VI
La iglesia del monasterio estaba vacía y oscura. Germaine entró y sintió un escalofrío. Se arrimó a una pilastra y trazó una cruz vaga, desde la frente al pecho. Miró alrededor, en las sombras, y hacia arriba, hacia las bóvedas de piedra ennegrecida. Un ave oscura volaba en el espacio húmedo, buscaba una salida. Germaine no pasó adelante, ni se arrodilló: corrió a la puerta. Al salir, la sacudió el viento.
—¿Ya rezó? —le preguntó la Rucha desde el coche.
—Sí.
—Si quiere que la acompañe…
La Rucha sacaba la cabeza por la ventanilla y gritaba contra el remolino. El conductor había encendido un cigarrillo y leía el periódico.
Germaine vio un llamador en la puerta, y golpeó; vio la cadena de una campanilla, y tiró. Arreciaba el viento y se cobijó como pudo. El lego tardó unos minutos: le precedió un ruido de llaves. Asomó por un resquicio la jeta, coronada de pelos encrespados.
—¿Qué quería? Ave María Purísima.
Germaine tartamudeó:
—Ver al padre Eugenio Quiroga.
El lego abrió un poquito más la puerta.
—No sé si va a poder ser. Ahora trabaja.
—Diga que soy… —vaciló— su sobrina.
—¿Su sobrina? —el lego levantó las cejas—. Se lo diré. Su sobrina.
Iba a cerrar el postigo. Germaine adelantó el brazo y apoyó la mano en el picaporte.
—¿No podía esperar ahí dentro? Aquí hace frío.
—Sí, pero no pase del zaguán. Es clausura.
Franqueó la puerta, dejó pasar a Germaine y cerró con golpe seco. El picaporte no encajó: quedó una rendija abierta.
—Ahora que, frío, también lo tendrá aquí.
Era un fraile tosco, colorado, regordete. Andaba pesadamente, como reumático. Sonrió a Germaine con sonrisa casi animal y marchó por la puerta del fondo. Con él se alejó el ruido de las llaves, como de campanas menudas.
Germaine miró las paredes sucias, el techo de vigas oscuras, el suelo de baldosas. No había más que mirar. Tembló otra vez, cerró los ojos. La Rucha había entrado en conversación con el chófer: movía las manos y la cabeza, y reía. El postigo, empujado por el viento, se abrió hasta batir en la pared; Germaine volvió a cerrarlo y se apoyó contra él. Así cerrado, el zaguán quedó en penumbra. Se oía el viento silbar en los claustros y ruidos remotos de cosas golpeadas, todo envuelto en el rumor poderoso de la mar: Germaine se sentía metida en algo enorme y sonoro, como si el mundo, de pronto, se hubiera desmesurado y en su hueco entrasen sonidos salvajes.
Crujió la puerta del fondo y entró el padre Eugenio.
—¿Germaine?
—Estoy aquí, padre.
La vio, acurrucada, encogida, dando diente con diente, y corrió hacia ella.
—¿Cómo has venido a este ventisquero? ¡Debiste mandarme recado, criatura! Hubiera ido a tu casa.
Volvió la cabeza a un lado y a otro.
—No sé dónde meterte. Ahí hay una sala, pero estará más fría que esto.
—No importa. Aquí mismo…
—¿Cómo voy a recibirte en el portal?
—Son sólo unos minutos.
El padre Eugenio dejó caer los brazos.
—Aquí o en otro sitio moriremos de frío. Pero ahí dentro, al menos, nos sentaremos.
Abrió la puerta del recibidor y empujó a Germaine suavemente. Un olor fuerte de humedad invadía aquel espacio penumbroso, tristón, y el viento de las rendijas sacudía una cortina de encaje sucio que cubría el hueco de la ventana. El padre Eugenio retiró la cortina y aseguró la falleba.
—Siéntate. No sé lo que es peor.
Se sentó también, muy cerca de ella, y sonrió cariñosamente.
—Bueno. Dime qué te sucede.
Ella vaciló.
—Ayer estuvo a visitarme el cura con unas señoras y me dijeron algo de las pinturas de la iglesia. Quiero que usted me aconseje lo que debo responderles.
—¿Qué es lo que te dijeron?
Germaine contó. El padre Eugenio la escuchaba sin dejar de sonreír. Al terminar el cuento, Germaine dijo:
—Me advirtió que volvería a hablarme de lo mismo, él solo.
—Cuando vuelva, le respondes que no entiendes de eso, y que hable conmigo. O con Carlos. ¿Se lo has contado ya?
—No.
—Debiste hacerlo.
—No lo veo desde ayer. No cenó en casa.
Levantó los ojos, parpadeó, y los bajó en seguida.
—Ayer hemos reñido, no nos entendemos.
Llevó las manos al rostro y sollozó.
—¡No he debido venir a Pueblanueva! ¡Yo ya sabía…!
Las manos del padre Eugenio titubeaban. Se acercaron a los brazos, a las manos de Germaine, pero sin detenerse, sin agarrar. Germaine gimoteó, y el padre Eugenio la escuchaba en silencio, embarazado, compungido. Por segunda vez sus manos intentaron hablar y quedaron a medio camino. Germaine sacó del bolso un pañuelito y se limpió los ojos y las mejillas.
—Está empeñado en que me quede y me odia porque no quiero quedarme.
—¡No pienses eso! Carlos es incapaz de odiar. Quería mucho a tu tía, eso es todo, y se cree en la obligación de que se cumpla su voluntad.
—Pero usted me comprende, ¿verdad? No puedo ni debo hacerlo. ¿Cómo voy a renunciar a mi carrera por la voluntad de una muerta? ¡Es injusto, padre!
La mano diestra del padre Eugenio se detuvo, por fin, en el brazo de Germaine: apenas rozarlo, la retiró.
—Claro. Claro. ¿Cómo vas a quedarte? Encontraremos un arreglo en que las dos partes estéis conformes. Porque los dos tenéis razón, pero no podéis entenderos porque os desconocéis; porque, desde el primer momento, habéis sido hostiles. Cuando pase algún tiempo, y cada uno vaya comprendiendo las virtudes y las razones del otro, ¿quién duda de que los sentimientos de ahora pueden cambiar, pueden cambiar en absoluto?
Germaine se levantó: rápida, brusca. E inmediatamente refrenó el impulso y volvió a sentarse. El padre Eugenio se había asustado: la miraba con ojos muy abiertos, con la mano en el aire.
—¿Sucede algo?
Ella respiró fuerte.
—No, nada. Pero… ¿quiere también insinuar con eso que Carlos y yo podremos casarnos? ¿Es a ese arreglo al que usted se refiere?
El padre Eugenio no le respondió. Bajó la vista. Abrió los brazos, con las palmas extendidas, y los cruzó luego sobre el regazo.
—Comprendo que esa solución no te gusta.
—¿Cómo va a gustarme? —Germaine se levantó y quedó de pie sobre la raída alfombra: los brazos rígidos, enérgicos—. Usted que conoce el mundo, ¿ha podido pensar alguna vez que Carlos llegue a ser mi marido? Porque usted no es como la gente de este pueblo, ni como Clara Aldán, ni siquiera como mi tía. Usted sabe que yo no puedo ir por el mundo con un hombre como Carlos —rió—. Necesito un marido mínimamente presentable.
—¿Encuentras que Carlos no lo es?
Había cambiado el tono de voz de fray Eugenio: parecía sorprendido e incluso molesto. Germaine recogió los brazos y habló en tono más dulce:
—Bueno. Usted es su amigo y lo aprecia, y quizá en tantos años haya olvidado también la clase de hombre que necesita una cantante como marido.
Volvió a sentarse y se acercó al padre Eugenio.
—Es curioso. Ayer he hablado de eso mismo con Clara. He tenido que decirle que su hermano me serviría mejor que Carlos. Juan, al menos, sabe vestirse y es un hombre culto y educado.
El fraile se echó a reír.
—«Y Carlos, ¿no?». —La risa era franca, incluso alegre.
—¿Por qué se ríe, padre?
—Porque si todas las dificultades nacen de ese equívoco, el asunto está resuelto —se levantó y dio unos pasos largos, mientras soplaba los dedos entumecidos—. ¿Cómo podré decirte que estás en un error?
—No lo estoy, padre. Lo menos a que tengo derecho es a que se me comprenda como artista. Me comprendió Aldán y se puso de mi parte desde el primer momento; hasta el pueblo que llenaba la iglesia el otro día, y las señoras que estuvieron ayer en mi casa, y no digamos el padre prior y usted, me comprendieron. Sólo Carlos se muestra insensible. Canté para él el día de mi llegada, para él solo. Lo hice adrede, a la primera insinuación, sin hacerme rogar, porque sé que el canto convence más que las razones. Pero fue inútil. El canto resbaló sobre la piel de Carlos como sobre la piel de un elefante.
El fraile seguía sonriendo. Restregó las manos y las escondió en las bocamangas.
—Aquella tarde de tu llegada estuvo a verme en la iglesia. Yo había terminado mis pinturas. Me habló de ti y de tu canto. ¡Cómo me gustaría recordar ahora sus palabras exactas! Te halagaría conocerlas.
—Serán, más o menos, las que me dijo a mí, o parecidas: palabras elementales de cortesía: «¡Qué bonito! ¡Qué bien canta usted!». Lo que puede decir un ignorante.
—Carlos no lo es.
—Admito que pueda ser un sabio en su profesión, pero no sabe una palabra de música. Carece, además, de sensibilidad. Toqué para él, al piano, un vals de Chopin. A Chopin le entiende todo el mundo, Chopin llega a todos los corazones. Menos al de Carlos. Ponía cara de bobo al escucharlo. Como’ si hubiera tocado un pasodoble. No hacía más que mirar mis manos.
Aquí, el rostro del padre Eugenio se ensombreció. Dijo en voz baja, como si hablara para sí: «¿Eso hizo?». Y empezó a pasear rápidamente, con grandes zancadas, las manos a la espalda y el cuerpo inclinado hacia delante. Germaine le miraba ir y venir, una, dos, tres veces… Se echó atrás en el asiento, temerosa. Los pasos del padre Eugenio sonaban fuertes sobre las losas, se apagaban al cruzar la alfombra y volvían a resonar. Hasta que se detuvo: también inclinado y con gesto entre furioso y enojado. Le tembló la voz.
—Eso no lo tolero, ya lo creo que no lo tolero. ¡Pues no faltaba más!
Germaine se aplastó contra el respaldo del sillón.
—No le entiendo, padre. No sé qué quiere decir.
