El mundo anda revuelto, el pueblo anda revuelto, y cada uno de nosotros lleva la procesión por dentro. ¿Quién había de decirnos que unas simples elecciones cambiarían tanto las cosas? Porque antes, ganasen unos, ganasen otros, siempre había los que mandaban, los que esperaban mandar y los que no mandaban nunca, ganase quien ganase. Así estaba establecido y no había que quebrarse la cabeza para entenderlo. Pero ahora no se sabe quién manda y los que nunca han mandado se levantan, chillan, reclaman y, mientras no les dan lo que piden, echan los pies por alto. Bonito está el cotarro. Esto, por lo que al país se refiere, que a Pueblanueva aún no ha llegado más que la resaca. Aquí todo continúa, aparentemente, como antes, si no que cambió el Ayuntamiento; pero la gente empieza a enterarse de lo que hay fuera; la gente, es decir, todo el mundo, no sólo la cuadrilla de chiflados que se reúnen en la taberna del Cubano. Los que nunca tuvieron nada empiezan a mirar a los que tienen algo, como diciéndoles: «Aprovéchalo, que por poco tiempo lo vas a disfrutar». Y los que algo tenemos, aunque haya sido ganado con el sudor de nuestras frentes (y esto de las frentes va sin segunda intención), andamos preocupados, silenciosos y con la mosca tras la oreja, como se dice vulgarmente. Sobre todo, porque no entendemos muy bien lo que sucede. En Pueblanueva, concretamente, no pasó nada. Y si en Pueblanueva no pasó nada, ¿por qué hemos de sufrir las consecuencias de lo que pasa fuera? Si en otras partes los pobres no se resignan a serlo, ¿forzosamente los nuestros tampoco han de resignarse? La culpa la tienen los periódicos. Ahora todo el mundo los lee, y se entera, y comenta, y muchos se preguntarán: «¿Por qué no hemos de hacer nosotros lo que hacen en Madrid y Barcelona?». Porque esa gente que nada posee, como no tiene en qué pensar, da en imitar a la de otras partes. Los de aquí ya hubieran hecho alguna gorda si no los contuviera Cayetano, que es el único tranquilo, y que con eso de que «lo mío no es mío, sino de mis trabajadores», se sacude los problemas y mantiene a la gente quieta. Es un buen truco, que los demás no podemos repetir. Si, pongamos por caso, dijese Carreira que su cine no es suyo, sino del pueblo, la gente entraría gratis, y a ver quién pagaba luego el alquiler de las películas. No, no. Han ido demasiado lejos. Todo está bien mientras no se metan con la propiedad privada. Y eso es justamente lo que ahora está en peligro. ¡Se lleva uno cada susto!
Quien la entendió fue la francesa. Cogió sus cuartos y se largó al París de la Francia, donde nunca llega el agua al río. Llevó consigo a la Rucha hija, en calidad de doncella particular. Don Carlos despidió a la Rucha madre, y le dio un bajo era una casa de doña Mariana sin pago de alquiler. Con la manda de la Vieja, la Rucha puso un baratillo donde vende de todo, alpargatas, escobas y mazorcas de maíz, y va tirando. La hija le escribe desde París: cuenta y no acaba, y dice que ahora marcharán a Italia, donde la señorita va a cantar en los teatros. La Rucha hija dice que ya empieza a hablar francés. Mandó un retrato con la Torre de Eiffel al fondo.
Don Carlos cerró la casa de la Vieja, después de enfundar los muebles y de guardarlo todo, y se llevó a la suya unos cuantos cachivaches y el retrato de doña Mariana y el sillón donde ella se sentaba. Vive en su torre de donde no baja casi nunca, si no es alguna tarde que va a la taberna del Cubano, o alguna mañana que abre las ventanas de la casa de la Vieja para ventilarla. El cochecito también se lo llevó, con el caballo, y paga la contribución como si fuese propio. De lo que hace en la torre poco se sabe. Taquito, el Relojero, no cuenta mucho. Libros, libros, siempre con libros!», suele decir. Y de ahí no sale. De una manera o de otra, don Carlos Deza ya no da qué pensar. Otras cosas hay más importantes.
