VIII

Llovía a Dios dar agua. Batía la lluvia contra los cristales del autobús, y alguna chispa menuda se colaba en el interior y se quedaba, brillante, en la manga de la gabardina: un instante nada más. La tela la absorbía y, en su lugar, una manchita oscura daba su testimonio. Los viajeros cabeceaban. De rato en rato paraba el autobús, y alguno descendía y quedaba al amparo de un caserío o, sin amparo, en un cruce de caminos. El autobús arrancaba, chorreante, renqueaba cuesta arriba y aprovechaba con cautela las pendientes. Cerca de Pueblanueva paró el motor. El chófer se apeó, maldiciendo. Alguien le echó, desde arriba, un saco para cubrirse. Hurgó en el mecanismo, arregló la avería y continuó la marcha. «¡Menos mal que estamos llegando!», comentó alguien. Un poco más adelante, el chófer corrió el cristal de separación y gritó a Juan: «¿Se queda aquí o sigue al pueblo?». Estaban frente a la carretera que llevaba al pazo de Carlos. Juan miró el valle lluvioso, la larga carretera de guijarros desnudos y grandes charcos. «Mejor será seguir.»

Halló las piedras de Pueblanueva ennegrecidas, sucia la cal de las fachadas, verdeante el recebo de los aleros y el rojo de los tejados. No había un alma en las calles. El autobús dio un viraje brusco y se metió en la plaza. Los puestos del mercado aparecían cubiertos con lonas y hules envejecidos y nadie en ellos. Unas mujeres y unos niños, acurrucados, tapados con sacos y mantones, aguardaban bajo los soportales.

Juan esperó a que salieran los demás viajeros. Habían empezado a descargar los equipajes, y las mujeres y los niños reclamaban a gritos su transporte. Juan se sintió agarrado, sacudido: «Señorito, la maleta, ¿le llevo la maleta?». De un salto se acogió a los soportales. Le había tocado el turno a su equipaje, y una maleta tras otra se deslizaban por la escalerilla: tres maletas y tres cajones. «¡Cuidado, que no se mojen!», gritó; y después dio instrucciones al mozo del autobús para que lo guardasen todo hasta que él pasara a recogerlo.

—Su hermana vive aquí al lado —le dijo el mozo.

—Es que seguramente no iré a su casa.

En una de aquellas casas —¿en cuál?— tenía su tienda Clara. Con ir mirando, daría con ella. Sacudió el agua del sombrero y se lo encasquetó con cuidado, un poco hacia delante, un poco ladeado. Los zapatos, apenas humedecidos, brillaban todavía, y las rayas del pantalón se conservaban impecables. En cuanto se echase a la calle, los zapatos perderían brillo; el sombrero, apresto, y tiesura los pantalones. También era mala suerte.

—¿Le parece bien este rincón? —le preguntó el mozo del autobús: había amontonado maletas y cajones, y ahora los cubría con un papel grueso y roto.

—Sí, está bien. Ya mandaré a buscarlos.

—Que pregunten por mí. Usted va irle conoce.

Dio una peseta al mozo y se apartó. Los viajeros se habían marchado y los soportales quedaban desiertos. Se arrimó a una columna.

—Lo que es llover, lloverá todo el día —comentó el mozo al pasar—. Si quiere le busco un paraguas.

—No, no, no vale la pena.

—La casa de su hermana está ahí al lado. Puede esperar allí.

En último término iría. Prefería, sin embargo, esperar. Quizá un claro que venía por poniente, encima del monte, trajera la escampada. Buscó el tabaco y encendió un pitillo. El mozo volvió a acercarse. Sonreía, con la punta de un cigarrillo pegado a la esquina del labio. Era un tipo maduro, colorado. Llevaba boina y un abrigo viejo.

—Novedades, como verá, pocas. Pero la iglesia la han arreglado.

Siguió adelante, arrastrando una carretilla. Juan, entonces, se fijó en que las tejas de la iglesia eran nuevas y que las piedras estaban limpias de verbenas y musgo. También, habían pintado la verja del pórtico.

—La Vieja, con esto, habrá salvado su alma.

Le embarazaba el guante para fumar y se lo descalzó. Al cabo de los soportales apareció una figura cubierta con un gran paraguas, en seguida cerrado. Juan disimuló la mirada curiosa; luego, la mirada alegre. El sujeto del paraguas parecía el boticario, aunque enlutado. Se ladeó y alternó las miradas entre la iglesia y don Baldomero, que se acercaba, arrastrando el paraguas. Cuando descubrió a Juan, cuando le reconoció, alzó los brazos y aligeró el paso.

—¡Si es Aldán!

Aldán se había vuelto enteramente hacia la plaza, y, al oírle, dio un giro brusco, casi militar.

—¡Don Baldomero!

Fue hacia él y se dejó abrazar. Resonaron las palmadas en las espaldas y los saludos dichos al mismo tiempo.

—Acabo de llegar. ¿Y ese luto?

—La pobre Lucía. ¿No sabía usted nada?

Juan movió la cabeza y se quitó el sombrero. Quedó al aire la cabeza bien peinada, ligeramente olorosa.

—Nadie me lo escribió. Aunque lo cierto es que tampoco yo he escrito a nadie desde hace varios meses.

—Pues ya ve usted: una muerte inesperada y un poco extraña.

—Pero ella estaba enferma hace tiempo…

—Sí, ¿quién lo duda? Tuberculosa, pero no en tal grado que la muerte fuese a venir tan pronto. Además, la había enviado a la montaña y llevaba allí varios meses, muy mejorada. Cuando, de pronto, ¡zas!, me avisan que está peor, y llego por los pelos para verla morir. Una cosa muy rara.

Levantó un poco la vista y examinó el rostro de Aldán.

Juan no parecía haber recogido la sospecha. Mantenía en el rostro una tristeza convencional, y ahora se desabrochaba la trinchera, muy lentamente, hasta dejar al descubierto la chaqueta gris y la corbata azul.

Sacó del bolsillo un pañuelo doblado y se secó la frente.

—Pues lo siento de verdad, don Baldomero. ¿Quién había de decirlo? Unos vienen y otros van, y así es la vida.

—Yo, todas las mañanas, voy un rato a la iglesia a rezarle. Era una verdadera santa. Prefiero esta hora del mediodía porque no hay nadie. ¿Por qué no viene conmigo?

Juan rió.

—¿A la iglesia? Usted sabe que yo…

—Puede venir como curioso. La han arreglado por dentro y por fuera y vale la pena verla. El día de la inauguración asistieron todos los ateos del pueblo.

—Es que yo no soy propiamente ateo, usted lo sabe.

—Pues mejor. Así entenderá algo de Dios, y eso es justamente lo que necesito.

Le cogió del brazo y le empujó.

—Anímese. Abriré el paraguas y le taparé. Tengo ganas de hablar, y ahora, desde que don Carlos apenas aparece por el casino, no hay con quien cruzar una palabra que no sean barbaridades.

—Es que… llevo zapatos finos y no querría mojarme.

—¡A buen lugar viene con zapatos finos! Vamos.

Metió a Juan debajo del paraguas enorme. La lluvia tecleaba en la tela tensa y se escurría a chorros delgados por las puntas de las varillas. Juan sorteó los charcos y sus zapatos alcanzaron el pórtico sin pérdidas importantes para el brillo; pero en los pies sentía la humedad.

—Voy a dejar aquí el paraguas. No lo llevará nadie. ¡La gente ya no viene a la iglesia, querido Aldán! Y no le falta razón, como va a ver en seguida.

Dejó el paraguas escurriendo en un rincón.

—Entre, y le explicaré cómo los hombres son instrumentos de Dios, aunque no se lo propongan. O, ¿quién sabe?, del demonio. Porque detrás de la Cruz está el demonio muchas veces, y uno no sabe distinguir…

Sólo estaba encendida la lámpara del santuario, y en la nave de la Epístola, frente al Crucificado, unas docenas de velas en candelabros de hierro negro. Un resplandor suave lanzaba contra la oscuridad las sombras más oscuras de las columnas. Juan quedó sobrecogido.

—Es bonito esto.

Don Baldomero se había santiguado, pero no se arrodilló.

—Ya lo creo. Sobre todo sin luz. Pero la luz trae sorpresas. Acérquese, ya verá.

Echó a correr por el pasillo central y subió al presbiterio. Juan le siguió con calma: vio cómo se escondía, oyó un chasquido y el presbiterio quedó iluminado.

—Y ahora, ¿sigue pareciéndole bonito?

La luz súbita había ofuscado a Juan. Se restregó los ojos y parpadeó hasta acomodarse a la fuerza de la luz.

—No veo bien.

—Aléjese, tome perspectiva. Ahí es el lugar. ¡Lo tengo tan estudiado…!

Juan se había detenido en la tumba de doña Mariana y no paró mientes en ella. Con la cabeza semialzada contemplaba el Cristo. Hizo visera de las manos y se estuvo así un rato. Don Baldomero llegó hasta él con pasitos menudos, quedó a su lado y no dijo nada.

—No entiendo mucho de pintura, pero debe ser bueno. Lo pintó el fraile, ¿no?

—Eso cree la gente; pero, entre nosotros, estoy convencido de que lo pintó el demonio.

Juan se volvió hacia él.

—¿Es que no le gusta?

—¡No se trata de eso, Aldán! ¡No podemos plantarnos ante una imagen de Cristo y decir que es bonita o fea! El problema es de si eso puede ser Cristo o de si es todo lo contrario. Porque yo tengo mis dudas.

Daba la espalda al presbiterio, y la cara le quedaba en penumbra.

—Yo no me planteo ese problema —insinuó Juan—; ya sabe que yo…

—Usted, dígame la verdad: si mira esa cara, ¿no se siente acusado?

—¿Acusado? ¿De qué?

—De sus pecados; porque usted tendrá pecados. Acusado en última instancia, acusado en el Juicio Final, cuando la cosa no tiene remedio y de aquí sale uno con pasaporte para el infierno.

Juan daba vueltas al sombrero.

—Pues, no.

—¿No le da al menos inquietud? ¿No se siente molesto de mirar?

—¿Por qué? Aunque fuera lo que usted dice, tengo la conciencia tranquila.

—¡La conciencia tranquila! ¡Ni los santos la tienen! La conciencia tranquila es el mayor engaño del demonio; pero lo de ese cuadro es otro engaño. Dice que no hay perdón, eme comprende?, y el que no cree en el perdón acaba perdiendo todo interés en ser perdonado. Mi querido Aldán, cuando vi por primera vez esa pintura, me prometí no entrar jamás en esta iglesia. Pero ya ve, he vuelto. Me siento atraído. Me paso aquí todos los días una hora escuchando… ¡Sí, no se ría! Porque, para mí, habla. Yo soy un pecador y tengo mucho de qué arrepentirme… ¡Quién sabe si hasta de crímenes! Pues vengo aquí y escucho la voz que me dice: «La suerte está echada y tú estás condenado». Y siento una gran paz interior. ¡Con decirle que bebo menos…!