El fraile alzó los brazos al techo y gritó:
—Que Carlos te ha engañado. ¿Lo comprendes ahora? Carlos sabe de música más que de cualquier otra cosa; hubiera sido incluso un gran pianista si no le hubieran obligado a ser médico. Pero es todavía un pianista bueno, un hombre que toca todos los días durante dos o tres horas, y no ignora a Chopin, y puede mejor que nadie juzgar la calidad de tu voz. ¿Lo entiendes ahora? Miraba tus manos para estudiar tu técnica. Te ha engañado, y eso no lo tolero.
Se dejó caer en el sofá. Germaine había perdido el temor y, poco a poco, se aproximaba a él. Tendía las manos, interrogantes.
—Pero ¿por qué?
—Eso me pregunto yo. ¿Por qué? ¿Y para qué? Porque de una cosa sí estoy seguro, y es de que Carlos no se propone perjudicarte.
Germaine se pasó la mano por la frente.
—Cada vez lo entiendo menos, padre. Es decir, no entiendo absolutamente nada. Tengo la impresión cada vez más fuerte de haber caído en un mundo en que los locos andan sueltos por la calle, y en que los más locos son los que tienen que ver conmigo.
La voz del padre Eugenio se tiñó de melancolía.
—No estamos locos —dijo—. ¡Ojalá!
Escondió la cara entre las manos. Después miró a la ventana sucia, al poco cielo que se veía por ella.
—Ni Carlos ni yo lo estamos. Pero jamás lograré entender por qué Carlos se condujo de esa manera. Es bueno y cortés —se volvió a Germaine y añadió con pasión—: Le quiero de veras, y su compañía me ha hecho mucho bien. Sólo una persona me ha merecido más confianza que él en este mundo, y esa persona casi no pertenecía al mundo.
Empezó a buscar en los bolsillos y preguntó a Germaine si le permitía fumar. Ella dijo que sí.
Jamás Carlos hizo ni dijo nada que anunciase esta conducta, sino todo lo contrario. ¿Cuántas veces habremos hablado de ti? Durante el verano, cuando yo descansaba del trabajo en la iglesia…, un día y otro hablaba de ti con entusiasmo, casi con amor. Por debajo de sus bromas, se veía que se consideraba un poco como tu padre, y que empezabas a ser para él algo así como una esperanza. Él, que jamás se preocupó del dinero, llegó a pensar en algún negocio para que tu herencia aumentase. Estaba dispuesto a sacrificar su vida por ti. Cuando alguna vez le dije que tenía que hacer en el mundo algo más que cuidarte, me respondió que, gracias a ti, iba a tener algo verdaderamente serio en qué ocuparse.
Germaine hizo un gesto vago con la mano.
—Nada de eso concuerda con su conducta de ahora.
La mirada del padre Eugenio se apartó de la ventana y buscó una esquina sombría en que enredarse.
—No esperaba, no podía sospechar que te dedicases al canto. Esto le causó una desilusión —hizo una pausa—. Sí, eso tiene que ser…
—Bien. Pero estará usted de acuerdo conmigo en que no voy a renunciar a lo único que me importa en la vida por complacer a un hombre al que conozco hace una semana y que sólo por la ocurrencia de mi tía tiene que ver en mi vida. Suponga que mi tía hubiera hecho un testamento normal. ¿Qué sería Carlos para mí más que un pariente lejano al que se recibe de visita?
Se levantó.
—Quiero que usted me ayude a resolver mi situación, padre. Háblele a Carlos. No puedo permanecer aquí mucho tiempo más. Necesito volver a París, pero no puedo irme sin mi dinero. Tiene que haber unas razones que le convenzan, ‘o quizá la autoridad de una persona… Juan Aldán me dijo que él podría…
—¿Aldán?
El fraile rió y negó con la cabeza.
—Él me lo dijo. Que tenía influencia sobre Carlos. Pero yo he pensado que usted, quizá, por su condición de fraile, y por su amistad, y por lo mucho que le quiere…
—Iré a verle esta misma tarde.
Lo dijo sin convicción, desmayadamente, mientras se levantaba; y añadió, ya de pie:
—Y tú también deberías hacerlo, ahora mismo. Habéis regañado, y vas a firmar las paces. Carlos es muy sensible: ya verás como se olvida de todo.
La cogió del brazo y la sacó al zaguán. Alguien había dejado abierta la puerta del claustro y entraba una luz violenta.
—La casa de Carlos queda de camino. El chófer sabrá llevarte. Te gustará: tiene una vista muy bonita.
Abrió el postigo, y el viento los sacudió. Volaba la capa del fraile y tiraba de él. Las manos, los brazos del padre Eugenio peleaban contra el viento y la capa. Germaine sonrió. Por fin, el fraile pudo sujetar la capa, recogerla sobre el cuerpo y agarrarla con los brazos.
—No digas a Carlos que has estado conmigo, ¿eh?, ni te des por enterada de su engaño. Y que no te note que has llorado.
El chófer, sin apearse, había abierto la portezuela y esperaba la entrada de Germaine. El viento barría la quintana, chocaba contra las esquinas, silbaba en remolinos.
—Iré, pero vaya usted a verme esta tarde, después de hablar con él.
El fraile esperó a que el coche arrancase. Levantó un brazo para decir adiós, y la capa, suelta otra vez, se hinchó, voló, le envolvió la cara. Tanteando, halló el postigo y entró en el zaguán. El chófer dijo algo sobre la pelea del fraile con la capa. Salieron a la carretera: grandes olas verdes rompían a un lado y a otro, trepaban por el talud, llegaban mansamente a la calzada.
Germaine miró la mar oscura, salpicada de salseros blancos. Allá al fondo, sobre el cielo limpio, se recortaba el perfil de unas montañas. Sacó del bolso una polverita y comenzó a borrar las señales del llanto.
La Rucha, en el asiento delantero, seguía charlando con el chófer. El motor apagaba sus palabras. Germaine corrió el vidrio de separación.
—¿Está muy lejos?
—No, señorita. Aquí a la vuelta.
Pasado un gran recodo, desde lo alto del cerro, se vio Pueblanueva, allá en el fondo: prisionera de los montes y las olas, apretada, y las torres, como si quisieran escapar.
Al final de esta cuesta, señorita. Detrás de aquellos árboles.
Dejó de verse la villa. Los árboles quedaban a la izquierda, allá arriba, grandes, negros: asomaba entre ellos una esquina de piedra. Y la carretera empinada, llena de curvas, trepaba por el repecho del cerro, entre setos de zarzas quemadas por el frío. El coche refrenó la marcha, entró en una vereda estrecha, llena de baches, y el chófer se apeó y franqueó el portal de hierro. Árboles más pequeños hacían bóveda por encima del camino, descuidado, con ramas y hojas podridas en las cunetas.
Aquello daba tristeza.
El coche se detuvo y el chófer acudió a abrir la portezuela. Germaine descendió.
—¿Espero también?
—Sí, haga el favor.
Una plazoleta rodeada de magnolios y, al fondo, la fachada gris: gran portal, balcón de piedra, blasones. Y también hiedra, hendiduras, verbenas, y helechos en las junturas de los sillares. Germaine avanzó por encima del barro y de los charcos hasta el portón cerrado, que se abrió antes de llegar ella. Paquito, el Relojero, se quitaba la pajilla, hacía una reverencia.
—¿Viene a verle?
Ella retrocedió un paso y miró, temerosa, al chófer y a la Rucha.
A don Carlos, sí.
—Espere que le aviso. Entre.
Los ojos bizcos del Relojero se movían furiosamente, del coche a Germaine, de Germaine al coche; pero sonreía.
—Entre.
—¿Y usted? ¿Quién es?
Paquito rió y se encasquetó la pajilla.
—¡Ji, ji! ¿No se lo dijo? Entre. Él estará arriba. Le avisaré.
Se coló antes que Germaine, subió rápidamente la escalera, sus pasos retumbaron lejanos. Germaine entró. En el chiscón del loco había una luz de carburo. Curioseó a través de los vidrios: la mesa, la yacija, el instrumental menudo. Todo limpio y en orden. No se dio cuenta de que el loco había regresado.
—Le está esperando. Venga. ¿Le gustan mis cachivaches? Soy el mejor relojero de Galicia, y también sé afinar pianos y entablillar un brazo roto. Suba. Yo le enseñaré el camino.
Fue delante. Se volvía cada tantos pasos y decía:
—Por aquí. Está en la torre.
Pero antes de terminar el pasillo la silueta de Carlos apareció contra la luz de una ventana remota. Entonces el Relojero dejó sola a Germaine y marchó corriendo.
Quedaba recorrer la mitad del pasillo. Germaine se detuvo y esperó. Carlos avanzaba hacia ella calmosamente, con las manos en los bolsillos y un poco inclinado, como siempre. No le vio la cara hasta que estuvo cerca. Parecía serio, quizá un poco ceñudo, pero le tendía la mano.
—Buenos días, Germaine. Bienvenida a mi cubil.
Inclinó la cabeza. Ella empezó a quitarse el guante, sin acertar.
—Deja el guante. No importa. ¿Qué prefieres? ¿El salón o mi leonera? El salón es éste. La leonera está al fondo. Hace frío en todas partes, pero puedo mandar que enciendan la chimenea.
—Es igual.
La puerta del salón estaba franca. Carlos pasó el primero y abrió las maderas de las ventanas. Entró una luz sucia, tristona.
—No tengas miedo. Los suelos bailan, pero aguantan.
Al caminar Germaine, tintinearon los cacharros de la consola. Miró a un lado y a otro. Grandes trozos de cal se habían desprendido de las paredes sobre la alfombra rota. Delante de una ventana, un jirón de telaraña negreaba a la luz, cargado de polvo.
—Espera aquí. Voy a mandar que enciendan el fuego en otra parte. Estará en seguida. No te sientes, porque te helarás.
