V. La selva amazónica
La humedad fue obligándonos a usar pañuelos de algodón para empapar el sudor de cara y manos, así como a desprendernos de las camisas, dejando solo las camisetas y quedando expuestos a las picaduras de los cientos de mosquitos que habitaban el río Ucayali. El agua que transportábamos con nosotros resultó insuficiente, así que íbamos humedeciéndonos con el agua del río.
John despertó aturdido de la conmoción que le había causado Alan. Me pareció cruel no atenderle, así que iba mojándole y controlándole el pulso. Su sensación de impotencia se transformó en un amargo llanto lleno de rencor hacia el grupo.
Al verle recuperarse, los dos cámaras le instaron a dirigir unas palabras al público que vería las imágenes en televisión.
—¡Eh, John, espabila! —le dijo uno de ellos—. Maquíllate un poco y háblales a los televidentes, que te darán el premio al mejor presentador por tus sensaciones selváticas. Llevamos grabado más de una hora.
—¿No me habréis grabado inconsciente?, ¡capullos! —les dijo John encabritado.
—No, tío —le respondió Martin con una sonrisa nerviosa—. ¡Venga, que somos un equipo! Anda, John, pon una mirada hipnotizadora de las tuyas y regálales una descripción de la selva con tu amorosa voz —le aduló astutamente.
El presentador transformó en décimas de segundo su aspecto desagradable, se dio unos toques estudiados en el flequillo, se dejó un poco de sudor para ambientar su imagen de aventurero, dio brillo a sus labios y miró a la cámara con ojos de pasión para emprender su relato.
—Aquí me tienen, fuera de mi plató televisivo, pero emocionado por tener el privilegio de servirles de guía en esta peligrosa aventura en el corazón de la Amazonia. Intentaré desvelarles los profundos misterios de estas tierras salvajes, con tribus inhóspitas y seres que no han visto jamás a un hombre blanco. —Hizo un provocador silencio en el que indicó al cámara que enfocara las profundidades selváticas, después el entorno solitario del río y de nuevo a él, en primer plano. Siguió relatando—: Dormiremos y compartiremos, usted y yo, los rituales más ancestrales con indígenas antropófagos y paganos que aún hoy reducen cabezas y consumen un brebaje mortal que les lleva a conectar con arcaicos dioses. ¡Vengan, acompáñenme!
Con un gesto brusco, cortó la grabación. Los cámaras le vitorearon, aunque callaron rápidamente por el gesto de Goldman ante el sensacionalista comentario que había realizado el presentador con relación a la ayahuasca y las tribus que la usaban.
—Espero que no vuelvan a usar más este tipo de comentarios y especulaciones. Estamos realizando un estudio científico y no un reportaje sensacionalista. Okay?
Los cámaras se relajaron, al igual que todo el equipo. El indígena que guiaba el bote también calló.
Poco a poco la majestuosidad del río, que más bien parecía un lago por lo ancho y la belleza de las dos orillas, plagadas de árboles y vegetación, más la visión esporádica de algún mono que llamaba nuestra atención fueron evocando en mí recuerdos de mi niñez con Galpi. La nostalgia me envolvió de nuevo, superando el miedo a los «monstruos» que habitaban en el lago. Un lejano olor a flores y plantas fue endulzando los recuerdos y adormeciéndome, por lo que no tenía noción del tiempo que había transcurrido mientras me encontraba en ese estado de ensoñación. Fue entonces cuando la voz de René, acompañada de un pequeño roce en mi brazo, me aclaró bruscamente los sentidos.
—Señorita, señorita, diga a todos que se preparen, que ya hemos llegado.
La barca tomó rumbo hacia la orilla izquierda, donde había una pequeña playa llena de lodo negro. Lentamente fuimos apoyándonos en la tierra hasta embarrancar la punta del peque-peque. Los barqueros apagaron el motor y recorrieron la embarcación caminando por el techo de metal hasta saltar encima del lodo. Los niños pasaron entre nosotros y salieron de la embarcación. Descargaron el equipo sin ningún cuidado, ensuciándolo con el lodo húmedo. Obviaron nuestras quejas y siguieron a lo suyo. Por vez primera, aunque también fue la última, John y yo protestamos al unísono. En lugar de parar las barcas en el embarcadero, donde había unos tablones de madera que protegían los zapatos y los equipajes del barro, nos dejaron en medio de la playa.
Al dar el pequeño salto para bajar de la barca nos hundimos en el barro hasta casi las rodillas. Lo peor fue cuando tuvimos que subir una pequeña laderita que nos llevaba al poblado, pues estaba todo tan resbaladizo que no había manera de dar un paso sin riesgo de caer, así que optamos por acabar de subir la cuestecilla a gatas, hasta lograr alcanzar un estrecho camino limpio de vegetación. Quedamos totalmente mojados y sucios.
