II

Cosían en el cuarto grande, donde también se comía y se recibía a los amigos. Las sillas de las oficialas —cuatro, cinco a veces— rodeaban la ventana en semicírculo. Las mañanas de sol echaban las sillas un poco atrás para calentarse las piernas y los regazos sin molestia para los ojos.

Pili y Nati cantaban toda la mañana. Pili aprendía las canciones de moda —tenía radio— y se las enseñaba mientras cosían a Nati, que no tenía radio. Lola y Reme permanecían silenciosas: Lola pensaba en su novio, que estaba en África, y Reme también pensaba en su novio, que aún no estaba.

—A ver si sacas chico un día de éstos, hija, para que te animes.

En el cuarto de al lado, que también tenía ventana al patio, se probaba. El diván, de noche, se convertía en cama, y en él dormía la maestra.

Antes de marcharse, por la tarde, las oficialas lo recogían todo y lo guardaban en dos armarios. Las sillas pasaban al cuarto de los trastos, y entonces el hermano de la maestra podía traer a sus amigos.

—Ahí donde lo tienes no te vendría mal. Te lleva quince años, pero está de buen ver.

—¡Calla, hija, con esas narices y esas pecas! Además, no quiero nada con anarquistas.

—Ya sé que a ti te tiran las derechas.

—Y a mucha honra.

—Pues ya verás la corrida en pelo que llevan para las elecciones.

Hablaban en voz baja. La maestra había salido a la compra, pero una no podía confiarse nunca por aquella su manera silenciosa de andar.

—Cuando menos lo piensas tienes encima esos ojos que parecen dos carbones.

—Pues no dirás que es mala.

—Pero rara, sí que lo es.

—Oí decir que venida a menos.

Sonó el timbre de la puerta. Ninguna de las cuatro levantó la cabeza.

—Abre tú, Reme, y deja en el pasillo los suspiros que puedas, que aquí ya tenemos bastantes con los de Lola.

Reme dejó a un lado la labor y se clavó la aguja en la solapa de la blusa.

—La tenéis a una de chica para todo…

Salió y abrió la puerta. La oyeron hablar con alguien. Regresó.

—Es uno que pregunta por la maestra o por su hermano. Debe de ser pariente.

—¿Y lo has dejado en la puerta? ¡Pareces de pueblo!

Pili se levantó diligente. Al pasar frente al espejo se arregló el pelo. La Reme dijo:

—Puede ser tu padre.

—Nunca está de más.

Avanzó por el pasillo contoneando las caderas. El tipo que esperaba en la puerta era un hombre alto, como el hermano de la maestra; pero así, al contraluz, no se veía bien. Hasta que estuvo junto a él.

—La maestra vendrá en seguida. Si quiere usted pasar…

—Bueno.

Carlos entró y esperó a que Pili cerrase.

—Venga. No le molestará estar con nosotras. ¿Es usted primo de la maestra?

—Algo así.

—Se es o no se es. Pero como se parece tanto al hermano…

Le indicó una silla cerca del corro de las oficialas.

—Siéntese y espere. No le molestará que cantemos, ¿verdad? Lo hacemos siempre.

Carlos le sonrió. Pili recabó la labor. Nati miraba de reojo y reía.

—¡Qué tío feo!

—Sin despreciar a nadie…

Pili se puso a cantar, pero Reme se pinchó un dedo. Estuvo en un tris de manchar la tela.

—¡Si pusieras los cinco sentidos en lo que haces…!

—¡Como si tú no te hubieras pinchado nunca…!

Carlos intentaba distraerse con una revista de modas. Inclinó un poco el torso para que no le vieran reír.

Alguien gritó por el patio:

—¡Señorita Inés!…

Ahí está ésa otra vez —dijo Nati—. Querrá la blusa.

Pili se levantó y abrió la ventana. Dijo que la maestra vendría pronto y que la blusa estaba a falta de pegarle los botones.

—A primera hora de la tarde yo misma se la llevaré.

Se oyó abrir y cerrarse la puerta. Pero Inés no entró en el obrador.

—Habrá que decirle que está aquí el caballero…

—Hazlo tú, Reme.

Reme salió y volvió corriendo.

—Que nos vayamos todas y que vengamos puntuales. Y usted, señor, que espere.

Recogieron en un santiamén. Saludaron una a una.

—Buenos días, señor.

—Buenos días.

—Usted lo pase bien.

Reían en el pasillo con risa contenida. La señora del patio llamó de nuevo a Inés y un momento más tarde a un niño que se llamaba Felipe.

—¡Felipe, Felipín!

Carlos seguía hojeando la revista. No advirtió la llegada de Inés hasta que oyó su voz.

—¡Carlos!

Derribó la silla al levantarse. Quedó corrido y un poco embarullado. Inés se agachó para recogerla. Luego le tendió la mano. Se miraron con las manos cogidas, sin decir nada. Carlos sonrió.

—Bueno. Aquí estoy…

—Me alegro mucho de verte… Me alegro de verdad. Estás más gordo.

—Y tú pareces otra —Inés le miró satisfecha—. Y tan bien vestida…

Se sentaron en sillas bajas, con las piernas al sol. Volvió a llamar la vecina. Inés no hizo caso.

—Háblame de Clara y de su tienda. ¿Es cierto que le va bien? ¿Y mi madre?

Carlos habló largamente, respondió a sus preguntas. Inés sentía curiosidad por todo. Escuchaba con entusiasmo de desterrada.

—¿Es cierto que han derribado nuestra casa? ¿Y que estás arreglando la iglesia de Santa María? ¡Cuéntame cómo murió la Vieja…! Clara en sus cartas contaba todo, pero sin detalles.

—Nos gusta saber lo que sucede allá, aunque no volveremos nunca. Porque no volveremos, ya lo sabes. Ni Juan, ni yo. Yo…

Levantó a medias una mano y se echó a reír.

—Yo voy a casarme. No se lo dije a Clara todavía.

Juan no solía comer en casa. Carlos propuso que salieran y buscaran una taberna. Inés prefirió quedarse: las oficialas regresarían pronto.

—Si no eres muy exigente preparo comida para los dos. Y hablamos. Es la primera vez que estamos solos y que hablamos tanto, ¿verdad? Sin embargo, me parece como si hubieras sido mi amigo toda la vida.

Mientras Inés guisaba, Carlos bajó a la calle y compró fruta y vino. Hacía una mañana resplandeciente y fría. Con el paquete en la mano, Carlos descendió hasta Rosales. ¡Qué distinto estaba todo desde sus años de estudiante!

Inés preparó la mesa. Durante la comida, Carlos explicó la razón de su viaje. Inés no pareció interesarse por Germaine.

—Y Juan, ¿qué hace?

Inés dejó de sonreír.

—¿Puede saberse alguna vez lo que hace Juan? Ni siquiera puede saberse lo que quiere.

—¿Trabaja?

—Todo el día, pero no gana un céntimo. Abogado, como siempre, de causas perdidas.

Hablaba con tono amargo. La mirada se le había entristecido.

—Tú le quieres mucho, ¿verdad? —dijo Carlos.

—Sí, pero… ya no soy la misma.

Estaba pelando una manzana. La cortó en trocitos.

—¿Cómo te lo diría? Hoy me encuentro más cerca de Clara que de mí misma. Estuve equivocada. Clara tenía razón muchas veces. Y yo, ahora que veo las cosas como son, la comprendo.

—Alguna vez he defendido a tu hermano de las acusaciones de Clara.

—No más que yo. Quizá en el fondo supiera que ella, y no yo, estaba en la verdad; pero entonces… Adoraba a Juan y no quería a Clara. Tú sabes por qué, naturalmente —Carlos asintió—. Ahora llevamos unos meses separados, yo no soy la misma —recalcó—. Por otra parte, allá, Juan y yo formábamos en un bando, contra Clara y contra todos; pero ahora no tenemos enemigos enfrente, nadie se ocupa de nosotros ni hay de quién defenderse. No estamos desunidos, y le quiero como siempre; pero ya no estoy ciega. Me doy cuenta de que Juan lleva varios años haciendo lo posible por disimular su incapacidad y hasta por convencerse de que no es un incapaz.

Pinchó con el tenedor un trocito de manzana y lo remiró.

—Hemos tomado esta casa, la hemos amueblado y hemos repartido el dinero restante. La casa la sostengo yo con mi trabajo y aún me sobra. Juan gasta de su dinero y lo tira innecesariamente, como si le estorbase. A veces me asombro al recordar la austeridad de su vida en Pueblanueva. ¿Cómo pueden unos miles de pesetas cambiar así a un hombre?

Masticó pausadamente la manzana. Sus dientes eran finos, menudos, su boca, grande y carnosa, como la de Clara. Ahora llevaba el pelo corto y bien peinado y se pintaba un poco. También se arreglaba las uñas. Ceñía discretamente los pechos, hasta cuyo arranque llegaba el escote agudo de la blusa.

—Me da miedo Juan. Ahora para poco en casa, anda con amigos, viste bien. Cuando se le acabe el dinero, ¿qué hará? ¿Encerrarse aquí, atormentarse y atormentarme sólo de verle, aunque no se queja? No sé si has experimentado alguna vez el dolor de querer apasionadamente a una persona a la que ya no respetas.

Dejó caer las manos sobre el mantel y bajó la cabeza. La levantó de pronto, con brusquedad, y clavó en Carlos una mirada fogosa. Unas guedejas negras le cayeron sobre la frente.

—Yo ya no tengo resignación, ¿comprendes? Ya te dije que he cambiado mucho; es como si antes fuese una niña y ahora una mujer de verdad. En la vida hay muchas cosas que valen la pena, y no veo la razón de renunciar a ellas por Juan. Aún puedo tener hijos.

Rió, y Carlos se sorprendió.

—Te resulta raro, ¿verdad? Sin embargo, a mí me parece natural. Tenía un velo en los ojos, y un día se me cayó.

Empezó a amontonar los platos del postre.

