La caída del Imperio romano
La revolución india de 1881
La invasión de Polonia por Hitler
y El reino de los vientos enfurecidos
1
La caída del Imperio romano
Me di cuenta de que había empezado a soplar el viento un domingo por la tarde. Para ser exactos, sucedió a las 14.07.
En ese momento, como de costumbre, es decir, como hago siempre los domingos por la tarde, estaba sentado a la mesa del comedor y anotaba en mi diario las cosas más relevantes de la semana mientras escuchaba una música que no me gustaba. A diario anotaba las cosas importantes y los domingos me dedicaba a redactarlas mejor.
Cuando terminé con las entradas de tres días, es decir, hasta el miércoles, oí un fuerte silbido al otro lado de la ventana. Dejé el diario sobre la mesa, le puse el capuchón al bolígrafo y fui a recoger la ropa tendida en el balcón, que, azotada por el viento, ondeaba como la cola de una cometa a punto de romperse.
El viento había arreciado sin que me percatara. Por la mañana, exactamente a las 10.48, cuando tendí la ropa, estaba en calma. Mi recuerdo no me engaña. Es firme y sólido como las puertas de unos altos hornos. En ese preciso instante pensé: «En un día de viento en calma como hoy no hacen falta pinzas».
De verdad, no había ni pizca de viento.
Recogí la colada a toda prisa y cerré las ventanas enseguida. Dentro apenas se sentía el viento. Al otro lado de la ventana, sin que se oyera nada, un cedro del Himalaya y un castaño se arqueaban como un perro que se rasca por culpa de un picor insoportable. Las nubes corrían veloces por el cielo, como emisarios de mirada esquiva. En el balcón de enfrente había unas camisetas tendidas en una cuerda de plástico. Parecían huérfanos abandonados.
«Es una tormenta», pensé.
Busqué en el periódico el pronóstico del tiempo, pero no decía nada sobre tifones. La probabilidad de lluvia era del cero por ciento. Según el mapa, aquel domingo iba a ser un día tranquilo, como en pleno apogeo del Imperio romano.
Suspiré un poco, no más del treinta por ciento de mi capacidad real. Doblé el periódico, guardé la ropa en la cómoda, me preparé un café mientras sonaba una música indiferente de fondo y me dispuse a seguir con mis notas mientras me tomaba el café.
«El jueves hice el amor con mi novia. Le gusta hacerlo con los ojos tapados. Por eso siempre lleva en el neceser una de esas máscaras que regalan en los aviones para dormir. Nunca ha sido una de mis fantasías eróticas, pero está muy guapa con los ojos tapados, así que jamás se me ha ocurrido poner objeciones. Al fin y al cabo, todos tenemos nuestras rarezas.»
Eso anoté en la entrada del jueves. Mi política con el diario es escribir un ochenta por ciento de hechos y un veinte por ciento de comentarios.
«El viernes me encontré con un viejo amigo en una librería de Ginza. Llevaba una corbata con un extraño estampado de rayas con multitud de números de teléfono impresos.
En ese momento, sonó precisamente el teléfono.
2
La revolución india de 1881
Eran las 14.36 cuando sonó el teléfono. Debía de ser ella, pensé. Quiero decir, mi novia, a la que le gusta taparse los ojos. Suele venir a casa los domingos y acostumbra a llamarme antes de hacerlo. Se había ofrecido a comprar algo para la cena y nos habíamos decidido por un guiso de ostras.
En cualquier caso, cuando sonó el teléfono eran las 14.36. Hay un despertador justo al lado y siempre que suena tengo la costumbre de mirar la hora. Para eso tampoco me falla la memoria. Sin embargo, al descolgarlo lo único que oí fue el intenso silbido del viento.
Fiuuuuu. Un viento furioso, como el de la revolución india de 1881: quemaron las cabañas de los pioneros, cortaron las líneas del telégrafo y raptaron a Candice Bergen.
—Dígame —respondí con una voz que terminó tragada por el tumulto de la historia—. ¡Dígame, dígame!
Mis gritos solo lograron el mismo resultado.
Agucé el oído y me pareció oír la voz de una mujer entre el ulular del viento, aunque puede que solo se tratara de una ilusión. Fuera como fuera, el viento soplaba demasiado fuerte para estar seguro, y tal vez ya había disminuido considerablemente el número de búfalos en las grandes praderas.
Sin despegar el teléfono de la oreja, me quedé en silencio unos segundos. Apretaba el auricular con tanta fuerza que llegué a pensar que no iba a poder separarlo. Entonces, quince o veinte segundos más tarde, la llamada se cortó de repente como si el ataque hubiera alcanzado su cénit, como si se hubiera cortado el hilo de la vida. Después solo quedó un silencio frío, como ropa interior demasiado blanqueada con lejía.