Salió y marchó hacia el fondo, dando voces. Se le oyó hablar. Germaine se acercó al balcón, limpió el polvo de un cristal, contempló el jardín descuidado, los grandes árboles violentamente sacudidos. Un ruido de la madera le hizo volverse. Entonces vio el piano, con la tapa abierta y un cuaderno de música en el atril. Se quitó los guantes y los guardó en el bolso. Carlos seguía hablando en un lugar inmensamente lejano, y el viento traía retazos de sus palabras; acaso aquella sensación de hallarse en una inmensidad fuese sólo efecto del viento. En todo caso, el piano respondía a un tamaño aceptado, a un tamaño usual. Adelantó una mano, pulsó una tecla. Después, tocó unas escalas, sin sentarse. Sonaba bien. Hojeó el cuaderno y leyó el título: Pavane pour une infante… Se retiró rápidamente, y la sensación de lo inmenso desapareció; su lugar lo ocupó el recuerdo del engaño, cuyas pruebas inmediatas se hallaban allí, en el atril. Rabiosa otra vez, se sentó y empezó a tocar fuerte, para que el viento, al llevar las notas de la Pavane… al final de la inmensidad, advirtiese a Carlos de que el engaño estaba descubierto. Después, se levantó. Encima del piano había el retrato de una mujer con moño alto y mangas de jamón, y, en una mesilla, el de un hombre que se parecía a Carlos: un hombre joven, muy elegante, con el hongo en una mano, el bastón y los guantes en la otra. Un gesto duro, apretado, afeaba el rostro de la mujer.
—Ven —dijo Carlos desde la puerta—. Ya está encendido.
—¿Y este piano?
—¡Ah, el piano de mi madre! Un trasto envejecido. Suena a todos los demonios. Aquí, todo está viejo, todo está podrido. Ven. Un día se hundirá la casa conmigo dentro.
La empujó hacia la habitación de la torre. El Relojero hurgaba en los leños, atizaba una llama débil.
—Ya conoces a Paquito, ¿verdad? Es mi gran amigo.
El Relojero se irguió y saludó. Los ojos bizcos, quietos, convergían en su propia nariz. Ella parpadeó y el Relojero hizo una mueca.
—La señorita me tiene miedo. ¿Sabe, don Carlos? Me lo tuvo en cuanto me vio.
Sonrió y se fue. Germaine no sosegó hasta que le vio desaparecer, hasta que Carlos cerró la puerta. Parecía más divertido y había desaparecido la hosquedad de su frente y su mirada. Al dirigirse a ella, su voz sonaba amablemente.
—Siéntate.
—¿Me permites curiosear?
—Si no hay más remedio…
Carlos se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas y empezó a liar un cigarrillo. Germaine miró alrededor, se acercó a la mesa, tomó los libros: uno a uno, sin abrirlos, y leía sólo el título impreso en el lomo. Un volumen grande resbaló y cayó: Carlos alzó la cabeza.
—No importa.
Ella le contemplaba con ojos sorprendidos: Carlos estaba elegante en aquella actitud, con su cigarrillo, como si en la habitación no hubiera nadie más que él. Se parecía a su padre y no parecía él mismo. Y, sin embargo, nada había cambiado en él, ni siquiera la corbata, ni siquiera las arrugas del pantalón. Tenía los dedos largos, los dedos torcidos de los pianistas, y, fijándose bien, se movían con delicadeza, y el hecho de liar un cigarrillo llegaba a parecer una ocupación casi espiritual. No la miraba, y ella le veía de reojo, dejando que la mirada resbalase del lomo de un libro y se detuviese en el dibujo del labio, en la frente. «¿Cómo he podido pensar que es un patán?» Se sintió llena de temor y respeto, y, casi al mismo tiempo, se indignó de respetarle y temerle. Hizo un esfuerzo, arrojó el libro que tenía en las manos.
—¿Es pueril o diabólico, Carlos? —se apartó de la mesa, se echó hacia atrás, hasta alcanzar el apoyo del anaquel.
—¿El qué?
Acercaba el cigarrillo a los labios, humedecía el borde con la punta de la lengua, y la miraba como si no entendiera la pregunta.
—¿El qué? —repitió.
—Tus libros están en francés, en inglés y en alemán, y en tu piano hay una pieza de Ravel.
—Eso sólo quiere decir que a veces toco a Ravel y que entiendo esos idiomas.
Encendió, por fin, el cigarrillo y señaló a Germaine el sofá. Lo hizo con gesto amable, casi cortesano.
—Siéntate, te lo ruego.
Ella dejó el bolso y los guantes sobre una silla, pero permaneció de pie. No respondió a la cortesía de Carlos. Casi no la advirtió. Su voz tenía resonancias de ira contenida.
—Cuando toqué a Chopin dijiste que lo desconocías, y cuando hablé en francés, no diste señales de entenderlo. ¿Por qué?
—Si no te sientas, tendré que levantarme yo; pero de estas cosas se habla mejor sentado.
—No me siento.
Carlos se levantó perezosamente.
—Como quieras.
Metió las manos en los bolsillos, se encogió de hombros, dio un paseo corto. Germaine lo seguía con la mirada, muy abiertos los ojos. Carlos se volvió hacia ella, sacudió la cabeza:
—Hacer una cosa es fácil: basta seguir el impulso, responder a una situación con una ocurrencia espontánea, dejar libres las palabras y los movimientos. Como los niños y como los animales. Es muy hermoso. La conciencia lo estropea todo, hasta la manera de andar, y es natural que una persona demasiado consciente, una persona que piensa mucho lo que hace, se dé alguna vez el gusto de hacer algo sin pensarlo. Lo malo es explicarse luego. Aunque se quiera entenderlo y decir la verdad, siempre hay algo que, desde el fondo de uno mismo, gobierna los conceptos, y el gesto, y el tono. Uno quiere ser veraz, y lo es sólo a medias. Uno cree hablar de acuerdo con la conciencia, pero los poderes oscuros obligan a disfrazar las palabras.
Se había detenido junto a la mesa, un poco apoyado en ella. Antes de cada chupada, contemplaba con fijeza la punta del cigarrillo y hacía pausas.
—Hace ocho meses que te esperábamos, los demás del pueblo y yo. ¿Cómo podría explicarte las causas de esta expectación? Tendría que contarte antes la historia del pueblo y la de tu familia; tendría que describirte sucesos y personas, y aun así no quedaría claro. Admite el hecho de que esperábamos, de que te esperábamos a ti, aunque, a la postre, no fueses tú la esperada. Porque nadie sabía de ti, nadie sabía verdaderamente qué esperaba con el nombre de Germaine. ¿Cuántas veces se habrán preguntado los socios del casino cómo sería la francesa? Yo mismo me lo pregunté muchas veces. Tenía un retrato tuyo y unas cartas, unas cartas convencionales, casi impersonales, que yo creía de una chica ingenua, no de una mujer precavida. ¡Qué difícil era acertar! Cada cual te imaginaba a la medida de sus deseos y hasta de sus propósitos; pero estoy seguro de que para todos fuiste, durante ocho meses, un personaje romántico, una doña Mariana joven, un poco deformada por la lejanía y por vivir en París. Sí. El hecho de haber nacido, de haberte criado en París, influyó mucho en la imagen que nos hacíamos de ti. Incluyo la mía, naturalmente, que también era romántica. Sin embargo, nos preparábamos para tu llegada. Y yo me preguntaba: ¿cómo podré retener, encantar a esa niña cuando venga? Porque había que encantarte, había que transfigurar la realidad para hacerla digna de ti; si quieres, para hacértela habitable; una realidad casi poética, quizá dramática, en cuyo centro pudieras instalarte. Tenía que aprovechar las tardes de invierno. Las tardes de invierno son largas. Muchas veces tocaba el piano para tu tía, hasta que le entraba el sueño. Pensé que también podría tocarlo para ti, no para dormirte, naturalmente. Y me puse a estudiar con el mayor entusiasmo piezas francesas, porque esperaba que en esa casa tan francesa, la de tu tía, te sentirías mejor con música francesa, y que la música francesa me ayudaría a la transfiguración. Ravel, claro, y Debussy. Una chica francesa educada en un buen colegio no ignora a Ravel ni a Debussy.
Alzó la mano y detuvo una interrupción de Germaine.
—Espera. Ya hablarás, te lo ruego. Confieso que mi imaginación concibió una muchacha indefensa, asustada, acaso temerosa. La cara de las personas revela un poco su carácter, y me preocupaba la debilidad de tu mandíbula, esa mandíbula tuya tan poco enérgica, tan delicada. Me sentía dispuesto no sólo a encantarte, sino también a protegerte. En realidad, sólo estaba aquí para eso, sólo eso me detuvo durante ocho meses, porque al mismo tiempo, yo quería marchar, o, si lo prefieres, huir. El testamento de tu tía no me hizo feliz: echaba sobre mis espaldas una carga de deberes demasiado pesada. Lo natural hubiera sido rechazarla. Pero tu barbilla delicada, el temor a tu debilidad, me obsesionaban. ¿Qué harías tú sola en este pueblo de lobos, qué harían los lobos contigo? Tu tía no había dejado muchos amigos; los que la odiaban, te odiarían a ti, y te harían daño quienes no se atrevieron a hacérselo a ella. Evidentemente se producía, mientras se te esperaba, una conjuración de monstruos dispuesta a convertirte en víctima. Y aunque no me sintiese muy fuerte, sólo yo podría estar a tu lado. Me fui quedando, y, ya que no otra cosa, preparaba mis armas de encantamiento, que son muy pocas: el piano y la imaginación; pero que además no son armas que valgan para todo el mundo. Servían, eso sí, para la chica que yo había imaginado, porque quizá no me atreviese a imaginarte de otra manera; como eres, por ejemplo: una chica para la que no valen la imaginación ni el piano.
—¿Una estúpida?
—¡Oh, no, de ninguna manera! No lo he pensado jamás de ti. No imaginé un carácter, sino una situación, o, en todo caso, el carácter que convenía a esa situación. Hasta que te vi descender del tren y hablé contigo. Comprendí inmediatamente que me había equivocado. No eras débil, a pesar de tu barbilla, no había que protegerte, y sería difícil encantarte. Estabas hecha, quizá prematuramente, y tu mundo de ilusiones estaba repleto: no cabía ninguna nueva. Apeteces aplausos, triunfos, gloria, justamente lo que ni tu tía, ni yo, ni nadie de nosotros puede darte. No nos pertenecías ni por un deseo, ni por una esperanza. Tu padre, que no tenía nada propio, porque lo que le pertenecía, lo nuestro, lo había destruido, lo había convertido en máscara, te preparó para que apetecieses lo que tu madre había buscado y deseado. Hizo bien a su modo, y no tengo derecho a reprochárselo. Pero al hacerlo, te apartó de nosotros. Es curioso: en el momento en que yo lo adivinaba, cometiste un error. Te engañó, seguramente, mi chaqueta de pana, a pesar de ser nueva, a pesar de habérmela hecho sólo para ti. Mi chaqueta de pana es una vieja costumbre de estudiante. No me imagino ya con otra ropa. Pero a ti te engañó. Las corbatas de Juanito Aldán te parecieron más civilizadas. Deploraste en tu corazón tener que entendértelas conmigo y no con él. Cuando hablabas de tus estudios, de tus óperas y de tus futuros conciertos, te dirigías a él, y no a mí. Aldán no entiende una palabra de música, y yo casi no entiendo de otra cosa. Mi madre, ¿sabes?, quiso que tocase el piano porque lo consideraba un estupendo instrumento de éxito social, que a mí sólo me sirvió para mí mismo, para mi soledad, y algunas veces para personas amigas. Las hay que escuchan sin pensar que se debe aplaudir al final y que se preocupan sólo de que la música establezca una comunidad de espíritu, de emoción y de vida entre el que toca y el que escucha. Para ésas he tocado alguna vez, pero también, las más, para mí, y, en esta casa, para sus fantasmas. ¡Era tan gracioso ver cómo explicabas a Aldán lo perfecto de tu impostación, y cómo él fingía entenderte! Te hubiera decepcionado saber que sólo yo te entendía, y que cuando cantaste por primera vez… —hace unos días, el de tu llegada—, yo podía decirte si tu escuela y tu estilo eran buenos o no. Podía juzgarte.