—Esperemos que Juan no te acapare para lucirte por ahí y que tengas un momento para conocer a mi novio. Él ya sabe quién eres. ¿Cómo no va a saberlo? Juan no le habla más que de ti. Para Juan eres el genio de los Churruchaos.

Tenía la tarde vacante. Su equipaje —un maletín— lo había dejado en un café antes de echarse a buscar la casa de Juan. Ahora debía cuidarse del alojamiento. Intentó en vano recordar nombres de hoteles decentes: sólo alguno de mucho lujo se le venía a las mientes.

Se metió en un café de la Puerta del Sol, pidió una copa de coñac. El café empezaba a vaciarse, y el camarero se mostró locuaz. Le remitió a un hotel de la calle de Echegaray.

Quedaba cerca. La tarde empezaba a entoldarse y venía un viento frío, afilado. Se subió el cuello de la gabardina.

—Tendré que comprar un abrigo.

Pidió en el hotel tres habitaciones: una para ocupar inmediatamente y dos reservadas para dos viajeros que llegarían de París al día siguiente, en el tren de la mañana. Un padre y una hija.

—¿Con baño?

—Sí.

El sujeto del hotel dijo: «Costarán tanto», y Carlos respondió que bueno. Pero se sintió mirado con desconfianza.

—Volveré luego a traer mi equipaje. Poca cosa, sólo un maletín. Pero llevo encima algún dinero y me gustaría dejarlo en la caja del hotel.

El empleado le sonrió más amable.

Entregó dos mil pesetas en billetes y un cheque por quince mil. Cubrió un papel para la policía, le firmaron un recibo.

—Cuando usted vuelva, doctor, tendrá la habitación arreglada y podrá ver las otras dos por si no son de su gusto.

Empezó a vagar por las calles. Sintió frío, entró en un almacén y compró un abrigo gris y una bufanda. Dijo que le mandaran al hotel la gabardina y dio su nombre y la dirección. Después siguió callejeando. Pensaba en Inés y le daba miedo encontrarse con Juan.

Hacia las seis recogió el maletín y regresó al hotel. Le habían dado una habitación grande, con balcones a la calle. Una cama enorme, muebles de caoba, espejos y alfombras gruesas. La de Germaine era más pequeña y lujosa.

Se lavó y afeitó, se cambió la camisa y volvió a salir. Eran cerca de las siete. Tomó un taxi y dio la dirección de Juan: Altamirano, 33. Al atravesar la Gran Vía el taxi estuvo detenido unos minutos: unos estudiantes peleaban con los guardias de asalto. Había gritos y carreras.

En un taxi vecino un señor grueso discutía con el taxista y aseguraba vociferando que a los estudiantes había que meterlos en cintura, y que él sabía cómo hacerlo, y que lo haría si le dejasen gobernar.

—Y a los que están detrás de los estudiantes, a los que los azuzan, a ésos, a Guinea con ellos, sin piedad, sean fascistas o comunistas.

El taxista pensaba de otra manera. Cuando quedó franco el camino, la pelea parecía haberse reproducido dentro del taxi.

Le abrió la puerta Inés. Estaba arreglada ya y lista para salir. No pasó de la puerta.

—Vamos a un café aquí, en el barrio. Juan estuvo unos momentos en casa, le dije que habías llegado y acudirá allí. Se alegró mucho.

El café estaba cerca. Era un local grande, desangelado, con muchos espejos. Inés entró delante y le guió hasta una mesa del fondo.

—Es aquí donde solemos reunirnos. El café no es bonito, pero tiene buena calefacción.

Pidió un chocolate con picatostes y se lo recomendó a Carlos. Aún no los habían servido cuando llegó Gay, sonrió desde lejos y mientras daba la mano a Inés dijo:

—Usted tiene que ser el doctor Deza. No puede ser otro.

Se sentó al lado de Inés y la cogió del brazo.

—Estoy muy contento de conocerle. Me han hablado mucho de usted.

Soltó el brazo de Inés y sin levantarse empezó a quitarse el abrigo.

—Juan dice que conoció usted a Freud.

—Sí.

—¿Es posible? ¿Estudió usted con él?

—Directamente no. Le escuché muchas lecciones y conferencias y trabajé con discípulos suyos. Una vez me lo presentaron y me dio la mano.

Paco Gay miró respetuoso la mano diestra de Carlos.

—Yo voy a ir pronto a Alemania.

—¿Médico?

—No. ¿No le ha dicho Inés? Estudio filología románica. En cuanto nos casemos…

Repentinamente el rostro alegre de Paco Gay se ensombreció y volvió a coger el brazo de Inés.

—¿Sabes? Hoy tuve carta de mi madre. Dice que vendrá a la boda.

—Es lo natural.

—Pero… si mi madre viene… tendremos que casarnos por la Iglesia. Se llevaría un gran disgusto si supiera…

Parecía apurado. Explicó a Carlos:

—Es que pertenezco al partido socialista, y si nos casamos por la Iglesia tendré un conflicto. A Juan tampoco le gustará.

—Mi hermano no cuenta.

—Aunque transija…

—Pues con explicar a tus amigos lo que sucede…

—¿Y si les da por ponerme en un brete?

Volvió a mirar a Carlos.

—Mi madre tiene sesenta años y es muy religiosa. Se llevaría un disgusto de muerte.

—Su madre es una persona concreta, y el partido, una entidad abstracta.

Paco Gay abrió los ojos.

—Pues ¡mire! No se me había ocurrido. Quizá sea una razón.

—Depende de lo exigentes que sean las entidades abstractas.

Inés propuso:

—Siempre habrá manera de hacerlo discretamente. No tienen por qué enterarse ni Prieto ni Largo Caballero. Tampoco creo que se preocupen de nosotros ni que hayan oído jamás nuestro nombre.

Gay volvió a reír.

—¡Claro! Ellos son los capitostes y no están en estas minucias. Pero lo malo son mis compañeros. ¿Sabe usted? Éramos cinco aspirantes a la beca y me la dieron a mí. Los otros cuatro están rabiosos, y dos de ellos son también socialistas.

—Tenía usted que haber pensado esto antes de ingresar en el partido.

—No crea que no lo he pensado. La beca me la dieron por ser socialista, y quizá me la dieran también si fuese de derechas. O con unos, o con otros, pero siempre con alguien si se quiere hacer carrera.

Gay había cogido la mano de Inés y se la acariciaba. Inés no parecía enterarse o al menos no le daba importancia.

Juan llegó un poco más tarde. Venía vestido de gris, un traje de buen paño y buen corte, pero sin corbata. Dio a Carlos un abrazo muy fuerte. Pidió cerveza, se sentó al lado de Carlos y se encaró a Gay.

—Aquí tienes al doctor Deza, el hombre que está enterrando en Pueblanueva del Conde su sabiduría. Un tipo que, además de gran médico, sabe de arte, entiende de literatura y está al tanto de lo que pasa por el mundo. Como otros muchos que yo conozco, Gay, y que tú conoces también, pintores y poetas, que no hacen más que vociferar su amargura por nuestras aldeas. Nuestra tierra se come a los hombres, los disuelve en el orvallo, les quita la voluntad. Al que se queda allí se le cierran todos los caminos menos el adocenamiento y la borrachera. Tienes que venirte a Madrid, Carlos. Esto es otra cosa. El aire frío espabila. Y hay que luchar día a día para mantenerse cada cual en su puesto, porque siempre andan diez detrás de ti dispuestos a quitártelo. Éste es el país de la envidia y del olvido: si te descuidas te aplastan; si no produces, mañana nadie te recuerda. Es como vivir en guerra.

—Vendré en cuanto resuelva los asuntos de doña Mariana.

—¿Para qué te preocupas de eso? Los asuntos de doña Mariana se resolverán por sí solos; es decir, no necesitarán ser resueltos. Esto está a punto de cambiar. Se anuncian elecciones para pronto, y entonces el problema consistirá en si damos a España una estructura socialista o anarcosindicalista. Pero lo de la propiedad privada se resolverá de un modo u otro. No pierdas el tiempo en testamentarías.

Golpeó nuevamente la espalda de Carlos.

—Necesitamos hombres como tú, gente libre de prejuicios que pueda colaborar en la edificación de una sociedad nueva. Tu puesto está aquí. En España está todo por hacer; pero nada se hará como no sea desde aquí, desde la cabeza. En eso estoy de acuerdo con los comunistas. El defecto del anarcosindicalismo es su sentido cantonal. Quizá haga falta una previa dictadura centralista antes de llegar a la verdadera organización libertaria. ¡Si mis camaradas no fuesen unos doctrinarios lo habrían comprendido! Pero el anarcosindicalismo no ha evolucionado. En eso se parecen a los carlistas. Viven en pleno siglo diecinueve.

Hablaba con calma, marcaba las pausas y movía la mano derecha con suavidad, frotando el índice contra el pulgar. Carlos lo recordó dirigiéndose a los pescadores en la taberna del Cubano. Como orador, había progresado.

—Eres un soñador, Juan —dijo Gay—. Tenemos sociedad burguesa para unos cuantos años. ¿Crees que va a ser muy fácil desmontar las fuerzas tradicionales, el clero, el ejército, los terratenientes? Una evolución lenta y trabajosa, dirigida por el partido socialista…

—¡No, no! Una revolución. España es un cuerpo enfermo al que hay que intervenir sin demora. Aunque sea cruelmente. En cuanto a los socialistas…

Rió retóricamente.

—… el mayor capitalista de mi pueblo, el verdadero opresor del proletariado, pertenece al partido socialista. ¿Cómo voy a tener confianza en un equipo que admite a semejantes tipos? Carlos puede decirte de quién se trata, aunque creo que alguna vez te lo expliqué. Por cierto, Carlos: ¿cómo van mis pescadores? Ya sé que gracias a ti los pesqueros de doña Mariana son prácticamente suyos.

—Tienen dificultades financieras. Ha habido que hipotecar un par de barcos, y aun así las dificultades siguen.

—Y Cayetano Salgado, que andará por el medio o detrás de la cortina para estorbarlo todo.

—Cayetano no se ha metido en nada. Hemos hecho un pacto.