3
La invasión de Polonia por Hitler
Suspiré de nuevo y continué con mi diario. Lo mejor sería acabar lo antes posible.
Un sábado, las divisiones acorazadas de Hitler invadieron Polonia. Bombardeos aéreos sobre Varsovia…
No, no sucedió así. La invasión polaca comenzó el 1 de septiembre de 1939. No fue algo de ayer. Ayer, de hecho, después de cenar fui al cine a ver La decisión de Sophie, con Meryl Streep. La invasión de Polonia por Hitler aparece en esa película.
En ella, Meryl Streep se divorcia de Dustin Hoffman, pero en un tren conoce a un ingeniero civil interpretado por Robert de Niro y vuelve a casarse. Una película interesante.
A mi lado había una pareja de estudiantes de instituto que no dejaron de manosearse el vientre todo el tiempo. No están mal los vientres de los estudiantes de instituto. También yo tuve uno hace un tiempo.
4
Y El reino de los vientos enfurecidos
Cuando terminé de reelaborar mis notas de la semana pasada, me senté frente a la estantería donde tengo los discos y busqué algo adecuado para una tarde ventosa de domingo. El concierto de violonchelo de Shostakóvich y un álbum de Sly and the Family Stone me parecieron la elección más adecuada. Los escuché seguidos.
Al otro lado de la ventana veía todo tipo de objetos volando: una sábana blanca pasó de este a oeste como si fuera un mago concentrado en cocer raíces en su marmita. Un anuncio metálico alargado se doblaba noventa grados una y otra vez como si fuera un adicto irredento al sexo anal.
Mientras escuchaba el concierto de violonchelo de Shostakóvich y observaba el alboroto tras la ventana, volvió a sonar el teléfono. El despertador marcaba las 15.48.
Descolgué, preparado para escuchar el rugido de una turbina de un Boeing 747, pero solo hubo silencio.
—Dígame.
—Hola —dijo ella.
—Hola.
—Pensaba ir a preparar el guiso de ostras. ¿Te parece bien?
En breve saldría camino de mi casa con todos los ingredientes para la cena y su antifaz para taparse los ojos.
—De acuerdo, pero…
—¿Tienes una cazuela de barro?
—Sí. ¿Y ese silencio, ya no hay viento?
—No, ha parado. Aquí en Nakano no sopla desde las tres y veinticinco. Pronto parará allí también.
—Puede ser.
Colgué el teléfono, saqué la cazuela de barro del armario de la cocina y la fregué.
Como había predicho, el viento amainó a las cuatro menos cinco. Abrí la ventana para mirar afuera. Justo debajo había un perro negro que olfateaba con entusiasmo el suelo de la calle. Siguió así quince o veinte minutos sin dar muestras de aburrimiento. No entendía qué le empujaba a hacerlo.
Aparte de eso, el aspecto y el mecanismo del mundo no habían cambiado en absoluto desde antes de que arreciara el viento. El castaño y el cedro del Himalaya seguían en pie con su aire altivo en el solar vacío, como si no hubiera pasado nada. Había ropa tendida en cuerdas de plástico, un cuervo posado en un poste de la luz agitaba arriba y abajo sus alas que parecían tarjetas de crédito.
Entretanto llegó mi novia y se puso a cocinar el guiso de ostras. Las limpió, cortó col china y preparó el caldo. Le pregunté si me había llamado a las 14.36.
—Sí —dijo mientras lavaba el arroz en un escurridor.
—No oía nada.
—No me extraña. Había un viento horrible.
Saqué una cerveza de la nevera y me senté en un extremo de la mesa.
—¿Por qué habrá empezado a soplar ese vendaval así de improviso y se habrá parado igual de repentinamente? —pregunté.
—No tengo ni idea, la verdad —contestó ella, dándome la espalda mientras pelaba los langostinos—. Hay muchas cosas que ignoramos sobre el viento, lo mismo que sobre la historia antigua, el cáncer, los fondos oceánicos, el espacio o el sexo.
Murmuré algo en lugar de responder. Por mucho que quisiera hablar del asunto, no iba a sacar nada en claro. Renuncié y me dedique a observar el minucioso proceso de elaboración del guiso de ostras.
—¿Puedo tocarte el vientre? —le pregunté.
—Más tarde.
Así pues, hasta que terminase con el guiso, decidí tomar unas cuantas notas del día para tener algo sobre lo que escribir el siguiente fin de semana:
- La caída del Imperio romano.
- La revolución india de 1881.
- La invasión de Polonia por Hitler.
De esa manera, el próximo domingo recordaría todo lo ocurrido. Gracias a mi concienzudo sistema he sido capaz de llevar un diario desde hace veintidós años sin saltarme un solo día. Todo acto con sentido requiere un sistema propio. Sople el viento o no, esa es mi forma de vivir.