Hizo una pausa. Germaine había bajado la cabeza y se agarraba las manos sin sosiego. Carlos empezó a pasear. Iba y venía, abría los brazos o los echaba a la espalda, movía las manos o las guardaba en los bolsillos.
—Además, te sentías superior, o quizá sólo lo necesitabas. Seguramente en París hay unas cuantas personas que admiran tu voz, que ven en ti a la futura diva triunfante. Y tu padre también te admira, como admiró a tu madre, que cantaba tan bien como tú. Pero París es muy grande, y cuando atraviesas la plaza del Tertre nadie se vuelve a admirarte, sino, todo lo más, a mirarte, porque eres muy bonita y caminas con majestad. La invitación a cantar en la iglesia te hizo feliz, y el estupor evidente de los que te escucharon, los aplausos, te hicieron sentirte ya como en la ópera la noche de tu triunfo. Tuviste, desde aquel momento, garantizada la admiración de Pueblanueva. La conjuración de monstruos se desvaneció ante el encanto de tu voz. Era muy difícil que entonces te dijese: Has cantado muy bien, pero…
Germaine levantó la cabeza con furia.
—¿Es que no canté bien?
—¡Oh, sí! Maravillosamente. Por eso no podía decirte que no me gusta la ópera, que la encuentro aburrida y falsa, que es un género artístico inferior y que la voz humana, tu hermosa voz de mujer real, la considero digna de un destino mejor que divertir a los que pagan y aplauden. Todo esto te hubiera sorprendido, te hubiera asustado, te hubiera hecho perder la seguridad encantadora con que, hasta hoy, hasta ahora, te has movido entre nosotros. ¿Valía la pena decepcionarte también? ¿Qué más da que me tengas por un artista o por un patán?
Abrió los brazos y los dejó caer.
—Ésta es la verdadera razón de mi engaño. Si es que puede llamarse engaño a lo que no fue más que una ocultación o, como diría un militar, un repliegue. Te pido perdón.
Germaine, ahora, le miraba y movía la cabeza. No, no, no. Carlos se sentó en el brazo de la butaca, dio al cigarrillo apagado una chupada inútil y lo arrojó a las brasas.
—Todo eso me parece innecesario, retorcido. Yo he mentido alguna vez por necesidad, ya lo sabes, porque nuestra vida fue muy dura y había que salir adelante, pero tu mentira es una burla. No puedo perdonarte. Eres malo.
A Carlos le temblaron los párpados, y sus dedos se encogieron rápidamente. Esquivó la mirada de Germaine.
—Quizá.
Ella se acercó, un poco inclinada hacia delante, levantada la voz y conmovida.
—Y no es cierto que lo hayas hecho por cortesía, sino por rabia de que no fuese una pobre muchacha a la que enamorar tocando la Pavana a una infanta difunta. Es lo que te hubiera gustado.
—¿Enamorarte?
—Exactamente. No ignoro que mi tía, que no pudo apoderarse de mí en vida, proyectaba hacerlo después de muerta valiéndose de ti. Su testamento no es más que una trampa para que me case contigo.
Carlos castañeteó los dedos.
—Esta Clara, a veces, se va de la lengua. ¡Con un poquito de hipocresía sería perfecta! Hubiera preferido que lo ignorases. Aunque, sabiéndolo, el testamento resulta ya explicable. Tu tía, que despreciaba las leyes, sabía aprovechar la fuerza de las situaciones legales, y quiso hacer de mí tu guardián legítimo. De esa manera, tú y sus bienes estabais a cubierto.
Germaine hizo una mueca de incomprensión.
—Estamos, casi, en 1936 —dijo—. Las personas, al menos en Europa, se casan con quien quieren.
—Tu tía jamás pensó en obligarnos, ni siquiera en sugerirlo. Esperaba que, a estas alturas, se repitiese una situación remota: la de mi padre, enamorado de ella. Lo esperaba, lo deseaba y estaba casi segura de que sucedería. Quizá con eso pretendiera el pago de una deuda que nadie le reclamó, pero a la que se consideraba obligada.
Germaine se encogió de hombros.
—Es un curioso modo de meterse en las vidas ajenas.
Carlos asintió.
—Sí. Porque aunque no nos hayamos enamorado ni estemos dispuestos a casarnos, el caso es que la voluntad de doña Mariana ha influido en las nuestras e incluso ha llegado a transformarlas. La tuya, poniendo condiciones a una herencia; la mía, obligándome a quedarme en Pueblanueva, de donde ya me hubiera ido si no me sintiese en el deber de estar aquí y de hacer cumplir esas condiciones.
Aclaró:
—No me refiero, naturalmente, al matrimonio, que no es una condición, sino una finalidad tácita. No tenemos por qué volver a recordarla.
Germaine quedó un momento pensativa.
—Me he irritado un par de veces, y siento haberlo hecho. No es el mejor camino de llegar a un acuerdo. Porque deseo que lleguemos a un acuerdo.
Arrastró un sillón hasta la chimenea y se sentó. Hizo señal a Carlos de que se acercase.
—Si, como dices, la idea de nuestro matrimonio hace explicable el testamento; si ha sido pensado y redactado así para que nos casemos, al estar de acuerdo, como estamos, en que mi tía se equivocó acerca de lo que había de suceder, ¿no crees que el testamento se convierte en letra muerta?
Carlos la miró con inquietud.
—¿Adónde vas a parar?
—Una de dos: o usas de las facultades que el testamento te concede y lo pones todo en mis manos, por medio de la fórmula legal que sea preciso, o…
Se interrumpió. Carlos seguía observándola. Su pie derecho golpeaba los morrillos de la chimenea.
—… o rechazamos los términos del testamento y nos atenemos al codicilo.
—¡No!
La respuesta de Carlos fue casi un grito.
—¿Te da miedo? —le preguntó Germaine.
—Sí. Lo confieso.
—A mí no. Lógicamente contendrá unas disposiciones parecidas, aunque no condicionadas. Soy la única heredera de mi tía. Espero que en el codicilo sea más generosa contigo, y hasta lo encuentro natural. Si tanto te quería, y admito que te quiso mucho, allí constará claramente lo que consideró justo que pase a tu poder, pero, con la misma claridad, dirá lo que es enteramente mío.
Levantó la cabeza pausadamente. Volvía a sonreír con dureza, como si hubiese triunfado. Cruzó las piernas, bajó la falda y abrió los brazos.
—¿Quién sabe, Carlos? A lo mejor te conviene más poseer un poco que gobernarlo todo. Si de veras eres un artista, el cargo de administrador no es muy conforme con tus verdaderas facultades.
Carlos se sentó también. Sacó la pipa y empezó a jugar con ella. Mantuvo la cabeza inclinada, la mirada en las brasas del hogar.
—Tienes veintiún años, Germaine. Nada hay más torpe que un adolescente que se cree cargado de experiencia.
Se irguió rápido y apuntó a Germaine con la pipa, a guisa de pistola.
—Te hago una oferta: todo el dinero que pagaron por las acciones, más el que pueda quedar en la cuenta corriente, deducidos los gastos previsibles. El resto de la hacienda queda ahí, a mi cargo, hasta que pasen cinco años. Entonces, volvemos a hablar.
—No.
—Es mucho dinero, Germaine, más del que te autorizarán a sacar del país, y más del que necesitarás durante esos cinco años, por mucho que gastes, por grandes que sean tus necesidades. Pasa bastante, según mis cálculos, de medio millón. Si quieres, puedo también enviarte anualmente las rentas de lo que aquí queda.
—No.
—¿Por qué?
—Porque lo quiero todo. Y porque no deseo más relaciones contigo, ni que te sacrifiques administrando lo mío, ni que lo mío esté en tus manos. Me apetece la independencia.
Carlos guardó la pipa y hurgó en las brasas del hogar.
—Está bien. A tus intenciones pasadas unes la antipatía que he sabido ganarme a pulso en los pocos días que duró nuestro trato. No tengo nada que objetar —se levantó—. Diré al padre Eugenio que te acompañe a visitar al notario. Yo no tengo nada que hacer allí, porque yo no rechazo los términos del testamento. Lo haces libremente, conscientemente, porque eres una mujer de experiencia y sabes que tu tía te ha constituido en heredera universal, salvo el pequeño legado que me destine, porque me quería mucho. Son tus palabras.
Se volvió de espaldas, caminó hasta la ventana y estuvo allí unos instantes. Luego regresó.
—Personalmente te deseo la mejor suerte. Cuando tenga noticias de tu triunfo, cuando hayas paseado tu nombre cargado de gloria por los grandes escenarios internacionales, me dolerá el corazón por haber sido, durante unos días, un estorbo en tu camino. Ahora me duele sólo por mi torpeza, por haberme portado de tal modo que te lleves de mí un mal recuerdo. Sin embargo, no olvides que me debes tu primera noche gloriosa y que los primeros aplausos los escuchaste en mi compañía. Esto quizá te haga recordarme alguna vez.
Movió la cabeza, frunció la boca. Su mirada parecía vuelta al interior y hablaba como consigo mismo.
—Estoy adquiriendo ya mentalidad de fracasado. Me las compongo siempre para estropear la vida de los otros sin provecho alguno para mí. Y no lo hago voluntariamente, créeme, sino que es ya una especie de manera inconsciente de conducirme. ¡El daño que le habré hecho a Clara no queriéndolo hacer! Sin embargo…
Se encogió de pronto, como si se hubiera doblado sobre sí mismo, y quedaron sus ojos a la altura de los de Germaine, que le miraba con estupor.
