Introducción

Introducción

Han pasado más de cuarenta años desde la muerte de Franco y la transición de la dictadura a la democracia sigue rodeada de tabúes. Una especie de historia angélica sobrevuela este periodo. Unos dirigentes abnegados, un rey consecuente, unas instituciones preñadas de patriotismo, una ciudadanía responsable… De no ser porque algún oficial temerario tuvo algo más que tentaciones golpistas, nos encontraríamos con la paradoja de que por primera vez en la historia de España, y del mundo, la política se despegó de maquiavelismos y se convirtió en seráfica. Todo el mundo fue bueno, incluso sin quererlo, y algunos a sabiendas.

Han pasado ya cuarenta años de la muerte de Franco y la crónica de la transición que se fue tejiendo poco a poco como una superposición de lugares comunes, de tópicos que recubrieran una realidad escabrosa, ahora, de tanto repetirlos, parecen lo único real. La historia se convirtió en fantasía porque los magos así lo decidieron. Quizá eso explique por qué los protagonistas de muy diverso rango y los historiadores de muy variado pelo coincidan en lo fundamental y tan solo se diferencien en lo accesorio. Otra aportación singularísima a la historia de la humanidad: los que hacen la historia y los que la escriben parecen los mismos. Como si hubiéramos vuelto a los tiempos de Julio César, aunque sin ambición de estilo. Lo que no obsta para que una buena parte de historiadores, analistas y ciudadanos contemplemos, ansiosos primero y aburridos luego, el goteo permanente de memorias políticas. Complementarias en el mejor de los casos, cuando no redundantes; siempre inmodestas.

Manuel Fraga, Rodolfo Martín Villa, Alfonso Osorio, Josep Melià, José María de Areilza, José Utrera Molina, José Manuel Otero Novas, Leopoldo Calvo Sotelo, Enrique Tierno Galván, Josep Tarradellas, Salvador Sánchez-Terán, Fernando Álvarez de Miranda sin contar los aparecidos al filo del cambio de siglo; e incluso algunos que repitieron experiencia, como es el caso de dos protagonistas distanciados en todo lo que no fuera la derrota —Santiago Carrillo y Laureano López Rodó—. Las diferencias de apreciación en los textos harían las delicias de un psicólogo, pero dudo que tengan el mismo interés para los historiadores.

Cabe temer, conforme van las cosas, que cuando se acaben las primeras figuras se proseguirá en un descenso hacia la miseria histórica. Se puede prever la aparición de ángulos inéditos del proceso político expuestos a partir de algún mayordomo palaciego —de la Zarzuela o la Moncloa, a escoger—, una secretaria de líder político o un chef de cocina reputado con establecimiento en la capital. Y a lo mejor serán más interesantes[1].

La paradoja más significativa de estos años de democracia es que todos dicen considerar como plenamente consolidado el nuevo sistema y sin embargo nadie osa aún traspasar el marco de «las verdades reveladas» sobre la Transición.

Lo que tuvo de manipulación ese proceso queda patente cuando lo enfrentamos a la prueba de la verdad. Durante años decir la verdad sobre la Transición era considerado desestabilizador de la democracia, y dar por bueno el engaño se consideraba como facilitar el asentamiento del nuevo sistema.

Un ejemplo. Cuando en 1979 se publicó la primera y única biografía del entonces presidente Adolfo Suárez[2], la reacción de los más reputados comentaristas fue implacable, con escasas excepciones. La izquierda oficial del momento, el Partido Comunista, puso en boca de su secretario general el juicio que le merecía cualquier retrato del pasado, «pornografía política». Los que podían denominarse entonces sectores y medios de comunicación progresistas reaccionaron con desdén, cuando no con animosidad, hacia cualquiera que tuviera la osadía de distanciarse de la edulcorada y falaz versión «institucional».

Según este esquema, solo la extrema derecha, o los nostálgicos del pasado, podían tener interés en poner sobre el tapete quién era el presidente designado por el rey y confirmado luego en las urnas por los españoles. No había que hacerle el juego a la reacción. Amplios sectores de opinión aceptaban implícitamente la idea de que no eran tiempos para afrontar la verdad sino para ocultarla. Más significativo es que nadie aspiró a ponerle plazo a este procedimiento; nos enfrascamos tanto en mentir y en aceptar la falsedad que al final devino la única realidad.