—¿Es posible? ¡No te fíes de Cayetano! Si no se ha metido en nada será porque le conviene y mientras le convenga. Yo andaría con ojo.

Juntó las manos palma con palma y bajó la cabeza.

—A veces siento remordimiento de haberlos abandonado. Yo no hubiera pactado; hubiera seguido la lucha hasta el final…

—Y hubieras perdido —intervino Inés.

—Quizá. Es posible que lo político haya sido pactar. Es lo que me justifica ante mí mismo. Soy demasiado intransigente, y mi intransigencia habría perjudicado a un puñado de trabajadores indefensos. Los hombres como yo…

Miró furtivamente a Carlos: le tembló la mirada.

—… podemos ver claras las líneas generales de una política, pero nos estrellamos contra la realidad concreta. Mis divergencias con los anarcosindicalistas vienen de ahí. Ellos saben conducir una huelga o gobernar un sindicato, pero no comprenden que en eso no se agota la acción revolucionaria ni tampoco en la fidelidad a unas ideas anticuadas. El anarcosindicalismo tiene que evolucionar, tiene que considerar la realidad innegable del marxismo y de su revolución, que ahí está, aunque nos disguste.

Señaló a Gay.

—La verdad se reparte a medias entre vosotros y nosotros. Si nos ponemos de acuerdo y lo mantenemos, haremos frente a la revolución. De lo contrario…

Dejó caer la mano desalentada en el mármol de la mesa.

—… el porvenir de la revolución será una incógnita.

Inés y Gay se marcharon a cenar y al cine. Tomaron un taxi a la puerta del café. Carlos y Juan bajaron, sin prisa, por la calle de la Princesa. Carlos explicó la causa de su viaje.

—¿Conoces a esa chica? —preguntó Juan.

—Sólo a su padre. Creo haberte hablado de él alguna vez.

—Me gustaría acompañarte mañana al tren. Pura curiosidad. Mi respeto por doña. Mariana ha sido, tú lo sabes, una de mis debilidades. ¿Será capaz esta muchacha de aguantar el tipo en Pueblanueva como lo aguantó la Vieja?

—Si, como dices, las cosas se resolverán por sí solas, ¿qué más da que lo sea o no? El día que se resuelvan tendrá que regresar a Francia. Si le dejáis con qué pagarse el viaje.

—No será tan fácil ni tan rápido. Hablo así delante de Gay, que es socialista y que no entiende una palabra de política; pero en confianza te diré que no lo veo claro. En las próximas elecciones triunfarán las izquierdas; esto, descontado. Pero las izquierdas no son un grupo homogéneo. Van desde los burgueses de Azaña a los comunistas de la Pasionaria. Nosotros, los anarcosindicalistas, quedamos fuera, como los fascistas. Probablemente las derechas se agruparán alrededor de Gil Robles, pero no creo que Azaña logre lo mismo con las izquierdas. Están los comunistas y está Largo Caballero. De modo que hay propiedad privada para rato.

—En cualquier caso tendré que ayudar a Germaine, y esto me retendrá algunos meses en Pueblanueva.

—Eso, y que es hermoso vivir allí. Lo reconozco: es hermoso y enervante. A ti no puedo mentirte: muchas veces siento nostalgia. Daría todo lo presente por unas tazas de vino en la taberna del Cubano o por un paseo hasta el monasterio.

—Y lo presente, ¿qué es? ¿Escribes?

—No. No escribo.

Carlos tuvo la sensación de haber hecho una pregunta indiscreta. Caminaron unos pasos en silencio. De pronto Juan dijo:

—No es moral dedicarse a la poesía mientras hay hombres oprimidos. Ni aun a la poesía política. El otro día en el Ateneo alguien defendía a Alberti, que se hizo comunista y escribe poemas sociales. Es un truco. ¿Qué más da cantar a la revolución que a las rosas? La hora no es de cantar, sino de hacer. Yo he elegido la acción.

Volvió a callar y miró a Carlos; pero Carlos seguía caminando a buen paso, con la vista al frente y la bufanda muy subida.

—Trabajo entre los intelectuales. Trabajo, además, por mi cuenta. Soy un anarquista entre los anarquistas. Me separan de ellos puntos de vista divergentes sobre táctica política; pero en el fondo coincidimos, en lo esencial. No te niego que quizá ellos desconfíen de mí: me tienen por un señorito. Pero esa misma desconfianza me da una libertad de acción que de otra manera no tendría. También entre los anarquistas hay una ortodoxia y unos dogmas. El francotirador como yo puede permitirse el lujo de la herejía, que, por otra parte, es necesaria en los medios en que me muevo. En el Ateneo, sobre todo al discutir con los estudiantes, hay que poseer una flexibilidad mental, una dialéctica amplia, incompatibles con cualquier dogmática.

Habían llegado al final de la calle de la Princesa. Carlos se detuvo.

—¿Adónde vamos?

—A una tasca, aquí cerca.

Le empujó.

—Por aquí.

Descendieron a la plaza de España, entraron en la Gran Vía.

—Es aquí, junto al mercado de los Mostenses. Recuerdas esto, ano?

Carlos lo recordaba vagamente. Olía a pescado, a hortalizas podridas. La calle estaba ocupada por camiones que cargaban o descargaban.

En la taberna Juan encargó la comida.

—Los comunistas me han enviado ya un par de recados, ¿sabes? Están necesitados de gente como yo. Pero rechacé la invitación. Primero, por no perder mi libertad; pero, además, por incompatibilidad moral. Los comunistas admiten a todo el mundo. ¡Hasta el fraile aquel de Pueblanueva trabaja para ellos!

—¿El padre Ossorio?

—Sí. Creo que se llamaba así.

Juan se sirvió un vaso de vino y lo bebió.

—Por ahí anda. Le veo a veces, y ya le hubiera partido el alma si no tuviera detrás a los comunistas. Se arrimó a ellos para protegerse. De eso estoy seguro.

—Me da la impresión de que Inés lo ha olvidado.

—Supongo que en el fondo hasta le estará agradecida. Gracias a aquel episodio no volvió a pensar en Dios ni en sus santos. Y ahora ahí la tienes: una muchacha fuerte que sabe hacer frente a la vida. De espíritu amplio y robusto. ¡Va a casarse con un socialista! ¿Quién reconocería en ella a la Inés de hace un año?

El chico de la taberna les sirvió unos calamares.

—Yo la he aconsejado, la he guiado. Incluso la he sacado al mundo. No es nada torpe, ¿sabes? Ahora lee libros y es capaz de discutir y de llevar una conversación. En cuanto a su matrimonio…, también es obra mía. No puedo esperar ni desear que viva perpetuamente a mi lado. Llegará incluso a estorbarme. Porque el día en que la política exija de mí la acción directa, el peligro, ¿cómo voy a comprometerme si ella está en casa esperándome y angustiada por mí? La quiero demasiado, tú lo sabes. Y Gay es un buen muchacho que la adora, lo bastante listo para hacer carrera y lo bastante tonto para ser un buen marido. La dejo en las mejores manos.

Limpió con la servilleta los labios entintados.

—Bueno. Ahora dime algo de ti.

Carlos se encogió de hombros y miró al vacío.

—Yo sigo viendo vivir a los demás.

Terminaba de afeitarse cuando le avisaron de que le esperaba el señor Aldán. Levantó el visillo y miró al cielo: el sol no había salido, y una luz gris envolvía la calle.

Juan traía puesto un buen abrigo oscuro y un sombrero negro. Esperaba en el vestíbulo.

—Si te parece desayunamos antes. Hay tiempo.

Pasaron al comedor. Juan se quitó el abrigo. Llevaba corbata.

—¿Has visto la prensa?

—Todavía no.

—Esto se liquida.

Empezó a explicar la situación política, el fracaso de las derechas. Carlos miraba las volutas labradas en caoba de un aparador cercano. Un poco alejado, el camarero escuchaba a Juan con ganas de intervenir.

—Queda la incógnita de los militares.

Tomaron un taxi, que Juan se empeñó en pagar. El tren de Irún venía retrasado. Pasearon por el andén vacío, contra el aire helado y húmedo del Manzanares. De repente Juan dijo:

—Tú debías casarte con esa chica. Está justificado que un intelectual haga un matrimonio de interés. Estoy seguro, además, que ése sería el gusto de doña Mariana.

—Sí, pero doña Mariana no contó con la voluntad de la interesada ni con la mía.

—Los hombres como tú cometen un error quedando solteros.

—Ésa es, más o menos, la opinión de tu hermana Clara.

Apareció la locomotora. Se detuvieron.

—Y ahora, ¿cómo la reconocerás?

—Se parece a la Vieja y viene en coche-cama. En cualquier caso, conozco a su padre.

—¡Ah, su padre! Lo había olvidado. Un viejo fracasado, ¿no?

Les alcanzó el vapor de los frenos: un aire pegajoso y caliente. Pasaron dos o tres furgones, varias unidades. Carlos preguntó a un maletero dónde caía el coche-cama.

—Atrás, casi al final.

Anduvieron un rato. El tren se detuvo. Carlos examinaba los rostros asomados. Juan, un poco atrás, parecía no mirar.

Germaine no se había asomado, pero Carlos la descubrió pegada a la ventanilla. Vestía de luto y bajo el sombrerillo negro le asomaban unos mechones rojizos. Carlos le hizo una señal, y ella sonrió y le saludó con la mano. Entró en el departamento y salió a poco, acompañada de su padre. Indicó a Carlos, y don Gonzalo le saludó con una mano enguantada.

—Encárguese del equipaje de esos señores.

El mozo subió al vagón. Carlos esperó al pie de la portezuela. Juan no se había movido.

—Acércate. ¿La has visto ya? Es ésa…

—Sí. Ya la veo. Guapa, ;eh?

Germaine descendió casi de un salto, pero a su padre hubo que ayudarle. Arrastraba las piernas y tosía.

—Ha sido una locura traerte, papá —le dijo Germaine en francés.

Y añadió en español:

—Bueno, ya estamos aquí.

