Claude Debussy

 

 

 

Querido Paúl, no sabes cuánto me alegro de haber recibido tu carta después de tantos años. Cuando ya pensaba que no me quedaban amigos, llegas tú para rescatarme de esa triste conclusión. Te lo agradezco mucho. Tengo tanto que decirte que no sé por dónde empezar. Primero lo primero: al fin tuve una hija. Le pusimos Claude Emma, sí, nuestros nombres, pero la llamamos Chouchou porque desde que nació ha sido nuestro ojito derecho, la favorita de la casa, nuestro cielo… No sabes cómo me ha cambiado la vida esta pequeña que ya ha comenzado a convertirse en una bella señorita. Si lo hubiese sabido desde un principio todo habría sido diferente. Me habría evitado muchos sufrimientos. También se los habría evitado a ellas, las damas que pasaron por mi vida y a las que te refieres con tanta frecuencia en tu carta. No sabía lo que quería. De eso se trataba todo. Ojalá puedan perdonarme. Tenía apenas veinte años cuando conocí a Sonia. Era la hija de la condesa Nadejda von Meck y le daba clases de piano. Quise casarme con ella… Tal vez si me hubiese aceptado esta felicidad que ahora me embarga hubiese llegado mucho antes. Pero quién se iba a unir a un pobre profesor de música, con un futuro incierto, lleno de planes y nada más. El “pequeño francés”, como me decía la millonaria condesa, no era suficiente para su hija. Así que me despachó con la desagradable elegancia que para algunas cosas tienen los aristócratas: con una de esas sonrisas que niegan lo que los ojos expresan. Y no pude enfrentarme. No tuve fuerzas para luchar. Tampoco Sonia. Quizás no estábamos lo suficientemente enamorados. Tal vez, en el fondo, ambos entendimos que su madre tenía razón, que lo mejor era separarnos, ella podía tener un mejor futuro con otro… Luego conocí a Marie Blanche, cantante aficionada y de bella voz. Traté de evitarla porque era casada, pero no era feliz con Vasnier… Solía visitarlos para acompañarla al piano y mejorar su canto. Pronto nos enamoramos. Enloquecí por ella. “El deseo lo es todo”, le dije a alguien, lo que me valió el calificativo de hedonista por el resto de mi vida. Al regresar a París, luego de una corta estadía en Roma, mi querida amiga ya estaba en los brazos de otro. Me arrepentí mil veces de haberla conocido… No hubo explicación alguna, no hubo despedidas ni lágrimas salvo las mías. Regresé a Roma con el corazón hecho pedazos y con la impostergable necesidad de amor, de llenar aquel vacío, de caer en los brazos de alguien, de importarle a alguien. Y conocí a la señora Hochon. Pero esta vez no cometería el mismo error. Fuimos amigos y nada más. Nos despedimos con un apasionado beso que aún impregna mis labios y que alguien se ocupó de documentar en los periódicos… Ya tenía veintiséis años cuando conocí a Gabrielle DuPont. Gaby era soltera, tenía unos hermosos ojos verdes y llegó a amarme de verdad. La conocí en un café de Montmartre. En esos tiempos era mi lugar preferido para encontrarme con poetas, músicos, pintores, borrachos y demás personajes de la noche y, por qué no, para hacer algún ligue. Allí la conocí. Era muy blanca, rubia y aquellos ojos... Hizo muchos sacrificios por mí, debo reconocerlo: trabajaba mientras yo componía, aceptaba la vida humilde que yo podía ofrecerle, me apoyaba en los malos momentos… Así es, amigo mío, era una buena mujer, pero, ya me conoces, yo tenía el grave defecto de nunca estar satisfecho con nada, algo que ahora, con mi Chouchou todo el tiempo cerca de mí, me parece una tontería. Lo cierto es que comencé a fijarme en otras mujeres. Catherine Stevens, la hija del pintor belga Alfred Stevens, se cruzó en mi camino. Era encantadora como pocas. No podía hacer otra cosa sino rendirme a sus pies. Representaba todo lo que siempre había soñado: joven, honorable y bajo ningún término viviría conmigo sin antes casarnos; eso, algo a lo que antes no le daba importancia, con Catherine adquirió repentina significación. Ya no más correrías, ya no más dudas, ya no más engaños ni sueños incumplidos, había llegado la hora de la felicidad plena, de tener hijos y dedicarme a ellos hasta el fin de mis días. Mi obra, Fiestas Galantes, la compuse para ella… Cuando le pedí matrimonio, tal vez porque sabía que mi relación con Gaby no había aún terminado, me humilló diciendo: “Cuando estrene Pelleas et Melisande, y haya tenido éxito, volveremos a hablar del tema”. Sentí unas inaguantables ansias