—… Sin embargo, esto ha sido irremediable. Lo comprendí al verte en la estación, el día de tu llegada, cuando sacaste del bolsillo el inhalador y empezaste a usarlo. ¡Floc, floc! ¡Ya ves, un acto inocente, un acto vulgar! En aquel momento adiviné que las cosas entre nosotros no marcharían bien. ¿Por qué no habrás sacado el inhalador media hora más tarde, cuando ya te hubieras metido en mi corazón y todos tus actos me parecieran buenos? Fue un caso imprevisible de mala suerte o, si lo prefieres, de destino adverso. No tuyo, ¿eh?, sino mío. Mi vida está sembrada de actos como ése, pequeñeces que se agigantan en mi fantasía, que cobran significados anormales, que tuercen mi voluntad porque me crean presentimientos o temores irracionales a los que obedezco. Si fuéramos amigos, te contaría que estoy aquí a consecuencia de un sueño. ¡Cómo se reía doña Mariana cuando se lo explicaba! Soñé algo relacionado con esta habitación, con esa puerta, con mi padre, y aquel sueño me sacó de Berlín, de la compañía de una mujer que me facilitaba la vida y me hubiera facilitado también la muerte, y me metió en una danza todavía inacabada, una danza en la que entraste para ser protagonista y de la que vas a salir sin más que un papel secundario. Yo continúo bailando.
Había seguido encogiéndose mientras hablaba, y al terminar quedaba de rodillas. Se levantó de un salto y dijo:
—En fin, para terminar, ¿quieres que toque para ti la Pavane…? Es una pieza solemne y muy apropiada al caso.
Germaine se levantó también.
—No, gracias. Es tarde y hay una casa donde me esperan. Lo siento.
Carlos se adelantó a abrir la puerta.
—¡Oh, no lo sientas! No creas que soy un mago y que mi ejecución iba a embrujarte y quizá a retenerte aquí contra tu voluntad. Soy un pianista bastante vulgar, sin el menor poder de encantamiento. Los Churruchaos no somos seductores, salvo tú, con tu voz. Y tu voz no nos pertenece. Por cierto que…
La miró y una ráfaga de temor atravesó sus ojos.
—¿Qué?
—Nada, nada —se hizo a un lado y dejó salir a Germaine—. En esta tierra vemos brujas fácilmente y yo acabo de vislumbrar una, pero está muy lejos todavía.
Durante el almuerzo, don Jaime había pronunciado sólo las palabras indispensables, pero no había dejado de mirar a Germaine: una mirada cargada de asombro y de fatiga, una mirada sin brillo, casi sin vida, como lejana, como obsesionada. Doña Angustias, locuaz, servicial, no lo había advertido. Cayetano, sí, y también había buscado en el rostro de Germaine lo que su padre hallaba o recordaba. Para don Jaime, Germaine era el pasado: Mariana había sido así, la había visto así la primera vez que se habían hablado. Cayetano no le encontraba parecido con la Vieja, salvo en el aire y en la figura.
Tampoco hablaba apenas Cayetano. Doña Angustias había sacado a relucir la vajilla inglesa, los cubiertos de plata, el cristal de Bohemia, los manteles de hilo, y a todo se había referido y todo lo había puesto de relieve por si Germaine, distraída, no advertía su calidad y valor. Hacía la historia de cada cosa y recordaba la ocasión en que Cayetano se la había regalado, si tal santo o tal cumpleaños: porque todo era regalo de Cayetano, y también el comedor de caoba, y el juego de café, que ya lo vería, venido de Dinamarca, y tantas, tantas cosas más, que no podía enumerar, pero que ya tendría ocasión de ver algunas de ellas, al menos.
—No es porque esté delante, pero no hay en el mundo hijo más bueno que el mío. Aunque a usted le hayan dicho que es malo…
—¡Señora, por favor! Nadie me ha dicho nada y ya veo que son ustedes encantadores.
Cayetano aguantaba impávido. A veces sonreía a su madre o a Germaine, a cuya derecha le habían sentado. Le había servido vino un par de veces, instado por su madre… «Sírvele vino, hijo.» Y también le había servido una porción del enorme flan traído por la criada en recipiente de plata. «Una fuente preciosa, ya lo ve usted. Me la trajo de América cuando cumplí sesenta años. Es india, ¿verdad, hijo?»
—No, mamá. Peruana.
—¡Ah, bueno, para mí es lo mismo! Negros los de Cuba, indios todos los demás.
Les sirvieron el café en la salita de estar. Don Jaime quedó rezagado en el comedor y no volvió a comparecer. Doña Angustias se las compuso para sentar a Germaine entre ella y Cayetano. Y cuando la criada dejó sobre la camilla la bandeja con el servicio, repitió las alabanzas a la porcelana de Dinamarca.
—Usted también tiene muchas cosas como éstas, ¿verdad?, y mejores. Por lo que pude ver el otro día… Y la difunta de su tía tenía fama de que su casa estaba llena, como un huevo, de loza antigua y de plata —se inclinó un poco para mirar a Cayetano—: ¡Si vieras, hijo! El salón es una preciosidad. ¡Aquella lámpara y aquella alfombra! .
—Ya los he visto, mamá, varias veces. El salón, y la lámpara, y la alfombra, y muchas cosas más.
—¿Se lo va a llevar todo? Porque es mucho lo que hay en esa casa.
—No, señora. ¿Cómo lo voy a llevar? No tendría dónde meterlo.
—Pues será una lástima que lo deje aquí. En las casas cerradas los muebles se estropean.
Germaine aclaró:
—Tampoco voy a dejarlo. Pienso venderlo todo.
Doña Angustias no manifestó más que una discreta sorpresa, expresada con un abrir de ojos y una inclinación de la cabeza.
—¿Venderlo? ¿Y la casa también?
—Todo. La casa, y las tierras, y cuanto no pueda llevarme. ¡Y es tan poco lo que necesitamos mi padre y yo! Para amueblar una casa pequeña no valen la pena muebles tan grandes y tan pesados. Pienso quedarme con las ropas, y la plata, y algunas chucherías bonitas que he visto por allí. Lo demás…
Doña Angustias volvió a inclinarse, volvió a buscar la mirada de su hijo.
—¿Tú oyes, Cayetano?
—Sí, mamá, y no me extraña. Si esta señorita no se queda en Pueblanueva, ¿para qué quiere tanto cachivache? Doña Mariana vivía de una manera que ya no se usa por el mundo. La gente, ahora, es más sencilla y no necesita palacios ni montañas de muebles.
—¡Ay, hijo, pero una buena casa es siempre una buena casa!
Doña Angustias se aproximó a Germaine y la cogió del brazo. En aquel momento Germaine se llevaba a los labios la taza del café. Vaciló y derramó un poquito sobre la falda.
Doña Angustias acudió en seguida a una servilleta. «No se preocupe.» Llamó a la criada, pidió un sifón y, con la servilleta mojada en agua de seltz, limpió repetidas veces la mancha. Cayetano la contemplaba sin pestañear, sin mover los labios ni la cara.
—Y dígame, ¿ya tiene usted comprador?
—No he hablado de esto con nadie más que con ustedes.
—Pues por ahí ya se dice que usted se marcha y que lo vende todo —intervino Cayetano.
—A mí también me lo dijeron en la iglesia. Y en seguida pensé que si se pone usted en manos de cualquiera perderá mucho dinero. Porque querrán aprovechar la prisa.
—Pero, mamá, ¿a quién conoces que tenga dinero suficiente…? Porque los bienes de esta señorita no valen cuatro cuartos.
—Sí, claro. Como tener, sólo nosotros…
Cayetano se echó atrás en el sofá y entornó la mirada.
—Tampoco nosotros lo tenemos, mamá.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
Se le había cuajado el asombro en la cara y lo manifestaba, no a su hijo, sino a Germaine, como preguntándole: «¿Ha visto usted qué cosas se le ocurren a mi hijo?».
—Digo lo que has oído, mamá. Somos ricos, pero en esta ocasión no tenemos dinero. Nuestro dinero ha pasado, en buena parte, a esta señorita.
Se apartó un poco; luego se levantó, acercó una silla a la mesa y se sentó de modo que viera directamente a su madre y a Germaine y que ellas le vieran también. Empezó a liar un cigarrillo.
—Doña Mariana Sarmiento poseía ciertas acciones de nuestro negocio. Doña Mariana Sarmiento dejó dispuesto que se vendieran y que el producto de la venta se repartiera entre su sobrina y un señor que está en América. Carlos cumplió lo dispuesto en el testamento y yo compré. Me costaron mucho dinero, todo el dinero de que podía disponer.
Sonrió a Germaine y a su madre.
—Lo siento, pero no podremos comprar sus bienes.
—Pero… —doña Angustias temblaba— ¿no has dicho que somos ricos? ¡Somos dueños del astillero! ¡Y de muchas cosas más, Cayetano: casas y tierras! Has comprado lo de todo el mundo. No hace muchos meses compraste el pazo de Aldán, que es una ruina y no sirve para nada.
—Entonces todavía teníamos dinero.
Doña Angustias cruzó los brazos enérgicamente.
—No puedo creerte, hijo. Es como si me dijeras…
Cayetano dejó caer el brazo sobre la mesa. Tenía el cigarrillo en la mano y la ceniza se desprendió.
—Supongamos que los bienes que esta señorita quiere vender valen un millón de pesetas. ¿Quién duda que si las pido habrá quien me las preste? Pero el crédito de mi negocio me prohíbe pedir, ¿comprendes? Y mucho más ahora, que estamos en un aprieto.
Su mirada se detuvo en los ojos de Germaine.
—Porque nuestro negocio está en un aprieto. Sería largo de explicar, pero tiene que ver con la venta de esas acciones. Carlos lo sabe.
—¡Dios mío, Cayetano!
—En otra ocasión hubiéramos comprado de muy buena gana el palacio de doña Mariana con todo lo que tiene dentro. Y lo hubiera pagado en lo que vale, porque soy honrado en mis negocios.
Doña Angustias juntó las manos.
—Pero ¿ni el salón podremos comprar? ¿Aquella alfombra, y aquellos sillones, y la lámpara, y los retratos…? Esas cosas tan buenas no pueden ir a parar a cualquiera. ¡Con tirar un tabique, lo acomodaríamos en nuestra sala…!
Cayetano la miró con mezcla de ternura y dolor. Bajó la cabeza.
—Depende del precio. Quizá Carlos lo ponga todo muy caro.
Germaine preguntó bruscamente:
—¿Por qué Carlos?
