XX. «La Montaña Joven»
El tren paró en la estación de Aguas Calientes. La salida masiva de turistas me sacó de mis recuerdos cada vez más cercanos al triste momento que me había llevado a subir al tren en dirección a la ciudad sagrada. Con desgana me levanté de mi asiento y cogí mi mochila con las cenizas del chamán.
Recorrí el tramo que separa la nueva estación solo para turistas de la vieja, donde estaban los hoteles y hostales de Aguas Calientes. Sabía que sería difícil encontrar una habitación, incluso en temporada invernal hay que reservar el hotel con un año de antelación, así que fui preguntando de uno en uno hasta que encontré una. Dejé mi parco equipaje en el dormitorio, me calcé las botas adecuadas y envolví la urna que contenía las cenizas de Galpi.
Conocía las costumbres de los guardas de la entrada a la Montaña Sagrada (en ocasiones obligaban a dejar las botellas con agua) y conocía también la prohibición de entrar comida en el lugar. Procuré no incumplir ninguna de sus reglas para evitar cualquier contratiempo.
Ya preparada para realizar mi misión, me dirigí caminando hasta el lugar donde se toman los autobuses que suben a los visitantes al Machu Picchu. Todo seguía igual, la carretera zigzagueante, los niños que se disfrazaban de chaski24 e iban saludando en inglés a los turistas adelantando sus autobuses en distintos tramos del descenso…
En nuestro autobús, subimos a un niño chaski para que pudiera ganarse un dinero, y una vez arriba siguió a otro autobús de los de retorno. Así iba trabajando durante el día.
El paisaje seguía siendo hermoso, no importaba las veces que lo había visto, siempre me sentía fascinada por las montañas, el cielo y sus curiosas nubes. Durante un rato logré vivir en el presente, disfrutando de la magnificencia de la naturaleza.
Llegamos a la garita de entrada al recinto, frente al self-service del lugar. Me tomé un café con leche antes de entrar para no hacer cola junto a los turistas recién llegados en los autobuses. Dejé que todos entraran antes. Pagué el tique y entré. Ya estaba de nuevo dentro. Mejor dicho: ¡ya estábamos de nuevo dentro!
«Galpi, si me oyes allí donde estés, mi parte del trato está ya casi finalizada, pronto te entregaré a los grandes maestros, los apus, de “La Montaña Joven”, como tú querías. Ahora mándame energía para subir la montaña, pues mira que me lo pones difícil. Podías haber escogido cualquier otra parte del complejo ceremonial, pero no, tuviste que elegir el Wayna Picchu, lo más difícil de subir. ¡Bien! ¡Pues ayúdame!, que ya llegamos a la base de la montaña».
Firmé en el libro de la caseta de control para poder ingresar al camino de «La Montaña Joven». La empleada me miró con desgana. Saqué mi bastón de la mochila y, apoyándome en él, comencé a ascender la montaña. Los escalones irregulares, algunos demasiado altos para poder subirlos sin apoyarme fuertemente en el bastón, me provocaban un gran cansancio. Mis piernas seguían sin ser fuertes, la montaña seguía siéndome hostil, como las veces anteriores. El cable de hierro a modo de barandilla seguía siendo incómodo para poder servir realmente de puntal para ascender los escalones horadados en la piedra.
La ladera, desde el último incendio en el año mil novecientos noventa y siete, seguía viéndose muy pronunciada, la sensación de vértigo era muy fuerte, ya que no había grandes y altos árboles.
Yo no era una mujer ni demasiado atlética ni demasiado audaz para sentirme segura en esta situación. El ascenso se me estaba convirtiendo en un auténtico suplicio. Mi nervio ciático comenzaba a dar muestras de enfado y el cansancio por la falta de oxígeno no me permitía pensar correctamente. Decidí sentarme en uno de los escalones mientras intentaba reflexionar coherentemente, hablando conmigo misma.
«Bien, has llegado hasta aquí. Primero de Barcelona a Londres, de allí a Miami y de Miami a Lima, para enlazar a Pucallpa y luego por tierra y agua hasta el poblado. En el poblado estaba Galpi…».
Rompí a llorar aferrada a mi mochila, recordando aquellos tristes momentos.