Cogió a Juan del brazo y lo arrastró hacia la nave de la Epístola.

—Las drogas deben de ser algo así. Porque, cuando me marcho, empieza el miedo, y de noche, ya no es miedo, es terror. Se me aparece mi difunta y me dice que no volveremos a vernos, y, a veces, doña Mariana me grita desde el infierno que ya tengo sitio a su lado. ¡Espantoso! Y todo por el puñetero cuadro.

Se había arrimado a una pilastra, fuera de la luz.

—Por ahí, la gente quema iglesias. Dios me perdone, pero agradecería que quemasen ésta. Si no, caeré del todo en la trampa del demonio. ¡No sabe usted, querido Aldán, qué dulce es! Llego, me siento, y nada me importa ya. Un hombre como yo debería ahora estar bramando contra esos bárbaros que nos gobiernan. Mi obligación hubiera sido echarme al monte y levantar la santa bandera de la Tradición. A veces lo pienso… Tengo en casa una carabina, y hay media docena de amigos en toda Galicia que me seguirían. Pero, después, vengo aquí, y los bárbaros me importan un pito, y otro tanto la Santa Tradición.

Echó las manos a los brazos de Juan y lo sacudió.

—Usted, que es anarquista, podía quemar la iglesia, o, por lo menos, esas pinturas.

—Yo no quemo iglesias, don Baldomero.

—¡Ya lo sé! Aquí no hay nadie que queme iglesias. El amo lo ha prohibido. No hay más esperanza que vengan de fuera… Y, a propósito, usted, ¿a qué ha venido? ¿Es por lo de su hermana?

Juan le miró sorprendido.

—¿Qué es lo de mi hermana?

—¡Ah! ¿No lo sabe? ¡Como es novia de Cayetano…!

Permanecía en la oscuridad, pero las luces del presbiterio iluminaban a Juan: brillaba la corbata de seda, brillaba la punta de los zapatos. Y la trinchera, abierta, dejaba ver el forro de tela escocesa.

—¡La novia de…!

Don Baldomero advirtió el gesto de sorpresa, la estupefacción de la mirada.

—He dicho novia, ¿eh?, y nada más que novia. ¡Buena es la gente del pueblo si fuera otra cosa! Y eso es lo que choca, dadas las costumbres de Cayetano.

—No lo puedo creer.

—Pues va para dos meses, y quizá más. ¡Con decirle que la gente ya no habla de eso…! Pero como usted y Cayetano siempre se llevaron mal, pensé que se habría usted enterado y que vendría a arreglarlo.

—No. No he venido por eso…

Le salió la respuesta ronca y un poco dramática.

—A juzgar por el traje, no parece que las cosas le hayan salido mal. Viene usted hecho un señorito… ¡Lo es, claro!

Un poco tarde, quizá. Juan agradeció el piropo con una sonrisa.

—Sí, no me han ido mal las cosas —echó hacia atrás la trinchera y recogió las manos a la espalda, sin soltar el sombrero—. Claro que podrían ir mejor. Pero estos socialistas…

—¿Es que no se lleva bien con ellos?

—¡Estamos a matar!

Don Baldomero rió.

—¡Pues anímese, hombre, que si yo me libro de ésta y me echo al monte le invitaré a la partida! El enemigo común une mucho.

Se apartó de la pilastra y quedó iluminado.

—Espere. Voy a apagar las luces, que si me descubre don Julián dirá que se consume mucho fluido…

Marchó hacia el presbiterio. Juan, con la cabeza agachada, caminó por la nave. Quedó la iglesia a oscuras y se oyeron los pasos de don Baldomero, que iba hacia la puerta.

—¡Con cuidado, no vaya a tropezar!

Seguía lloviendo. Don Baldomero recogió el paraguas de su rincón.

—¿Quiere que le lleve a alguna parte?

—No. Tengo que ver a Carlos, pero el pazo está muy lejos. Cogeré un automóvil.

Don Baldomero rió y le palmoteó la espalda.

—¡Un automóvil! Se ve que estamos en fondos, ¿eh? Pues ande, venga conmigo. Le dejaré en el garaje.

—¿Quiere un pitillo?

—¡Bueno! Vamos fumando. Siempre entretiene…

A Carlos le extrañó el ruido del motor en su jardín: creyó reconocerlo en medio del rumor de la lluvia y se asomó. El automóvil se había detenido y alguien se apeaba. Abrió la ventana y preguntó quién era. Juan levantó la cabeza.

—Soy yo, Carlos.

—¡Juan!

Carlos corrió por el pasillo. Retumbaron los pisos, se estremecieron las escaleras. Cuando llegó al zaguán, Paquito hacía reverencias y barría el suelo con la pajilla.

—¡Señor ministro, bienvenido! ¡Quítese el sombrero, señor ministro, que lo trae mojado! ¡Don Carlos, tenemos aquí al señor ministro!

Se abrazaron. El Relojero quedó un poco al margen, con la pajilla en la mano. Estuvo en silencio y sonriente, mientras ellos hablaban. Pero cuando Juan y Carlos empezaron a subir las escaleras, gritó:

—¿Compro más huevos, don Carlos? Porque supongo que al señor ministro lo convidaremos a comer.

—¡Pues claro, hombre! ¡Y hasta puedes hacer en su honor cualquier extraordinario!

En el pasillo ya, Juan preguntó:

—¿Lo tienes ahora de cocinero?

—Hemos llegado a un modus vivendi. Él prepara la comida y yo la cena. Así podemos mantener la independencia. Claro está que mis cenas no pueden compararse con sus comidas: es un buen cocinero.

—¿Y quién lo paga? ¿Tú?

—Él pone los postres.

Al llegar al cuarto de la torre, Juan se quitó la trinchera y la dejó sobre una silla, con el sombrero. Dramático, con los ojos puestos en los de Carlos y las manos extendidas, apenas dijo:

—Ya estoy aquí otra vez.

—¿Con el escudo?

—¿Para qué voy a engañarte, Carlos? ¡Con el rabo entre piernas! Y más hundido aún por lo que acabo de saber. ¡Mi hermana es novia de Cayetano!

Carlos sonrió melancólicamente.

—Sí. Eso parece —le indicó un sillón—. ¿Por qué no te sientas? Acuérdate de Napoleón. Sentados, las cosas pierden dramatismo y podemos verlas con más claridad. Yo me paso la vida sentado, cuando no tumbado, y evito el drama. Ya conoces mi vieja teoría: no hay nada que, analizado, no pierda virulencia.

—Pero eso, ¿no será un modo de escapar a la realidad?

—Quizá, pero siempre para entrar en una realidad distinta. No se puede vivir en dos realidades a la vez, pero afortunadamente disponemos de varias para elegir, y a algunos privilegiados del Destino les es dado pasar de una a otra. Yo me cuento entre ellos.

Se había sentado. Juan se plantó delante, un poco abiertas las piernas —los zapatos habían dejado de brillar— y los largos dedos angustiosamente crispados.

—Pero ¿no te das cuenta de mi situación? ¡Ni casa tengo donde meterme! Porque, en esas condiciones, no voy a pedirle a Clara…

—Has venido aquí, Juan, y aquí tienes tu casa. Salvo si los blasones y la torre ofenden tu dignidad anarquista. Pero también eso puede analizarse. ¿Qué son, al fin y al cabo, los blasones y las torres, sino restos de un mundo muerto y enterrado? Con los hombres que labraron estas piedras, ni tú ni yo tenemos nada que ver. Yo vivo aquí porque carezco de otro lugar más a mi medida, pero no habito mi casa, bien lo sabes. Este cuarto no es el de un señor feudal, sino el de un intelectual moderno. Ya ves: libros, papeles y un poco de fuego, porque tener calefacción central está fuera de mis alcances. Aquí se puede hablar de todo, se puede demoler todo. Desde esa mesa he destruido las almas, y desde esa ventana destruyo, cuando puedo, los hombres y las cosas. No dejo títere con cabeza, palabra. Mi potente cerebro tritura la realidad, y la realidad, así desmenuzada, no me daña. Soy tan anarquista como tú, y me encanta la idea de que colaboremos en la pulverización del universo. Paquito el Relojero nos hará la comida.

Las manos de Juan se habían aflojado, los brazos caían a lo largo del cuerpo. Se sentó en el sofá y apoyó la cabeza en las palmas de las manos. Carlos le dijo:

—¿Qué te ha pasado en Madrid?

—He cometido un error político, Carlos. Serví de intermediario en unas conversaciones frustradas entre anarquistas y fascistas, e incluso abogué por un entendimiento. Ahora, el sambenito de fascista no me lo quita nadie.

—¿Y lo eres?

—No. Se trata de una combinación estratégica que no se me ocurrió a mí, pero que aprobé con entusiasmo. Al salir mal, me acusaron de agente del fascismo. Y tuve miedo…

Cerró las manos y se echó atrás en el asiento.

—Además, el dinero se iba acabando. No he ganado ni un solo real. Inés se marchó, y yo…

Metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes.

—Escasamente cien duros. Es todo lo que me queda para el resto de mi vida.

Abrió las manos y los brazos y los tendió a Carlos.

—¿Qué iba a hacer? Continuar en Madrid era arriesgado: allí la gente se mata. Y yo no tengo amigos ni pertenezco a un partido que me defienda. Ni una pistola poseo. Pensé que en Pueblanueva…

—¿Adónde se fue Inés? —preguntó Carlos.

Al extranjero, con Gay. Se han casado ya, o, al menos, eso me han escrito. Supongo que sí, porque mi hermana no es tonta. Tuve que hacerles un regalo. Compréndelo, hay que quedar bien. Ésa, al menos, ya está segura. Gay es un muchacho espabilado, y tengo la impresión de que se marcha huyendo de la quema. Porque aquí se va a armar…

—La última vez que hablamos a solas dijiste no sé qué de matar a un general rebelde.

Juan sonrió.

—No es fácil llegar a ellos ni averiguar quiénes son. ¡Qué más quisiera el Gobierno!

El fuego de la chimenea amortecía. Carlos se levantó y echó unos leños. Incorporado sobre el hogar, esquivando la mirada de Juan, preguntó:

—¿Viste a Germaine en Madrid?

—No.

—Ella llevaba tu dirección.

—Era una dirección falsa.

Carlos se incorporó con violencia.

—¿Por qué?

—Le mentí bastante, y no quería que descubriese la verdad.