—Sólo él puede hacer y deshacer…, tengo entendido.
—Espero que en este asunto no intervenga para nada.
Cayetano golpeaba la mesa con los dedos y aplastaba sobre el mantel las briznas de ceniza.
—Usted no es muy amiga de él, ¿verdad?
Germaine parpadeó y movió las manos nerviosamente. Bajó los ojos sin contestar.
—Lo comprendo. No es fácil hacerse amigo de Carlos. Tiene un extraño carácter. Sin embargo…
Calló también. Su madre había enlazado las manos, recogidas contra el pecho, y no dejaba de mirarle, incomprensiva.
—… Tiene eso que se llama un fondo noble. Me consta que con el dinero de usted pudo haber hecho un buen negocio, un negocio limpio y seguro…
Germaine interrumpió:
—¿Con mi dinero?
—¿Por qué no? Legalmente pudiera haber hecho eso o cualquier otra cosa. Estaba autorizado por el testamento. Y se negó a tocarlo…
Cayetano apartó la silla y se levantó.
—Yo no lo apruebo. Ese dinero, él lo sabe, hubiera evitado un peligro, hubiera permitido hacer frente a una posible situación de paro en el pueblo. Quizá usted no pueda comprender que el cierre de los astilleros sería una catástrofe. Pueblanueva del Conde vive de los jornales que pago todos los sábados. Sin usted, estoy seguro de que Carlos Deza hubiera obrado más razonablemente.
Se apoyó en el respaldo de la silla, un poco inclinado hacia Germaine.
—No entenderá usted mi manera de pensar. Y si le digo que soy socialista, quizá tampoco lo entienda. Usted es una cantante, vivé en otro mundo, en un mundo en que todo es lujo, en que se vive del dinero que sobra a los ricos. Para usted el dinero será algo de uso estrictamente personal. Reconozco que doña Mariana pensaba lo mismo y no me extraña en absoluto que usted lo piense. Pero Carlos sabe que el dinero tiene obligaciones, y las hubiera cumplido si no se creyera más obligado a usted. Es un caballero, ‘es decir, un hombre que razona sólo hasta cierto punto, pasado el cual, obedece a ciegas a unos principios de conducta cuya bondad o maldad no se paró a pensar. Pero yo soy un hombre de negocios…
Se irguió y miró el reloj.
—Tengo que marcharme. Mis astilleros no funcionan sin mí, ¿comprende? Sepa, sin embargo, que ese dinero que usted va a llevarse, y el otro que se llevará un señor que vive en la Argentina, servían para crear riqueza. Usted, seguramente…
Hablaba en tono seco, cada vez más seco. Su mirada tropezó con la de doña Angustias, suplicante. Se interrumpió.
—Bueno. ¿A qué viene todo esto? Usted no entiende de negocios.
Le tendió la mano.
—He tenido mucho gusto en conocerla. Espero que la veré antes de marcharse.
—¡Oh, claro que la verás! Esta misma tarde. Germaine se va a quedar aquí, a merendar conmigo y con otras amigas, y seguramente querrá cantar algo… ¿Verdad que cantará para nosotros?
—Si a ustedes les agrada…
—¡Naturalmente! Y Cayetano la escuchará. A la hora de la merienda, ya lo sabes.
Esperó a que Cayetano saliera. Inmediatamente se volvió a Germaine y la agarró del brazo.
—No haga caso a mi hijo. Es bueno como el pan, pero los negocios lo traen muy preocupado. Y en cuanto a comprar, ya hablaré yo con él. Sería la primera vez que negase lo que su madre le pide.
Cuando Paquito vino a traer recado de que el padre Eugenio acababa de llegar, entró en la habitación de la torre con un ataque de risa y tardó unos minutos en decir a qué venía. Por fin, lo dijo, y explicó que el fraile le daba risa sin poderlo remediar; le daba risa por lo serio y por lo fúnebre y también porque todos los eclesiásticos le daban risa, unos más que otros, y éste más que ninguno.
—Es cuestión de las sotanas, don Carlos, y no por nada malo. ¿Por qué coño les gustará vestir de faldas? Si, además, llevan pantalones por debajo. Hoy se le ven al fraile; se conoce que anda con la sotana subida.
Salió pitando. La casa retumbó de sus zancadas y el temblor se perdió en el fondo del pasillo. Carlos estaba sentado junto al fuego, metido en sí. Se levantó rápidamente y se situó en el hueco de la ventana, contra la claridad que venía del sol vespertino, una claridad que doraba el aire de la habitación y el banco de las paredes. Esperó allí a que el fraile llegase. Cuando le vio aparecer al cabo del pasillo, le espetó:
—¿Con qué pelea san Jorge esta tarde? ¿Con lanza o con espada?
El fraile entró y cerró la puerta. Echó la capa en el sofá y quedó de pie, mirando la silueta oscura de Carlos y un poco deslumbrados sus ojos.
—No vengo a pelear, sino a razonar.
—La leyenda no dice que el dragón fuera un ente razonable, sino terrible. Un personaje instintivo y fogoso, sin la menor idea de la justicia.
—Pero usted la tiene.
—Eso he creído siempre. Cuando niño también me creía guapo, porque mi madre me lo llamaba a todas horas. Sin embargo, a la vista está que no lo soy.
Abandonó el hueco de la ventana riendo y empujó al fraile hacia un asiento junto a la chimenea.
—Ande. Siéntese y tome algo. Hace mucho frío y nosotros vamos a tener, probablemente, una acalorada disputa. Un poco de aguardiente nos dará el calor.
El fraile se sentó.
—¿Por qué bromea?
—Para desarmarlo, padre. Le tengo muchísimo respeto y, además, conozco la debilidad de mis defensas —trajo el aguardiente y copas—. Créame: ninguna diosa bajó al infierno a robarlas para mí. En cambio, las de san Jorge son siempre armas celestes.
Sirvió el aguardiente y dejó sobre la mesa un paquete de cigarrillos. El fraile cogió uno y se inclinó para encenderlo en una brasa. Carlos echó un trago.
—Si quiere café, puedo pedirle al loco que nos lo haga. Ya conoce el intríngulis de la cafetera.
—No, gracias.
—Entonces, empiece. ¿Qué le ha contado la niña? ¿Qué quejas tiene de mí? ¿Le parece poco lo que le ofrezco y lo quiere todo? Acerca de eso ya le di la respuesta. ¿O es que está arrepentida?
El fraile puso cara de extrañeza.
—No lo entiendo.
—¿No viene usted mandado por Germaine?
—¿Quién se lo dijo?
—A cualquiera se le ocurre, después de la escena que tuvimos aquí mismo esta mañana.
—¿Es que se han peleado?
—Pelear, exactamente, no. Pusimos las cartas boca arriba y, al final, quedamos de acuerdo, pero no amigos. Si usted hubiera llegado con otra cara, pensaría que venía a concretar ciertos detalles. Pero la cara que usted traía parecía más bien de reprimenda. Llegó usted revestido de armas resplandecientes y me dio miedo.
—¿Por qué la ha engañado?
Carlos empezó a reír. Riendo, encendió su cigarrillo y no respondió hasta haberlo chupado un par de veces.
—¡Ah! ¿Es sólo por eso?
—Me parece un acto…, ¿cómo le diría?
—Inmoral. ¿O prefiere usted vil? Quizá. Pero sólo desde su punto de vista.
—No desde mi punto de vista, sino desde el de Jesucristo. «El que llama raca a su hermano, reo es del infierno.» Llamar raca es despreciar, y todo el que desprecia…
Carlos alzó las manos.
—Ya sé. Me lo contó usted el otro día: la doctrina angélica del padre Hugo y todo lo demás. Pero yo no he despreciado a Germaine, puede creérmelo, ni he intentado burlarme de ella. Sólo pretendí ponerme a tono, y no por nada, sino por razones de equilibrio. Lo que siento de veras es no haber podido invitar al pueblo entero, usted incluido, para que conmigo ofreciesen a Germaine una representación gigantesca.
Algunas de las personas con que trató, singularmente, debieran haberse enmascarado. Pienso, por ejemplo, en Clara Aldán. Clara Aldán lleva su drama a flor de piel. Sé que han hablado una o dos veces, y me alegro de no haber estado presente. El contraste habrá sido demasiado violento. Y esta tarde, en casa de Cayetano… ¿Cómo se habrá portado el ogro? ¿Se habrá dado cuenta de que no debía mostrar las uñas, porque sus uñas son demasiado dramáticas? Aunque es posible que me equivoque. Germaine es tan enérgicamente vulgar, que su vulgaridad arrolla, contagia, lo domina todo, todo lo vulgariza. Quizá Cayetano se haya olvidado de que es el ogro y se haya portado con ella como un correcto dependiente de comercio. ¿Quién sabe? La fuerza de la vulgaridad es mucha y Germaine la lleva en la punta de los dedos como una carga eléctrica.
Se enderezó en el asiento y alargó contra el fraile un índice extendido.
Juzgue por usted mismo, padre. Su situación ante Germaine debería haber sido, al menos para usted, tremendamente dramática. Ella es la hija de quien es, etcétera. Pero dígamela verdad: ¿lo recordó usted una sola vez desde que la conoció, desde aquel momento emocionante en que se encontraron y se hablaron en francés? ¿No resultó, más bien, que se sintió atraído al terreno de ella y, sobre todo, al problema de ella?
Dejó caer el brazo.
—Germaine es vulgar y yo me he puesto a tono: eso fue todo. Confieso, sin embargo, que un par de veces he intentado sacarla de su terreno y traerla al nuestro. Por obligación moral, ¿me entiende?, a sabiendas de que no conseguiría nada. Y nada conseguí. Su fuerza es enorme. Si se quedase en Pueblanueva transformaría al pueblo, lo haría apacible sólo con cantar los domingos en la plaza pública el aria de La Traviata. ¿Qué estará pasando ahora mismo en casa de Cayetano? ¡No quiero pensarlo, padre Eugenio! Pero si Germaine canta delante de él, habrá que replantear la situación en Pueblanueva y considerar ese importante factor. Cayetano domado, mejor dicho, vulgarizado por la música de Verdi. ¿Será posible? Y sobre todo, ¿bastará con una sesión, o hará falta que Germaine prolongue unos días su estancia y repita la visita al astillero?
Se levantó. El padre Eugenio le había escuchado sin mirarle. Carlos se acercó a la mesa cargada de libros, se apoyó en ella y movió las manos, como enlace mudo de sus palabras.