La estabilidad del sistema democrático estaba vinculada, por tanto, a una serie de falsedades consensuadas. O lo que es lo mismo, una clase política de doble procedencia —de la dictadura y de la oposición ilegal— interpretaba que solo ellos podían darle estabilidad al nuevo régimen, porque la sociedad no había sido la que formalmente forzara el cambio y no había más remedio que construirle un mundo político paradisíaco. Toda para la sociedad, pero sin ella. Al final la ciudadanía no podría menos que agradecerles tantos desvelos. ¿Para qué decirles las crueles verdades? No todo el mundo está preparado para afrontar el temerario «sangre, sudor y lágrimas» de Winston Churchill. En España la medida de la política siempre fue conservadora y la dio sarcásticamente el señor Cánovas del Castillo a don Manuel Alonso Martínez, cuando se discutía el artículo primero de la Constitución de 1876: «Son españoles, los que no pueden ser otra cosa».

Como ningún demócrata consecuente podía reconocer que había luchado para «aquello», el envoltorio de mentiras en las que se recubrió el sistema se traducían en la consideración de que la sociedad no era fuente de estabilidad, sino un cuerpo susceptible de desestabilización. La Transición se convirtió en un tratado de cómo escamotear la política a la sociedad. Adoptó muy diferentes formas, desde las más vulgares a las más sofisticadas.

No sería exacto decir que resulta alarmante la ausencia de trabajos analíticos sobre el proceso de transición, porque haberlos los hay, aunque no tengan precisamente rigor o lleguen a la conclusión de aquello que desde el principio querían demostrar —la clarividencia del monarca y el patriotismo de la clase política—. O se hacen análisis desde la hagiografía, algo solo pensable gracias a nuestra tradición tridentina, escolástica y reaccionaria, que consiste en recomponer la vida del santo —Juan Carlos de Borbón, Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez, el conde de Barcelona…— dándole a cada gesto y decisión una dimensión histórica; haciendo coherente la historia desde el momento en que fue canonizado hasta su más tierna infancia. Entre otras cosas, porque si el santo ya tiene peana es por algo, y dar lustre a ese algo es la aspiración de los historiadores y cronistas de la Transición.

Cada vez hay más datos. No hay temporada que alguno de los protagonistas o sus ayudantes no nos sorprendan con una pincelada nueva que añadir al fresco histórico. Pero apenas si es el esbozo, como si hubiera un temor a enfrentarnos al efecto que podría causarnos contemplar a los tres elementos retratados: franquismo, oposición y sociedad. O lo que es lo mismo, ese periodo agonizante de la dictadura denominado «tardofranquismo», esas fuerzas democráticas que cuanto más se unen menos fuerza tienen, y esa sociedad que pasa por diversos estadios hasta que confía su suerte a unos muchachos bisoños pero emprendedores, en octubre de 1982.

Abundan los trabajos justificativos de la Transición, cuando no plenamente exegéticos. Manuales desbordantes de metáforas y de subterfugios ideológicos, redactados en general por catedráticos con ambiciones políticas —también, en general, frustradas— y a los que en alguna ocasión me será obligado recurrir como inevitables referentes. Porque, si bien bastaría el argumento personal y contemplar sus biografías, han ido más allá. De escribirlo acabaron por creérselo y actuaron conforme al manual que ellos mismos habían pergeñado. Sedimentaron una determinada cultura de la transición que me temo acabará siendo algo tan obvio cuanto incongruente. Como «la generación del 98» que nunca existió, «los poetas del 27» que se inventaron en la década de los cincuenta, o «la ruptura de la inteligencia falangista con el franquismo en 1945» que siguió en el poder hasta 1956.