—¿Cómo habrá hecho, la pobre, para sacar de contrabando su medio millón de pesetas? Porque contaba con tu ayuda.

Juan se encogió de hombros.

—No hubiera podido hacer nada por ella.

—¡Pues sí que llevará un buen recuerdo de los Churruchaos!

—¿No te has portado bien?

—Le di el medio millón; no había más.

—¿Y la casa?

—Cerrada, hasta que su excelencia pierda la voz y tenga que refugiarse en Pueblanueva.

—¿Tú crees?

—Heredó la voz de su madre, y, con la voz, la enfermedad; estoy seguro. Un día, el jilguero se habrá callado para siempre, y ese día, Dios quiera que se retrase, la Princesa Durmiente despertará y quizá recuerde que en un lugar del planeta hay una casa por la que no tiene que pagar alquiler. Quizá ese día se digne a enamorarse de ti.

Juan levantó la cabeza bruscamente. Carlos continuó:

—De todos nosotros, eres el único que le había caído simpático. Claro que si le diste una dirección falsa…

—No hemos sido con ella unos caballeros.

—Quizá…

Carlos se acercó a la ventana. Una inmensa masa gris llenaba el valle y lo enturbiaba. Juan se levantó y se aproximó a Carlos. Hizo con la cabeza un movimiento que quería señalar al pueblo borroso.

—Nuestra prisión.

Carlos tamborileó en los cristales. El agua los batía; los goterones se estrellaban contra la superficie lisa y resbalaban rápidos. En el antepecho de la ventana había crecido el musgo.

—Y lo de mi hermana, ¿qué es?

—¿Quién lo sabe? Yo, desde luego, no. Hace tres meses que no la veo.

—Eso hace mi situación más difícil. Porque yo no puedo ser más que enemigo de Cayetano. Es casi una cuestión de honor.

Carlos se volvió hacia él, miró a sus ojos, puso sus manos en los hombros impecables del traje.

—Cayetano es un buen muchacho. Ha cambiado mucho, ¿sabes? En el pueblo no se mueve una rata porque él lo ordena; pero, a cambio, nadie discute ya su mando. Hasta los pescadores… El astillero estuvo en peligro…, es una historia que ya te contaré. Hubo un momento de pánico. Entonces surgió una hermosa solidaridad entre los afiliados a la CNT y los miembros de la UGT ¡Los mismos que hace un año se apaleaban en nombre de Cayetano y de la Vieja! Es cierto que Cayetano no ha hecho nada por los pescadores, pero tampoco hizo nada en contra.

—¿Cómo va lo de los barcos?

—Cada día peor. Se pesca, se vende bien y no da para gastos. Ahora nos damos cuenta de que la Vieja hubiera sido capaz de arruinarse por sostener un negocio nada rentable. Cayetano tenía razón. ¡Si vieras, si escucharas a tus amigos! Están alicaídos, decepcionados, y empiezo a creer que rencorosos. Viven tan mal como antes, pero con la amenaza de que se lleven los barcos los acreedores. Yo voy a veces por la taberna del Cubano, y, mientras he podido, les he ayudado. Pero ya no dispongo de dinero y la situación, dentro de un mes, será gravísima. Dos pesqueros hipotecados, sin dinero para pagar las rentas de la hipoteca, y las letras de redes nuevas, y de otras cosas que se compraron, y que ya hemos renovado un par de veces, vencerán. Tu hermoso sueño fue también un fracaso.

—¿Sin remedio?

—¡Si el Estado ayudase…! Pero ¿quién se ocupará en Madrid de unas docenas de pescadores? Alguna vez, el Cubano mentó tu nombre: «Don Carlos, ¿no cree usted que Aldán podría…?». Le disuadí: «Aldán es un anarquista, y un Gobierno socialista no puede ver con simpatía a un tipo como Aldán». «Pero ¡aunque no fuese más que escribir sobre nosotros, que contar al pueblo lo que hemos hecho, lo que podríamos hacer, y las razones por lasque nos vamos a morir de hambre! Porque Aldán escribe en los periódicos…»

Miró a Juan y dejó caer la mano.

—Bueno. Yo no sabía si tú podías hacer algo o no. Preferí…

Aldán desvió la vista hacia la lluvia. Carlos sacó tabaco y le puso un pitillo en la mano.

—Acaso ahora que estás aquí…

—¿Crees de veras que se podrá hacer algo? ¿Que podré hacerlo yo?

—Hay dos personas en cuyas manos está el posible remedio de la situación de esa gente: una, Cayetano, si se presta a admitirlos en el astillero. Va viento en popa, y cuando bote el barco que tiene en construcción pondrá dos quillas para buques de mayor tonelaje. Necesitará gente. La otra es don Lino, el maestro. Ha salido diputado. Quizá él pueda conseguir del Estado un socorro, cualquier clase de ayuda. Cierto que ninguno de los dos siente la menor simpatía por los pescadores. ¿Serías tú capaz de hacérselos simpáticos?

Juan abandonó la ventana y se llegó hasta el sofá. Dejó el cigarrillo en el borde de la mesa, pareció que iba a sentarse, pero se acercó de nuevo a Carlos.

A Cayetano, desde luego, no. Y menos ahora. Antes, cuando éramos enemigos declarados, quizá.

—Lo de don Lino es menos seguro. Pero ¿quién sabe? Yo, en tu caso, aprovecharía su vanidad.

Juan arrimó la frente a un cristal de la ventana y miró a la mar lejana. Carlos se apartó. Los leños hacinados en el hogar se desmoronaron y uno de ellos, apenas quemado, humeaba fuera de la chimenea. Lo agarró con las tenazas y lo arrojó encima del montón.

—¿No traes equipaje?

—Lo dejé en la estación de los autobuses. El mozo me lo guarda —respondió Juan sin volverse.

—Hay que bajar al pueblo y traer un colchón y ropas para tu cama. Si quieres, puedo subirlo.

Juan, entonces, se volvió.

—¿Tienes que comprar todo eso?

—No te apures. En casa de la Vieja hay para elegir. ¿Lo prefieres de plumas o te contentas con uno de vulgar lana? Personalmente, te recomiendo el de lana: en esta casa hace un frío que pela. En cuanto a tu equipaje, el mismo mozo me ayudará a cargarlo.

—Son maletas y cajones…

—El coche podrá con todo.

Habían quedado frente a frente. Se miraban: Carlos, con una sonrisa triste; Juan, sin sonrisa.

El mozo de los autobuses dijo que iba a marcharse a comer, pero que, si quería, por la tarde podría subir el equipaje al pazo.

—Si escampa, claro. Porque con esta lluvia…

—Será mejor, entonces, que los deje ahora en casa de la señorita Clara, y yo mismo los cargaré luego.

—De aquí ahí…

—Voy a advertirla.

Arrimó el coche a un rincón, de modo que el caballo quedase al resguardo del agua: Un niño desharrapado le ofreció cuidarlo. «Sí, que no se mueva.» Le dio unas perras, y los ojos del crío resplandecieron.

—Verá qué bien se lo cuido. ¡Y si me dejase subir al pescante…!

Carlos le dio un cachete.

—Anda, súbete; pero no juegues con las riendas:

El mozo de los autobuses había empezado ya el transporte. Cuando Carlos entró en la tienda, Clara, con los brazos en jarras, contemplaba dos maletas nuevecitas. Levantó la cabeza y agitó una mano.

—¿Y esto? ¿Es de Juan?

Carlos sacudió la boina y la dejó encima de una silla.

—No te preocupes. Vivirá conmigo. ¿Cómo estás?

—Hecha una reina. ¿No me ves? Y, para ti, seguramente muy cambiada. Debe hacer unos tres meses que no pisas esta casa.

—Quizá no me hayas echado de menos.

—Seguro. Por eso no me recuerdo bien si son tres meses o tres meses y un día.

Entraba el mozo con dos cajones y los dejó arrimados a la pared.

—Faltan dos bultos más. Los traeré en seguida.

Clara zarandeó uno de ellos.

—Me gustaría saber qué guarda mi hermano aquí. Porque cuando marchó llevaba un maletín con dos camisas y un par de calcetines remendados.

—Verás qué elegante viene.

—¿Y de dinero? ¿Se ha hecho rico?

Acompañó la pregunta de un gesto. Carlos rió.

—Millonario. Unos cien duros escasos.

—¡Vaya por Dios! ¿Y mi hermana?

—Se casó ya.

—¡Menos mal!

Le dio la risa.

—Me cuesta imaginarla dándole un beso a un hombre.

—Alguna vez te conté que había cambiado mucho.

El mozo trajo los bultos que faltaban; Carlos le dio unas monedas.

—Gracias, señor. Si algo necesita de mí, ya sabe…

Se había quitado la boina, movía la cabezota y doblaba la espalda. Al salir empezó a contar el dinero. Clara miró otra vez la fila de maletas y cajones.

—Bueno, voy a cerrar.

—¿Me echas?

—¡A no ser que quieras comer conmigo…!

—No es cosa de que deje a tu hermano solo el primer día.

Clara cerró media puerta.

—¿Por qué no vino a verme? No creo que tenga queja de mí —cerró la puerta del todo, con violencia—. ¡Vamos, digo yo!

La mitad exterior de la tienda quedaba oscurecida; la luz grisácea de la ventana apenas iluminaba la otra mitad.

—Alguien le dijo que tienes novio y no se atrevió.

—¿Que tengo novio?

—O cosa así…

Clara le agarró del brazo. En la penumbra, le brillaron los ojos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada más que eso, Clara; lo que dijeron a tu hermano, lo que también me han dicho hace ya tiempo: que eres novia de Cayetano, o que, al menos, lo parece. Que viene a verte todos los días; que, a veces, salís juntos.

Los dedos de Clara se aflojaron. Se apartó de Carlos y pasó a la parte alumbrada de la tienda: encima del mostrador había cajas amontonadas.

—¿Y qué os parece? Quiero decir qué te parece a ti, porque Juan aún no habrá tenido tiempo de pensarlo.

Carlos se acercó al mostrador.

—Yo no puedo opinar, Clara. Si eres feliz, me alegro.

—Quiere casarse conmigo. ¿No piensas que es estupendo?

—¡Ya lo creo! Sobre todo para ti. Hace poco más de un año pensabas venderte a él por mil pesetas. Es un cambio importante.

Clara se acercó también al mostrador y derribó de un manotazo el rimero de cajas vacías. Carlos dio un paso atrás.

—¡No te apartes, hombre! Lo que quiero es verte los ojos y conocer tus intenciones, porque la gente como tú, en la oscuridad, engaña. Acércate.