Tendió la mano a Carlos mientras miraba a Juan. Carlos lo presentó.

—¿Otro Churruchao? —Germaine rió al ofrecerle la mano—. No hay confusión posible.

Vestía un abrigo grueso y llevaba en la mano una especie de bufanda de piel.

El padre le dijo:

—Abrígate la garganta, hija mía. El clima de Madrid es duro.

—Sí, papá.

Ella se envolvió el cuello, sacó del bolso un inhalador, lo acercó a la boca abierta y apretó varias veces la pera de goma: ¡Flash, flash, flash…! El viejo explicó:

—Un enfriamiento privó a su madre de su tesoro más preciado, y es natural que me cuide de la garganta de su hija.

—También nosotros nos cuidamos, no crea. El aire de Madrid es un cuchillo.

—Pero ustedes quizá no tengan una garganta que cuidar como ella. Una garganta maravillosa. ¡Un verdadero tesoro!

Puso los ojos en blanco. Germaine le tomó de un brazo.

—Vamos, papá. A quien hay que cuidar es a ti. ¿Quiere cogerle del otro brazo?

Se dirigía a Juan, y Juan se apresuró a obedecerla. El mozo había cargado en un carrillo dos maletas grandes, nuevas. Carlos lo emparejó hasta la salida. De vez en cuando volvía la cabeza. Los otros tres quedaban cada vez más lejos. Juan movía mucho el brazo libre, y Germaine parecía reír.

Metieron a don Gonzalo en el ascensor, y Germaine entró con él.

—Es una mujer extraordinaria —dijo Juan.

Se había quedado mirando a la puerta de caoba con espejo que cerraba el ascensor. Carlos le agarró de la trabilla del abrigo y tiró.

—De acuerdo, pero ya se ha retirado. Vamos a sentarnos.

—Tengo que irme.

Pero siguió a Carlos y se sentó a su lado.

—Te envidio. Me gustaría ocupar junto a ella el lugar que vas a ocupar tú.

—¿El de coco?

Juan le miró con gravedad.

—Serás su amigo.

—Me gustaría serlo. Pero tengo la obligación de hacer que se respete la voluntad de doña Mariana. Y me va a costar trabajo.

—Pero ¿vas a pretender que esta mujer se entierre en Pueblanueva durante cinco años? ¡Sería arruinar su carrera!

—Doña Mariana no tuvo en cuenta que su sobrina posee una hermosa voz de soprano probablemente porque lo ignoraba. Ni ella ni su padre dijeron jamás que estudiase en el Conservatorio ni que aspirase a cantar ópera. A mí su padre me engañó, porque me dijo que estaba interna en un colegio de Normandía.

—Bien, pero ahora ya lo sabes.

—No puedo cambiar los términos del testamento.

—Puedes hacer lo que te dé la gana. Nadie va a protestar ni a meterte en pleito. Y tu obligación es ayudar a Germaine, está bien claro. Tiene un brillante porvenir. Puede, fíjate bien, puede presentarse en la ópera de París cantando Carmen. Ya la has oído.

—No. Yo no la he oído:

—Claro. ¿Cómo ibas a oírlo? Andabas liado con las maletas cuando lo dijo. ¡En la ópera de París, Carlos! ¡Sólo necesita dinero!

—Yo creía que para eso sólo se necesitaba voz.

Juan le ofreció un cigarrillo.

—No tomes en serio ese testamento, Carlos. ¿Qué más te da a ti si no ganas ni pierdes? En cambio, ella… ¡Si vieras el miedo que trae la pobre! El testamento le parece absurdo, y más absurdo todavía que la Vieja lo haya puesto todo en tus manos. Claro está que yo le he dicho que eres el hombre más bueno del mundo.

Carlos jugaba con el cigarrillo sin encender. Lo llevó a la boca, lo retiró.

—Eso la habrá tranquilizado, ¿no?

Encendió, por fin. Juan se había puesto en pie y se calzaba los guantes.

—No puedo esperar más, pero volveré a buscarla. A las doce. Iremos al Museo del Prado. No te parecerá mal que la haya invitado, ¿verdad? Iremos los tres.

Se encasquetó el sombrero y envolvió la bufanda al cuello.

—Piensa en lo que te he dicho. Cantar Carmen en la ópera de París debe de ser para ella como para ti heredar la cátedra de Freud.

—No me ha interesado nunca, puedes creerlo.

Subió a su habitación, se tumbó en la cama y se tapó con una manta. El cigarrillo quedó abandonado en el borde de la mesilla de noche: lanzaba al aire una columnita de humo azul, una columnita muy recta que al final se deshacía en volutas. Luego se apagó.

Carlos cerró los ojos. Tenía sueño y se quedó dormido. Le sobresaltaron unos golpes en la puerta: el botones venía a avisarle de que la señorita le esperaba. Miró el reloj: había pasado casi una hora. Se peinó un poco y bajó corriendo. Tuvo que volverse desde la mitad de la escalera, porque había olvidado algo.

Germaine traía puesto un abrigo de piel que todavía olía a tienda y llevaba en la mano el sombrero. Era alta como doña Mariana, casi tanto como él. Quizá de niña hubiera tenido pecas. El pelo rojo le llegaba hasta la espalda, y la nariz se curvaba ligeramente.

Mientras descendía los últimos escalones la contempló. Ella le esperaba arrimada al mostrador del comptoir, de charla con el empleado. Al verle le sonrió.

—Perdóneme. Me había quedado dormido.

—¿Le parece que nos hablemos de tú? Creo que en España es costumbre.

—Gracias.

Carlos recogió el cheque. El empleado atendía especialmente a Germaine. Le explicaba cosas de Madrid. Al marcharse ellos, la despidió muy amable. A Carlos ni mirarle.

—El Banco está muy cerca. No necesitamos taxi.

Tardaron más de un cuarto de hora en cobrar. Cuando tuvo el dinero en las manos se lo entregó a Germaine.

—Quince mil pesetas.

—¡Mucho dinero!

Lo guardó en un bolso chiquito que llevaba.

—Me bastará para comprar ropa. ¡Ya lo creo! Y me sobrará mucho.

—¿Ropa? ¿Para qué?

—No traigo más que lo indispensable.

—No sé qué entenderás por indispensable, pero te advierto que Pueblanueva no es una ciudad ni siquiera un pueblo grande, donde necesites cambiar de traje. Allí lo indispensable es muy poca cosa.

—Creí que mi posición exigiría un equipo completo.

Salieron del Banco.

—¿Quieres que entremos en un café?

Atravesaron la calle. Carlos dudó entre dos cafés vecinos. Eligió al azar. Entraron. Desde un rincón les saludó la voz de Aldán. Estaba con cuatro o cinco, y vociferaban.

Al fondo, en el patio, hallaron un rincón tranquilo.

—¿Qué idea te has formado de Pueblanueva?

—No sé. Papá me habló de ella muchas veces, pero tampoco la recuerda. Estuvo de niño.

—¿Y de tu posición allí?

—Una idea equivocada por lo que veo.

—Tu tía también la tenía equivocada de ti. ¿Por qué le habéis ocultado que estudiabas canto?

Germaine enrojeció.

—Se le ocurrió a papá. Yo no soy responsable.

—Tu padre sabía que ella no lo hubiera permitido.

—Sin embargo, no tenía derecho a estorbarlo.

—Quizá. Pero tengo entendido…

Se sintió repentinamente embarazado. Germaine sonrió.

—No sigas. Hace muchos años que mi padre y yo vivimos a su cuenta. Muy modestamente, ¿sabes? Nunca fue generosa.

—Sospecho que por eso siempre se sintió un poco dueña de ti y que jamás perdonó a tu padre el que te hubiera tenido alejada. Pensaba en ti como su heredera, y en cierto modo es natural que desease hacerte a su imagen y semejanza.

—Nosotros no pensábamos lo mismo. Por eso hubo que engañarla.

—No estoy seguro de que lo hayáis conseguido.

Germaine le miró con inquietud.

—¿Por qué lo dices?

—Las condiciones de su testamento son en realidad precauciones.

—El testamento es un disparate.

—Sí. Es la opinión más generalizada, y yo mismo la comparto. Sin embargo, desde el punto de vista de doña Mariana es razonable. No pensaba como nosotros. No creía que la riqueza estuviese a nuestro servicio, que sirviese para hacer o deshacer nuestro destino. Ni creía tampoco que el destino fuese algo que se podría elegir, aceptar o rechazar, sino algo que nos venía dado, como un deber que tenemos que cumplir. Desde su punto de vista, yo soy un traidor a mi destino, y tú lo eres también. Y no digamos tu padre. Por tu padre no sentía la menor estimación. Le ayudó pensando en ti.

Germaine inclinó la cabeza. Revolvía con la cucharilla un resto de café.

—Creo que debo hablarte sin rodeos —añadió Carlos.

—Mi padre es lo que más quiero en el mundo.

—¿Sabes que tu tía tenía un hijo?

Germaine soltó la cucharilla, levantó la cabeza bruscamente. Miró a Carlos.

—Un hijo natural. Es una historia vieja que ya te contaré, y si no te la cuento te la contarán en Pueblanueva. Ese hijo vive. Está en América, tiene carrera y no creo que ande necesitado de dinero. Hace algunos años, tu tía le dio a elegir entre reconocerlo como hijo de soltera y ser hijo suyo con todas las consecuencias o conservar el nombre postizo que llevaba, la legalidad ficticia. Él prefirió seguir ocultando su condición y por ocultarla mejor marcharse a América. Tu tía no le negó su ayuda, pero desde entonces lo despreció, y no creo que sintiese por él ningún afecto. Es ése a quien deja en su testamento cierta cantidad de dinero.

—Mi tía era un monstruo —dijo Germaine.

—No. Era simplemente de otra manera. Quizá no fuese fácil quererla, pero era inevitable admirarla.