Clase política y sociedad, analistas e historiadores, se atienen todos a la máxima germánica, «si ha salido bien, todo ha estado bien». El rey Juan Carlos; un compendio de voluntad y coherencia democrática. La clase política franquista; un grupo pleno de emotividad dividido entre unos nostálgicos con dignidad trasnochada y unos avezados profesionales ansiosos de una oportunidad democrática. La izquierda; abnegada, como siempre, dispuesta a anteponer el bien común a los intereses partidarios. Primero un Carrillo patriota, luego un González responsable. Los trabajadores; bien, gracias. Ya se sabe que en España, los obreros han sido, de suyo, gente modesta de ambiciones.

Todos, en fin, conscientes de que el momento exigía supeditar las aspiraciones legítimas de los protagonistas al inmarcesible bienestar de la patria. Un paisaje tan solo roto por algún interés parcial, localista, a redropelo de la historia, procedente de vascos y catalanes, que amenazó con viejas rencillas, pero que fue asimilado cuando no obviado por la dimensión de auténticos estadistas surgidos de la bruma. Tarradellas en Cataluña y Ajuriaguerra en el País Vasco, dos descubrimientos septuagenarios, lamentablemente muy diferentes, porque uno supo imponerse, mientras que el otro fue arrollado por sus jóvenes lobos.

Europa entera, contemplando el excelso panorama, para pasmo de soviéticos y norteamericanos, que observaban cómo se superaban viejas fronteras en este país antaño inmisericorde. España daba una lección al mundo, como escribieron a lo largo y ancho del planeta. La transición española como modelo para superar las dictaduras del Oeste primero y del Este luego.

La segunda lección en lo que va de siglo. Aunque la anterior fuera de mal gusto recordarla porque venía a abrir heridas no del todo cicatrizadas: la reacción de la ciudadanía, en 1936, frente a la ascensión del entonces denominado fascismo. La Guerra Civil y la Transición son las dos aportaciones de España a la historia del siglo XX. Incluso las dos únicas sintonías auténticas con su tiempo, porque en ambas se da una confluencia atípica de aspiraciones entre la sociedad española y la europea.

La curiosidad de este hecho, su importancia no resaltada, es que ambas aportaciones se contraponen, quizá atendiendo a la caracterización paradójica de nuestra personalidad histórica en la que había insistido Unamuno. Incluso más, porque la segunda experiencia desvaloriza a la primera. Si la Transición política se valora como modelo, entonces la Guerra Civil no es más que una barbarie cainita, una derivación malsana de las tendencias sociales del país que coexistían a duras penas desde finales del siglo XVIII.

La una, lección de valor y de insolencia, de comprensión de un futuro barbárico —el fascismo— que había que tratar de impedir. Aunque pareciera imposible, intentaba mostrar el camino para desbaratar una victoria más de la reacción en nuestra historia; aun a costa del cainismo y de dejar la sociedad abierta en canal. La otra, lección de templanza y capacidad integradora, de sutilezas en una clase política y económica caracterizada secularmente por la brutalidad y el cerrilismo, salvas sean las contadas excepciones.

Se trataba de explicar este milagro tras aquella tragedia, aunque el asunto fuera más allá, porque de alguna manera la segunda lección, la Transición, no solo subsumía a la primera, sino que le quitaba toda su virtualidad. El milagro de la Transición echaba al infierno de lo maldito lo que pudiera tener de magnificencia el fervor democrático y antifascista de julio de 1936. La imagen del frentepopulismo, de su ambición liberadora y de su vulgaridad, de su tragedia y sus errores, incluso de sus crímenes, debía cubrirse de silencio, igualándolo todo para construir este nuevo y beatífico edificio de la Transición y el consenso.

La Transición como modelo venía a dejar obsoleta cualquier referencia a la Guerra Civil en su sentido genuino, el de la primera batalla europea de la democracia contra el totalitarismo. Quizá sin auténtica conciencia de ello, se avanzaba un argumento posmoderno al evaluar la Transición política como el final de las ideas fuertes y el triunfo del presente, de lo inmediato. Como el burgués de Molière que hablaba en prosa sin saberlo, nuestra clase política de la Transición fue posmoderna antes de que llegaran algunos ideólogos a explicárselo. Lo que podría haberse convertido en un elemento de reflexión, apenas si quedó en un trágala.