Galpi estaba rodeado de sus familiares y alumnos, todos serios y expectantes. Sabían que el curandero se moría, pero que alargaba su agonía a la espera de mi llegada.
Nick estaba sentado a su lado. Las lágrimas mojaban sus mejillas. Incluso el silencio de los animales era una muestra evidente del dolor que todos sentían.
Galpi abrió sus ojos al percibir mi llegada, tendió su mano al aire señalando el lugar donde yo me encontraba. Melita me rogó que me sentara a su lado.
Al verle de pronto tan envejecido, por vez primera tomé conciencia de que aquello era el fin. Cogí su mano entre las mías, sollozando.
—¡Oh, Galpi! Galpi, mi viejo amigo…
En un tono de voz duro y áspero, el hombre se dirigió a todos nosotros.
—Cállense. No tengo muchas fuerzas, así que escuchen. Nick me ha prometido entregar una parte de mis cenizas a la Yacumana, allá en el Corazón Verde. Ella le enseñará todo lo que yo aprendí en ese tiempo como gratitud.
»Deonel heredará mis instrumentos mágicos y por ello curará aún mejor que yo, ya que unirá su sabiduría y la mía —siguió hablando—. Entregará otra parte de las cenizas de quien un día le “curó” al lago Titicaca, de donde procedemos todos los incas. Y tú, mi Elenita, mi niña que nació para elevar las almas con su voz y hacer realidad los sueños de los demás, llevarás la última parte de mis cenizas al Wayna Picchu, para que el valle que tanto me dio reciba mi gratitud. Allí el cóndor me recogerá dejando entrar a mi alma en el mundo de los apus, los grandes maestros. A cambio, ellos te darán la pieza que falta a tu vida; luego podrás ejercer el libre albedrío y ya no me deberás nada ni a mí ni a ninguno de los maestros que has tenido a lo largo de tu vida.
»Por ti y por mí —terminó diciendo—, ojalá que presencies el vuelo del cóndor.
Llamó a su esposa, a sus hijos y a sus nietos, les besó a cada uno y susurró algo en sus oídos y, cogido de la mano del más pequeño de los niños, expiró.
La selva se llenó de silencio, la habitación se inundó de un olor dulzón, como el olor de las nubes de azúcar, y una luz lechosa se desprendió de su cuerpo ante nuestros ojos. Todo ocurrió en no más de dos minutos, pero muy intensos y emotivos.
Al fundirse su luz, la selva recuperó los gritos de las aves y el aullido de los monos. En cambio, el llanto de los allí presentes fue silencioso.
Una brisa de aire frío rozó mi cara, sacándome de nuevo de los recientes recuerdos. Decidí que ya había descansado lo suficiente y reemprendí el ascenso. Tuve que detenerme algunas veces más, en las que me dedicaba a contemplar el paisaje y a hablar mentalmente con las cenizas de Galpi.
«Utiliza mis ojos para ver por última vez este paisaje. ¡Qué tonterías digo!, tú ya no necesitas ojos para ver, estás ya en Todo. ¿Cómo será la sensación de ser solo energía? Bueno, supongo que llegará un día en que ya lo sabré. Venga, vamos a seguir ascendiendo. ¡Menudo caprichito, muchacho! Podías haberlo puesto algo más fácil, que ya no soy una quinceañera».
Agotada, llegué a la mágica puerta-piedra que hay al final de los desiguales escalones que facilitan el ascenso.
«Bueno, ahora ya hemos llegado al trozo “puñetero” que sabías que me daba más miedo. Voy a sujetarte con las manos, pues con la mochila a mi espalda no sé si sabré dar el giro de ciento ochenta grados que hay que hacer para pasar a la terraza del otro lado. ¡Venga, vamos allá!».
La distancia entre la roca y el precipicio que daba paso a la pequeña terraza desde la que se contempla la magnificencia del Machu Picchu debía pasarse de lado y realizando un complicado giro. Siempre que lo hacía tenía la sensación de que no podría pasar, de que me quedaría angustiosamente atrapada allí.
«¡Pasamos! Bueno, debo entregarte a los apus, así que aquí nuestros caminos se separan. Aunque no sé si debo enfadarme contigo, mi maestro, pues después vendrá la parte peor, el descenso por este lado».