La principal, las relaciones de Cayetano y Clara Aldán. Se empezó descubriendo que todas las tardes iba a verla y se pasaba en la tienda cosa de una hora y después marchaba a su casa. ¡Bueno! —se comentó—, ¡ahora le tocó a ésta!» Y no es que no chocase, por lo que el propio Cayetano había hablado de ella y por su enemistad declarada con Aldán; pero, en el fondo, no dejaba de ser tranquilizante que volviera a las andadas y precisamente con una chica de mala reputación. Se pensó que vendría de noche a dormir con ella, pero un día se averiguó por la criada de doña Angustias que en los últimos tiempos Cayetano no había faltado una sola noche a casa y que se acostaba más bien temprano, o después de cenar, o cuando regresaba del casino. Fue entonces cuando la gente empezó a sorprenderse y a poner los medios naturales para enterarse de lo que pasaba: se organizó una vigilancia tan perfecta como espontánea, se les siguieron los pasos a uno y a otro y se pudo comprobar que Cayetano, salvo si algún negocio lo requería fuera, iba directamente del trabajo a la tienda de Clara, se sentaba bien a la vista de todos, estaba de palique como una hora, y más adelante como dos, y después se marchaba y no volvía hasta el día siguiente. Y en este tiempo, nada que no pudiera ser visto, como si contaran con que los estaban vigilando y quisieran hacerlo todo a la luz del día. Cayetano faltó unos días, antes de las elecciones, y después volvió como si nada, sin otra novedad que llevarla algunas veces a cenar a una taberna, o a comer un domingo al mediodía, y algunas tardes al cine, como antes solfa hacer, con don Carlos, Clara Aldán. En la taberna no faltaban ojos que los mirasen; en el cine, siempre había detrás alguien que no perdía ripio, y si la llevaba a casa, o los seguían, o los esperaban, y nada. Costó trabajo creerlo, pero acabamos rendidos a la evidencia y, lo que es peor, asombrados. A los hombres nos daba risa, pero las mujeres se indignaron. No hubo casa de Pueblanueva ni hora de comer en que esposas o hijas no pusieran verde a Clara y no dijeran de Cayetano que, después de haberse hartado de poner cuernos, andaba ahora a la procura de los suyos, que iban a ser lucidos y floreados como una primavera. De las que más alboroto armó fue Julita Mariño: como Clara, desde que vino la francesa, oye misa los domingos sentada en el banco de doña Mariana, Julita capitaneó una comisión de muchachas que fue a pedir al cura que la echase de la iglesia o ellas no volvían más. «¿Qué más quisiera? —les respondió don Julián—, pero no es pecadora pública ni hereje excomulgada para que pueda hacerlo, y en cuanto al banco, la tengo que aguantar como aguanté a la Vieja, porque tiene derecho.» Entonces a Julita se le ocurrió que podían buscarse los hombres que se habían acostado con Clara y llevárselos al cura de testigos; pero ninguno apareció que lo hubiera hecho, o que se atreviera a confesarlo, a pesar de las seguridades que se dieron a los sospechosos, a pesar de los vasos de vino a que se les convidó. Julia Mariño, hecha un basilisco, empezó a gritar que los hombres de Pueblanueva eran todos maricones y que callaban por miedo que tenían de Cayetano, y el que estaba delante, un barbero que había cortejado a Clara cosa de un año atrás, le respondió: «¿Qué más quisiera yo, señorita, que haberlo hecho y decirlo? Pero una vez que quise meterle mano me largó tal patada en cierto sitio que aún me duele».
La cosa llegó también a doña Angustias, y si se apenaba cuando le venían con el cuento de que su hijo se acostaba con tal Fulana, mucho más se apenó al saber que andaba con ésta y que no se acostaba. No había tarde en que tres o cuatro beatas no fuesen a condolerse y a llevarle las últimas noticias, a consolarla en su llanto y a levantarla de su tribulación. «Pero, señora, ¿y su autoridad de madre, y el amor que su hijo le tenía, ya no valen nada?» «¡No me hable, no me hable! ¡A mi hijo le dieron algo, porque ya no es el mismo!» «Pero, señora, ¿y él qué dice?» «¡No dice nada, ni deja que del caso le hable!» «¡Pues por ahí se asegura que se van a casar, y no por la Iglesia, sino por lo civil, como los republicanos!». Entrar ella en mi casa como señora y salir yo por la puerta de las criadas todo sería uno!» «Pero, señora, ¿y usted va a permitir que las cosas lleguen a tal extremo?» «¡Dios no lo quiera, pero de un hombre endemoniado cualquier disparate puede esperarse.» «¿Aun faltar a su madre?» «¡La experiencia nos dice que cuando se mete por medio una mala mujer, ya no hay madres ni esposas! ¡Si lo sabré yo, que tanto tengo sufrido…!» Salían de su lado compungidas las beatas y aseguraban que no hay dicha completa y que las riquezas no dan la felicidad. Y no parecían muy tristes al decirlo, pese a la compunción.
