Antonio Vivaldi

 

 

 

¿Qué hace que la historia ignore a un artista: su falta de talento, el juicio de los hombres, ambas cosas? Y si suponemos que ese artista gozó de un gran talento y la causa de su olvido es el juicio de los hombres, ¿por cuánto tiempo se prolongará este olvido, de qué manera se podrá reivindicar el error cometido?

Es posible que Antonio Vivaldi rompiera algunas reglas morales —pero quién no lo ha hecho alguna vez— y eso, en su momento, le valió la condena de toda una sociedad, una sentencia exagerada para quien no hizo mal a nadie, por el contrario, fue honesto consigo mismo y nos dejó una música que ha reconfortado e inspirado a millones de personas alrededor del mundo, y lo seguirá haciendo mientras el planeta gire y la luz del sol lo caliente. 

No hay duda de que si hubiese tenido la posibilidad de escoger libremente qué carrera seguir hubiese elegido la música y no el sacerdocio. Pero en aquella época los padres con dificultades económicas o de cualquier otro tipo preferían enviar a sus hijos al seminario, donde se les garantizaba comida y educación. Ese, quizás, fue el caso de Antonio, que a los diez años ya estudiaba con el clero de la parroquia de San Geminiano, en Venecia, y luego de tomar los hábitos menores, en 1703, fue ordenado sacerdote. ¿Acaso tuvo otra alternativa? No lo creo. Sin embargo, día a día, al levantarse en la mañana, mientras hacía su cama, y veía la larga hilera de niños haciendo lo mismo, no le entusiasmaba asistir a la misa diaria ni a la lectura de las oraciones ni recibir la comunión que muchas veces le servía también de desayuno, su interés estaba centrado en las clases de música, en la composición, en las teclas del piano y en las cuerdas del violín y, más tarde, en alguna muchacha que le hiciera la vida más agradable. ¿Que era un sacerdote y no podía hacerse ilusiones con una mujer?, es cierto, pero no se hizo cura por voluntad propia. Il prete rosso (el cura rojo), como le apodaban por el color rojizo de su cabello, no era realmente un sacerdote, era un hombre común y corriente en desacuerdo con el celibato, que a pesar del amor a la música y a una guapa joven que lo había cautivado no fue capaz de abandonar los hábitos  porque  eso  significaba  tal  vez  abandonar su trabajo —lo más importante para él— como profesor de música, el que mantendría durante treinta y siete años… Tenía veinticinco cuando, en 1703, comenzó a dar clases en el convento de la Piedad, que daba albergue a niñas abandonadas y donde el veneciano llegó a formar una importante orquesta y un coro que ya era famoso por sus maravillosas interpretaciones. Hacía una noble labor con las niñas, todas ellas huérfanas, hijas de prostitutas, no deseadas por las madres o por no poder mantenerlas… Las ponía en fila y una a una les pedía que dieran una nota para saber en qué parte del coro ubicarlas, o que tocasen varios instrumentos y así darse una idea de cuál podría ser el más conveniente para cada muchacha. Se entristecía con las que rechazaba y se alegraba  como  un  niño  con  las  que  quedaban  seleccionadas. Es bueno saber que la mayoría de las obras de Vivaldi            —cuatrocientos setenta y ocho conciertos, noventa sonatas, catorce sinfonías, sesenta obras sacras, treinta y nueve cantatas, cincuenta y tres óperas…— las compondría para este convento. La música y la educación musical de esas niñas lo eran todo para él. Renunció incluso a dar misas, cosa obligatoria para un sacerdote, alegando que su asma no le permitía realizar los sermones como era debido, que a veces le faltaba el aire y… ¿Quería dedicar ese tiempo a la música, a sus alumnas? ¿Era el asma producto de su rechazo al sacerdocio? Es posible. Pero ya qué podía hacer. Era un músico que no quería ser sacerdote y eso nadie lo podía cambiar. (A veces, cuando dejamos correr los años pensando que ya habrá tiempo para actuar, llega un momento en que es demasiado tarde y lo mejor es resignarnos y, aunque no lo logremos, tratar de aligerar ese peso que seguramente nos acompañará durante muchos años, tal vez hasta el final).

Tenía ya cuarenta años cuando una de esas niñas llamó en especial su atención. Se llamaba Anna Girò; joven, hermosa y sus aptitudes para el canto eran notables. Ya se sentía enamorado cuando escuchó su voz, su melodioso cantar, por lo que esto sólo acrecentó su sentimiento hacia ella. ¿Qué significaba todo aquello? Le doblaba la edad. Él era un sacerdote. ¿Acaso una prueba de Dios? ¿El mismo demonio la había enviado? La miró durante largo rato y concluyó que aquello no podía ser obra del diablo, que sólo Dios podía haber creado semejante belleza. Llevaba “un hábito blanco con una corona de flores en la cabeza y zarcillos de granadas en flor en sus orejas”. Su piel era como el pétalo de una rosa y sus ojos color esmeralda contrastaban con el cabello color trigo que en bucles le caía sobre los hombros y se derramaba hasta más allá de su cintura. Y aquella voz, la voz de un ángel, lista para moldearla, para convertirla en un torrente ilimitado de afinados tonos que a todos impresionaría. Y así fue: Antonio se dedicó a ella, la educó, preparó su voz y también su carácter, la convirtió en una notable cantante de ópera con piezas escritas especialmente para ella, piezas que resaltaban los tonos donde la muchacha llegaba con facilidad y suavizaba los que se le hacían inalcanzables. Los resultados no se hicieron esperar: Anna Girò se convirtió en una gran cantante, en su protegida, en su discípula, en su razón de vida. Y ella amaba hasta el delirio a ese hombre a quien le debía tanto, que la había realizado como persona, como artista y posiblemente como mujer… Viajaron por las principales ciudades de Europa. Salones y teatros se llenaban para ver al sacerdote virtuoso del violín y a la joven mujer que cantaba como los dioses. Vivaldi era el ser más feliz de la tierra. Había recibido un regalo de Dios y la ley de los hombres no haría que lo rechazara, no, lo cuidaría como su tesoro más preciado y lo celebraría mil veces en las notas de su violín, en cientos de composiciones que escribiría a gran velocidad, tanto, que, según se dice, “tardaba menos tiempo en escribir un concierto que un copista en copiarlo”. Y qué es esto sino amor, amor por la vida, amor a su trabajo, amor a Dios que le dio ese talento y a Anna para expresarlo…  

Pero esta “aventura amorosa” no complació a la sociedad europea del siglo XVIII. No importa cuán auténtico haya sido este hombre, cuántos beneficios haya traído a la humanidad con su obra, “no aparece en los libros de música de la época”. Doscientos años después el juicio de los hombres, de otros hombres, rescató del olvido a Antonio Vivaldi, Il prete rosso.