La fragilidad de los ideólogos —fueran de partido o de academia—, la inexistencia de culturas políticas mínimamente enraizadas en la militancia, convirtió ese proceso, por demás apasionante, en un juego de espejos y de engaños, en los que unos individuos sustituían a partidos, los partidos a clases sociales, y todos trataban de engañar a todos en aras de salvar no se sabe qué esencias, que al final se reducían a ambiciones personales. La Transición, según el modelo concebido por algunos de sus protagonistas, se redujo al final a un albañal, y no era ni lo uno ni lo otro, sino un ejercicio de improvisación que exigía gente de mayor empeño práctico y teórico para explicarlo a los gentiles. Algunos profetas lo tuvieron claro desde el comienzo, y se apuntaron a todas las variantes del éxito, inasequibles al desaliento, porque el que dudaba quedaba apeado de la cochambrosa locomotora de la historia.

En el proceso de «justificación de condicionantes políticos» en que se transformó la ideología de los partidos, no podía irse muy lejos. La Transición iniciaba su andadura teórica como modelo, y aspiraba a convertirse en un valor emblemático. A partir de ella, de su comprensión según el sesgo dominante, el siglo XX español podía ser analizado de otra manera: la Restauración canovista en su periodo de agotamiento, Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera, la República, la Guerra Civil y, por supuesto, el régimen de Franco.

No es que se superaran las versiones maniqueas que culpaban, ora a la derecha tradicionalista ora a la izquierda radical, de la ausencia de estabilidad política y consenso democrático, sino que se improvisaba un maniqueísmo sui generis según el cual todos los males de nuestra historia los había causado la ausencia de consenso, la inmadurez de nuestros políticos, la irresponsabilidad de nuestro pueblo. Un rey de 37 años, con la experiencia de un subalterno —Torcuato Fernández Miranda, convertido en renegado albacea de la dictadura— y un puñado de políticos de pasados innombrables —por vergonzosos— como Suárez, Carrillo o Fraga —o por inexistentes—, como González, Arzalluz o Roca… daban lecciones políticas de altura a los mitos del pasado: Maura y Cambó, Prieto y Negrín, Gil Robles y Giménez Fernández…

Contemplada con la simplicidad que acostumbran a mostrar sus protagonistas, uno no deja de admirarse cómo fue posible que políticos tan comunes, gentes tan inexpertas y mediocres dieran frutos tan magníficos, de validez pretendidamente universal. Una vez más parecía que individuos sin grandeza escribían una página por encima de sus propias limitaciones. Convertida en paradigma de la política la Transición corría el riesgo de perpetuarse bajo esta fórmula. Grande fue la misión y pequeños sus hombres, solo su Majestad supo estar en todo momento a la altura de su misión histórica. Como si lo mejor de nuestra historia se hubiera encarnado en él.

Si se ha llegado a este punto es porque la consolidación del sistema democrático se ha hecho de tal modo que los miedos, los temores, las cautelas, fueron dejando un sedimento que al final se convirtió en costra. Amparados en presuntos peligros desestabilizadores ocurre que la comodidad intelectual, los intereses adquiridos de personas o grupos, han impedido echar luz sobre ese proceso de transición. De una dictadura a una monarquía parlamentaria.

Es posible que buena parte del malestar intelectual que se detecta en España esté incubado en el nudo gordiano elaborado durante la Transición. Es significativa la obsesión por la ética como motivo de reflexión y no como modelo de conducta, o la ruptura del eje cultural entre izquierda y derecha que había sido una constante de nuestra historia y no de las menos fructíferas.

La construcción de ese nudo gordiano no podría achacarse a tal o cual personalidad política o institucional, ni tan siquiera a una charada de los «dioses» extranjeros, por utilizar el legendario motivo griego. Fueron los intereses autóctonos los que sirvieron de cañamazo. Desde 1976 hubo tantas fintas y lazos que al final no podían desatarse sin afectar a los protagonistas.

El debate sobre la Transición fue monopolizado por ellos como garantía de que el nudo gordiano sería considerado como una aportación y no como una rémora. El tejido de intereses, legítimo, se convirtió en ilegítimo a causa del secretismo, el ocultamiento y la mentira. Cualquier osado que se atreviera a acercarse a ese nudo, saltando sobre las anécdotas, para intentar desenmarañar la trama, corría el riesgo de la descalificación total. Y sería acusado de aquello que tiene a gala y que le permite el distanciamiento: no ser un protagonista de la Transición.