de venganza y cuando se publicó mi Fiestas galantes se la dediqué a otra mujer. Sí, lo sé, actué como un niño; ese era el anterior Claude Debussy: irreverente, infantil, soñador, tal vez un poco mentiroso, no este que ahora conoces y que te presento mediante esta carta que espero desmienta todas las cosas que se dicen de mí, o al menos ofrezca mi versión de los hechos... Continué mi búsqueda entonces, mi querido Paúl, no podía hacer otra cosa. El 17 de febrero de 1894, tenía ya treinta y cuatro años, nunca olvidaré ese día porque toqué el piano en la Sala Pleyel de París, conocí a la talentosa cantante Thérèse Roger. Sus manos ligeras sobre el teclado, su elegancia, su cuello al descubierto, sus ojos como pedazos de cielo, me cautivaron de inmediato. Poco después, cuando pedí su mano, pensé: “Ahora que por fin un prometedor camino se abre ante mí, creo no haber merecido nunca tanta felicidad y, al mismo tiempo, estoy firmemente resuelto a defenderla con todas mis fuerzas… Estoy convencido de haber entregado mi vida para siempre y que, a partir de ahora, no va a corresponder más que a una sola persona”. Es cierto, esto ya te lo había referido en otra carta, en esa época, y que luego cancelé la boda, renuncié sin dar convincentes explicaciones. Thérèse no lo merecía. ¿Que por qué lo hice?, aún no lo sé. Fue un escándalo. Me tildaron de mentiroso, de embaucador, muchos de mis amigos se distanciaron de mí. Tenían razón. Pero cómo explicarles, cómo decirles que me había equivocado, que tenía miedo, y ahora “mi soledad está llena de recuerdos que no puedo expulsar”. Sólo Chouchou me ayuda a olvidar… Luego encontré a Laura, la mujer desconocida… quizás con ella… Fue algo corto pero intenso, lleno de pasión y de planes para el futuro, hasta el día que “oí un cambio extraño en su voz. Al mismo tiempo que unas palabras crueles salían de sus labios, yo oía en mi interior todas las cosas adorables que antes me había dicho. Aquellas palabras ahora chocaban contra las que cantaban dentro de mí. Me hicieron pedazos de una manera que todavía no logro entender. He dejado una buena parte de mí atrapada entre las espinas de su amor, y pasará largo tiempo antes de que vuelva a lanzarme hacia la música, el arte que todo lo cura…”. Destrozado me refugié en Gabrielle, mi querida Gaby, siempre amorosa, siempre condescendiente, me recibió con los brazos abiertos. Todavía recuerdo sus bellos ojos verdes llenos de brillo al advertir que volvía con ella. Por un tiempo fuimos felices, hasta que un día olvidé deshacerme de un papel. Sí, amigo mío, “Gaby, la de mirada penetrante, encontró una carta en mi bolsillo que delataba sin lugar a dudas el avanzado estado de una de mis aventuras amorosas. Su contenido era lo suficientemente descriptivo como para encender incluso el corazón más inerte”. Me la había enviado Alice Peter, ¿la recuerdas? Gaby, la pobre, intentó suicidarse después de tantas amarguras que le hice pasar. Me sentí terrible, culpable, miserable. Le pedí perdón y de nuevo nos fuimos a vivir juntos. No obstante —pensarás que soy un monstruo, querido Paúl, pero si no soy honesto contigo con quién podría serlo— me seguí viendo con Alice. Se parecía mucho a mi Gaby pero mucho más culta y refinada: casi perfecta. Estuve muy cerca de casarme con ella hasta que apareció Camile Claudel, la escultora que había sido alumna y ayudante de Rodin. No sólo era culta y refinada como Alice, y tan hermosa como Gaby, sino que también tenía una sensibilidad como pocas: podía llorar al escuchar mi música o compadecerse de un perro que deambulara enfermo por la calle. Lamentablemente supo lo de Gaby. Quizás no quiso ser la responsable de otro intento de suicidio y me despidió como si le quemara las manos y pronta quisiera deshacerse de mí. Una vez más, cabizbajo y arrepentido, volví con Gaby, le hice mil promesas, me humillé ante ella… Ella, pobre inocente, accedió a darme otra oportunidad, y vivimos bien durante un tiempo hasta que un día le fallé de nuevo y se marchó para siempre. Nunca la olvidaré… Luego vino Lilí, modelo de alta costura. No tengo palabras para describirla: un sueño de mujer, “increíblemente hermosa y dulce, como un personaje de leyenda”. Tenía veinticinco años cuando yo ya tenía treinta y siete. No merecía yo semejante regalo de la providencia, pero lo recibí con el corazón abierto y con el firme compromiso de parar, de sentar cabeza, de, por