II. Días felices en el Valle Sagrado

De nuevo, el traqueteo del tren me trasladó a aquellos momentos de mi juventud…

Desde aquel día, las mujeres me aceptaban en la cocina, cuchicheaban sus secretos y me enseñaron a hacer filtros amorosos, brebajes curativos y alguna que otra magia para aprobar exámenes o encontrar algún trabajo.

Galpi me llevaba al bosque, donde me mostraba las diferentes plantas y sus poderes curativos. Me enseñaba a observar a los animales y a descubrir sus poderes.

Mientras, yo iba creciendo, cumpliendo años y acabando estudios. Posteriormente viví en un internado en Estados Unidos, contando los días que faltaban para poder volver a mi bosque y a mis aprendizajes reales.

Mi amistad con Galpi era maravillosa. Me enseñó a controlar esos sueños en los que yo podía volar, y que él llamaba «salir en astral». Siempre que lo necesitaba, me acostaba, respiraba de la manera especial que Galpi me enseñó y en unos quince minutos el milagro ocurría: me encontraba a su lado. Y lo mejor era que Galpi siempre me veía. Ni mi madre ni mi padre me habían visto ni oído; solo después de alguno de mis viajes astrales mi madre me llamaba por teléfono algo inquieta, pues le había parecido oír cómo mi voz le susurraba al oído: «Mami, mami». Mi madre siempre temía que eso significara que había sufrido algún trágico accidente y me telefoneaba a la «escuela de señoritas».

Fue un regalo del cielo el aprender a respirar de esa manera. Sin embargo, un fatídico verano americano, invierno peruano, mi padre nos dijo que nos despidiéramos del Valle Sagrado, pues marchábamos a Chile, porque sus negocios le obligaban a trasladarse a aquel país. A mi madre y a mí nos sonó a uno de sus rollos: siempre se cansaba, jamás aguantaba demasiado tiempo en el mismo lugar. Pero lo peor fue cuando me comunicó que yo no iría con ellos, pues Chile no era en ese momento un lugar tranquilo, así que me mandaba a una «escuela de señoritas» en España. Volvía a casa, pero no a mi casa; estaría sola sin ellos y sin mis entrañables amigos. También me dejó claro que tardaría todo el curso en poderme reunir con ellos en Chile. Ni fines de semana, ni Navidades…

Mi padre no soportaba las lágrimas, así que aguanté el tipo hasta que terminamos de comer. Mi madre argumentó estar muy cansada por el frío y se retiró, supuse que a llorar. Así que yo salí corriendo en busca de mi amigo.

—¡Galpi, Galpi! —grité con ansiedad.

Al fin le encontré en el establo. Estaba echado sobre la paja, descansando después de la comida. Mis ojos eran ríos de lágrimas.

—Galpi, me echan de aquí —le dije.

Entonces yo me abracé a él. Y sorprendido e intentando mantener la calma, él me preguntó:

—¿Qué ocurre, señorita? No creo que hayas hecho nada tan terrible como para que tus papás te echen de casa.

Con la manga de mi camisola me limpié los mocos y las lágrimas.

—No, pero mis papás se van a Chile y yo no regreso al Norte, sino a mi casa de España.

El indígena se separó de mí y su semblante se volvió sombrío.

—El amo dijo hace unos meses que abriría nuevos negocios y que cerraría la casa —dijo—, aunque seguiríamos criando caballos y vicuñas. Bueno, señorita Elenita, deberemos aceptar esta separación en nuestros caminos, pero nunca dude, mi niña, que nos volveremos a encontrar. Usted es mitad india ya. ¡Una guerrera india!

Al oír que me llamaba «guerrera india» dejé de llorar.

—Galpi —le dije muy seria—, hagamos un corte en nuestras venas y unamos nuestra sangre, así seremos hermanos. Lo he visto en las películas de la tele.

Él rompió a reír a carcajadas y yo me enfurecí, apreté las mandíbulas y cerré los puños muy fuerte. Al ver mi postura, Galpi me abrazó.

—Señorita, no coja ninguna irritación. Antes de dos días, tendré preparado para usted un ritual de despedida donde se hará hija de mi tribu para siempre. ¿Alguna vez le he contado de dónde soy?

Lo miré con gran curiosidad. Imaginaba que él era peruano, pero ¿de dónde venía?

—No, no sé de dónde eres —le respondí.

La voz de mi padre llamándome desde el porche de la casa cortó aquel momento de misterio y confidencias.

—Vaya, señorita, vaya que su papá no se enfade. Nos vemos esta tarde antes de la cena y yo le cuento de dónde soy.

Salí corriendo del establo hacia la casa.

—¡Ya voy, ya voy!… —gritaba.

Mi padre se sentía culpable y me llevó a la ciudad de Cuzco a comprarme un regalo. Durante el viaje me habló de sus sueños y quimeras. Yo le escuchaba embobada, aunque siempre hacía lo que él quería sin contar con nuestra opinión. Le admiraba, era un padre original, diferente a los demás.