Quien no había estado en los sucesivos conciliábulos, aunque fuera a título de convidado de piedra, se arriesgaba a ser reprendido por falta de información confidencial. O lo que es más cruel, por ingenuidad. Una de las más curiosas leyendas, en las que se mezcla la vanidad y la majadería, es la consideración que tienen los protagonistas de sí mismos, y no digamos sus ayudantes, de que todo el proceso fue un derroche de sutileza, astucia y habilidad.

Los datos fundamentales sobre la Transición están ya desvelados. El puzle puede recomponerse pieza a pieza. Quizá ha llegado el momento de evaluar el costo de esa operación política, la primera en su género que tiene un éxito no efímero en España. Nuestra principal experiencia en tránsitos procede del paso de regímenes abiertos —sería demasiado decir liberales— a regímenes autoritarios. Con una característica fundamental: su duración. Fernando VII, Primo de Rivera y no digamos Franco, se mantuvieron ejerciendo el poder de manera absoluta demasiado tiempo. Lo que contrasta con la brevedad de los periodos democráticos, cuyo carácter frágil quedó patente con las dos repúblicas. La primera menos de un año y la segunda cinco, hasta el estallido de la Guerra Civil. En general no se resalta lo suficiente que la dictadura primorriverista duró más que la Segunda República.

Los periodos más radicalmente liberales de nuestra historia siempre han venido con un grado considerable de consenso, e invariablemente en procesos pacíficos. Se podría decir que las dictaduras impuestas con un costo y una violencia considerable, agotadas, acaban haciendo la libertad inevitable. De aquí es fácil llegar a la cruel conclusión de que toda la sangre vertida en la lucha por la libertad no ha sido suficiente para cambiar los regímenes, sino que al final las mismas clases que la barrenaron acaban imponiéndola. No es que la regalen, pero sí la otorgan.

Aunar consenso social amplio y democracia es una experiencia no tan inédita entre nosotros, aunque los ejemplos fueran tan breves que resultan cuestionables. El consenso social de apoyo al nuevo régimen durante las dos repúblicas duró apenas unos meses; conforme iniciaban las tareas de gobierno, la derecha se volvía belicosa y la situación, inestable. Ahora estamos ante un caso muy diferente, porque el sistema democrático apenas carece de enemigos y la interpenetración económica y política europea convierte en virtualmente imposible un cambio a corto plazo.

Pero esta indudable posición de superioridad histórica nos ha llevado a la paradoja de negar la historia para convertirla en leyenda, cuando por eso mismo deberíamos sentirnos más obligados a estudiar y a desvelar el proceso. Si la política es sobre todo tomar decisiones y evaluar riesgos, no hay ninguna razón para pensar que el complejo proceso de transición no haya dejado su huella y no haya producido elementos perturbadores que estamos sufriendo ya y que, en mayor medida, habrán de pagarse en el futuro. Ese es el precio de la Transición. Que algunos tengan sobradas razones para considerar benigno ese costo no niega que, para la ciudadanía, el deterioro de la función de la clase política haya llegado a un punto que hubiera parecido una aberración a quienes salían de la miseria de una dictadura a la dignidad de una democracia.

¿Qué fue la Transición? ¿Tan solo un tránsito de un régimen corrupto, que se caía a pedazos, a una monarquía parlamentaria, donde la piedra angular es más el propio monarca que el Parlamento? Si esto fuera así, como pretenden los cronistas, habría que precisar que o bien al viejo régimen debían quedarle muchos y suculentos pedazos, para que tratara de reducir el proceso de deterioro sin esperar al estrepitoso final, o bien las fuerzas democráticas carecían de capacidad política para arruinar las maniobras de supervivencia de ese viejo régimen. Lo cierto es que el franquismo no se desmoronó, ni fue derribado, y que los planteamientos políticos del conjunto de las fuerzas democráticas hubieron de ser rápidamente adaptados para afrontar el año 1977 y las primeras elecciones.