—Prefiero a mi padre. Fue un hombre débil, un fracasado si quieres, pero quiso a mi madre, me quiere a mí, fue para mí padre y madre. No supo hacer nada importante en este mundo, salvo querer, y por la persona a quien quería, primero por mi madre, luego por mí, fue capaz de todos los sacrificios y de todas las humillaciones. Yo sé que cuando nací, cuando murió mi madre, todavía mi padre no recibía un céntimo de doña Mariana. Nunca he logrado averiguar lo que entonces hizo para criarme: si alguna vez se lo pregunté me respondió que lo había olvidado, pero sospecho que fueron años terribles, en los que ejerció los oficios más bajos, quizá incluso degradantes. Y después…

—Sí. Cuando yo estuve en tu casa hace un año le sorprendí guisando…

—Ahora ya no puede hacerlo. Está enfermo, y hemos tenido que coger una sirvienta. En Francia es un lujo. Por eso necesitábamos más dinero.

Desvió la vista. Su mano ahora jugueteaba con los guantes.

—Hemos vivido siempre pobremente. Cuando estábamos apurados recordábamos a la tía Mariana. Entonces papá me contaba que vivía en un palacio y que era una especie de señora feudal. «Quieres que lo dejemos todo y nos vayamos allí?» A veces me sentía tan desanimada, tan sin esperanza, que estaba a punto de decirle: «Vámonos». Y mi padre lo comprendía y para animarme a resistir me recordaba que a tía Mariana no le gustaría que yo cantase ópera. Yo apretaba los dientes y aguantaba, porque la ilusión de mi padre era que yo cantase.

—Entonces tampoco has elegido tu destino, sino el que tu padre te señaló.

—No es lo mismo. A mí me gusta cantar. Sería muy desgraciada si no lo consiguiese, y nada del mundo me bastaría para compensarme.

—Es lo que tu padre te enseñó a amar desde niña. Como a mí. Sólo que yo…

—¿Tú qué eres, Carlos?

—Una especie de médico de aldea.

Al llegar al hotel, Germaine subió a ver a su padre. Juan no había llegado todavía: quedaba en el café y dejó dicho que en seguida iría a buscarles. Carlos se sentó en el vestíbulo. Había un gato negro en un sofá: lo estuvo mirando un rato y de pronto se echó a reír. El gato volvió la cabeza solemnemente, saltó del sofá y marchó calmoso.

—Éste no es doña Mariana.

Juan vino acompañado de un sujeto desaliñado con una cartera y un paraguas. Discutieron en la puerta durante unos minutos: Carlos contemplaba el manoteo convincente, elocuente, de Juan. Por fin, el otro se marchó.

Juan se sentó a su lado. No se quitó el abrigo. Asomaban en el bolsillo unos guantes amarillos. Los sacó y jugueteó con ellos.

—Está una mañana de perros. Va a caer una nevada.

Preguntó por Germaine.

—Vendrá ahora, supongo.

—¿Habéis arreglado algo?

—Hemos hablado simplemente.

—Tienes que considerar que aquí, en España, no tardará mucho en armarse una gorda. Las noticias no son buenas. Ese tipo con el que estaba hablando está muy al tanto de la situación. Lo más probable es que el ejército no acepte un eventual triunfo de las izquierdas. Sería imperdonable que por tu culpa esa chica se viese envuelta en una revolución.

—No seré yo quien la retenga.

—No puede volver a París con las manos vacías.

—Tú sabes, Juan, que está prohibida la exportación de dinero. Estoy seguro de que alguna vez has despotricado contra los burgueses que envían clandestinamente sus capitales a Suiza.

—No es lo mismo. En este caso el contrabando es justo. Germaine no es dueña de fábricas, no trafica con la sangre del proletariado. Es una artista. La estúpida organización de la sociedad le exige dinero si quiere triunfar.

—Pero ¿por qué ha de triunfar? Doña Mariana no la ha nombrado heredera para que pueda cantar en la ópera de París. Eso está bien claro. Es una herencia condicionada: te dejo esto si haces esto otro; si no quieres hacerlo, no hay herencia. Y después de todo las condiciones de doña Mariana son humanas. No le impone la lucha con Cayetano ni nada parecido, sino sólo el respeto a un espíritu representado por ciertas cosas.

Juan clavó la mirada en los ojos de Carlos.

—¿Quieres que sea una fracasada como nosotros?

—No me importa. Es dueña, además, de aceptar o de mandar la herencia a paseo. Pero si la acepta, ¿no es justo que siga la suerte de lo que hereda?

A Juan le dio la risa.

—Sé que no eres cruel ni malo, Carlos. Sé que no tienes mentalidad de propietario. Por eso, lo que dices resulta cómico. Dala impresión de que es otro el que habla.

—Sí. Quizá doña Mariana, o su alma, que haya desalojado a la mía.

Rió también.

—La verdad es que no reconozco esas ideas como mías. Pero eso no quiere decir que las rechace. Y, sin embargo, alguna vez he dicho que eran injustas.

Germaine bajaba la escalera con el abrigo al brazo y el sombrero en la mano. Carlos se levantó. Juan corrió a esperarla.

—Papá no se encuentra bien. Le he mandado quedarse en la cama todo el día.

Les cogió del brazo, les condujo hasta el sofá y se sentó en medio.

—Lo siento. Tendremos que dejar lo del museo para mañana.

Fue tal la cara de pena que puso Juan, que Carlos se prestó a acompañar a don Gonzalo.

—Después de todo, estoy bastante acostumbrado a hacer la tertulia a Churruchaos enfermos. Lo pasaré bien, y él quizá no se aburra conmigo.

Germaine le cogió la mano.

—Eres muy amable, Carlos, pero no puedo permitirlo. La compañía de mi padre es bastante pesada para quien no sea su hija. Os lo agradezco mucho. Aprovecharé para descansar un poco y —volvió la cabeza hacia Carlos y le sonrió— para pensar.

Se despidió hasta la tarde, o quizá hasta la noche.

—Mañana, mi padre estará mejor, y pasaré unas horas con vosotros. Os lo prometo.

La acompañaron hasta el ascensor.

—¿Y ahora? —preguntó Juan.

—Yo, a mi cuarto, y tú, a tus revoluciones.

—¿Por qué no vienes a comer conmigo?

—Porque pasarías el tiempo intentando convencerme de que venda a Cayetano Salgado los bienes de la Vieja y entregue el dinero a Germaine.

—Te juro que no hablaré de eso.

—Entonces, me voy contigo; pero en cuanto menciones a Germaine, te dejo plantado.

—No. ¿Cómo no voy a hablar de Germaine? En realidad, lo que quiero es hablar de ella contigo; pero no es imprescindible mentar la herencia.

—¿Te gusta?

Juan no contestó.

Se fueron a comer a una taberna cerca de la glorieta de Bilbao. Había quince o veinte personas, de distintas cataduras. Juan explicó:

—Aquí no vienen más que albañiles e intelectuales. Los albañiles toman su cocido por cinco reales. A los intelectuales nos cuesta un poco más caro, porque no solemos tomar cocido, pero nunca pasa de tres pesetas.

—¿Y confraternizan?

—¿Quiénes?

—Los albañiles con los intelectuales.

—No.

Se acercó el mozo. Juan encargó dos platos de sopa y dos chuletas de cerdo con patatas.

—Y vino. Trae media botella de la casa.

El mozo cantó el pedido.

—La sociedad española desconfía radicalmente de los intelectuales. Ni siquiera nuestra República de catedráticos y magistrados ha logrado borrar esa desconfianza, sino que más bien la ha aumentado. Y los albañiles, aunque no lo parezca, forman parte de la sociedad española.

Se desabrochó el chaleco. El mozo sirvió el vino. En la mesa vecina, dos obreros discutían de jornales.

—¿Qué clase de mentira tiene que contar un hombre para que los demás confíen en él?

—Quizá si cuenta la verdad…

—En España, no. Tú no nos conoces bien. Los intelectuales somos impopulares porque, cada cual a su modo, decimos o intentamos decir la verdad. Ya a Quevedo lo metieron en la cárcel por eso, como más tarde a Jovellanos. Carecemos del valor moral necesario para hacer cara a la verdad y morir por ella si hace falta.

—¿Incluyes a los anarquistas?

—Esos mueren por la gran mentira de la Nada.

Los dos obreros habían levantado el tono de la voz. Alguien gritó: «Más bajo». Uno de los obreros respondió con un taco. El otro le pidió que callase.

—Nunca te he oído hablar de esa manera —dijo Carlos.

—Es que hoy me siento sincero, tengo necesidad de serlo, y contigo puedo serlo sin riesgo.

El mozo sirvió la sopa. Juan tomó tres o cuatro cucharadas seguidas. Después abandonó la cuchara en el plato y empezó a comer pan.

—Se pasa uno año tras año arreglándose con mentiras diversas, propias o ajenas, da igual, que permiten ir tirando. Pero, de pronto, todo eso se viene abajo, y no porque las analices y las rechaces, sino porque un hecho casual y baladí las deja sin sentido, las deja inservibles.

No movía los brazos, ni hacía pausas estratégicas. Sus dedos, nerviosos, jugaban con lo más próximo: el cubierto, un trozo de pan.

—¿El hecho casual y baladí es la llegada de Germaine?

Antes de responder, Juan miró a Carlos largamente. Carlos bajó los ojos y tomó una cucharada de sopa.

—Sí.

—¿Te has enamorado de ella?

—No. Pero sé que me enamoraría si la viese media docena de veces más. Es una suerte que me haya marchado de Pueblanueva.

Bebió medio vaso de vino y apartó el plato. La pareja de obreros volvía a gritar.

—He estado pensando. Supongamos que me enamoro. Un hombre se enamora de una mujer para vivir con ella, casados o como sea, pero juntos. Y enamorarse, creo yo, es algo más que el deseo de dormir con una mujer; es, supongo, el haber hallado una persona junto a la cual uno puede ser verdadero. Porque buscar una mujer para espectadora de la mentira que has ido inventando es arriesgado: no hay mentira que soporte la convivencia. Pues bien, ¿qué clase de verdad podría yo ofrecer a una mujer como Germaine? He llegado a una conclusión desoladora.