Regresamos tarde. Con la excusa de no agobiar a mi madre, cené en la cocina un sándwich y salí corriendo hacia la casa del capataz.

Galpi me esperaba ataviado con una extraña indumentaria. Llevaba encima de su ropa una especie de vestido hecho de tela de algodón, totalmente decorado con unos dibujos que creaban formas laberínticas en color marrón. En la cabeza portaba una diadema oscura ancha de la que colgaban unas extrañas caracolas que producían un curioso sonido al moverse y chocar entre ellas.

En el recuadro que era su casa solo había una mesa, una silla y una mecedora. Me invitó a sentarme en la mecedora. Tenía un fogoncito donde debía calentar su comida y en un rincón, en una estantería, guardaba su cuchara, su plato y su taza. Así de sencillo era el mundo externo del indígena, pero su mundo interno, como más tarde pude comprobar, no cabía en aquella casa.

Me senté en la mecedora dispuesta a escucharle. Él se sentó frente a mí en la silla, encendió despacio su pipa de madera tallada a mano y pulida a la piedra y habló:

—Tabaco, mi maestra, haz que halle la forma correcta de explicarle a mi hermana qué hago y de dónde vengo. ¡A tu espíritu sabio invoco, planta maestra! —Hizo una larga pausa. Luego dio una profunda calada a la pipa antes de romper el ya tenso silencio—: Verá, señorita, yo vengo del interior de la selva amazónica, de un mágico y bello lugar, la laguna Yarinacocha. En esa zona viven las aguas que alimentan al «papá» de los ríos: el Amazonas. En ese corazón de vida residen bellos pájaros con plumas de muchos colores, magníficos otorongos3 que conviven con venados; mariposas que parece que toquen las castañuelas al batir sus alas para aparearse; plantas verdes enormes y árboles altísimos que algunas veces cruzan las nubes en su intento de tocar el cielo; flores de tantos colores que la imaginación nos queda corta…

»También en el corazón de ese lugar nacen las plantas de los dioses, que ayudan a los hombres como yo a saber cosas del mundo del otro lado, donde viven los espíritus que han creado la naturaleza y la bondad humana. Allí las personas viven en pequeñas comunidades de hombres, mujeres y niños, todos muy juntos, como están aquí las viviendas de los trabajadores, pero allá es para protegernos de los otorongos y de otros animales salvajes, pero también para mantener nuestras costumbres ancestrales. Las mujeres tejen ropas, hacen collares y artesanías, mientras los hombres pescan, cazan o suben a los árboles para coger sus frutos.

De nuevo aspiró el humo de su pipa, dejó los ojos en blanco, recordando así sus vivencias en su comunidad. Yo respeté su silencio, su voz me inducía a adentrarme en la imaginación y ya podía ver en mi mente aquel lugar lleno de árboles a orillas de la laguna Yarinacocha, por lo que saboreé su silencio dejando recrear mi fantasía.

—En esas comunidades existen hombres y mujeres que velan por la salud de sus habitantes —continuó—. También intentan mantener vivas las tradiciones y hablan con los espíritus de la selva para que nada malo les ocurra a sus hombres, mujeres y niños. —De nuevo un largo silencio. Su tono de voz subió exageradamente cuando retomó el discurso—: Yo soy uno de esos hombres, un curandero shipibo4.

Abrí los ojos de par en par, para una niña de nueve años aquello sonaba a un título muy importante. Ahora, años después, sé que es importante.

Galpi bajó su tono de voz y puso una de sus manos en mi antebrazo.

—Si estoy aquí es porque otro hombre sabio me está enseñando el manejo de una planta sabia del altiplano, la hoja de la coca —me confesó—. Cuando lo aprenda todo sobre su sabiduría volveré con mi gente hasta que nuestro curandero fallezca y yo deba ocupar su lugar. Hace tiempo te enseñé a viajar; pasado mañana te enseñaré a ver en el corazón de los seres humanos. Y recuerda: algún día volveremos a vernos. Ahora vuelve a casa, si tu papá se enfada no podré enseñarte nada más.

No tenía palabras para expresar mis sentimientos, así que le besé en la mejilla. Él iba a convertirme en alguien especial. Se me olvidó la pena por tenerme que marchar del valle y me fui fantaseando con la selva y con la vida de Galpi.

Aquella noche viajé voluntariamente a alguna selva.

Impaciente esperé el transcurso de los días. Iba a convertirme en hija de su tribu amazónica. Disfruté del bosque, de montar a caballo. Mis padres se sentían felices, pues creían que mi actitud se debía a que había encajado bien el cambio de vida que habían proyectado para mí. Eran totalmente ajenos a mi proceso evolutivo indígena.

