llegué a entender que en la mayoría de los casos, la realidad no se puede transmitir tal cual, sino que debe reinventarse. Su verdadero significado reside ahí. No lo sabía entonces, claro está, y ellas tampoco. Por eso aquellas cartas siempre me resultaron un tanto monótonas, bidimensionales.
Cuando dejé el trabajo, las mujeres con quienes me carteaba lo lamentaron de verdad. También a mí me dio lástima, a pesar de que ya estaba un poco cansado de todo aquello. No iba a volver a tener la oportunidad de que nadie se sincerase así conmigo.
En cuanto a la hamburguesa, al final se me presentó la oportunidad de comerme una preparada por la autora de la carta. Tenía treinta y dos años. No tenía hijos y su marido trabajaba en una de las cinco empresas más grandes de Japón. Cuando le escribí para explicarle que por desgracia debía dejar el trabajo a finales de mes, me invitó a comer. Me prepararía una hamburguesa normal y corriente. A pesar de infringir las normas de la sociedad, acepté sin dudarlo. Nada podía contener la curiosidad de un joven de veintidós años.
Su apartamento quedaba junto a la línea Odakyu de tren. Era una casa sencilla, adecuada para un matrimonio sin hijos. Tanto los muebles como su ropa no eran caros, pero desprendían encanto. Me sorprendió su aspecto juvenil, del mismo modo que a ella le sorprendió encontrarse con alguien más joven de lo que pensaba. Me imaginaba mucho mayor. La sociedad, como es lógico, no revelaba la edad de sus maestros. No obstante, superada la sorpresa, enseguida desapareció la tensión típica del primer encuentro. Nos comimos la hamburguesa y tomamos café como unos desconocidos que han perdido el mismo tren. Hablando de trenes, desde la ventana de su apartamento se veían las vías. Hacía un tiempo espléndido y las terrazas de las casas estaban inundadas de futones y sábanas tendidas al sol. De vez en cuando se oía el ruido de alguien sacudiéndolas. Recuerdo bien el ruido de los golpes. No llegaba desde muy lejos.
La hamburguesa era perfecta. Crujiente por fuera, tierna por dentro, servida con una salsa deliciosa. No me atrevo a afirmar que nunca hubiera comido otra igual, pero de ser así, debía de hacer mucho tiempo. Se lo dije y se puso muy contenta.
Después del café hablamos de nuestras vidas mientras escuchábamos un disco de Burt Bacharach. Como yo no tenía mucho que contar, fue ella quien habló casi todo el tiempo. En su época de estudiante quiso ser escritora. Me habló de Françoise Sagan, una de sus autoras favoritas. Le interesaba sobre todo ¿Le gusta Brahms? A mí no me desagradaba Sagan. Como mínimo no me parecía tan vulgar como decía todo el mundo. No creo que exista una regla que obligue a escribir novelas a lo Henry Miller o a lo Jean Genet.
—No puedo escribir —confesó.
—Nunca es tarde para empezar.
—No. Sé que no puedo. Gracias a ti lo comprendí —dijo con una sonrisa—. Al escribirte esas cartas fui consciente de que no tengo el talento necesario.
Me sonrojé. Ahora casi nunca me ocurre, pero con veintidós años me sonrojaba a menudo.
—En sus cartas había siempre algo muy honesto —le dije.
Se limitó a sonreír sin decir nada.
—Al menos —continué—, después de leer su carta me dieron unas ganas terribles de comer hamburguesa.
—Seguro que estabas muerto de hambre —dijo en un tono de voz suave.
Tal vez tuviera razón.
Un tren pasó bajo la ventana con un ruido seco.
Cuando el reloj dio las cinco, me excusé:
—Tendrá que prepararle la cena a su marido.
—Siempre vuelve muy tarde —dijo con la mejilla apoyada en la mano—. Nunca llega antes de la medianoche.
—Debe de ser un hombre muy ocupado.
Guardó silencio por unos instantes.
—Supongo —dijo al fin—. Creo recordar que lo escribí en una de mis cartas. Hay muchas cosas de las que no se puede hablar con él. Soy incapaz de expresarle mis sentimientos. A menudo tengo la impresión de que hablamos idiomas distintos.
No supe qué decir. No entendía cómo podía vivir con alguien así.
—Pero no importa —repuso con calma—. Gracias por contestar a mis cartas todos estos meses. He disfrutado mucho. Escribir ha sido mi tabla de salvación.
—Yo también he disfrutado con sus cartas —comenté, aunque apenas recordaba nada.
Miró el reloj de la pared durante un rato sin decir nada, como si estudiara el discurrir del tiempo.
—¿Qué vas a hacer después de graduarte? —me preguntó.
Aún no lo había decidido. De hecho, no tenía ni idea. Al oír mi respuesta sonrió.
—Deberías dedicarte a escribir. Se te da muy bien. Esperaba impaciente tus cartas, la verdad. No es un cumplido. Quizá para ti solo era trabajo, pero yo sentía en ellas un gran corazón. Las tengo todas guardadas para releerlas de vez en cuando.
—Muchas gracias. Muchas gracias también por la hamburguesa.
Aún hoy, diez años después, cuando tomo la línea Odakyu y paso cerca de su casa, me acuerdo de ella y de su deliciosa hamburguesa crujiente. Contemplo los edificios que quedan frente a la vía y trato de localizar su ventana. Recuerdo lo que se veía desde el interior y me esfuerzo por encontrar las referencias en el exterior, pero soy incapaz de hacerlo. Tal vez ya no viva allí, pero en caso de que así sea, la imagino escuchando sola el mismo disco de Burt Bacharach detrás de la ventana.
¿Debería haberme acostado con ella?
No es la cuestión central de esta historia.
No conozco la respuesta. Aún hoy no lo sé. Por muchos años que cumpla, por mucho que mi experiencia de la vida aumente, aún hay muchas cosas que no llego a entender. Miro las ventanas de los edificios desde el tren. A veces, todas se parecen a la de su casa. Otras, ninguna. Hay demasiadas, sencillamente.