Bajé arrastrando el culo por la terraza que terminaba justo en el precipicio. Me di cuenta de que el vértigo había desaparecido, así como el miedo a ese tramo de la montaña. No obstante, me sentía desamparada y sola. Rompí a llorar y me senté en el suelo. Con lágrimas en los ojos, saqué la urna que contenía las cenizas de mi maestro y gran amigo Galpi.
—¡Aún no puedo hacerlo! Tengo la sensación de que falta algo, de que nos queda algo pendiente. ¿Pero qué puedes darme ya que llene esta sensación? —No pude reprimir hablarle en voz alta a la urna, como si él estuviera ante mí.
Cerré los ojos y respiré profundamente, buscando en mi interior las fuerzas para abrir y esparcir sus cenizas, pero una voz en mi interior me detuvo.
«Termina tu balance».
Abrí los ojos. ¿Mi balance?
Recordé que durante todo el viaje en el tren hasta Aguas Calientes me había sumergido en el pasado, y con ello había resumido mi existencia al lado de Galpi. Pero balance es hacer cuentas de lo cobrado y lo pagado.
—Entiendo, debo hacer mi recuento de lo aprendido y lo enseñado. —Me dirigí en voz alta ¿al viento?
Me llamó la atención el bellísimo cielo azul con pequeñas nubes blancas parecidas a balcones de algodón. Tenía la sensación de que pequeños querubines miraban apoyados en los lechos de sus nubes, como en las pinturas de los frescos de las iglesias católicas.
—Gracias a mis padres, vi el mundo —continué hablando en voz alta—. Entendí que el bien y el mal eran un invento humano, que eso que algunos llamaban «Dios» era justo y bondadoso.
Así perdí el miedo a mirar a Dios. Gracias a mi abuela, aprendí la paciencia y la tolerancia. Ella también me enseñó que cualquier medicina es buena, porque lo que importa es la fe en la curación y entender el mensaje escondido que trae consigo toda enfermedad.
Gracias a Thunderheart valoré la relación con el entorno. Me enseñó que la naturaleza creía en el derecho a la abundancia; ella daba a cada ser vivo su alimento y su compensación, y el hombre, cuando actuaba como un ser más dentro del ecosistema, sin soberbia ni avaricia, tal y como lo hacían los indígenas, recibía de la Madre Tierra todo cuanto deseaba.
Thunderheart me demostró que no somos superiores a nuestro entorno, ni ajenos a él. Las plantas, los animales e incluso el viento, el mar o la tierra, forman parte del Todo. Todos somos granos de arena, de igual a igual.
Gracias a muchos otros maestros, lama Chopa, lama Dorje, indra Devi, entendí que debíamos renunciar al ganar por participar, a sembrar para recoger, a no enjuiciar para aprender, a ser niños sorprendiéndose ante todo; a amarme ante todo para así poder amar. Si yo no era capaz de aceptarme, aún menos podría aceptar en los demás lo que detestaba en mí. Aprendí a colaborar; juntos todo es más fácil. Aprendí también a dejar de vivir en futuro. El presente es un hoy continuo y lo único válido, pues es quien construye nuestro futuro. El pasado es un presente ya vivido, y por lo tanto deberíamos soltarlo o solo viviríamos en él perdiendo de nuevo el hoy.
«Galpi, tú me regalaste lo mejor de todo. Me preparaste para la llegada de Thunderheart, me hiciste perder el miedo a ser diferente, me devolviste mis ojos. Dejé de verme a través de los ojos de mis padres, para verme de nuevo a través de mis sueños. Me diste el misterio para crear en mí la curiosidad de la búsqueda. Me regalaste el ritual, por fin entendí que lo importante era el ritual, y tú, o la ayahuasca, fuisteis solo unos medios. Tú guiaste en mi subconsciente lo que debía buscar, cómo lo debía encontrar y cuándo. La planta solo facilitó el trabajo, al bloquear mis barreras de defensa. Por fin entiendo que las plantas, sin el chamán, no serían nada; sin su sabiduría, sin su capacidad de dar a cada uno lo que necesita, serían solo instrumentos de confusión. Tú condujiste a lo largo de estos años mi aprendizaje, y la planta te facilitó que yo comprendiera con mis códigos lo que tú sabías que yo debía descubrir. Si en lugar del brebaje mágico hubieras conocido otro modo, también habría sido válido».