El equipaje y el material fueron recogidos por un grupo de indígenas, descalzos y cubiertos con taparrabos, que sin mediar palabra con nosotros fueron adentrándose con las cosas hacia el interior de aquella maraña de plantas. René, también sucio como todos nosotros, nos indicó que debíamos seguir al grupo de nativos.
El lodo que se había introducido en el interior de las botas producía una desagradable y extraña sensación. No sabía dónde limpiar mis manos. Sentía ganas de llorar. No tenía claro si mi equipaje había sido desembarcado o si mi material médico estaba completo.
Me daba cuenta de que no estaba preparada para aquella aventura. Se suponía que estábamos en el recorrido más civilizado y ya habíamos vivido nuestro primer tropiezo, pero lo peor de todo fue lo mal que lo habíamos llevado todos.
Con lágrimas de rabia me giré para mirar al grupo, pues habían quedado todos detrás de mí. La imagen era tan patética como la mía: John iba gritándole a Goldman, recordándole que él era una estrella y no estaba dispuesto a sufrir estas incomodidades; Martin y Charlie interrogaban a Alan para saber cómo había conseguido no mancharse más que sus botas; Nick llevaba sus pantalones blancos empapados de lodo hasta las rodillas y su camisa de algodón manchada, aunque no menos que las manos y la cara, e iba mirando su sombrero de algodón verde de ala ancha, parecido a los del ejército hindú, completamente salpicado de lodo.
No pude evitar estallar en histéricas carcajadas. Todos se pararon y me dirigieron iracundas miradas. René también detuvo sus pasos tras los indígenas para ver qué otra desgracia nos ocurría. Tenso ante la situación, también estalló por contagio con mis risotadas, que acabaron contagiando a los dos cámaras. Nick se me acercó acelerando sus pasos y me cogió del brazo, obligándome a seguir caminando. Yo no podía dejar de llorar y reír al mismo tiempo.
—Cállate ya o Goldman te hará trizas —me advirtió Nick—, creo que han roto uno de sus costosos aparatos. —Se le escapaba la risa, aunque la madurez le daba un fuerte autodominio. Intentó terminar con mi ataque de risa y, ante mi pasividad, muy sobrio me reprendió—: Goldman y John no tienen buen encaje para las bromas, así que no fomentes aún más su sensación de ridículo o tendremos todos muchos problemas. Respira conmigo y podrás dejar de reír.
Me ayudó a respirar centrándome en la entrada de aire en mis pulmones y en su expulsión. Me costó muchísimo dejar de reír.
En aquellas condiciones, el camino se nos hizo más largo de lo normal. Al final del mismo apareció un grupo de casitas de madera con techos de hoja de palmera. Sus paredes estaban pintadas con unas curiosas líneas circulares que parecían un laberinto, iguales que las de la túnica de mi amigo Galpi. Más tarde supimos que esos trazados curvilíneos son parte de sus visiones con la ayahuasca y, recordando esas visiones, pintan sus canoas, sus casas, sus telas y sus rostros.
Unos niños descalzos y con camisetas raídas jugaban metiéndose dentro de un depósito de plástico que en su día debió ser utilizado para transportar gasolina, al que le habían sacado uno de los lados, mientras el más fuerte de todos ellos tiraba con una cuerda del depósito y los arrastraba. Unas mujeres que estaban pintando varias telas dejaron sus quehaceres para observarnos y ofrecernos collares hechos con semillas, mientras otros niños corrían a esconderse dentro de sus casas.
Los nativos que porteaban nuestros enseres los dejaron en el interior de una de las cabañas que habían destinado para el grupo. El equipaje estaba sucio, al igual que todos nosotros.
En el rudimentario techo de las cabañas había colgado un fluorescente y de él se deslizaba por la pared un cable con un interruptor. Me llamó la atención que allí tuvieran electricidad e incluso alentó en mí el falso sueño de encontrar las comodidades de un baño. La estancia estaba totalmente vacía, a excepción de una mesa en un rincón y dos hamacas colgadas que casi cruzaban toda la casa.
—Señorita, por favor, dígales que esta cabaña es para que ustedes puedan trabajar y la de al lado es para dormir. Yo estaré en la cabaña del curandero, que está enfrente.
Me dirigí al grupo y traduje sin añadir comentario alguno. Sin mediar palabra, todos nos dirigimos a la cabaña contigua. Al igual que la otra, carecía de puerta alguna, en cambio las aberturas que hacían de ventana, enfrentadas entre sí, estaban protegidas por una tela a modo de mosquitera. En el suelo había siete jergones sin sábanas, colchas o almohadas, pero eso sí, con sus mosquiteras correspondientes.