Carlos salió de la sombra. Sonreían los ojos y la boca, y hasta las manos, tendidas sobre el mostrador, parecían sonreír. Clara preguntó:

—¿Por qué has dicho eso?

—Quizá un recuerdo inoportuno, pero inevitable. Reconócelo.

—Yo, cuando recuerdo cosas así, las borro del alma.

—A mí, en cambio, el recuerdo se me vuelve palabras.

—Pues te las tragas.

—A ti es difícil mentirte, Clara. Toda tú eres una invitación a la verdad. ¿Cómo iba a callarme? ¿Y por qué había de hacerlo? No hay ofensa en el recuerdo. Las cosas fueron así, y ahora son de otra manera, bastante menos penosa. Pero las situaciones felices lo son todavía más si se recuerdan las desdichadas. El contraste les da realce.

Clara golpeó el mostrador con el puño.

—¡Cállate! No soy feliz.

—¡Ah! Entonces, no digo nada. Pero tú me has hecho creerlo.

¡Y hubiera sido tan lógico! ¡A Cenicienta, por fin, le llega el Príncipe Azul!

—¡No seas cursi, Carlos! Y no intentes envolverme con palabras, como siempre. Sé sincero, si puedes: te molesta que Cayetano me pretenda, como le molesta a Juan. Ni uno ni otro sale de sus propios sentimientos para considerar los míos. Sólo pensáis que me he pasado al enemigo, que os he traicionado, como si alguna vez hubiera tenido la obligación de seros fiel, o como si vosotros lo merecieseis.

Apuntó a Carlos con el dedo extendido.

—Concretamente tú, ¿qué has hecho para evitarlo? Porque nadie habrá tenido a una mujer en sus manos como me has tenido tú, ni mujer alguna habrá perdido su dignidad por un hombre como yo la he perdido por ti. Empezaste por sacarme del secreto lo que tenía escondido, y acabaste por hacerme esperar toda una noche tu llegada, mientras dormías tranquilamente con una zorra.

Se apartó del mostrador. Caminando hacia atrás, la luz gris la envolvía. Carlos vio sus ojos húmedos, sus manos temblorosas.

—Me has dejado sola. Podías, al menos, haber sido mi amigo —levantó la cabeza y sacudió el cabello que le caía—. ¡Porque yo también necesito quien me escuche! ¡Estoy harta de hablar al cuerpo muerto de mi madre, de insultarla cuando necesito insultar y de llorarle cuando tengo ganas de hacerlo! Desde hace un año, ¿cuántas veces has venido a verme? ¡Se cuentan con los dedos de la mano!

—Vine una tarde —dijo Carlos desde la oscuridad—. Quizá porque estuviese triste y necesitase contarte mi tristeza. Pero vi a Cayetano hablar contigo tan amigablemente, y a ti escucharle tan contenta, que tuve miedo de estorbar. Y no volví, claro. Desde entonces, también estuve solo.

Clara volvió la espalda.

—Porque eres cobarde —giró sobre sí misma, encogida, y tendió los brazos—. ¿Por qué no entraste, dime? ¿Por qué no me disputaste aquí mismo? ¿Por qué no echaste a Cayetano de mi lado? ¡Te hubiera sido fácil, sin pelear, únicamente con tu labia, y más sabiendo que yo estaría de tu parte desde el primer momento!

Quedó en medio de la tienda: erguida, con una acusación en cada mano.

—Te lo voy a decir: por miedo a comprometerte; porque es más fácil acusarme y dolerse, sobre todo cuando se hace, como tú, con palabras elegantes, que quedarse a solas con la mujer que se acaba de ganar y portarse con ella como un hombre.

Bajó la cabeza y cruzó las manos sobre el vientre. El cabello le oscureció la frente y le cubrió los ojos.

—Después de todo, mejor ha sido así. Por lo menos no has quedado mal del todo. Pero sé honrado; reconoce tu culpa y no me acuses. Y ahora escucha.

Hizo una pausa. En la oscuridad se encendió una cerilla y vio el rostro de Carlos a su luz breve. No la miraba.

—Vas a saber la verdad de mis relaciones con Cayetano. Llegó aquí un buen día con intención de acostarse conmigo. No me lo dijo claramente, pero me lo dio a entender. Me creía una puta, y se encontró, de momento, con que al menos no era una puta fácil. Volvió al día siguiente, y al otro. Cambió de procedimiento, y no consiguió nada. Al principio no se explicaba por qué. Se le veía en los ojos, que me miraban como a una cosa rara. Un día me preguntó así, de repente: «Clara, ¿tú eres honrada?». Y yo le dije: «Sí». Quedó más sorprendido que nunca y hasta me pidió perdón por haberse equivocado. Poco a poco me fue teniendo respeto, y a mí me gustaba ver cómo ese respeto lo iba haciendo yo con mi conducta. Empecé a desear su llegada para ponerlo a prueba y no sé si también para probarme a mí, porque estaba desesperada y él era una tentación. Entonces, ya no me bastó que me respetase. Necesité que me quisiera de una manera honrada y no paré hasta conseguirlo. ¡Y conseguí muchas cosas más, todo lo que vosotros, con vuestras arrogancias, no habéis logrado! No te digo que haya hecho de él un santo, pero, al menos, ha olvidado sus odios. Cuando ganó las elecciones le vinieron deseos de venganza contra no sé quiénes que le habían perjudicado en su negocio, y le convencí de que no hiciera nada contra ellos; al contrario, de que les perdonase. ¿Te das cuenta? Cayetano no es peor que los demás, sino como todo el mundo, bueno y malo al mismo tiempo. Su madre, y la gente del pueblo, y quizá nosotros mismos, lo habían hecho cruel.

Se acercó un poco más. La brasa del cigarrillo iluminaba un poco el rostro de Carlos: un rostro atento, unos ojos como puntas de luz.

—Ahora, estos días, anda metido en líos con don Lino, que, desde que salió diputado, se las trae tiesas con él. No olvida que hace tiempo le puso los cuernos y quiere vengarse a su manera. A don Lino se le subió a la cabeza lo de diputado. Pretende ser el que mande. Y yo le digo a Cayetano: «A ti, ¿qué más te da?». Claro que no le da igual, pero algún día le convenceré de que don Lino no es enemigo para él y de que lo envíe a paseo. Estoy segura de lograrlo.

Carlos, entonces, salió de la sombra. Su mano, tajante, empezó a moverse.

—Estás equivocada. Cayetano es el mismo y lo será siempre. Nadie cambia de esa manera sino en apariencia. Todo lo que le sucede es resultado de tu fascinación. Lo reconozco, desde luego, como obra tuya y te felicito. Y no me extraña: tienes un cuerpo atractivo, un cuerpo que él desea y no consigue, un cuerpo que desea con más fuerza cuanto más se lo esquivas, y tienes además una personalidad poderosa a la que no está acostumbrado. Superior a la suya, avasalladora si quieres. Y él te ha dado ocasión para mostrarte fuerte y honrada. Es la primera vez que se tropieza en su vida con una mujer así: eres lo nuevo, lo desconocido, lo que atrae a un luchador como él, lo que necesita vencer, aunque sea casándose contigo. Pero ¿qué puede más en él, la atracción de tu cuerpo o la de tu personalidad? Por lo que sabemos de Cayetano, el secreto de su docilidad es la esperanza de tu cuerpo. Ahora bien, ¿qué sucederá cuando se canse de él, cuando al año de matrimonio haya descubierto todos sus secretos y empiece a fatigarse? Verás entonces cómo el Cayetano que todos hemos conocido no estaba muerto, sino sólo dormido; verás cómo despertará con más bríos que antes, y quizá entonces seas tú la primera víctima.

Clara movía la cabeza. Alzó la mano, y Carlos dejó de hablar.

—Las cosas del mundo no son como tú piensas, Carlos. En primer lugar, ¿quién te dice que voy a casarme con Cayetano?

—Cuando una mujer hace lo que tú, la cosa acaba en boda.

—Eso espera él, y eso es lo que me hace tener mala conciencia.

Se agarró, de repente, al borde del mostrador.

—Me casaría, quizá, si no hubieras venido hoy aquí. Pero has venido y mi cuerpo tembló al verte, y en esas condiciones no puedo casarme con nadie. Pero si un día puedo mirarte tranquila, ese día, tenlo por seguro, me casaré.

La mano de Carlos hizo en el aire un garabato rápido.

—Eso es invitarme a que desaparezca.

—Te lo he pedido hace tiempo.

—No me deja el Destino. ¡Qué más quisiera yo! Pero puedo no volver más por tu casa. Es como estar ausente.

Clara rió.

—Y, sobre todo, es más cómodo. Piensas que me haces un favor y no te metes en líos. ¡El ideal, Carlos, lo que llevas haciendo toda tu vida!

Le miró con tristeza y se encogió de hombros.

—Es tarde y tengo que guisar. Llévate esas cosas de mi hermano y dale recuerdos de mi parte.

Se coló por debajo del mostrador y abrió media puerta.

—Es mucho equipaje —dijo Carlos—. Tengo que meter otras cosas en el coche y no cabrá. Llevaré ahora las maletas y después…

Clara le interrumpió:

—Después, nada. Yo me encargaré de mandar los cajones, y hasta pagaré a quien los lleve para que mi hermano no gaste sus millones. ¿Dónde tienes el coche?

—Cerca, aquí fuera.

—Te ayudaré.

Cogió la maleta más grande y salió a la calle. Carlos la siguió con las otras dos. El cuerpo de Clara era como una montaña recia y armoniosa en medio de la niebla.

El Relojero había preparado un guiso de sardinas con mucho pimentón y, para empezar, un arroz con garbanzos. La mesa estaba puesta en un rincón de la cocina, cerca del llar ardiente. Rebuscando en los vasares, Carlos había logrado hallar piezas de las mismas vajillas, y en cada puesto de la mesa había, al menos, platos iguales entre sí. Con los cubiertos cupiera peor suerte: ninguno emparejaba, y otro tanto sucedía con los vasos. El tinto lo habían echado en una jarra antigua y lo mantenían junto al fuego.

Paquito, con un mandil encima de la chaqueta, servía la mesa. En honor a Juan permanecía sin la pajilla. Comía poco. Carlos le tasaba la bebida.

Al servir el arroz empezó a hablar de Cayetano:

—Lo que yo digo de esta cuestión es que el que manda debe llevar sobre sí todas las culpas. Porque para eso manda. Cuando una persona muere, decimos que lo quiso Dios, porque creemos que Dios tiene autoridad en todas esas cuestiones. Pues yo pienso que el que manda se pone en el lugar de Dios y entonces no podemos decir que uno se muere porque Dios lo quiso, sino porque lo quiere el que manda. Si no, que no se ponga en el lugar de Dios.