El asunto no es banal y está unido indisolublemente a otras cuestiones más vidriosas. Si la Transición se inició a la muerte del dictador o hubo un deslizamiento a partir de la «providencial» muerte de Carrero Blanco y del trabajo de una denominada «generación del príncipe». Difícil de casar ambas teorías, porque a menos de considerar a Franco como colaborador involuntario de las operaciones de transición a la democracia —una audacia que alguno parece sugerir—, él tenía los recursos informativos, humanos y ejecutivos como para, de haberse temido algo similar a lo que ocurriría luego, barrer al príncipe y a sus supuestos «secuaces» liberales, e imponer a don Alfonso de Borbón, como le sugirió parte de su entorno. Con el aditamento, nada desdeñable, de aprovechar a este otro Borbón para perpetuarse bajo la forma familiar, cosa a la que era tan inclinado. Reinaría el marido de su nieta; heredaría su bisnieto.

Hay una curiosa pregunta de carácter metodológico que nadie parece tentado a hacerse. ¿Franco hubiera podido nombrar en 1974-1975 a Alfonso de Borbón como su sucesor? A lo que cabría responder que no, porque Franco era un político responsable. Luego, solo el hecho de que Franco fuera un político tan reaccionario como cauto es la única garantía que tenía Juan Carlos para reinar algún día en vez de su primo Alfonso. En otras palabras, hubiera podido imponerlo, pero no lo hizo porque era prudente. Sin embargo, hay abundantes pruebas de que Franco en ocasiones no fue prudente, ni razonable, lo que magnifica aún más la decisión de que Juan Carlos fuera su sucesor.

Ahora bien, también se podría jugar con esa hipótesis y plantear otra pregunta, derivada de la anterior. ¿Cabe alguna duda de que en el caso de que Franco hubiera nombrado a Alfonso de Borbón como su sucesor, lo hubieran aceptado el Ejército, el Movimiento y demás instituciones? Ninguna. Independiente de lo que pensaran en su fuero interno, históricamente desdeñable, todos hubieran alabado la clarividencia del Caudillo. De igual modo que la designación de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno funcionó a la perfección, institucionalmente hablando, porque estaba en la más propia dialéctica franquista. Cualquier otro candidato, incluido Fraga Iribarne —conviene recordarlo—, no hubiera obtenido el consenso del viejo régimen que obtuvo el antiguo ministro secretario general del Movimiento. Era más de ellos que cualquier otro, y tanto Suárez —con el rey—, como la eventualidad de Alfonso de Borbón —con Franco—, garantizaban la endogamia que caracteriza a los regímenes totalitarios.

Este aparente meandro en el discurso de esta presentación solo trata de introducir alguna duda sobre la descripción habitual respecto a los albores de la Transición. Bastante tenía el príncipe Juan Carlos con no ser desbancado para pensar encima en otro futuro que no fuera su corona. Ningún Borbón, dicho sea de paso, pensó nunca en el futuro hasta que se le echó encima. Las condiciones de su formación, sobre las que volveremos en el libro, tampoco consentían excepciones.

La necesidad de adecentar el proceso de transición haciendo a los hombres buenos, a los dirigentes sagaces, y a las instituciones honestas, obliga a suplantar actitudes y a convertir a ciertos protagonistas en sabedores del final. Auténticos augures y profetas de un pueblo tan escéptico como el nuestro. Lamentablemente se conoce poco en España la escuela de un historiador soviético, M. N. Pokrovski, quien consideraba que la historia debe enfocarse desde la perspectiva de las necesidades políticas del momento. «La historia es la proyección de la política hacia el pasado».

Pero aunque Pokrovski sea poco conocido, sus enfoques de la historia se vulgarizaron en España de manera sistemática. La ausencia de una reconstrucción valorada de la Transición ha permitido la pervivencia de ciertos pruritos sobre lo que es o no es un líder político. Acostumbrados a reflexionar en condiciones de clandestinidad —y en la noche política todos los gatos lo de menos es que sean pardos, sino que carecen de volumen, solo tienen ojos—, en España durante décadas y hasta hoy mismo, existía una confusión de amplias consecuencias en torno al término «capacidad política». Se entendía con demasiada frecuencia como «capacidad de comprensión», de entendimiento, y no como «capacidad de poder», de ejercer políticamente, por tanto, de influir, mandar y ejecutar.