Doña Angustias mandó decir misas, que se supo, y rezar novenas y rosarios. Y no hay seguridades, pero sí sospechas, de que también pidió a don Julián que echase a Clara de la iglesia, y de que el cura se disculpó como pudo, y prometió hacer algo, sólo por no ver a doña Angustias disgustada y avergonzada en el primer asiento del primer banco, al lado del Evangelio, que es el suyo. Pero no hizo nada, o lo que hizo no dio resultado. Es el caso que el párroco de la iglesia de la playa dio en decir que si el asunto se hubiera planteado en su jurisdicción, ya lo hubiera resuelto echando a Clara. Se enteró doña Angustias, apremió a don Julián, éste visitó a Clara, Clara lo mandó a paseo, y el primer domingo se presentó en la iglesia como siempre, y ocupó en el banco de doña Mariana el sitio que ya parecía sayo. Doña Angustias se levantó, mandó a su criada: «¡Vámonos!», y salió de la iglesia pisando fuerte y con la cabeza levantada; Julita Mariño, que estaba con su madre, dijo en voz alta, que todos la pudieron oír: «¡También nosotras, mamá!». Diciéndolo o sin decirlo, varias señoras más, y varias muchachas, salieron de la iglesia y se fueron a oír misa a la parroquia de la playa. Cuando don Julián salió revestido, había grandes claros en los bancos delanteros, que son los que ocupó siempre la gente de más viso. Pero lo bueno del caso es que Clara Aldán no pareció enterarse, y allí seguía, arrodillada, con el velo muy echado sobre la cara, metida en sí como si meditase en los problemas del mundo. Aquella tarde, don Julián anduvo de casa en casa y acabó por visitara su colega, con el que dicen que tuvo una agarrada fuerte porque le había arrebatado la clientela asegurando que hubiera hecho lo que no estaba facultado para hacer por ningún canon de este mundo ni del otro. Pero no se arregló el cisma: Clara va a su iglesia, y las otras a la parroquia. Con lo que se empieza a murmurar que don Julián se ha pasado al Frente Popular porque quiere ser obispo, y espera que Cayetano, que ahora es un personaje político, lo recomiende.
Motivos hay para pensarlo, no sólo por el asunto de la de Aldán. La conducta de don Julián durante las elecciones no está muy clara. Con el señor Mariño, con la mujer de Carreira, cristera donde las haya, y con dos o tres más, formaba el comité de las derechas. Pidieron cuartos, hicieron viajes, pagaron votos y repartieron propaganda como en otras ocasiones. Aunque parezca exagerado, también en Pueblanueva había un gran cartel, que cubría todo el frente de una casa, con el retrato de Gil Robles y un letrero que decía: «A por los trescientos», como dicen que había en Madrid, si no es que el de Pueblanueva, con tanta lluvia como vino por aquellos días, se deslució en seguida y hubo que quitarlo. Un sábado de febrero, al mediodía, llegó un camión cargado de muchachos con banderas españolas, se pararon en la plaza, juntaron gente y echaron seis o siete discursos: que si la Religión, que si la Patria, que si la Propiedad y que si la Familia. Se les escuchó como a todos, pero Julita Mariño, capitana de chicos y de chicas, unos veinte en total, gritaba al frente de sus tropas: «¡Viva España y viva Cristo Rey!». Muy bien. Aquella misma tarde, después de comer, llegó otro camión, cargado con muchachos y muchachas con banderas republicanas, si no es que algunos vestían una especie de uniforme y saludaban con el puño en alto. Hablaron tres o cuatro y, al final, cerró el acto don Lino, con un discurso que traía preparado, en el que se preocupó, sobre todo, de dar seguridades al capital. Estaban allí los trabajadores del astillero y los pescadores con el Cubano al frente. Todos aplaudieron, y los del camión se fueron muy satisfechos de su éxito. Por cierto que entonces Poquito, el Relojero, que había asistido muy serio a los dos mítines, se subió a una ventana del Ayuntamiento, dijo que también él quería hablar, y, por oírle, se juntaron unas docenas de personas. Con el bastón al hombro y la pajilla en el bastón, empezó diciendo: «Vosotros sois idiotas, y los que hablaron hoy, tan cabrones son unos como otros. Gane Gil Robles o gane Azaña, vosotros no habéis de mandar, y menos en Pueblanueva, donde no hay más amo que uno, con monarquía, con república o con el comunismo que viniera. De modo que iros a dormir y mañana cogeros una buena borrachera, y dejar que ellos se peleen. Os lo digo yo, que soy más listo que todos y he recibido bofetadas de unos y de otros por mi manía de andar diciendo las verdades. Pero esta vez os pronostico que veremos correr la sangre, porque cuestión de tanto mando es contra la ley de Dios, y los ambiciosos de este mundo mueren a hierro y a fuego. Esto lo tengo leído en libros verídicos, y es la pura verdad. Por si la había dicho o por si no, lo bajaron de la ventana y le dieron una buena tanda de palos, y allí quedó tirado, hasta que alguien le tuvo compasión y lo llevó a una taberna, donde lo reanimaron con aguardiente.