Movía la mano armada del tenedor; con él pinchaba el aire enérgicamente.

—Por eso no me gustaría estar en el pellejo de Cayetano. Antes mandaba mucho. Ahora, es ya como Dios: nadie manda más que él. ¿Qué pasa cuando la tía Rosa malpare? Que lo quiere Cayetano. Yo le digo a la tía Rosa cuando está preñada: «No le ponga velas a san Cipriano, póngaselas a Cayetano». Ella me dice que soy hereje; pero ¿no tengo razón? ¿Que llueve mucho? Cayetano tiene la culpa. ¿Que suben las subsistencias? A Cayetano con el cuento. ¿Que el Gobierno de la República es una calamidad? ¡A Cayetano con las responsabilidades! Yo vi con mis ojos cómo Cayetano traía la República, y vi también cómo fue cuestión de sacar diputado a don Lino.

Se ensombreció su mirada y, en vez del tenedor, blandió el cuchillo.

—Yo leí en los Libros Santos: «No se mueve una hoja sin la voluntad del Señor». Hay que dejar al mundo que marche solo, porque es Dios el que lo mueve. Si las cosas van mal, no podemos quejarnos, porque el Señor las ordena: lluvias, calores, malos partos, muertes repentinas y, a lo mejor, también los granos que le salen a uno, aunque eso de los granos yo tengo mis dudas, porque Dios no puede fijarse en pequeñeces. La cuestión de los granos, a mi ver, es más bien cosa del cuerpo, es decir, del demonio. Porque Dios dijo al demonio en cierta ocasión: «Vamos a repartirnos lo del mundo: las chinches, las culebras y los hijos de puta, para ti. Sobre los cuerpos te doy también cierto poder, en lo respectivo a enfermedades no mortales. Porque, eso sí, a la gente la mato yo». Pero como Dios es justo y tiene piedad de los hombres, llamó también a los santos y les dijo: «A ti, Blas, te entrego las gargantas y te doy facultad para que combatas al demonio que se mete en ellas; y a ti, Amedio, te encomiendo los dolores de barriga y te concedo la misma facultad», y así sucesivamente. Por eso se recomienda encomendarse a los santos en cuestión de enfermedades, porque, aunque tengan menos poder que el demonio, como él es uno y ellos son muchos, el demonio tiene que repartir las fuerzas y siempre acaba perdiendo.

Carlos le sugirió que dejase de hablar, al menos mientras comía el arroz.

—No se preocupe, don Carlos, no me muero de hambre. Pero déjeme, porque pocas veces encuentro un público tan pacífico. Sobre todo, sé que al final no me molerán a palos. Yo soy monárquico por eso, porque entonces no pegaban. Si no, recuerden lo que pasaba en las Cortes cuando estaba el rey: llegaba un señor, decía unas cuantas tonterías y, en vez de aporrearle, le aplaudían; ahora, en cambio, ni en las Cortes dejan hablar. ¡Si pudiera llegar allí!, me digo a veces. Pero pienso luego: ¿para qué? Don Lino lleva dos meses de diputado y aún no dijo ni pío, y eso que pertenece al Frente Popular. Claro que no habla porque Cayetano no lo permite. Por eso le tiene rabia.

Se levantó del asiento y se echó el mandil al hombro. Vaciló unos instantes, como si le faltase algo. Carlos le preguntó si quería beber agua. El Relojero, sin contestarle, requirió la pajilla, se la puso y sonrió.

—Conviene ayudar a don Lino, ¿saben?, conviene que se reparta el poder para que las cosas vuelvan a como estaban. Dos que mandan tiene muchas ventajas. No se sabe a cuál de los dos echar las culpas, y, así, la gente vacila al llegar la hora de la justicia. Pero ¿qué sucederá si Cayetano sigue solo? Le crecerá el poder, mandará en el país, en Europa, en el mundo. Querrá llegar a los cielos y a los infiernos, y, entonces, los cielos y el infierno se pondrán de acuerdo para aniquilarlo. Porque tengo oído decir que, a veces, los cielos y el infierno hacen las paces, y que cuando Dios quiere castigar a los tiranos de este mundo, no les manda a san Miguel para que los fulmine, sino a Satanás. Estos casos son las excepciones. Uno que se llamaba César Borgia, de quien ustedes tendrán oído hablar, fue cuestión de morir así, a manos de un demonio, y otro que se llamó Atrio, a quien mató el demonio de las letrinas; y a aquella gran prostituta que fue reina de Inglaterra, Ana Bolena, por quien llamamos anabolenas a todas las casquivanas, que a ésa la mató el verdugo, que no lo era, sino un verdadero demonio disfrazado. Pero donde la cosa está más clara fue en la muerte de otro tirano, también rey de Inglaterra, que a éste nadie se atrevía a matarlo, ni los verdugos de oficio, y entonces salió de entre la gente un demonio vestido todo de negro y le cortó la cabeza. Hay muchos casos más.

Bajó la voz, la hizo confidencial, sibilina.

—Tenemos que ayudar a don Lino. Que haya bandos. Cuando son dos los qué mandan, hay gente que no obedece. El que no obedece, no tiene a quién culpar. Pero si Cayetano se apodera de mi voluntad y me duelen las muelas, me cago en Cayetano; y si a una madre se le muere el hijo en la mar, cogerá un cuchillo y matará el corazón del culpable, y ya es sabido que, muerto el corazón, muerta está la persona. Lo dice la experiencia. Yo lo he visto.

Carlos y Juan habían acabado el arroz y escuchaban al Relojero, los platos rebañados. Junto al fogón reposaban las sardinas, y su olor amable se extendía por el ámbito enorme de la cocina. Paquito no había tocado su arroz. Cogió el plato, lo olisqueó.

—La cuestión es que el arroz no me cae bien. Con marisco, sí. Ahora me callaré la boca y comeré sardinas. Lo de callar es bueno después de haber hablado, porque leí que los profetas, luego de profetizar, se marchaban al desierto, si es que escapaban con vida al furor del que entonces mandaba, que era una reina llamada Jezabel, puta ella, en quien los Santos Padres han visto prefigurada a la Gran Prostituta de Babilonia, la reina del Apocalipsis, cuya menstruación será tan pútrida que de ella saldrán pestes bubónicas y otras catástrofes sanitarias. También eso está escrito, aunque es posible que los adelantos de la higiene consigan evitarlo.

Retiró los platos usados, dejó en el medio de la mesa la cazuela de barro con las sardinas y esperó a que los otros se sirviesen. Lo hizo en silencio, cuando le llegó el turno, y entró en un mutismo sordo y preocupado.

Carlos preparó el café; buscó él mismo las tazas y lo sirvió. El Relojero, entonces, volvió a hablar.

—A los reyes antiguos, para que se salvasen, les aconsejó un apóstol que, al menos una vez al año y en memoria del Señor Crucificado, hicieran un acto de humildad, y de ahí viene que lavasen los pies a los pobres el día de Viernes Santo. Usted, don Carlos, también acabará salvándose, porque hace la cena todas las noches para este pobre mecánico y porque ahora me ha servido el café. Su santa madre reza por usted en la gloria, y no hay como las oraciones de las madres para mover el corazón del Señor. Así consiguió santa Mónica, viuda, madre de san Agustín, la conversión de su hijo, que era un truhán de los que encendían una vela a Dios y otra al diablo y estaba metido en amores con una cortesana. Se lo he oído contar a un abad de gran sabiduría. En cambio, no le valdrán a Cayetano los rezos de su madre, porque su madre es orgullosa y se mudó de iglesia por no cruzarse con la mujer más noble de Pueblanueva, con la Gran Calumniada.

Encaró a Juan, le miró con ojos encendidos y le apuntó con el dedo.

—Mateo Morral también era anarquista, ¿verdad? Pero se equivocó. Quería hacer justicia y no se le ocurrió más que matar al rey. «A rey muerto, rey puesto», dice el refrán. Pero si usted se atreve a hacer justicia, ya sabe a quién matar —se levantó, alzó los ojos al cielo y recitó—: Un hombre llamado Juan fue enviado por Dios

Quedó en pie, como en éxtasis, los ojos más desviados que nunca. Carlos lo agarró de un brazo y lo sentó.

—Te meterán en la cárcel, Paquito, por incitación al atentado político, y yo tendré que declarar que es cierto.

El Relojero escondió la cara.

—Usted no dirá nada, porque usted ya ha dicho bastante. Ahora tiene la palabra el ejecutor de la sentencia —besó los dedos en cruz—. Por éstas. Voy a fregar la loza.

La fuerza de la lluvia cesó con el atardecer. Roló el viento, y las rachas trajeron gotas gordas y espaciadas. Las nubes caminaban de prisa y, a veces, dejaban un espacio claro por donde asomaba la luna. Corrió la voz de que los barcos saldrían de madrugada, si amainaba. En la caleta de los pescadores se movieron chalanas y gamelas: embarcaban las redes y las barricas de cebo, y cargaban el combustible. No quedó nadie en la taberna del Cubano. Carmiña preguntó a su padre si podían cerrar.

—Espero una visita —dijo el Cubano.

—¿No será Aldán?

—¿Quién te lo dijo?

—Todo se sabe. Hay quien le vio llegar y marchar en un coche al pazo de don Carlos, pero no bajó al pueblo. A lo mejor, si trae dinero, no se acuerda de nosotros. O puede que esté cansado.

—Él es de ley.

—Antes no lo decía.

—Ahora lo digo.

Carmiña abandonó el mostrador y se acercó a la mesa de su padre.

—¿Quiere que le tenga preparadas unas sardinas? Son lo que más le gusta.

—Haz lo que quieras.

—En todo caso, si no viene, las puede comer usted.

Salió Carmiña. El Cubano desplegó un periódico y se puso a leer. Se oían voces fuera, voces de marineros ajetreados, algunas lejanas. Entró una mujer a buscar aguardiente y otra a buscar pan. Lo llevaron fiado.

Cada vez que se abría la puerta, el Cubano levantaba la vista y la volvía después al periódico. En la segunda plana venían los discursos del Parlamento; en la tercera, noticias de la agitación social. Barcelona, Madrid, Sevilla, Valencia, Zaragoza. El Cubano leía en voz baja, e intercalaba comentarios a la lectura. «¡Y aquí sin hacer nada!» «¡Y nosotros, quietos!» Sacaba de la lectura la impresión de que un movimiento gigantesco preparaba la libertad de los trabajadores sin que los de Pueblanueva participasen en el esfuerzo común.