Al atardecer del tercer día las mujeres del rancho, Míriam Betsi y Techi, me invitaron a acompañarlas al río. Ellas llevaban flores y plantas aromáticas en un cesto. Galpi nos esperaba en un recodo del río. Iba vestido con su ropa ceremonial y nos recibió con una gran sonrisa.

Les entregó a las mujeres una especie de bata como la suya, con los mismos dibujos, pero de color crudo, y ellas me la colocaron, quitándome la ropa de debajo. Galpi roció todo mi cuerpo con una colonia mágica llamada «agua de Florida», escupiéndola de su boca como si fuera un spray.

Después encendió su pipa y succionó de mi coronilla no sé qué energías. Yo sentí que realmente algo en mi interior tiraba de mis pies hacia mi cabeza. Galpi fumaba, expulsaba sobre mí el humo y aspiraba. Así estuvimos un buen rato, hasta que pidió que me sentara, para él apartarse a un lado y vomitar. Las mujeres alababan entre ellas el poder del curandero y los fascinantes icaros5 que realizaba para mí.

Luego me hizo estirar encima de la hierba y me pidió que colocara encima de mi corazón una hermosa flor blanca que nunca antes había visto (realmente eran un grupo de florecitas aún cerradas y que juntas hacían una flor de forma triangular como las campanillas de algunos cactus). La besé sin que nadie me lo hubiera dicho y vi que Galpi y el grupo de mujeres aprobaban mi gesto, así que aún más satisfecha la coloqué encima de mi bata en la zona de mi corazón.

Galpi tocó una quena6 y de ella salió una preciosa melodía. Iba intercalando cantos y música, algunos en castellano y otros en su lengua.

—«Ábrete corazón, ábrete sentimiento, ábrete entendimiento, deja a un lado la razón y deja brillar al Sol escondido en tu interior, ya es tiempo ya, ah, ah, ah».

Iba repitiendo algo así una y otra vez.

Yo sentía fuego dentro de mi pecho. En mi mente aparecía un corazón enorme que latía con pulso rítmico y constante. De ese corazón rojo y tridimensional salían multitud de hilos en todas direcciones que lo mantenían suspendido en la nada, en perfecto equilibrio. Volvió a tocar la quena y sincrónicamente salió un rayo del centro del corazón rojo directamente al mío, provocando en todo mi cuerpo una fuerte explosión de amor y felicidad.

Me sentí fundida con la hierba, con la tierra, pero también a la vez con el cielo, como si yo formara parte de todas las cosas y todo al mismo tiempo formara parte de mí.

Una frase resonó en mi cabeza de entre las que en aquel momento Galpi cantaba: «Eso es el amor, solo eso es el amor».

Lágrimas de felicidad rodaron por mis mejillas.

El indígena se agachó a mi lado y mojó mis hombros con agua de Florida, así como las palmas de mis manos y mi frente. Me pidió que oliera profundamente. Le obedecí.

—Ahora puedes abrir tus ojos —me dijo entonces—, y si ha ocurrido el milagro de ver «el corazón de los seres humanos», la flor blanca que tienes en tu pecho se habrá abierto y entonces serás «hija de mi tribu».

No quería abrir los ojos, tenía miedo de la que la flor siguiera cerrada. Tragué saliva y la toqué. Me pareció un poco más abultada, así que la emoción hizo que me incorporara y la mirara. Sus florecillas estaban totalmente abiertas y el conjunto era muy hermoso.

Galpi me extendió la mano para ayudarme a ponerme en pie, apoyó de nuevo sus manos en mis hombros y solemnemente me dijo:

—La flor de la ayahuasca te ha mirado al corazón y te ha aceptado, por eso desde este momento eres una shipibo, mi hermana. Usa tu corazón para hacer el bien y todo lo que has aprendido aquí, en el Valle Sagrado, guárdalo como un regalo más de los que irán configurando tu camino, mi «guerrera india».

Me abrazó. Las mujeres también lo hicieron. Me ayudaron a vestirme con mis ropas, con gran parsimonia doblaron la túnica-bata y me la obsequiaron. Aquello fue para mí el más grande de los regalos que hasta entonces me habían hecho.

Galpi se quedó en el río pensativo y yo marché con las mujeres y mi flor de la ayahuasca, mi túnica y mi emoción. Me sentía muy especial.

Los acontecimientos se precipitaron más rápidamente de lo previsto, pues a la semana siguiente tomé el avión rumbo a España y no pude despedirme de Galpi, ya que mi padre despidió a muchos de los asistentes y dejó el mínimo número de personas para cuidar del ganado hasta que vendió el rancho entero. Me fui sabiendo que no volvería más a Valle Feliz. El nombre del rancho hacía honor a mis vivencias.

3 Felino anaranjado de América del Sur.

4 Los shipibos son un grupo étnico de la amazonia que vive a orillas del río Ucayali.

5 Cantos y ademanes ritualísticos.

6 Flauta de madera bilabial usada en los Andes.