—No más, quizá, que la de cualquier otro. Y los otros se casan, o al menos se enamoran, y cultivan su mentira con arte y perseverancia. A veces, toda una vida. Y se dan casos en que la mujer no la descubre, aunque la mayor parte de las veces la descubra y se resigne.

—Las mentiras de los otros no me sirven de consuelo si ese hecho elemental y humano de querer a una mujer y convivir con ella me está vedado. Soy todo mentira, y lo poco que en mí hay de verdad es tan pobre, tan miserable, que es más desconsolador todavía que seguir mintiendo. Me dan ganas de destruirlo.

El mozo se acercó con las chuletas de cerdo. Dejó los platos en la mesa y señaló la sopa de Juan, apenas tocada.

—¿Retiro esto, don Juan? Casi no la ha probado.

—Sí.

—¿Es que no le gusta?

—Está muy buena, Pepe, no te preocupes. Soy yo quien no tiene ganas.

Carlos cogió con la mano una patata frita y la mordió. El mozo se alejó con los platos de la sopa.

—Comprendo a los suicidas —continuó Juan—. Tienen que experimentar hasta la angustia ese deseo de destruirse, y tienen que experimentarlo como placer y como justicia. Anoche…

Se echó atrás en el asiento, apoyó la espalda en la pared. Los obreros vecinos echaban con el mozo la cuenta del gasto.

—… anoche tardé mucho en irme a casa. Estuve paseando hasta la madrugada solo, a pesar del frío. Al principio, me engañaba a mí mismo, pero no fue más que al principio. Poco a poco se impuso la verdad, y conforme veía claro, sentía nacer dentro de mí otro hombre que me acusaba, que me avergonzaba y me ordenaba matarme. Llegué a tener miedo.

—¿Tú también? —preguntó Carlos; y Juan quedó sorprendido y miró a Carlos con los ojos muy abiertos.

—Conozco ese sentimiento, Juan. Y por el hecho de haberlo analizado muchas veces y de entender su mecanismo, no me he librado de él. Forma parte de mí, espera agazapado en el olvido la ocasión de salir a la luz, de fascinar y aterrar. A veces pienso que toda mi vida presente está dominada, guiada por él. Porque, ¿qué hago, sino destruirme día a día? Tú, sales de ti mismo, encuentras mentiras que te satisfacen, te entregas a ellas y te destruyes ignorando que lo haces; porque, si no lo ignorases, no te vendrían las ganas de destruirte al hallarte ante su propia verdad. Es la diferencia entre nosotros. Tú, en un momento de sinceridad, sientes deseos de suicidarte. Yo veo claro hace mucho tiempo. Quizá también gracias a una mujer que no nos tolera las mentiras.

Juan dejó el cuchillo en la mesa.

—¿Que no nos tolera…? ¿A nosotros?

—Clara, tu hermana. Es la criatura más desgarradamente verdadera que he hallado en mi vida, es como un ácido que corroe la mentira. Con ella no valen subterfugios. Vive tan a lo vivo su dolorosa verdad, que, a su lado, la mentira ajena no subsiste.

Juan requirió el cuchillo, partió un trozo de chuleta y empezó a mascarlo. Miró a Carlos un par de veces y sonrió.

—Creí que ibas a referirte a la Vieja.

—A la Vieja era posible engañarla, porque también en ella había algo de mentira. Pero a Clara, no. Has pasado a su lado veinticinco años sin sospechar que era la única persona a quien no engañabas.

Juan inclinó la cabeza. Cortaba trocitos menudos de chuleta y los comía en silencio. Carlos prefería las patatas. Las había acabado, y la chuleta permanecía entera, solitaria, a un lado del plato.

Juan mandó traer más vino.

—¿Estás enamorado de Clara?

—Yo estoy más cansado que tú, Juan, y pienso que el amor es paz. Con Clara no la hallaría nunca. Porque, para mí, la paz no consiste en la verdad, sino en una mentira convincente y confortable. No me siento capaz del menor heroísmo, ni siquiera del heroísmo intelectual de saber cómo soy. El problema consiste en hallar el modo de retardar la destrucción, incluso de olvidarte que te destruyes, y poner toda tu fe en algo estúpido y satisfactorio, la ciencia o el éxito profesional. Pero eso, con Clara, sería imposible.

El mozo trajo otra media botella de vino. Juan llenó los vasos.

—De acuerdo en lo de la mentira confortable. A veces pienso que los hombres no estamos hechos para soportar la verdad, porque la verdad debe resultar insoportable a todo el mundo, como a mí la mía. Lo que sucede es que hay quien encuentra su mentira y sigue con ella toda la vida, y quien tiene menos suerte, como yo, y sabe que sus mentiras son poco duraderas. Por ejemplo, ahora tengo dinero. He despojado a Clara de su casa, porque legalmente era suya, y ni Inés ni yo teníamos derecho alguno sobre ella. Por primera vez en mi vida dispongo de unos miles de pesetas. Quizá no seas capaz de imaginar las humillaciones, los sufrimientos, el dolor que me ha causado la pobreza. En Pueblanueva, ¿lo recuerdas?, lo disfrazaba de austeridad. He pegado a Clara porque vendía el maíz para comprarse medias, cuando ella era la verdadera propietaria del maíz. He levantado una bandera contra Cayetano… ¿Sé acaso verdaderamente por qué? ¿No habrá sido porque él era rico y yo no? ¿No habré disfrazado de afán justiciero lo que era sólo envidia? Porque hoy, que tengo dinero, no recuerdo a Cayetano. El dinero es una realidad, sirve para comprar cosas; pero sirve también para que, de pronto, puedas hacerte el rico y desquitarte de las humillaciones y de la pobreza. Deja de ser una realidad, se transforma en mis manos en mentira, porque lo que compro con él no es real: es una ilusión de la que estaba necesitado, que no engaña a nadie más a que a mí mismo. Una ilusión a plazo fijo. Gasto mil pesetas cada mes, ya ves con qué poco me siento rico; me quedan ahora seis mil. El día treinta de junio de mil novecientos treinta y seis sacudiré mis bolsillos vacíos y diré adiós…

Se interrumpió y cerró fuertemente los puños…

—¿A qué diré adiós, Carlos? Quizá…

Extendió las palmas, las alzó a medias y sonrió.

—No sé. Quizá entonces haya algún general rebelde que matar y yo me preste voluntario.

—¿Deseas verdaderamente matar a un general rebelde, Juan?

—No.

—Entonces, también esa hazaña será mentira.

—Sí. Lo será. Pero después me matarán a mí, y tengo la esperanza de que mi muerte no sea una mentira.

Carlos empezó a liar un cigarrillo. Calmosamente. Buscó las cerillas, encendió una. Con ella en la mano, con el cigarrillo en la boca, dijo:

—¿Quién sabe? Yo me siento capaz de falsificar mi propia muerte.

Don Gonzalo Sarmiento dormitaba en un sillón, envuelto en una manta hasta la cintura, con una gorra de visera puesta y unos guantes de croché. Cabeceaba y respiraba fuerte. El aire, al entrar en los pulmones, hacía un ruido agudo, como un silbido, y, al salir, sacaba a la garganta ronquidos suaves. Tosía a veces, se despertaba con la tos, veía a Germaine sentada cerca de él, junto al hueco de la ventana, y volvía a dormir. Germaine leía unos papeles. De vez en cuando, levantaba la vista, contemplaba a su padre y volvía a leer. O acudía a arreglar la manta, que resbalaba y dejaba descubiertas las rodillas del viejo.

Terminó la lectura, dobló los papeles y los guardó en su bolso. Había oscurecido y, lejos de la ventana, la habitación estaba en penumbra. Se acercó a los cristales y miró hacia la calle. Llovía aguanieve; pasaba la gente apresurada, con paraguas, o con el cuello del abrigo levantado y la cabeza inclinada contra la ventisca. Empujada por rachas intermitentes, la lluvia golpeaba los cristales y se escurría en hilillos delgados, temblorosos.

Fue hasta la mesilla de noche, descolgó el teléfono y pidió una merienda de té. Después, encendió la luz. La claridad despertó a don Gonzalo.

—¿Qué hora es? ¿Es muy tarde?

—Las seis. He pedido la merienda.

—Sí, claro. Las seis. ¿Has pedido el té?

—Sí.

—¿Te habrán entendido bien?

—Supongo que sí.

Don Gonzalo intentó incorporarse. Germaine acudió en su ayuda.

—Te lo digo porque aquí, en España, no hay costumbre de tomar té. A la tarde se toma chocolate, ¿sabes? Alguna vez te lo habré dicho. Y les sorprenderá que alguien pida té.

Se había puesto en pie y buscaba algo con la mirada.

—No, papá. Estamos en un hotel, y sabrán que los extranjeros no toman chocolate. ¿Buscas algo?

—Sí. Buscaba… No sé. Lo he olvidado. Yo hubiera insistido, sin embargo: un té como los ingleses. Ya sé lo que buscaba…

Se dirigió, renqueando, a la puerta del cuarto de baño. Germaine corrió a abrírsela y la cerró tras él. Después, arrimó al sillón una mesilla y trajo una silla ligera, en que se sentó. Tuvo que levantarse en seguida porque llamaron a la puerta. Una doncella traía la bandeja de la merienda.

—Póngala ahí, en la mesa.

—¿Está todo bien?

Germaine inspeccionó la bandeja. Había pan tostado, galletas, mermelada y mantequilla.

—Sí, gracias.

Se fue la doncella. Germaine sirvió el té y preparó unas tostadas. Don Gonzalo reapareció. No hizo comentario alguno. Comió y bebió lo que Germaine le ofrecía.

—Estuve releyendo el testamento.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué?

—Sería oportuno que lo viese un abogado. Tiene que haber una solución o una fórmula. Don Gonzalo, con la taza del té en la mano, levantó hacia ella los ojillos azules, velados.

—Un abogado, claro. Sí. ¿Y después?

Germaine mordía una galleta. Miró a su padre con ternura.