—Y no crea usted que desprecio la vulgaridad. ¡Dios me libre! La vulgaridad es muy aconsejable y son muchos los que la proponen como remedio de los males humanos. Pongamos el caso de usted y el de Germaine: usted no es feliz, usted sufre, y ella también sufre y tampoco es feliz. Pero si se lleva consigo un millón de pesetas dejará de sufrir y de ser desdichada. A usted, en cambio, nada de este mundo podría remediarle. Porque usted no es vulgar y ella sí. Imagine ahora que todos los dolores de la humanidad fuesen dolores vulgares, dolores curables con dinero o con algo que puede hallarse y tenerse. ¿Quién duda que habría más felicidad y que podríamos esperar ser todos felices algún día? Usted, y yo, y Clara, y hasta Cayetano. Los apóstoles del futuro predicarán la vulgaridad obligatoria y los políticos la impondrán por la fuerza de una pedagogía debidamente orientada. Y en ese mundo, que ya empieza a existir, que ya existe en parte desde siempre, Germaine será estrella, una estrella a escala internacional, pasajera de los grandes transatlánticos, huésped de los grandes hoteles, cliente de los grandes modistos y, si hace falta para mantenerse en la primera fila de la actualidad, protagonista de los grandes escándalos.
Quedó con los brazos alzados por encima de la cabeza, tensos, y las manos crispadas. El fraile no se había movido, ni le movió el grito final. Poco a poco la tensión de los brazos se fue aflojando, y la del rostro, y los bajó hasta dejarlos caer. El fraile, entonces, se levantó y se acercó a Carlos.
—Muy bien. Y del dinero, ¿en qué han quedado?
Carlos se abrochó la chaqueta y ocultó las manos en los bolsillos.
—Tendrá que ir usted con ella al notario. Quiere que se abra el codicilo.
—Y usted, ¿no va?
—No. Yo ahora estoy conforme con el testamento y le hice una oferta que rechazó. Claro que también puede ir ella sola, o con su padre, pero no me parece conveniente. Es mejor que la acompañe usted por varias razones, entre otras, porque usted es su único paladín.
El padre Eugenio le echó la mano a un hombro y lo atrajo afectuosamente.
—Está usted dolido, Carlos, pero injustamente. Cada cual es como es, y no tenemos derecho a preguntar al cielo por qué no hace a las gentes a la medida de nuestro gusto. Sobre todo, cuando, como en el caso de usted, es el gusto de un esteta incorregible. Porque usted es un esteta y a mí me gustaría que fuese un ser normal capaz de respetar a los demás como son, ya que no puedo hacer de usted un hombre religioso que vea a los demás como criaturas de Dios, como seres en los que Dios palpita y arde. Ahora bien: lo que no debo permitir es que su disgusto influya en el arreglo de la situación de Germaine. Olvide su vulgaridad y ofrézcale una solución justa.
—Esta mañana le propuse entregarle todo el dinero. Casi medio millón’ de pesetas, o quizá más. Y ha dicho que no.
Encogió el torso y bajó la cabeza.
—No lo ha dicho, o al menos a mí, pero supongo que su inmensa vulgaridad le hace creer que me muevo por interés, y usted sabe que no es así.
Volvió a erguirse e hizo frente al fraile.
—Me opongo a que se venda la casa de doña Mariana, a que se vendan sus objetos. Me opongo porque, en conciencia, creo que el dinero ofrecido a Germaine es suficiente para sus necesidades y que no le frustraré la carrera si impido esa venta. Me opongo mientras pueda hacerlo. Ahora bien, si los términos del codicilo la autorizan…
Se encogió de hombros y sonrió.
—Vaya usted con ella, vean al notario. Mañana mejor que pasado. Yo me desentiendo de todo. Y no pierda el tiempo en explicarle que mis motivos son honrados y que, aunque no lo crea, soy un caballero. Su opinión me importa un bledo.
—¿Por qué la desprecia, Carlos?
—¿Yo? ¿Despreciarla yo?
Dio rápidamente la vuelta, corrió a la ventana y se quedó allí. El fraile permaneció quieto unos instantes; luego, sin hacer ruido, abrió la puerta y salió.
Por encima de las colinas, más allá de la ría, caía el sol, y el dorado de su luz se hacía púrpura. La mar se había oscurecido y parecía tranquila. Los árboles del jardín estaban quietos; pero, allá, hacia el Suroeste, asomaban nubes blancas de niebla que resbalaban por las colinas.
—Sí. Mañana va a cambiar el tiempo. Está ahí la niebla.
El Relojero hablaba desde la puerta y su mano agitaba un papelito verdoso. Carlos fue hacia él.
—¿Qué pasa ahora?
—Trajeron esto.
Era un telegrama. Carlos lo abrió apresuradamente.
«Lucía muerta. Estoy desconsolado. Llegaremos mañana.»
Y firmaba: «Baldomero».
La sirena del astillero sonó a las cinco y media. Cayetano se hallaba en un extremo de las gradas, bajo la popa: los obreros montaban las hélices. Al sonar la sirena siguieron trabajando. Cayetano les rogó que terminasen la tarea y pasasen luego por la oficina a cobrar un extraordinario. Le dieron las gracias. Llamó a un turno de retén y mandó que trajesen luces, y a un guarda encomendó que fuese a la cantina y encargase vino. El conserje llegó diciendo que la señora le esperaba.
—Dígale que tardaré un poco, que vayan merendando.
Esperó la llegada del vino y bebió un vaso con los trabajadores. Después pasó por la oficina y dio algunas órdenes. Martínez Couto le dijo que la señora había vuelto a preguntar por él.
Entró en su despacho y se encerró por dentro. Se sentó en un sillón, encendió un cigarrillo, que apagó apenas encendido. Tenía la boca seca y la cabeza revuelta. Se levantó, se sirvió un whisky y bebió un trago.
Ardía un buen fuego en la chimenea, llamas largas y fulgurantes de un tronco hecho ascuas: lo golpeó con el hierro y se desprendieron fragmentos rojizos, casi transparentes, que caían en la ceniza y oscurecían. De un costado del tronco brotó, de pronto, una llama más blanca que las otras, como un chorro de fuego, y hacía ruido como si el tronco resoplase por aquella grieta; hasta que se agotó el palito y el chorro quedó reducido a una llamita débil, asumida inmediatamente por las otras. Cayetano, de pronto, dio una patada a los morrillos y los derribó sobre el hogar. Bebió otro trago. Del fuego alborotado ascendían vahos calientes. Apagó las luces y abrió una ventana; vio por la rendija, allá lejos, en medio de un espacio iluminado, el ajetreo de los que montaban las hélices, y sombras que iban y venían alrededor. Llegaba de la mar un aire fresco que sorbió ávidamente. Sonó el timbre del teléfono y lo dejó sonar.
A aquella hora, en aquel instante, estarían reunidas, alrededor de Germaine, las amigas de su madre. Doña Angustias la tendría sentada a su derecha, y le enviaría sonrisas y zalemas, y le recomendaría este bollo o aquel pedazo de bizcocho, los mejores. Seguramente, Germaine habría cantado ya, y su madre, y las señoras, y quizá también las criadas, estarían como bobas y se comunicarían en voz baja su admiración por la francesa. Las veía, casi las oía cuchichear, intercambiar exclamaciones de asombro por lo bonita que era y por lo bien que cantaba.
A su madre y a todas sus invitadas doña Mariana las había despreciado.
Sentía su corazón hundido, pero en calma. Podía pensar fríamente, aceptar la realidad: «La puñetera Vieja me ha vencido. Le quedaba en el mundo esta mema con voz bonita para humillar a mi madre y humillarme a mí». ¡Había dicho, había pensado tantas veces que también Germaine pasaría por su cama, como las otras…! Y aunque después había dejado de decirlo y de pensarlo, aunque incluso había dejado de desearlo, ahora, al ver cómo su madre olvidaba las ofensas y agasajaba a Germaine y reconocía con su conducta la superioridad de aquella muchachuela, el viejo pensamiento renacía y urgía como un deber: urgía, apremiaba en vano, porque la francesa apenas se había fijado en él, porque nada en la conducta de Germaine hacía presumir que pudiera conquistarla y obtener de la conquista el triunfo que lo pacificaría para siempre, que le haría olvidar. ¡Y la había tenido por segura, había llegado a imaginar con qué palabras contaría en el casino los detalles de su victoria!
Cerró de golpe la vidriera. En los paneles brillantes de las paredes bailaba el reflejo de las llamas, y una luz difusa, agradable, llenaba el despacho. Lo atravesó hacia una puertecilla lateral y salió por ella a una escalera. Empezó a subirla, se detuvo, siguió subiendo. Al llegar al pasillo oyó, tras la puerta de la salita de estar, rumor de voces, algunas risas.
En puntillas se acercó a su cuarto, abrió con sigilo, entró y cerró. Sin encender las luces empezó a cambiarse de ropa. Cuando estuvo vestido recordó que había traído consigo el vaso de whisky y lo apuró. Buscó a tientas, en el armario, una gabardina y se la echó al brazo. Alguien caminaba por el pasillo, quizá la criada. Se quedó quieto, hasta que los pasos se alejaron. Entonces salió. Al fondo, detrás de la puerta iluminada, le esperaban. Se sintió tentado de entrar, de sumarse al cortejo de Germaine y hasta de preguntar a su madre si verdaderamente quería que hipotecase los astilleros para comprar los bienes de la Vieja. «Sí, mamá: tenemos que hipotecar nuestro negocio y, además, dejar que la gente pase hambre.» Doña Angustias no lo comprendería nunca y tampoco podría comprender que su hijo, en aquel momento, huyese sin hacer ruido sólo por no estar otra vez delante de la francesa callado como un buen chico.
En el garaje, el chófer charlaba con un guarda-almacenes. Se levantaron al llegar Cayetano.
—¿Qué haces aquí?
El chófer aplastó la colilla del cigarro contra la pared de cemento.
—La señora me mandó esperar. Tengo que llevar a alguien a su casa.
—Cuando te llame, le dices que el coche me lo he llevado yo.
—Sí, señor.
Se metió en el automóvil y abrió el conmutador: el garaje se iluminó. El guarda-almacenes y el chófer abrían la puerta. Cayetano iba a poner el motor en marcha, pero se detuvo. El guarda-almacenes y el chófer, uno a cada lado de la puerta, esperaban su salida. Cayetano apagó los faros y descendió.
—He cambiado de opinión. Cuando hayas terminado, traes el coche al garaje y llenas el depósito. Echa un vistazo al motor, de paso, y luego puedes marcharte.
—¿Saldrá el señor de viaje?