Una sacudida de adrenalina inundó mi cuerpo. Mi pulso y mi respiración se aceleraron.
«Ya entiendo, no importa si los blancos y sus leyes prohíben la ayahuasca o cualquier planta; lo único que importa es el ritual. Me estás diciendo que aunque no tenga el Amazonas, las plantas o un lugar sagrado, puedo utilizar el ritual y con ello continuar aprendiendo. Hace tiempo, querido amigo, que me muevo en la ambigüedad. ¿Qué hay que hacer con todo lo que he aprendido en esta vida? ¿De qué sirve? Las palabras solo añaden más confusión a la verdad, pues las palabras son solo códigos, y cada uno les da la importancia o el valor que desea.
»Contigo, querido amigo, aprendí a vivir la vida, sin miedos, sin límites; aprendí a ser feliz, aceptando lo que en cada momento me era ofrecido. Pero sigo sintiéndome en deuda con todo el mundo. Por un lado con mis respetados maestros, y por el otro con las personas que, como yo, o como Nick, van buscando entender».
Sin más, acudió a mi recuerdo un hermoso cuento que me contó en el establo del valle cuando era pequeña: «Papá Sol creó primero el maíz negro, a él le dio el don de cuidar de las aguas; luego creó el maíz rojo, y le dio el don de cuidar de la tierra. Luego creó el maíz amarillo, a él le enseñó el don de la energía. Y por último creó el maíz blanco, y le dio el don de la invención. Así, cada uno fue creciendo y evolucionando, hasta que por fin se encontraron. El hermano más pequeño, por codicia, sometió a los demás, pero la paciencia de sus hermanos era infinita. Después de mucho dolor y muchos errores, el hermano maíz blanco comenzó a entender la idea de papá Sol. Un nuevo maíz que uniría lo mejor de cada enseñanza, lo mejor de cada cultura, y comenzó a nacer el nuevo maíz marrón, el nuevo hombre».
Mis hijos, mi pareja, yo y también Nick, y toda su familia, formábamos parte de la idea de ese maíz marrón, de ese nuevo hombre. Cada vez éramos más los que girábamos la miraba hacia otras culturas, hacia nuevos modos de vivir la vida.
Había subido al Wayna Picchu para realizar un último ritual dirigido por Galpi. Al girar el cuerpo para atravesar la puerta y reposar en la terraza de la montaña, había dado simbólicamente el último giro a mi vida.
Miré a mi alrededor, contemplé la belleza del paisaje, el cielo azul y el Sol brillante testigo del ceremonial. Abrí la urna que contenía las cenizas, me acerqué al abismo y con fuerza lancé las cenizas hacia arriba, hacia el cielo.
—¡Vuela, amigo, vuela alto!
Delante de mí, un hermoso cóndor pasó volando. Extendía sus alas al máximo y recogió en ellas algunas de las cenizas que aún flotaban en el aire. El animal voló exhibiéndose ante mí como si fuera consciente de mi asombro. No podía dejar de mirarle siguiendo su majestuoso vuelo; giró dos veces en círculos sobre mi cabeza y entendí que se despedía de mí.
—¡Adiós, amado amigo! Vivirás para siempre en mi corazón y en el de todos los que te conocimos. Gracias por todo el ayni25 que has sembrado en la tierra.
Levanté mi mano en señal de adiós al ver al cóndor partir en dirección al Sol. No sé lo que ocurrió, pero, en aquel instante, de encima del ave nació otro cóndor más pequeño, y los dos juntos se alejaron hacia el Sol.
Una lágrima brotó de mis ojos y recorrió mis mejillas. Una leyenda había nacido ante mí.
Me despedí de los apus, les ofrecí flores, les canté una canción y descendí sin recordar el miedo que me provocaban la bajada ni el precipicio, ni mi dificultad física.
Yo también había nacido, simplemente era una con el lugar y el tiempo. Había dejado el pasado en su lugar al cruzar la Puerta de la Montaña y me había depositado en el presente continuo dispuesta a sembrar el presente de mis hijos y a contar a quien lo desease oír la vida y el mensaje de Galpi, el mensaje de los HIJOS DE LA TIERRA.