una vez en la vida, serle fiel a alguien. Y lo hice, contrajimos matrimonio en mayo de 1899. Todo, aunque en el fondo era una repetición de mis experiencias anteriores, era nuevo para mí: el aire tenía otro olor, la mirada de la gente se me hacía diferente, la luz del día parecía más brillante y las notas de mi música sonaban más melodiosas. Qué más podía pedir: ¡un hijo! Era lo que nos faltaba para tenerlo todo. Muy pronto salió embarazada. Hicimos tantos planes, soñamos tanto, que no podía creer cuando poco después Lilí perdió el bebé. Una sombra de tristeza se cernía sobre nosotros. Tal vez el estreno de la Doncella elegida me daría nuevos ánimos, haría renacer nuestras esperanzas y podríamos intentarlo de nuevo, pero otra vez la adversidad, otra vez el dolor: unas horribles manchas tuberculosas aparecieron en los pulmones de Lilí. Hice lo que pude por ella. Durante años la acompañé en su enfermedad y sufrimos juntos la falta de hijos. Me dediqué de lleno a mi música. Poco a poco los apuros económicos fueron quedando atrás. Mis obras para piano comenzaron a ser reconocidas. Claro de luna, La muchacha de los cabellos de lino, La catedral sumergida, La puerta del vino… se convirtieron en obras por todos conocidas, al igual que mis composiciones para orquesta, mis óperas, mis canciones y mis arreglos de cámara… Mi música fue clasificada como “impresionista”, algo nuevo, diferente, sólo comparable al resultado que dejan las obras de los grandes pintores impresionistas de nuestra época: una sensación, la hermosa “impresión” de una realidad tal vez nunca vista. Incluso se ha llegado a decir que soy uno de los fundadores del lenguaje musical del siglo XX, un honor que no merezco, como tampoco merecí la condecoración de la Legión de Honor, de la cual me siento tan orgulloso…  Pero nada de esto, apreciado Paúl, levantó mi ánimo. Mi amor por Lilí se fue apagando, se desprendió de mi alma como la inestable porción de tierra al borde de un abismo: trata de sostenerse, lucha, pero finalmente se desploma sin remedio. Fue cuando conocí a Emma, sí, la madre de Chouchou. Sucedió en París, en un almuerzo en casa de uno de mis alumnos. Me cautivó apenas la vi. Aún antes de besar su mano me di cuenta de que era la mujer que siempre había soñado. No quiero aburrirte con una larga descripción de sus virtudes: no cabrían en esta carta… Era casada sí, pero intuía que eso no sería un obstáculo para amarnos y hacer una vida juntos… Mis Tres canciones de Francia fueron para ella. Superamos muchas cosas: la ira de Moyse, su marido, el intento de suicidio de Lilí, nuestros difíciles divorcios, el dedo y la mirada de la gente al pasar… tantas cosas. Y esta vez, querido amigo —mis lágrimas están a punto de caer sobre el papel —esta vez triunfé, esta vez mi amor no buscaría flores en otros jardines, no deambularía por terrenos inciertos ni haría sufrir a otra mujer. Era otro quien ahora vivía dentro de mí, no aquel a quien pretendo olvidar y que tanto dolor había causado; me dedicaría a Emma en cuerpo y alma. Fue el 20 de enero de 1908 cuando nos casamos —no sabes cuánto me hubiese gustado saber tu paradero—. Ya Chouchou había nacido. No pedía más a Dios, sólo que me diera vida para disfrutar de mis dos mujeres… Nunca olvidaré cuando era bebé y velaba su sueño. Pasaba largos ratos observando cómo respiraba, cómo bostezaba, cómo movía su boquita pidiendo comida. Cuando me miraba desde la cuna con sus ojos grandes y sus bracitos estirados y dando pataditas a la espera de que la sacara de aquel lugar frío y solitario, y la abrazaba contra mi pecho, sentía que todo había sido perfecto, que todo había sucedido tal y como debía de suceder para llegar a esta hermosa conclusión, a esta mujercita que Dios me envió para que me convirtiera en ese otro que ahora me sorprende y al que en este momento estás conociendo… ¡Ah!, ¿cuántas obras escribiré para ella, cientos, miles? El rincón de los niños, Serenata para una muñeca, La nana del elefante Jumbo… nunca serán suficientes para mostrarle mi amor. 

En conclusión, mi buen Paúl, ya no saldré contigo a conquistar hermosas damas, pero serás bien recibido en casa cuando desees visitarnos… Llegó la hora de tocar el piano con la niña. Será una gran pianista, ya verás. 

Tu amigo.

Claude.               

Claude Debussy murió en París en 1918. Poco después, con tan solo trece años de edad, falleció su querida Chouchou.