Isaac Albéniz

 

 

 

Vaya, qué atrevido era este joven catalán. En 1873, cuando apenas tenía trece años de edad y sin el consentimiento de sus padres (aunque hay quien afirma que esto no es cierto) decidió viajar a América. Toda una aventura en aquellos días. Pero el joven Isaac, con autorización o sin ella, tenía lo más importante para emprender cualquier proyecto: salud, ambición y una forma de ganarse la vida. Tres cualidades que no había pedido, que nacieron con él como el sonido a los instrumentos musicales. Pero, abandonar su pequeño Camprodón, atravesar el vasto océano, solo, con poco dinero y a tan corta edad representaba una verdadera odisea. Quizás todo comenzó de la forma más sencilla que uno se pueda imaginar. Tal vez alguien, papá, mamá o alguna de sus hermanas, cuando tenía, digamos, doce años, en Navidad de 1872, le regaló un barco, un pequeño barco muy bien terminado en madera y metal, réplica del imponente RMS Atlantic, vapor inglés fabricado en el astillero de Harland and Wolff, de Belfast, botado al mar en noviembre de 1870 y cuyo primer viaje se realizó en junio de 1871. Un folletín hablaba de sus características básicas: ciento veintiocho metros de eslora, doce de manga y nueve de calado, cuatro mástiles, trece velas y una potente máquina a vapor que mediante innovadoras hélices podía alcanzar hasta los catorce punto cinco nudos. Una gran nave que podía transportar a ciento cincuenta tripulantes y a mil ciento sesenta y seis pasajeros. Majestuoso. Operaba entre Liverpool y Nueva York, y las personas tenían que reservar con bastante anticipación para conseguir un boleto en el moderno y confortable trasatlántico. Tal vez yo también pueda navegar en uno como este y cruzar el mar y ver más allá y conocer a otras gentes, a otros músicos, se decía entre dientes el pequeño Isaac mientras veía a los marineritos desprendiendo las amarras y al capitán dando instrucciones para la partida. Así pudo haber comenzado esta aventura, en ese invierno de 1872, cuando el joven Albéniz veía con admiración los altos mástiles y las henchidas velas del pequeño juguete que se movían mágicamente ante sus ojos, y con el que superaba con agrado los aburridos días de la temporada invernal. Así, sentado frente al calor de la chimenea, sus manos guiando el barco sobre el vaivén de las olas, navegaba por las turbulentas aguas del gran océano mientras distraídamente imitaba la potente corneta, el silbido del viento sobre cubierta y el estallido de las olas contra el casco de la embarcación. El capitán, de blanca y abundante barba, gorra bordada con la bandera inglesa, un grueso saco con seis botones que brillaban y barras doradas en las mangas, le daba la bienvenida.

—Adelante, joven Albéniz, adelante. White Star Line le da la más cordial bienvenida al RMS Atlantic.     

—¡Qué barco tan grande!

—Sí, es muy  largo y ancho. Aquí podrás hasta correr si así lo deseas. Y de los más modernos: vapor y vela.

—¿Vapor y vela?

—Así es, por si falla la máquina… Dime, ¿y cómo llegaste aquí?     

—Bueno, mi madre me regaló este barquito —y sacó de su bolsa el pequeño RMS Atlantic ya con las velas muy arrugadas—. Me dijo que era una réplica exacta de este lujoso trasatlántico y que con él podía cruzar el océano en poco tiempo. Me pareció una buena idea y desde ese día comencé a pensar en conocer las Américas.

—Oh, muy interesante.

—Sí, mucho.

—Al principio les pareció una locura… me refiero a mis padres… se rieron y me preguntaron si estaba soñando. Yo les dije que hablaba en serio… una y otra vez se los dije hasta que ya no se rieron más y comenzaron a verme con preocupación. Sabían de lo que era capaz. Ya cansado de insistir les dije que me escaparía, que nunca más sabrían de mí si no me permitían embarcarme en esta maravillosa nave. 

—Me alegro de que hayan accedido.

—Yo también. Aunque traigo poco dinero, me las arreglaré… Quería salir de Camprodon a toda costa: los inviernos son muy fríos y está lejos del mar.  

—Y, ¿cómo piensas mantenerte?    

—Tocaré el piano. Lo hago desde los cuatro años. ¿Hay un piano en el barco?    

—Claro que tenemos un piano. Un Pleyel que suena como el viento en los días de calma.           

—¿Entonces me permitirá ganar algún dinero durante la travesía?

—Claro que sí muchacho. Será un placer oír a un joven prodigio.

—Se lo agradezco tanto… mis sueños se están haciendo realidad. 

—Eres un rebelde, chiquillo, un soñador, ya lo creo. Y, aparte de viajar en el RMS Atlantic, ¿qué otros sueños tienes?

—Uf, son muchos, capitán. Quiero recorrer los Estados Unidos, luego Sudamérica, conocer toda esa gente y tocar el piano para ellos. Después regresaré a Europa. Tal vez reciba clases en el Conservatorio de Madrid, o quizás el rey Alfonso XII de España reconozca mi talento y me otorgue una beca para viajar a Bélgica y estudiar en el Conservatorio de Bruselas. Ese sería otro gran sueño hecho realidad, tan grande como lo es viajar en este barco, amigo capitán. Luego daré conciertos en Francia, Inglaterra, Alemania… y seré considerado un experto y virtuoso del piano. Qué más se puede desear. Compondré grandes obras, los editores musicales se deleitarán con ellas y las publicarán para que todos puedan conocerlas, dirigiré zarzuelas, crearé romanzas; también me casaré, como mamá y papá, y tendré hijos y despertaré en ellos el amor por la música. Tantas cosas están por venir…       

Isaac Albéniz logró hacer realidad todos sus sueños, incluso el de viajar a América en 1873, a los trece años, como ya se dijo, pero, afortunadamente, no en el RMS Atlantic, trasatlántico inglés que el primero de abril de 1873 se hundió cerca de las costas de Nueva Escocia y donde quinientos cuarenta y cinco personas perdieron la vida. 

Isla de Margarita. 1 de abril de 2013. Ciento cuarenta años después. Frente al mar y con la mirada fija sobre las olas.