Aquella noche, cuando estaba reunido el comité de las derechas en casa de Mariño, se presentó Cayetano. Nada hay secreto, y lo que pasó se supo a la media hora. El cura, al verle entrar, se levantó muy digno y le preguntó: «Usted, ¿a qué viene aquí?». Y entonces Cayetano, sin perder la serenidad, le contestó: «Si mañana pierde las elecciones el Frente Popular, tendré que cerrar el astillero y despedir a la gente. Ya ver entonces qué comen ustedes y de dónde va a sacar mi madre dinero para sus donativos a la iglesia. De modo que arréglense como puedan para que yo disponga mañana por la noche de actas de todo el distrito con el triunfo de mis candidatos». Y se marchó. «Habrá insolente?», dicen que dijo el cura. Y Mariño respondió: «Es la soberbia que da el dinero». Pero la señora de Carreira se levantó, cerró la puerta y preguntó que si era cierto aquello de que iba a cerrarse el astillero. Mariño dijo que sí. «Me consta que estos días atrás, cuando Cayetano estuvo de viaje y todos creímos que era por algo de elecciones, fue a negociar una hipoteca de medio millón. Me lo han asegurado en Santiago.» «Pero ¿qué hizo, entonces, de su dinero?» «Se lo ha gastado todo en jornales y materiales desde que no le dan créditos.» «Y si ganan las izquierdas, ¿se los darán?» «Si ganan ellos, le darán lo que quiera.» «Pues la cosa es para pensarla», dijo la de Carreira. Nadie habló más, pero don Julián estaba preocupado. Al final se quedó sólo con Mariño.
Al día siguiente, domingo, no se vio jubileo semejante. Desde las siete de la mañana haba colas delante de los colegios. Todos estaban allí, mujeres y hombres, curas y hasta los frailes del monasterio, de uno en fondo, con el prior delante. Algunos mozalbetes de un bando y de otro anduvieron a palos, y por la tarde, con el vino, se repitieron las peleas. Pero las urnas fueron respetadas y, lo que se dice dentro de los colegios, se guardó orden. Como siempre hay un chivato que lo dice, se fue sabiendo la marcha del escrutinio. Ganaban unos u otros, según el colegio, y andaban equilibrados. Las actas se extendieron honradamente, pero alguien les dio el cambiazo, y las que salieron para ser examinadas por el Gobierno Civil daban el triunfo a las izquierdas. ¿Por qué la gente se empeña en atribuir el gatuperio a don Julián y al señor Mariño? Sus razones habrá.
Cuando se enteró la gente de que habían triunfado las izquierdas en toda España, abandonaron el trabajo y se fueron juntando en la plaza del Ayuntamiento. La puerta de la iglesia estaba cerrada, y también la verja de hierro, por si las moscas. Dieron en cantar mientras esperaban, y la cosa fue pacífica. Por fin, llegó don Lino, elegido diputado, y Cayetano con él. Don Lino se dirigió a las masas y les echó un largo discurso lleno de promesas: fine muy aplaudido, pero la gente se aburrió, porque nadie le entendía. Al final, Cayetano dijo solamente: «Trabajadores, nuestro triunfo nos asegura el trabajo y la prosperidad del pueblo. ¡Viva la República!». Le contestaron «¡Viva!», y mucha gente lloraba. El mismo Cayetano empezó entonces a cantar:
¡Arriba los pobres del mundo!
¡En pie los esclavos sin pan!
Le siguieron como un solo hombre, y en lo que quedó de día no se oyó en Pueblanueva más que La Internacional, mejoro peor cantada. Habían cerrado muchos comercios, por miedo a que los asaltasen; pero cuando se supo que Cayetano había ordenado el respeto a personas y propiedades, los volvieron a abrir, y salvo los sopapos que suele haber los domingos en la plaza entre mozalbetes de un lado y de otro, en Pueblanueva del Conde no ha pasado nada. Pero todos nos preguntamos: ¿por cuánto tiempo? Y las miradas de los trabajadores nos ponen miedo.
Pero no todo es paz en la viña del Señor. Don Lino le dijo a Cayetano, delante de todo el mundo: «Bueno. Ahora que hemos ganado le haremos a usted alcalde». Y Cayetano se le quedó mirando y le respondió: «Nombraremos alcalde a quien me dé la gana, como lo hice a usted diputado». «A mí me eligió el sufragio popular y represento la voluntad del pueblo.» Entonces Cayetano se echó a reír: «¿No se ha dado cuenta todavía de que la voluntad del pueblo coincide con la mía?». «¡A eso se llama fascismo, y contra eso venimos a luchar!» «Llámele como quiera y luche contra quien le dé la gana, pero no olvide que en Pueblanueva mando yo.» Desde entonces, don Lino cabildea con los que tomaron en serio las elecciones y pretende quitar el mando a Cayetano. Y en esto están las cosas.