Este equívoco dificulta el análisis de la personalidad política de las figuras de la Transición. Lo que creían ser y lo que desempeñaron. No fue una astuta partida de esgrima entre contendientes tan avezados en el florete como Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Josep Tarradellas, Martín Villa, Torcuato Fernández Miranda… sino una pelea entre «capacidad política» y «voluntad de poder». Una lucha también entre la capacidad real y la capacidad simulada, entre la realidad y el farol. No se necesita apelar a Clausewitz para entender que dentro de la estrategia de una batalla no solo cuenta la fuerza, sino tanto más la apariencia y su influencia sobre el adversario.

Caben dudas sobre su inicio pero su final hay que circunscribirlo a octubre de 1982, cuando un grupo político cuya participación fue más importante por omisión que por acción, obtuvo la mayoría absoluta para gobernar. Si tomamos el término clausura con toda la relatividad con que debe aplicarse a los procesos históricos, el triunfo electoral del Partido Socialista Obrero Español clausuraba la transición de la dictadura a la democracia. La cuestión de dónde situar el comienzo del proceso no es una discusión bizantina, sino un debate sobre proyectos políticos. No es una discusión formal, sino de contenidos, que obliga a un estudio de las estrategias políticas de los diversos grupos, de la oposición y de los aledaños del viejo régimen.

Si dicho proceso empezó tras el asesinato de Carrero Blanco (en diciembre de 1973), como quieren creer algunos, estaríamos ante una parte de la clase política franquista tan inteligente como ignota, tan previsora como cobarde, puesto que el ciclo vital del dictador se consumó y ¡y en qué condiciones! Si se inició mientras Herrero Tejedor ocupaba brevemente la Secretaría General del Movimiento (de marzo a junio de 1975), estaríamos ante un precedente «suarista» con Franco vivo. Algo inaudito, que obligaría a considerar buena parte del régimen franquista como emboscado buscador de una vía «segura» a la democracia.

Si el proceso de transición se inaugura tras la muerte de Franco es claro que el protagonismo corresponde al rey y a sus asesores, independiente de que la estrategia no resultara en los mismos ritmos —o, como gustaban de decir entonces, «timing»— que ellos previeron. El análisis de esos diversos ritmos podría ayudarnos a entender la complejidad del nudo gordiano inventado por la leyenda. Un rey comprometido por juramentos que debe obviar para sobrevivir, un presidente del Gobierno comprometido a su vez con sus partidarios a los que debe burlar para salir adelante, una oposición que debe distraer a su militancia para que el efecto de choque entre sus planteamientos y sus realidades no les haga retirarse con estruendo.

La confluencia de la oposición democrática con el rey y sus asesores marcó el discurrir de esa transición desde el referéndum para la reforma (en diciembre de 1976). Deberíamos analizar si esa coincidencia exigió de cada una de las partes unas renuncias, unas traiciones, o tan solo unas adaptaciones. De haberse dado una confluencia anterior y de haberse tratado de un acercamiento de estrategias la participación ciudadana hubiera sido manifiesta. La primera condición del proceso de transición desde enero de 1977 se reduce a que el secreto y la abstención ciudadana son las mejores fórmulas para neutralizar al adversario inmovilista. Porque no se trataba de vencerlo, sino de burlarlo.

El desinterés de los protagonistas por aclarar el periodo que media entre la muerte de Franco y las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, constituye una especie de agujero negro de la democracia. Los hechos, aunque dispersos, son conocidos, pero ha habido buen cuidado de no interpretarlos. Si al final todo salió bien, es que todo fue bien.

La fragilidad del sistema durante aquellos años podría ser una prueba de que las cosas no iban tan bien, pues se exigía, como condición para proseguir, el no poder hablar de ellas. Y no se trataba de la obvia astucia del guerrero que oculta a sus enemigos los pasos que va a dar, sino más bien la del militar que se ve obligado a silenciar sus batallas para no exacerbar al adversario. Un maligno juego entre generales majaderos frente a reputados cínicos.