Buscamos el espacio de los aseos, pero solo encontramos dos palanganas descascarilladas y un cubo que supusimos debía servir para recoger agua.
—René, ¿y los aseos? —pregunté.
—Son unas cabinitas azules que están repartidas por la aldea. Son fosas sépticas —me aclaró—, el agua se recoge de un grifo bomba que hay en el centro de la aldea. Con esa agua se pueden asear, y también con el agua de la laguna si la dejan posar; la tierra queda en el fondo del cubo y al pasarla a la palangana está transparente y limpia. Hay una pequeña tienda en el poblado que tiene papel higiénico, agua potable para beber y Pepsi-Colas. No todos los días, pero a menudo una lancha les repone el material consumido. Si ustedes necesitan algo, ellos lo piden, y en el próximo envío de la ciudad se lo traerán.
El guía se dio cuenta de la creciente tensión en el grupo. Estábamos sucios, cansados y convencidos de que no íbamos preparados para todo aquello.
Salí de la cabaña y me senté en la entrada, aprovechando la altura que quedaba entre la tarima de madera del interior y el suelo de tierra. El suelo de las cabañas distaba unos cuarenta centímetros de la tierra para que la subida del río en la época de lluvias no inundara las casas.
Respiré hondo y tomé en aquel momento mi decisión de no volver a preocuparme ni angustiarme ante las incomodidades que nos irían surgiendo. Estábamos allí y no había vuelta atrás, había que vivirlo de todas maneras, por lo que decidí hacerlo de buen humor.
—René, ¿dónde podemos bañarnos? —le pregunté—. ¿Es posible que algún indígena nos ayude a limpiar el equipaje? —Todos se giraron hacia mí, sus rostros denotaron asombro—.Venga, que ya es hora de adaptarnos. Si limpiamos nuestro equipaje podremos cambiarnos. ¡Ya veréis qué bonita os quedará la piel cuando se vaya el barro! —dije con entusiasmo en inglés.
René entendió mis palabras e intentó echarme un capote; él también deseaba romper la tensión, porque temía que dejáramos el proyecto.
—Señora, ahora les digo que traigan ramas de palmera para secarlo todo mientras usted se lava en el río.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, lo de lavarse en el río no me ilusionó mucho.
René salió de la cabaña y de inmediato organizó la limpieza de los paquetes. Una mujer indígena bastante mayor, pero muy hermosa, fue la encargada de acompañarme hasta un recodo del río que quedaba cerrado, creando un pequeño lago. Allí la mujer me dejó al lado de unas jóvenes indígenas que se estaban lavando el pelo y despiojando unas a otras dentro del agua.
Estaban desnudas y no se veían hombres alrededor, así que me desprendí de toda la ropa. Me lavé el pelo y el cuerpo con champú. Ellas miraron con sorpresa la espuma y estuvieron riendo curiosas y divertidas al verme.
Aunque el agua era limpia, no se veía el fondo, lo que me daba angustia y algo de miedo, así que mi baño fue ultrarrápido, lo justo para quitarme el polvo y el barro.
Al salir del agua, la anciana sostenía mi toalla, con la que me cubrió, cosa que agradecí. Volvimos al poblado. La situación no había mejorado mucho, los cámaras estaban comprobando si había algún desperfecto en el equipo y nuestro presentador luchaba por conseguir lo imposible: una bañera y una cama «como Dios manda». Goldman estaba desilusionado con el equipo que le habían escogido, pues con esos «personajes» jamás podría llegar a los límites y convertirse en un investigador que hiciera historia.
Nick entró en la cabaña unos instantes más tarde. Era el único que parecía aceptar la situación e incluso disfrutar de ello. Había terminado su baño y llevaba la toalla enrollada en su cintura, le encontré un hombre maduro pero atractivo. Alto, sin grasa de sobra en su cuerpo, me recordó a Sean Conery.
De pronto sentí vergüenza por estar solo cubierta con la toalla, así que como todo el equipaje estaba ya lavado, abrí la otra maleta y saqué mi ropa limpia. Me vestí con unos shorts y una camiseta de algodón de tirantes, unos calcetines de algodón y unas botas limpias. Luego me unté con la crema repelente de mosquitos y peiné mi larga melena, recogiéndola en una cola.
Poco a poco todo fue normalizándose. El equipo limpio se fue colocando ordenadamente en la cabaña de trabajo, el suelo fue barrido y los hombres se animaron a lavarse, igual que había hecho Nick.