Carlos y Juan llegaron hacia las ocho. El Cubano se levantó y fue hacia ellos con los brazos extendidos. «¡Vaya, hombre, por fin!», dijo a Juan, mientras lo abrazaba; y Juan le respondió: «¡Por fin!». Los hizo sentar. Carmiña llegó con las sardinas calientes y, al ver a Juan, se ruborizó, y antes de darle la mano se la limpió en el mandil. El Cubano mandó abrir una botella de blanco.

—Bien vale la pena, ¿no? Porque yo digo: los amigos son los amigos y no hay muchas cosas como ellos.

Juan venía sin corbata y con un traje usado. El Cubano lo encontró más gordo y de muy buen aspecto.

—Lo que me extraña es que vengas ahora, cuando tanto hay que hacer por ahí. A juzgar por lo que dice la prensa, digo yo. Parece que la revolución es un hecho.

Cogió el periódico y mostró los titulares.

—Esto no había sucedido nunca en España. Se ve que el proletariado tiene conciencia de su fuerza, ¿no es así?

Miraba a Juan anhelante. Carlos, un poco al margen, comía en silencio.

—Pero existen más fuerzas que el proletariado, no lo olvides.

—¡No vas a decirme que podrán hacer algo contra los trabajadores unidos!

—Es que esa unión no existe. Cada grupo va por su lado, y aunque todos hagan lo mismo, en el fondo hay grandes diferencias. Antes se pondrán de acuerdo los burgueses que nosotros.

—En el Parlamento los hemos barrido.

—¿Y si ellos nos barren fuera?

El Cubano dobló el periódico cuidadosamente.

—Después terminaré de leerlo. Y tú parece que no vienes muy animado.

—Vengo bastante defraudado.

—¿Vas a quedarte?

—No sé…

Carlos bebió un vaso de vino y apartó un poco la lámpara.

—Soy de opinión de que debe quedarse y ver de arreglar lo de los barcos.

—Pero ¿usted cree, don Carlos, que hay esperanzas de arreglo?

La voz del Cubano perdiera el entusiasmo, y, ahora, se le puso súbitamente triste.

—Pienso que sí. Tenemos ahí a don Lino. ¿Por qué no valerse de él para que consiga apoyo del Gobierno? Usted mismo me ha dicho que sólo una ayuda del Estado puede sacarles adelante.

—Pero don Lino… No me parece hombre de fiar.

A Juan corresponde hablarle y convencerle. Él puede hacerlo mejor que nadie. Es diputado a Cortes y tiene ganas de lucirse.

—Si vosotros estáis conformes —interrumpió Juan.

El Cubano inclinó la cabeza.

—Nosotros nos agarramos a cualquier solución. Si no aparece, el veinte de abril nos embargan —empezó a jugar con el cuchillo—. Esta madrugada la gente sale a la mar. Vamos a suponer que haya buena calada y que se venda bien. ¿Podemos dejar de pagar los sueldos para pagar las deudas? Pues aunque lo hiciéramos no nos alcanzaría.

—El Gobierno del Frente Popular no puede permitir que una empresa de proletarios sea embargada.

—¡Ahí le duele! Pero ¿lo hará el Gobierno? ¿Sabe siquiera que existimos?

Hincó en el suelo terrero la contera de su pata de palo y se incorporó. Las manos gruesas, crispadas, subrayaban la angustia de su voz.

—Tuvimos mala suerte. Aquí no puede decir nadie que se haya tirado una peseta. ¿Por qué vamos de cabeza? Porque no pudo hacerse nada de lo que tú pensabas. El material está viejo, y los cuatro patrones pescan como saben, a la buena de Dios. Quisimos traer uno de los que pescan a la moderna, y nos pedía un dineral y garantías, y, además, otros barcos. Sin embargo, con una pequeña ayuda podríamos, al menos, ir viviendo. Ya nadie piensa en otra cosa.

Señaló el mostrador y los anaqueles.

—A mí me deben más que nunca, y no espero cobrar. Tuve que vender unas tierras de mi mujer para pagar a los almacenistas. No me importa, lo doy por bien perdido. Pero ¡si al menos saliéramos adelante!

Se dejó caer en el banco. Juan le escuchaba sin mirarle. Carlos había vuelto a las sardinas. Fuera de la taberna, al rumor del trabajo se mezclaban pitidos de sirena.

—Y hemos tirado hasta aquí porque don Carlos nos adelantó dinero, más de cincuenta mil pesetas, que no podremos devolverle… ¡Cualquiera que lo diga, cincuenta mil pesetas, y todo lo que se debe, y dos barcos hipotecados, y la gente no ha ganado para comprarse ropa de invierno…!

Se levantó bruscamente y dio unos pasos hacia el fondo de la habitación.

—Hubiera sido mejor agachar la cabeza y pedir trabajo en el astillero. Al menos, después de muerta doña Mariana… Porque en el astillero hay peón que gana nueve pesetas, con médico gratis, y medicinas, y quince días de vacaciones en el verano. Está visto que la pesca no es negocio…

Juan apartó el plato vacío y se limpió la boca con la servilleta.

—En fin, que estábamos equivocados.

El Cubano se acercó a la mesa y se sirvió vino. Lo bebió de un trago.

—Equivocados, no. Antes de creerlo, me muero. Pero tuvimos mala suerte…

Carlos le ofrecía un pitillo. Lo cogió y lo puso en los labios. Juan acercó un mechero encendido. Se oía ahora la maquinilla de un barco y órdenes gritadas desde la orilla. El Cubano encendió.

—¡Si el Gobierno nos ayudase…!

Ahora cuéntame algo de tu hermano.

Estaban en el café del Pirigallo. Por las tardes, la cupletista, más comedida en gestos y vestidos, cantaba para las familias, y aunque las muchachas todavía no se atrevieran a ir, algunas señoras entradas en años o en carnes llevaban al café la calceta y, por dos pesetas, escuchaban canciones de moda. En los intermedios, hacían hipótesis acerca de las desvergüenzas que la cupletista cantaba y hacía por las noches.

—Me dijeron que ayer, una de las veces, salió completamente en cueros.

—¡Qué escándalo! Y luego dicen que la República…

—Saldrá de noche como salga, pero no me negaréis que, por las tardes, no puede estar más decente.

Las manos gordas, ágiles, tejían medias de lana para los niños, jerseys para los maridos, chaquetitas de punto para las hijas. La señora de Cubeiro ponía cátedra: «Dos del derecho, dos del revés, y a la vuelta se alterna». La discípula no lo entendía bien. Entonces la señora de Cubeiro cogía las agujas y lo hacía. Una tarde, la cupletista, al terminar, se había acercado al grupo, también con sus agujas y su ovillo de lana rosa, y había pedido, de favor, que le enseñasen a hacer punto de arroz. «Es que quiero hacer una chaquetita para mi niño.» «¡Ah! ¿Es que tiene un niño?» «Está con mi madre en Madrid y quería llevarle un regalo.» Los buenos sentimientos maternales de la cupletista habían sido favorablemente comentados. Desde aquella tarde, todos los días, después de la función, enseñaba la labor a la señora de Cubeiro.

—Pues parece una buena chica.

—¡A saber si todo lo que cuentan de las noches es invención de los hombres!

Cayetano y Clara ocupaban una mesa alejada del escenario. Al mencionar Cayetano a Juan, Clara se sobresaltó.

—¿Quién te dijo que está aquí?

—Lo sabe todo el mundo, aunque quizá no con tanto detalle como yo. Llegó en el autobús de la mañana, dejó en tu casa parte del equipaje, que le mandaste por la tarde; la otra, la llevó Carlos en su carricoche. Vive en casa de Carlos. Y viene muy bien trajeado.

En el piano sonaron unos compases. La luz del café se apagó. En el silencio se oyó el ruido metálico de unas cortinas al correrse. «Catalina de Easo», morena, esbelta, menuda, con traje flamenco y grandes aretes verdes, aseguraba, con voz caliente y falso acento andaluz, que, además de la luna y el sol, sus padres sólo le habían dejado en herencia lo puesto.

Cayetano se volvió de espaldas al escenario. La luz difusa que venía de la calle descubría las sombras de tres cabezas menudas, pegadas a los cristales pintados.

—¿Viene para quedarse?

—Creo que sí.

—¿Y por qué no vive contigo?

—No tengo dónde meterlo. Mi casa es muy pequeña. Además…

—¿Estáis peleados?

—No, pero con Carlos tendrá más libertad que conmigo. Juan se acuesta tarde y se levanta a las mil, y en una casa donde se trabaja hay que espabilarse.

Apartó la mirada de los ojos de Cayetano y la dejó perderse en el remolino de volantes con lunares que recorría el escenario.

—Me ofreció dinero y estuvo amable conmigo. ¿Sabes que se casó Inés? Con aquel novio que te dije, un catedrático. Se casaron y están en Alemania.

Juan no debía haber venido. Los tipos como él en un pueblo como éste no hacen más que estorbar.

—Es como un niño. Mientras vivió con Inés todo fue bien. Pero al quedarse solo se acordó de nosotros.

—¿Y de qué va a vivir?

—Escribe en los periódicos…

«Catalina de Easo», terminada la enumeración de sus excelentes cualidades, y después de haber afirmado dos o tres veces que en la palma de las manos llevaba sangre de una clase especial, se inclinó para saludar. El corro de cotorras abandonaba las agujas para aplaudir. Clara aplaudió también. Cayetano le agarró un brazo y lo retuvo.

—Escúchame, Clara. Las cosas en Pueblanueva no van mal y espero que vayan mejor. A don Lino pronto conseguiré que le den una escuela de superior categoría, una escuela en La Coruña, y, aunque no tenga que dar clases mientras sea diputado, se llevará a su familia y no volverá por aquí. En cuanto a los pescadores, no aguantarán dos meses. Basta dejarlos solos. Cuando se hayan arruinado les daré empleo en el astillero sin hacerles ningún favor, porque para entonces necesitaré gente.

Su mano resbaló por el brazo de Clara hasta la muñeca desnuda. Ella no se movió.

—Todo esto puede enredarlo Juan. Concedo incluso que es natural: nunca hizo otra cosa. ¡Lo que se les ocurrirá a él y a Carlos cuando empiecen a hablar y a arreglar el mundo desde aquella torre! Y Paquito el Relojero con ellos para completar el trío. Un loco basta para un pueblo. Tres son ya peligrosos. Y la situación no está para jugar. Tengo interés en que aquí no pase nada, ¿me entiendes? Forma parte de mi política.

—No querrás que diga a Juan que se marche. —No, porque llegado el caso se lo diría yo. Pero puedes sugerirle… Clara volvió a mirar al escenario. La cupletista, vestida de cubana, con meneo de pechos y caderas, había empezado a cantar:

En Cuba hay un sereno
atento y muy servicial
que cuando le baten palmas
acude muy puntual.
Hay una recién casada
que cuando solita está
a voces llama al sereno

para su tranquilidad.