—Quizá.
Olvidaba la gabardina en el automóvil y la recuperó. El guarda-almacenes le ayudó a ponérsela.
—Si alguien pregunta por mí, no me habéis visto.
—¿Aunque sea la señora?
Aunque sea la señora.
La misma orden dio al vigilante de la puerta.
Había caído sobre Pueblanueva una niebla opaca y fría. Los grandes focos que alumbraban allá arriba la entrada del astillero parecían distantes, perdidos en las nubes. Cayetano se subió el cuello de la gabardina, bajó el ala del sombrero y echó a andar pegado a la tapia de la factoría, hacia arriba, hacia el pueblo. Entró por una calleja de casuchas bajas y blancas apenas alumbrada. Tropezó con una mujer que salía de casa. Se apartó.
—¡Bien podía mirar por dónde camina! ¿En qué irá pensando…?
Todavía dijo la mujer algunos denuestos más y explicó a una vecina que ya no se podía salir de noche a la calle, y que los hombres de ahora no tenían educación.
En el ámbito oscuro de la plaza la niebla había espesado. Las torres, los soportales, la balconada del Ayuntamiento, perdían sus perfiles y se fundían en una masa negruzca y húmeda, uniforme, sin relieve. Al entrar Cayetano en la plaza se encendieron las luces y la niebla se animó de resplandores impotentes. Parecía vacía. Las suelas de goma resbalaban en las losas del empedrado.
Se detuvo a encender la pipa y avanzó bajo los soportales. A la puerta de la estación de autobuses un montón de fardos estorbaba el camino. Salió a la plaza y volvió a meterse por el soportal siguiente. La tienda de Clara lanzaba al suelo un rectángulo alargado de luz, un poco alterado en los bordes por la sombra de los géneros colgados en el quicio. Se detuvo ante la puerta, con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada. No se veía a nadie. Entró. Clara, más allá del mostrador, cosía. Levantó la cabeza, vio a Cayetano y saltó del asiento.
—¡Satanás en persona!
Cayetano se acercó al mostrador y se apoyó en los codos. Sostenía la pipa entre los dientes, un poco ladeada hacia la izquierda.
—Buenas tardes.
Clara, con brazo enérgico, señaló la salida.
—¡Ya estás largándote a la calle!
—Es una tienda, ¿no? Puedo venir a comprar… o a ver qué tienes.
Clara, erguida, seria, le hacía frente con mirada dura. Dejó caer el brazo y adelantó un paso.
—Pues compra lo que quieras, pero pronto.
—No tengo prisa.
—Entonces, quítate el sombrero. Mis visitas suelen ser bien educadas.
Cayetano dejó el sombrero encima del mostrador.
—Ya está. ¿Y ahora?
—Tú dirás.
—¿No me ofreces asiento?
—No.
Cayetano cruzó los brazos, sonriendo.
—No vengo a comerte.
—No me dejaría.
—Quería ver esto, ¿sabes? Curiosidad por saber qué habías hecho con mi dinero.
Ella se encogió de hombros.
—Con el mismo derecho puedo preguntarte qué has hecho de mi casa.
—No me sirve para nada.
—Ni te obligué a comprarla ni te pedí que la comprases. Más bien fuiste tú quien me obligó a venderla.
—Eso no la hace más útil.
—Pues si esperas un poco, cualquier día te la vuelvo a comprar.
—¿Tanto ganas?
—Me defiendo.
Cayetano golpeó la pipa en la arista del mostrador. Cayeron al suelo cenizas y briznas de tabaco encendidas.
—Pasaba por aquí y se me ocurrió hacerte una visita. Recordaba que la última vez que nos vimos no estuviste muy amable y entré con precauciones.
Clara levantó hasta la cara la mano derecha y miró a Cayetano a través de los dedos abiertos; luego la cerró con fuerza.
—No sé qué tiene que le gustan las bofetadas.
Cayetano quiso agarrársela y Clara la retiró. «¡Quieto!» La mano de Cayetano, sin presa, se movió interrogante.
—Para las caricias, ¿es tan diligente?
—En eso le falta práctica.
—No lo dice la fama.
—¡Si fuéramos a hacer caso de lo que se dice de ti y de mí!
—Luego, ¿no crees en mi reputación?
—Alguna exageración habrá. Como en la mía.
—Somos dos incomprendidos.
—Puede…
Cayetano volvió a acodarse al mostrador y ella se retiró un poco. Metió las manos en los bolsillos del mandil y se apoyó en el anaquel. Cayetano la señalaba.
—Estás muy bien vestida. ¡Quién te lo diría hace un año! Daba pena verte. Parecías…
—Lo que parecía, te lo callas, y no me lo recuerdes.
—Perdona.
—Y dime a qué has venido.
—Ya te lo dije.
—No te creo. Y no quiero que te vean de palique conmigo.
Cayetano se enderezó y buscó tabaco en los bolsillos. Mientras encendía un cigarrillo, dijo a Clara, un poco inclinado el rostro:
—¿Quieres de verdad saberlo?
—Si no te vas en seguida, sí.
Cayetano arrojó la cerilla a la calle.
—¿Conoces a tu prima?
—No es mi prima.
—Bueno. Sois de la misma camada. La conoces, ¿verdad? Una superferolítica remilgada que dicen que canta bien. Pues le vengo escapando.
Y se me ocurrió pasar a verte.
—¿Para qué?
Cayetano cruzó los brazos y recogió el cigarrillo con la mano derecha.
—¿Quieres venir conmigo a La Coruña? Te convido a cenar y a bailar.
Clara, sin moverse, silabeó la respuesta.
—Estás equivocado.
Él sonrió y echó una bocanada larga; el humo se disolvió en el aire antes de alcanzar a Clara. Cayetano se apretó contra el mostrador.
—No hay nada malo en que aceptes la invitación de un amigo. Y si lo haces por tu reputación —hizo una pausa levísima—, nos citamos a la salida del pueblo y nadie se entera.
—Es que yo no soy tu amiga.
—Bien, pero todo tiene arreglo. ¿Te ofendí una vez? Te pido perdón. Y como tú no me guardas rencor…
Clara le interrumpió.
—Eso es cierto. No te guardo rencor.
—¿Ves? Sin rencor, sin mala voluntad, dos personas como nosotros pueden llegar a mucho.
—¿Llegar a qué?
A ser buenos amigos.
Clara, de pronto, se echó a reír.
—¿Es así como engañas a tus víctimas? ¡Buenos amigos! —se acercó al mostrador, mirando de frente a Cayetano, y golpeó la madera pulida con las palmas de la mano—. Las cosas claras. Vienes a proponerme que me acueste contigo y te digo que no.
Cayetano aguantó la mirada, el cigarrillo entre los dientes y una sonrisa leve, un poco cínica, en las comisuras de los labios.
—¿Soy acaso peor que otros?
—Tendrías que ser mejor que todos.
—No veo razón para que me exijas más.
—Soy la que puede hacerlo, ¿no?
—Es que suelo dar mucho.
—Nunca bastante para mí.
Cayetano, de un movimiento rápido, la sujetó por las muñecas.
—Has dicho que las cosas claras.
Ella no hizo fuerza. Le miró a los ojos y dijo tranquilamente.
—Suéltame.
—¿Gritarás?
—No, porque vas a soltarme.
—¿Y si no lo hago?
—Me darás asco.
Cayetano aflojó la presión de los dedos.
—Estoy acostumbrado a que me tengan miedo; pero eso no me lo había dicho nadie todavía.
—Tampoco te lo diré yo, si me sueltas —Cayetano retiró las manos con parsimonia—. Así es mejor. Y sin insultos.
Las manos de Clara no se apartaron del mostrador. Las juntó, una encima de otra, con seguridad.
—Bien. Ahora, si has terminado ya, márchate. Tengo que cerrar.
—No he empezado todavía —arrojó violentamente al suelo la colilla y la pisoteó—. No he empezado…
—¿Por qué no te atreves? Muy bien. Si quieres, lo hago yo por ti. A ti te pasó algo con la francesa y vienes a que yo pague los platos rotos.
—¿Por qué supones eso?
—Hace ocho meses que he puesto la tienda y no se te ha ocurrido’ venir a ella hasta hoy. Me has visto mil veces sola por ahí y no te acercaste. ¡Qué casualidad! Lo haces la tarde del día en que mi prima, como tú dices, ha comido en tu casa; el día en que todas las comadres de Pueblanueva están haciendo’ cábalas acerca de lo que pasará y de si pasará… ¡Está bien claro, hijo mío! Debieron de salirte mal las cosas cuándo vienes a batir la luna conmigo.
Dio un golpecito a Cayetano en el hombro.
—¿Qué? ¿Te ha dicho que no? ¿O es que tu madre no te permitió insinuarte?
Rió brevemente y golpeó de nuevo el hombro de Cayetano.
—Hazme caso. Ahí pierdes el tiempo. No sé si es una santa o una zorra, pero nosotros no existimos para ella.
—Tú no la quieres bien, ¿verdad?
—Ni mal tampoco. Pero deseo que se vaya cuanto antes.
—¿Te estorba?
Clara se encogió de hombros.
—No me gusta.
—¿Es por Carlos?
—Es por ella, que se me ha atragantado. Y Carlos, también. Y tú, si no pones otra cara y me miras con otros ojos —golpeó el mostrador con el puño cerrado—. No soy una puta, y en este mostrador se vende otra clase de mercancía. Si la francesa te ha soliviantado, a otra puerta, que ésta se cierra a las ocho y no se abre de tapadillo.
Cayetano miró su reloj tranquilamente.
—No son más que las siete y cuarto. Y acabo de descubrir que me gusta hablar contigo.
—Para hablar hay que contar con el gusto de dos.
—¿Y para más cosas que hablar?
—Ésas, ni mentarlas.
Cayetano recogió el sombrero.
—Me parece que he perdido el tiempo.
—Menos mal, si lo reconoces.
—No me refiero a éste. Por el contrario, me alegro de haber venido, porque volveré.
—No pasarás de esa puerta.
Cayetano se encasquetó el sombrero y sonrió.
—¿Quién iba a sospechar que Clara Aldán fuese la única mujer digna de doña Mariana? Me encontraba sin pareja desde su muerte. Pero ahora ya sé dónde estás. Volveré mañana. Y no a pelear contigo.
Tendió la mano encima del mostrador.
—Vamos a ser amigos.
Clara cruzó los brazos.
—Entonces, espera a que lo seamos para darme la mano. De momento…
—Está bien. Hasta mañana, Clara.
—Adiós.