—Un abogado nos dirá si se puede hacer algo. Tiene que ser un abogado de aquí, de Madrid, y habría que consultarlo sin que Carlos lo supiera.

—¿Por qué?

—¡Oh, papá, está bien claro! Carlos es nuestro enemigo.

Don Gonzalo alargó el brazo hasta la mesa y dejó la taza en ella.

—Carlos parece un buen muchacho. Es un Churruchao de cuerpo entero, ¿eh? Como el otro. Se interrumpió.

—¿El otro? ¿Cómo se llama el otro?

—Aldán. Juan Aldán.

—Sí, Aldán. Su padre era conde. También tiene muy buena facha, facha de Churruchao. ¿Te das cuenta? Tú no me creías cuando te contaba que somos una raza, una verdadera raza. Desde hace cinco siglos, todos los Churruchaos son como nosotros. Tu tía también era así.

Germaine se levantó.

—Papá, no pierdas de vista que hemos venido a cobrar una herencia. Vamos a ser ricos. Yo podré cantar en la ópera cuando quiera. Tendremos todo lo que hemos soñado. Pero, para eso hay que anular el testamento.

Don Gonzalo alzó una mano y la dejó en el aire.

—Sí, sí. Tenemos que vivir como nos corresponde. Te lo he dicho siempre. Tú también eres Churruchao, no hay más que verte. Desde los doce años se vio… Antes eras menuda; pero, a los doce años, empezaste a estirar. La concierge me lo decía siempre: «Monsieur, la niña va a ser alta, como usted». Todavía éramos pobres, pero ahora se acabó la pobreza. La casa de mi prima es un verdadero palacio, también te lo dije. Su padre era muy rico. Vamos a vivir muy bien allí.

Germaine se acercó, se sentó en el brazo del sillón y acarició a don Gonzalo.

—No, papá. No vamos a vivir allí. Es lo que hay que evitar, ¿no comprendes? Tendremos una casa en un lugar cálido y de mucho sol, con una terraza para ti. Pero no será un palacio, ¿no te acuerdas ya? Nosotros soñábamos con una casa pequeña, muy bonita, la casa de una cantante, adonde yo me retire a descansar después de las tournées, y donde tú esperarás.

Cogió las manos de su padre y le miró a los ojos.

—Escúchame, papá. Aldán me parece una buena persona. Me mira con simpatía. Voy a pedirle que me lleve, en secreto, junto a un buen abogado que estudie el testamento. En secreto. Que Carlos no lo sepa. Estoy segura de que Juan lo hará. Tengo dinero para pagar, me lo dio Carlos.

Don Gonzalo se había acostado y empezaba a dormirse. Juan, al pie de la cama, consultaba la guía de teléfonos.

—Es un gran abogado. Mi padre fue su amigo y espero que no lo habrá olvidado. Aunque, al final, mi padre dejó de ser monárquico…

Descolgó el teléfono y pidió comunicación. Germaine se había acercado a él. Juan preguntó por un señor, y dio su nombre. Añadió en seguida: «Soy el hijo del conde de Bañobre. El señor recordará…». Esperó. Germaine le sonreía, y él deseó por un momento que el teléfono no respondiese y que ella siguiera sonriendo. Se oyó un ruido al otro lado del teléfono, y una voz dijo: «¿El señor Aldán?». Germaine dejó de sonreír.

—Sí, sí, soy yo, Juan Aldán, hijo de don Remigio. ¿Lo recuerda? ¿Cómo está usted? Quería verle para una consulta jurídica, un testamento.

Germaine oía una voz remota, metálica, a la que Juan respondía con movimientos de cabeza y con «sí, sí, sí» espaciados; alguna vez, un «sí, señor» respetuoso y un «gracias» casi conmovido. Miraba a Germaine con cierta petulancia, como si sólo él pudiera haber logrado la entrevista.

—Sí. Estaremos en punto —colgó el teléfono—. Mañana, a las cuatro, en su despacho. No será difícil despistar a Carlos.

Germaine adelantó la mano y la dejó caer sobre la mano de Juan.

—Eres un ángel. Ahora debiera pedirte que me llevases a alguna parte, al teatro o a cualquier otro sitio, pero estoy muy cansada. Perdóname.

Retiró la mano dulcemente. Juan dijo que no importaba y que también él tenía sueño.

El famoso abogado del Ilustre Colegio de Madrid leía la copia del testamento bajo la luz de una lámpara que imitaba un velón antiguo. Mientras leía, su mano acariciaba el marco de plata de una fotografía, con dedicatoria, del rey destronado. Leía a media voz y sin marcar las palabras, como un rezo habitual. La mesa, enorme, de roble o de castaño, estaba cubierta de papeles, de códigos, de objetos para escritorio en bronce y plata: una escribanía, una estatuilla de don Quijote, plegaderas, lapiceros, plumas estilográficas. El famoso abogado tenía una barba blanca y bien recortada, una barba de diputado a Cortes del Antiguo Régimen, y vestía de oscuro. Germaine, anhelante, seguía con la mirada sus gestos, el moverse de los ojos tras los cristales de las gafas, los síes y los noes de su cabeza. Aldán, sentado, en segundo término, examinaba las patas torneadas de la mesa, torneadas y figuradas, con cabezas de guerreros y de hipogrifos, que se repetían en las cornisas de los sillones, en el bargueño, en los armarios de libros… Un damasco rojo tapizaba las paredes. Los pies se hundían en una alfombra también roja, gruesa, suntuosa. Todo era macizo, costoso, abundante.

El famoso abogado levantó la cabeza.

—¿Y era muy rica esta señora?

Germaine dijo: «Sí», y trasladó la pregunta a Juan con una mirada. Juan explicó:

—Un capital antiguo, pero muy sano. No puedo decirle lo que valdrán las acciones de Astilleros Salgado; pero los barcos de pesca pueden calcularse en medio millón de pesetas, por lo bajo. Luego, algunas fincas urbanas, muchas tierras y casas de labor, y el palacio. El palacio tiene que valer mucho, quizá otro medio millón sin contar lo que tiene dentro, que es muy bueno, en muebles antiguos, plata, cuadros… ¿Me entiende? Y dinero en metálico que habrá en el Banco.

El famoso abogado dobló la copia y se la alargó a Germaine. Después, se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa.

—No he visto en mi vida disparate mayor ni más sólidamente fundamentado. Es un prodigio de redacción jurídica. No hay abogado en el mundo que pueda conseguir su anulación.

Recogió las gafas y empezó a limpiarlas con el pañuelo.

—Pero esta doña Mariana estaba loca, a no ser que…

Miró fijamente a Germaine, con ojos como puntas encendidas.

—¿Usted está soltera?

—Sí.

—Pues juraría que lo que esa señora pretendió con este testamento fue poner las cosas de tal manera que usted y ese señor Deza acaben por casarse.

—Pero ¡eso es absurdo! —gritó Germaine.

El abogado le sonrió.

—Lo es el testamento, a primera vista; pero, si admitimos esa hipótesis, deja de serlo. Es lo que se me ocurre.

Germaine había inclinado la cabeza y miraba atentamente a los guantes y al bolso. El abogado se levantó y se colocó ante la mesa: la chaqueta, desabrochada, dejaba paso a un vientre grande, ornado de blanco chaleco.

—¿Y no hay remedio? —preguntó Germaine.

—Si lo que usted pretende es que le sea entregada la totalidad de la herencia sin limitación ni condición alguna, tendrá que conseguirlo del señor Deza. Él puede hacer y deshacer sin la menor responsabilidad. No hay un tercero que pueda reclamar.

—¿Y el codicilo?

El abogado se rascó la cabeza.

—Dada la mentalidad caprichosa de la testadora, ¿qué sabe uno lo que habrá ahí? Lo mismo puede declararla a usted heredera universal, que sería lo lógico, ya que no hay otro pariente próximo, que legar sus bienes a un convento.

—Eso, no —interrumpió Juan—. Doña Mariana no era partidaria de los curas.

—Aun así… Mi consejo es que convenza usted al señor Deza, y sólo en último extremo exija la apertura del codicilo. Pero sólo en último extremo… Y, desde luego, nada de pleitos. Los tiene usted perdidos de antemano.

El famoso abogado del Ilustre Colegio de Madrid deseó mucha suerte a Germaine y le cobró doscientas cincuenta pesetas por la consulta, en atención a su amistad con el fallecido conde de Bañobre, «aquel mala cabeza».

—Porque usted, querido Aldán, no será republicano, ¿verdad? No habrá cometido el error de su padre.

—No. No soy republicano.

Les acompañó hasta la puerta, pidió para ellos el ascensor. Al darles la mano, guardó en el bolsillo del chaleco las pesetas.

—Ya lo sabe, señorita. Todo depende de que sepa usted pedir y convencer. Salvo si ese señor Deza es un guapo mozo y prefiere usted casarse…

No dijeron palabra hasta llegar al portal. Aldán, entonces, propuso meterse en un café, porque llovía y era todavía temprano. Pero el despacho del abogado estaba en la calle de Serrano, y Juan desconocía aquellos barrios. Se metieron en un taxi y regresaron al centro. Germaine seguía silenciosa, llevaba las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza baja y la mirada absorta. En la penumbra del taxi, Juan la contemplaba con embeleso, pero Germaine parecía ajena a la admiración de Juan.

—Será mejor que sigamos hasta la Gran Vía. En los cafés de Alcalá podemos encontrar a Carlos.

La llevó a un bar silencioso, en una calle lateral. Las mesas eran bajas, y los sillones, cómodos. Había poca gente, se hablaba susurrando y, en alguna parte, sonaba una música tenue. Hacía calor. Germaine se quitó el abrigo, hizo unas inhalaciones y pidió café. Juan le preguntó si se inhalaba por miedo a los catarros; Germaine le respondió que un catarro había dejado sin voz a su madre.

—Estoy muy preocupada. Temo que Carlos no se avenga a un arreglo. ¡Y si es cierto que quiere casarse conmigo…!

Juan la miraba a hurtadillas, estudiaba los gestos de su cara, los movimientos de sus manos.