—… Podías sugerirle que aceptase un empleo fuera de Pueblanueva. Un grupo de mozalbetes coreaba a la cupletista:

¡Sereno! Venga usted a mi casa,
que siento ruido…
¡Sereno! Tengo mucho miedo

y no está mi marido.

Juan es orgulloso.

Cayetano se removió en el asiento. La cupletista, vuelta de espaldas, movía los omóplatos medio ocultos por el pañuelo que sostenían sus manos. Los mozalbetes gritaron: «¡Que la enseñe!», y del corro de señoras salió una voz reclamando respeto.

—Hay maneras y maneras de ofrecerle trabajo. Para la gente como tu hermano lo importante es guardar las formas, y las formas pueden guardarse.

—Veré.

—Lo que no quiero, lo que no puedo permitir, es que vuelva a armar cisma entre los trabajadores. Por quedar bien es capaz de convencerlos de que el asunto de los barcos todavía tiene remedio.

—Por qué odias a esa gente? No son malos —Clara retiró su mano.

—No los odio. Pero constituyen dentro del pueblo un grupo condenado a la pobreza. Sus ingresos son irregulares. Cuando hay pescado y tienen dinero, lo derrochan alegremente; cuando no hay pesca, mueren de hambre. Necesito que todo el pueblo perciba ingresos regulares, porque sólo así puede organizarse una economía razonable. Y ya lo sabes, pretendo que Pueblanueva sea un ejemplo.

La cupletista se retiró y los mozalbetes la reclamaron.

Ella asomó la cabeza entre las cortinas y anunció un número de propina. Se repitieron los aplausos de los muchachos.

—Si Carlos Deza no fuese un imbécil, ese asunto ya estaría arreglado. Tuvo en sus manos casi un millón de pesetas y le sugerí que se asociase conmigo para explotar el bacalao. No quiso ni oír hablar del negocio. Y ya ves, eso hubiera resuelto el problema de los pescadores y ahora no me preocuparía la presencia de Juan. Donde la gente come, los agitadores no tienen nada que hacer. Pero Carlos prefirió que ese millón de pesetas se repartiese entre una niña tonta y un señor que todavía no ha retirado del Banco su parte porque no puede retirarla. ¡Y tú no sabes lo que ha significado en la economía de Pueblanueva ese millón de menos!

Repentinamente quedó en silencio y dejó de mirar a Clara. La cupletista cantaba el número de propina y el camarero empezaba a cobrar las consumiciones. Dos señoras pasaron entre las mesas y salieron sin mirar. De pronto, Cayetano dijo:

—¿Qué piensas de Carlos?

Clara acusó la sorpresa con un estremecimiento. Sacudió la cabeza bruscamente y cerró las manos.

—¿Por qué lo preguntas?

—Fuisteis amigos. Durante un tiempo salíais juntos.

—Sí, hace un año. Es un muchacho un poco raro. Una no sabe nunca a qué atenerse.

—¿Te hizo la corte?

—No.

—¿Y tú?

—Yo, ¿qué?

Cayetano acercó el asiento, apoyó los codos en la mesa y sujetó las muñecas de Clara.

—Hace más de dos meses que quería hacerte esta pregunta y nunca me atreví hasta hoy. Ya ves que soy capaz de una delicadeza. Pero hoy vino rodada.

—Estuve enamorada de él. Si no fuera por eso ya me hubiera casado contigo.

Cayetano la soltó. Las manos de Clara permanecieron en el aire unos instantes. Luego, las recogió sobre el pecho. Cayetano había metido las suyas en los bolsillos.

—Ese tipo es como las averías de un motor viejo. Aparece en todas partes y en todas partes algo se estropea por su culpa. Debí de haberlo matado.

Se iba a levantar, pero la mano de Clara le agarró rápidamente el brazo. Cayetano la miró: había en sus ojos una luz dura que Clara desconocía.

—Espera.

—¿Es que vas a defenderlo?

—No, pero hay algo que debo explicarte. Como no has intentado engañarme nunca, tampoco quiero dejarte ir engañado.

—¿Qué más da? Eso no evitará que, cuando lo creía todo resuelto entre nosotros, aparezca el doctor Deza a reventarlo —alzó las manos, abiertas en abanico, y las agitó en el aire—: ¡Carlos Deza! El último Churruchao, el señorito que lo sabe todo y que te embarulla con palabras que no quieren decir nada…

Sacó un cigarrillo y lo encendió. No miraba a Clara.

—Di lo que quieras.

Ella cruzó los brazos encima del mármol de la mesa. Los mozalbetes, las señoras de la calceta, se habían levantado y salían en grupos.

—Tú no puedes ni siquiera imaginar lo que es la miseria, ni a qué bajezas puede llegar una mujer acosada por la suciedad y el hambre. Cuando Carlos llegó a Pueblanueva, cuando le conocí, estaba desesperada. Pensaba huir de casa y prostituirme. Pensaba… —hizo una pausa; Cayetano la miró y ya no dejó de mirarla— venderme a ti por mil pesetas y un equipo de ropa.

Cayetano se sobresaltó. La luz mala de sus ojos se concentró en dos puntos acerados, penetrantes. Clara parpadeó; luego intentó aguantar la mirada.

—¿Vas a contarme ahora que te vendiste a él? —preguntó Cayetano con voz brutal.

—Calla. No me he vendido a nadie gracias a Carlos. Se portó conmigo noblemente, me ayudó a recobrar la esperanza. Era natural, entonces, que me enamorase, y lo fue que él no se enamorase de mí. Tenía que parecerle despreciable. Pero tardé en comprenderlo, y eso me permitió mantener una ilusión y hacer lo que hice para ser la que soy.

—¿Quieres decir que te rechazó?

—¡No! Es demasiado decente para hacerlo —le temblaba la voz, hizo un esfuerzo—. Las cosas no llegaron a plantearse así. Sucedió lo que sucede tantas veces: que yo le quería y que él no me quería a mí. No podía quererme. Me conoció en el peor momento, supo de mí lo peor. Y aunque fue testigo de cómo salía de aquel trance, era natural que no olvidase… Eso es lo que pienso que pasó.

Cayetano dejó caer la cabeza y los hombros. Apoyado en la mano miraba los azulejos del pavimento.

—¡Tenía que haberle matado aquella noche!

—Eso no hubiera arreglado nada.

En el fondo del café, la cupletista, con un abrigo por encima de los hombros y un pañuelo colorado a la cabeza, dijo adiós al camarero. Se iba a cenar y volvería en seguida. Taconeando fuerte atravesó el salón y salió.

—Me hubiera importado menos de cualquier otro. Pero ¡Carlos, siempre Carlos…! ¡Treinta años de señorito Carlos convertido en mi sombra! —agarró con fuerza la mano de Clara y la apretó—. ¿Por qué me lo has contado? ¿No pudiste callarlo?

—Para que todo estuviera claro entre nosotros tenía que decirlo. Además…

—¿Es que hay un además?

—Sí. Un día me dijiste que eras el hombre más hombre de Pueblanueva. Ésta es la prueba.

—Hay cosas que un hombre no tolera. Y no sé qué es peor para la dignidad de uno. Si fueses lo que yo creí al principio te hubiese hecho mi querida. Pero la que Carlos Deza ha despreciado no puede ser mi mujer.

Golpeó la mesa con los puños cerrados.

—¡Carlos, precisamente Carlos! ¡Pues no iba a reírse poco!

Clara volvió a cruzar los brazos y se apoyó en ellos. Miraba a Cayetano con melancolía.

—No eres el hombre más hombre de Pueblanueva.

Se levantó calmosamente, recogió el abrigo del respaldo de la silla y se lo puso. Cayetano continuaba sentado.

—Acompáñame. No vayan a decir después que te he plantado…

Se dirigió a la puerta. Oyó el ruido de una silla y el tintineo de un duro arrojado sobre el mármol. En la calle el aire estaba frío. La puerta se cerró tras ella: esperó en el borde de la acera hasta que sintió las pisadas de Cayetano. Empezó a subir la cuesta: Cayetano marchaba a su lado, un poco rezagado. Oía su respiración fuerte, agitada. Aflojó el paso hasta que Cayetano quedó a su altura y le miró. Le vio ceñudo, endurecido el rostro y un pliegue enérgico, resuelto, en la boca.

Entraron en los soportales. Parejas de novios se refugiaban en las esquinas oscuras, y en el rincón de la plaza, a la luz de la farola, unas niñas jugaban a la comba. Había cesado de llover y el viento secaba las losas del empedrado. Junto a la verja de la iglesia, un coro de muchachos cantaba la rumba del sereno. Clara subió el escalón de piedra de su puerta, apoyó la espalda en el quicio frío y esperó. Cayetano no la miró siquiera: se encogió de hombros, siguió adelante y se perdió en la esquina.

Clara buscó la llave en el bolso, la metió en la cerradura y abrió. Habían echado por debajo de la puerta unos sobres con facturas. Los dejó encima del mostrador, cerró y encendió la luz. Aquí y allá, cajas destapadas y géneros fuera de sus cajas: lo ordenó todo, lo devolvió a sus lugares. Después marchó a la habitación de su madre, encendió la luz, echó un vistazo a la borracha: olía mal, y entreabrió la ventana.

El viento sacudía la caldera del pozo contra el brocal y sacaba gemidos al gancho de la roldana. Salió al patio, aferró el cubo y comprobó el cierre de la tapa. Los habitantes del primer piso tenían abierto un mainel de la galería, y salía por él la voz agria, destemplada, de un gramófono. Clara escuchó unos instantes; luego cerró las puertas y se metió en la cocina. Hacía frío, la piedra del llar estaba helada y por la chimenea llegaba el silbido del viento. Cogió unas astillas, las juntó para hacer fuego, pero se volvió atrás y las arrojó al cajón. No le apetecía poner la cena ni calentar el agua para lavar a su madre. Pasó por el cuarto de la borracha, comprobó que quedaba bien tapada, cerró la ventana y salió. En la plaza, los mozalbetes seguían cantando, y un grupo de mocitas paseaba bajo los soportales cuchicheando. Clara marchó de prisa por la calle abajo; entró en una taberna y pidió un bocadillo. Se lo dieron envuelto en papel de estraza.

—Para que no le pringue.

—Gracias.

En la calle empezó a comerlo. Iba despacio, arrimada al pretil, hacia la salida del pueblo. La mar continuaba agitada y batía fuerte contra la escollera; pero el cielo estaba limpio de nubes.

Dejó atrás las casas y se metió en la oscuridad. Recordó que una mañana, un año antes, o quizá más, había ido al monasterio de madrugada, y entonces tenía miedo. Le había tentado la idea de subir al pazo de Carlos y no se había atrevido. ¿Habrían cambiado las cosas de haberlo hecho? Posiblemente, no. Con Carlos no había que contar ni entonces ni ahora. Ni con nadie. Se sentía profundamente sola.

Llegó al pie de la escalera de piedra, la escalera larga y estrecha que se pegaba al contorno de la roca, que ascendía hasta la cima. El cancel estaba cerrado: trepó a las jambas y saltó. Hacia arriba, las escaleras se perdían entre las sombras de los zarzales. Comenzó la subida: con cuidado, con calma, con seguridad. A media altura se detuvo y contempló un instante las luces del pueblo, su reflejo en el aire, y allá al fondo, los focos del astillero, altos, dominándolo todo.

Cuando entró en el jardín, el viento, violento, le levantó las faldas y la empujó contra la muralla. Dejó pasar la racha, acurrucada; atravesó de una carrera la vereda y caminó pegada a la pared del pazo. Un nueva racha hizo silbar las copas de los árboles y arrancó briznas menudas de las ramas. Todo estaba oscuro. Tanteando, pisando el barro, llegó al portón y golpeó el postigo. Oyó pasos en el zaguán y la voz del Relojero preguntar quién llamaba.

—Soy yo, Clara.

El postigo se abrió rápidamente.

—¡Clara, criatura!

—¿Están?

—Sí. Acaban de llegar, cómo quien dice, y no cenaron.

Echó a correr hacia la escalera, y desde ella dijo a Clara que le siguiese. Ella cerró el postigo. Una luz de carburo medio alumbraba, desde el chiscón de Paquito, el zaguán enorme. Subió las escaleras, llegó al pasillo y vio abrirse al fondo la puerta del cuarto de la torre. Paquito gritaba:

—¡Es Clara, la señorita Clara!

Recorrió el pasillo sin apresurarse. Paquito esperaba, le sonrió y cerró la puerta tras ella. Carlos y Juan, en medio de la habitación, parecían sorprendidos.

—Bueno, soy yo, no asustaros. ¿Cómo te va, Juan? ¡No pongáis esas caras de pasmados!

Juan se acercó, indeciso. Clara le echó los brazos y le dio un beso.

—Me alegro de verte, Juan. Me alegro de veras.

—Yo también, Clara. Te encuentro muy bien.

Carlos, un poco alejado, la sonreía.

—¿Queréis que os deje solos?

—Vengo a veros a los dos —tendió la mano a Carlos—. No me esperabas tan pronto, ¿verdad?

—No, lo confieso.

Las manos de Clara estaban frías. Toda ella temblaba. Se quitó el abrigo y se arrimó a la chimenea.

—Vengo helada.

En cuclillas tendió las manos hacia la llama mortecina. Carlos buscó una copa limpia, la llenó de coñac y se la llevó.

—Toma esto.

—Dios te lo pague.

Bebió la mitad de un trago, tosió y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Qué fuerte! ¿No tienes café? Lo prefería. A esto no estoy acostumbrada.

Carlos retiró la copa.

—También tengo café, pero tienes que esperar.

Abrió la puerta y dio una voz. Juan se había sentado y Clara permanecía junto al fuego. El Relojero apareció corriendo.

—¿Quieres hacer un poco de café? Es para la señorita.

El Relojero hizo un gesto de superioridad.

—Ya lo puse al fuego.

—Gracias, Paco. Estás en todo.

—Se le ocurre a cualquiera. ¡Con el frío que hace…!

Se retiró. Carlos acercó un sillón a la chimenea y se sentó en el sofá. Juan levantó la cabeza y le miró, inquieto. Clara se frotaba las manos, vuelta hacia el hogar.

—¿Sucede algo, Clara? —le preguntó Carlos.

—En cierto modo, sí.

Se irguió. Levantó un poco la falda y acercó las rodillas a las llamas. Sin volverse, añadió:

—Acabo de romper con Cayetano.

Soltó las faldas, dio media vuelta. Ahora se calentaba las pantorrillas. Ellos la miraban, expectantes. Con un movimiento de la mano, Carlos la invitó a que contase.

—Tenía que suceder, ¿no? Me lo profetizaste esta mañana, Carlos. Pues ya está. Más pronto de lo que esperabas.

Juan dejó de mirarla.

—No habrá sido por mí —dijo.

—Tenía que suceder, y hubiera sucedido aunque tú no vinieses. Cayetano se guardaba una pregunta y yo sabía que la respuesta no había de satisfacerle o, al menos, lo temía. Bien. Hoy me hizo la pregunta y le respondí la verdad.

Miró, de pronto, a Carlos, y Carlos bajó la cabeza. Juan no se había movido. Alzó la mano, la movió en el aire.

—A veces no hay más remedio que mentir, cuando se quiere algo.

—Quizá.

Clara arrastró el sillón y lo dejó frente a Carlos. Se sentó en él y fijó la mirada en la pared.

—El problema consiste en poder hacerlo. O quizá no sea eso. Hoy mentí un poco… —les miró: primero, a Carlos; después, a Juan— acerca de vosotros. Sin importancia, una mentirilla más bien. No podía decir que habías llegado y que no habías venido a verme. Fue por dejarte con color. También le dije que tenías dinero y que escribes en los periódicos.

Le dio la risa. Abrió los brazos y los alzó por encima de la cabeza.

—Es lo que debía ser, ¿verdad?

Juan se movió hacia ella.

—No habrá sido por eso la pelea.

—No, no pases cuidado. Fue por otras razones. Fue… —miró otra vez la pared por encima del cabello rizoso, alborotado, de Carlos— porque los hombres fallan. Todos. Tenéis algo de mujeres, no estáis hechos para aguantar la verdad. Sois vanidosos.

Se abrió la puerta y entró Paquito con el café. Puso una taza delante de Clara y lo sirvió.

—Tómalo en seguida. Si le echas un poco de aguardiente te quitará el frío.

Sin mirar a Carlos ni a Juan, añadió:

—Hay para todos, ahí les queda.

Salió. Carlos había destapado el coñac y se lo ofrecía a Clara.

—No, gracias. Lo prefiero así.

—¿Quieres café, Juan?

Juan asintió. Carlos se levantó a coger las tazas.

—Está helado esto.

En el hogar se había desmoronado el castillo de brasas sobre el lecho de ceniza. Clara se acercó a la chimenea.

—Deja. Yo lo arreglaré.

Echó unos leños y sopló con el fuelle. Se levantaron otra vez las llamas.

—Podemos acercarnos —sugirió Juan—. Yo también tengo frío.

Bebían el café en silencio. Clara, arrodillada, recogió la ceniza.

—Necesitas una criada, Carlos. Alguien, al menos, que te barra.

Se sacudió la falda. Juan arrastraba los sillones: se sentó y alargó las piernas hasta dejar los zapatos encima de la llama.

Carlos empujó a Clara hacia el sillón vacío.

—Siéntate.

—¿Y tú?

—Estoy bien de pie.

—¡Las bobadas que decimos por no atrevernos a oír la verdad! —Clara se sentó de golpe y quedó con la cabeza erguida, mirando a Carlos—. Y quizá sea mejor así…

—Cuando Cristo dijo a Pilatos: «Yo soy la Verdad», Pilatos le respondió con una pregunta: «¿Y qué es la verdad?». Estoy con él.

—Pilatos tampoco era un hombre.

Juan se removió, inquieto, en el asiento. Retiró un poco los pies.

—No os entiendo. Si os referís a algo que desconozco, explicadlo, o hablad de otra manera.

Clara bajó la cabeza.

—¿Qué más da? Pero debo deciros, eso sí, que si Cayetano no me hubiera fallado esta tarde, me casaría con él. Si estoy aquí ahora, junto a vosotros, es porque tampoco él es un hombre, y cobarde por cobarde, a vosotros os quiero más. Pero a ti, Juan, rengo que añadirte algo: he decidido marchar de Pueblanueva. Voy a vender el negocio por lo que me den. Buenos Aires es un buen sitio para mí. ¡Si lo hubiera hecho antes…! Pero no es tarde todavía. Queda el problema de mamá…

—No pretenderás que la tome a mi cargo —replicó vivamente Juan.

—Hace más de cuatro años que nadie se cuida de ella más que yo. Pienso que me ha llegado la hora del relevo.

Juan se levantó y derribó las tenazas de la chimenea.

—¡Eso no es cosa de hombres! Además… yo soy un revolucionario. ¿Quién te dice que un día no voy a la cárcel? Y entonces…

Se inclinó hacia Clara con las manos abiertas.

—Compréndelo. Precisamente por eso, porque no puedo atarme a nadie, tu hermana, que se dio cuenta, se casó. No lo hubiera hecho jamás de no haber comprendido que podía resultarme un estorbo.

—Yo también tengo derecho a la libertad. Acabo de cumplir veintisiete años y todavía espero que la raza de los hombres no se haya agotado del todo. Pero si ya no los hay, podré al menos hacer la vida que se me antoje.

Juan la miró con desprecio.

—Siempre los hombres te han importado más que tu obligación. Llevas una prostituta dentro.

Clara se levantó de un salto y le hizo frente.

—¡Eso no te lo aguanto, Juan!

Carlos se interpuso y la apartó suavemente.

—No debes decir eso, Juan. No conoces a tu hermana.

—¡Mejor que tú! Y sé de qué pie cojea.

Marchó hasta el fondo de la habitación y quedó de espaldas, con las manos en los bolsillos.

Clara cogió a Carlos del brazo.

—Me lo ha dicho mil veces. Si me pilló ahora de sorpresa fue por creer que lo había olvidado. O porque lo había olvidado yo. ¡Llevaba tanto tiempo sin oírle…!

Soltó a Carlos y se acercó a Juan.

—No te preocupes. Pagaré la pensión de mamá en un asilo con lo que me den por la tienda. Ya no puede vivir mucho. Me arreglaré con lo que sobre.

Juan continuaba de cara a la pared y su pie golpeaba el suelo. Clara se encogió de hombros y volvió al centro de la habitación.

—Me voy —dijo.

Cogió el abrigo y Carlos se acercó a ayudarla.

—Te llevaré en el coche.

—No, te lo ruego. No quiero quedar a solas contigo. Marcharé como vine.

—Entonces, te llevará el Relojero.

Salieron al pasillo. Clara iba detrás, en la oscuridad, guiada por los pasos de Carlos. Al llegar a la escalera se detuvo.

—Me gustaría que Juan no pensase mal de mí. Pero quizá tenga razón. Quizá la tengáis todos y sea yo la equivocada.

Empezó a bajar las escaleras. Carlos llamó al Relojero y le pidió que preparase el coche.