—No lo creo de Carlos. Además…

Se inclinó hacia ella y bajó mucho la voz:

—Cuento con tu discreción, ¿eh? Carlos tiene un compromiso serio. Desde que llegó a Pueblanueva entró en relaciones íntimas con una mujer del pueblo. Un asunto penoso, pero de los que atan. Cuento con tu discreción…

Germaine volvió la cabeza bruscamente.

—¿Es rico Carlos?

—No. Tiene una casa buena, pero muy descuidada, y algunas tierras. No le dan para vivir.

—Y mi tía, ¿sabía lo de esa mujer?

Juan vaciló.

—No sé. No lo creo. Tu tía era muy mirada con esas cosas. De saberlo, no hubiera confiado en Carlos.

Germaine le cogió una mano y se la apretó fuertemente.

—Estoy perpleja, Juan. No sé qué hacer. ¿Piensas que Carlos me exigirá que viva cinco años en Pueblanueva? ¿Será posible que no comprenda el daño que eso me haría, o, si lo comprende, que me lo haga a sabiendas?

Llevó hasta el pecho la mano de Juan, y Juan tembloroso, tardó en responder unos segundos.

—Creo que debes exigir y no ceder. Claro que si se conocieran los verdaderos propósitos de Carlos… Sin embargo…

Titubeó. Germaine apartó, sin soltarla, la mano de su pecho.

—… sin embargo, siempre queda, en último término, una transacción. Que te entregue el dinero. Tiene que ser mucho.

—Lo quiero todo, no sólo el dinero. La casa, los muebles, las tierras. Llevarme lo que pueda, y lo que no, venderlo.

Lo dijo con pasión, con decisión, y, al decirlo, soltó la mano de Juan. Él la dejó un momento reposar en el regazo de Germaine; después, la retiró poco a poco.

—Lo necesito todo. Y no quiero, entiéndelo bien, dejar nada detrás de mí. No quiero volver a España, ni saber que en España hay algo mío, abandonado…

—Claro. Te sentirás francesa.

—Tampoco. No lo he sido nunca, y Francia no me hizo feliz, ni tampoco a papá. Quiero irme a Italia con él, comprar una casa en una tierra de sol en que papá pueda esperar tranquilamente la muerte —apretó los labios y miró a Juan con firmeza—. Ha hecho tanto por mí, que es lo menos que puedo hacer por él. Esto me importa casi más que mi triunfo; pero, para conseguirlo, hace falta mucho dinero —abría los ojos, grandes y claros, y Juan se sentía envuelto en la mirada, acariciado por ella.

—Sí. Es penoso reconocerlo, pero vivimos en un orden injusto, en que el talento, sin dinero, no puede abrirse camino.

—¡Oh, yo me abriría camino de todas maneras! Lo mismo que he luchado hasta ahora, podría seguir luchando, y estoy segura de triunfar al final. Pero es por papá. Papá merece la felicidad y el descanso. Bueno, reconozco que, además, el dinero facilitará mi triunfo.

Sonrió y se le alegraron los ojos. Juan deploró la alegría, porque los ojos de Germaine dejaron de mirarle.

—Lo de Italia es el sueño de mi padre. Desde siempre. Si mi madre no hubiera muerto…

Se entristeció y su tristeza súbita se reflejó en el rostro de Juan, también súbitamente triste.

—Papá es muy viejo, no puede durar. Tengo miedo que muera sin haber sido feliz, ¿comprendes? Por eso tengo prisa, prisa de días. Personalmente, el dinero no me importa. Muerto papá, volvería a ser pobre sin pena, porque estoy segura de que algún día dejaré de serlo.

Juan hizo un esfuerzo para preguntarle:

—Y cuando tu padre muera, ¿qué piensas hacer? Porque una cantante no puede andar por el mundo sin un hombre. No quiero decir precisamente un marido, sino un secretario, alguien de confianza. Una persona noble y devota…

Los ojos de Germaine volvieron a abrirse mucho y los de Juan parpadearon y medio se cerraron.

—¿Quieres decir alguien como tú?

—No me señalaba a mí especialmente. ¿Cómo iba atreverme?

Germaine volvió a cogerle la mano.

—¿Y por qué no, Juan? Tú eres bueno. Pero no puedes renunciar a tu carrera por seguir la mía. Sería injusto.

Él rió con una risita amarga.

—¿Mi carrera? ¿Sabes lo que es en España la carrera de un intelectual? Dolor, fracaso, amargura y pobreza. Todo lo más, la gloria póstuma. España no es Francia.

—Pero no debes desanimarte. No puedes renunciar. ¿Piensas que tus dificultades son mayores que las mías? ¡Si yo te contara…!

Apretó con fuerza la mano de Juan y la soltó.

—Eres muy bueno. Te deseo la mejor suerte, pero, por si no la tienes, me acordaré de ti cuando necesite alguien a mi lado. Lo haría con alegría y confianza, porque eres el primer hombre que se ha portado conmigo noblemente.

—Esperemos que Carlos tampoco se porte mal… Por cierto…

Juan miró el reloj.

—Nos estará esperando.

—Y no podemos llegar juntos.

A Germaine le dio la risa. «Lo estamos engañando», dijo.

Juan se levantó y sacó dinero del bolsillo.

—Te estoy defendiendo de él, y en la defensa todos los engaños son legítimos —ayudó a Germaine a ponerse el abrigo—. Cogeré un taxi para llegar antes; tú entretente un poco, compra algo si te apetece, retrásate un cuarto de hora. ¿Llevas dinero?

—¡Oh, claro! Carlos me ha dado…

Salieron. Seguía lloviendo y la gente pasaba muy de prisa. Germaine abrió el paraguas. Juan la cogió del brazo y fueron hasta la Gran Vía.

—Escúchame. Probablemente, no tendremos ocasión de hablar solos otra vez. Quiero explicarte algo… Tengo dos hermanas: una vive aquí conmigo; la otra está en Pueblanueva. La conocerás y te extrañará seguramente que sea mi hermana. No es mala chica, pero por razones largas de contar recibió una educación distinta a la nuestra. Perdónale su brusquedad. En cuanto a la otra, a Inés, no he podido presentártela ahora, pero la conocerás cuando regreses. Te gustará. Es una mujer de carácter, de mucho carácter y muy bonita. Hasta verte a ti me parecía la mujer más perfecta que había conocido. Va a casarse pronto con un profesor de literatura y se marcharán al extranjero. Quiero que seáis amigas.

Un hombre con un paraguas tropezó con ellos, se disculpó.

—Tendrás, seguramente, dificultades para llevar a Francia tu dinero. Creo, sin embargo, que podré arreglártelo. Guarda esta tarjeta con mi dirección y escríbeme cuando vayas a regresar, o si las cosas te van mal. No tengas embarazo en hacerlo, porque, si hace falta, iré a Pueblanueva y convenceré a Carlos.

Ella mantenía el brazo cogido y le daba las gracias con la mirada.

—En el fondo, Carlos es un hombre sin voluntad, incapaz de hacer frente a una persona cargada de razón. Y en relación conmigo…, ¿qué quieres que te diga?

—¿Tú crees que si le dijeras…?

—Sí, pero no debo hacerlo sino en última instancia. Somos amigos y quizá eso me obligue, si se pone terco, a romper la amistad.

Se soltó de Germaine.

—Cojo este taxi. Ya sabes. Dentro de un cuarto de hora.

El taxi se detuvo en el bordillo. Germaine le tendía la mano y Juan la estrechó fuertemente. Al arrancar, Germaine alzó el brazo y le envió una sonrisa agradecida y cómplice. El taxi arrancó y Juan cerró los ojos y permaneció con ellos cerrados mientras el taxi daba tumbos. Hasta que se detuvo. Mientras pagaba pareció contemplar algo lejano o ausente.

—La vuelta, señor.

—Quédesela.

Halló a Carlos sentado en el vestíbulo, con un montón de libros que iba abriendo y hojeando. Carlos explicó que había pasado la mañana de librerías y que los había comprado.

—Me estoy quedando un poco atrás en mi ciencia. No hace más que un año y ya ves: todo nuevo y desconocido. ¡Y muchos otros que no he podido comprar!

Los empaquetó y mandó al botones que los dejara en su cuarto.

—Germaine ha salido esta mañana y no ha vuelto aún.

—No se habrá perdido.

—Sería ridículo pensarlo. Más bien andará de compras. Como nos vamos esta tarde…

Juan se sentó a su lado y empezó a fumar.

—Siento que os vayáis. Me había acostumbrado otra vez a tu compañía.

—¿No será más bien Germaine la que…?

Juan hizo un movimiento que Carlos le desconocía, que supuso parte de sus nuevas adquisiciones mímicas: se encogió un poco de hombros, levantó un poco los brazos, abrió un poco las manos y, para rematarlo, castañeó los dedos.

—También. ¿Por qué no? Es una de esas personas de las que a uno le gustaría ser amigo, pero cuya marcha se desea por elemental precaución. Ya te dije…

—Sí.

—Sin embargo, ¿qué quieres?; me tiene un poco conmovido, sobre todo por la devoción que siente por su padre. No quiere nada para ella. Su padre es la última referencia de todas sus ambiciones. Me da la impresión de que le sacrifica su juventud, y eso, aunque en el fondo sea monstruoso, resulta siempre conmovedor.

Carlos le miró sorprendido.

—Sí. Y no es raro.

—¿No es raro?

—Al menos, entre nosotros. Yo hubiera acompañado a la Vieja años y años, y tu hermana Clara, ahí la tienes: atada a Pueblanueva a causa de tu madre. Germaine al menos, sabe que su padre lo agradece. Pero Clara…

Golpeó la rodilla de Aldán.

—Perdona si me he referido a algo que te duele, pero pienso que también Clara tiene su mérito y que lo que a ella le pasa es igualmente injusto y conmovedor.

Por la cristalera vieron a Germaine, de espaldas a ellos, hablando con el empleado del comptoir. Juan corrió hacia ella. Carlos se levantó con calma y esperó.