En aras de no agudizar la inseguridad, hubo que admitir una falacia tan burda como la de que en aquella pelea política no había vencedores ni vencidos, sino que todos, hermanados ante el altar de la patria, se ofrecían ufanos para arrinconar a los irreductibles del viejo régimen. De la Secretaría General del Movimiento y del Partido Comunista, líderes responsables sellaban un pacto de honor, no exento de características sicilianas, para un futuro común y un pasado inexistente. ¿Quién podía negarse si cada uno tenía lo que el otro deseaba? Unos personajes temerosos de su crédito, conscientes del riesgo de una opinión pública enterada, decidían avalarse mutuamente.

Esto es posiblemente lo que trasparentó esa exultante sensación de victoria, común a todos ellos. Los hechos confirmarían posteriormente que la imagen legendaria no evitaba las excepciones: sobre el campo acabarían quedando las víctimas de la Transición. Unas autoinmoladas, aunque con conciencia de triunfadores, pero todas irremisiblemente derrotadas.

Para un historiador, periodista o político, un análisis de la Transición es un lujo. Permite conjugar fuerzas sociales y personalidades, coyunturas históricas y concepciones ideológicas, formaciones culturales y sensibilidades populares. Un periodo tan breve es, no obstante, un laboratorio. Ahí aprendimos lo que era y lo que no era hacer política, lo que era y lo que no era analizar elementos políticos. Somos tanto o más hijos de la Transición que herederos sufrientes del franquismo.

En algunos aspectos, la Transición fue premonitoria de acontecimientos que luego impresionarían la vida europea, como la liquidación de los partidos comunistas, la frivolización de la vida cultural presionada por los media, el enquistamiento de una clase política, en nuestro caso formada y forjada en un tiempo récord —o la crisis del papel de «intelectual» en sus relaciones con el poder.

Bastaría no obstante que consideráramos el destino de los tres principales protagonistas de la Transición para detectar algo anómalo en ese proceso. Es evidente que los tres —Fernández Miranda, Suárez y Carrillo— la instrumentalizaron en su beneficio, pero no lograron sobrevivir a ella. Los enterró. A ellos, que se consideraban los más curtidos corredores de fondo en las más duras condiciones políticas de Europa.

Torcuato Fernández Miranda, preceptor y consejero áulico prácticamente desde que Juan Carlos de Borbón llegó a España; seleccionado personalmente por Franco para instruir al príncipe cual si fuera el mismísimo Saavedra Fajardo. Ministro y vicepresidente del gobierno con Carrero Blanco, presidente de las últimas Cortes de la dictadura, cerebro y ejecutor de la primera etapa del tránsito. Entraría tras las primeras elecciones democráticas en un ostracismo absoluto, a su pesar, puesto que pretendió encabezar la oposición conservadora al suarismo, esa misma ficción que él había ayudado a crear. Lo cuenta Manuel Fraga Iribarne en sus memorias con una sobriedad que lo hace tan plausible como patético. Huérfano de partido y partidarios, se encerró en un mutismo de esfinge, mientras cocía con delectación su soledad y su frustración. Contemplaba lo ocurrido desde el mismo prisma que Gregorio Marañón describió en su Tiberio, un libro subtitulado Historia de un resentimiento. Cuando falleció, en junio de 1980, no era más que un referente del pasado; llevaba muerto desde junio de 1977.

Adolfo Suárez, el hombre símbolo de la Transición, logró pilotar aquel mar de los sargazos que eran los movimientos políticos entre un régimen que fenecía y otro que apuntaba. Con un equipo mínimo, Carmen Díez de Rivera, para la izquierda y Eduardo Navarro, para el tardofranquismo; nada más, aunque echara mano de quien se pusiera a tiro. Un magistral prestidigitador que cuando necesitaba un partido lo inventaba, cuando la situación exigía una nueva vía la pintaba, cuando arriesgaba despeñarse descolgaba la escalera sobre las espaldas de alguien.

Había pasado en un tiempo récord de las sombras de la clase política del viejo régimen a prototipo de la renovación y la modernidad. Hay quien señala, sin pizca de sentido del humor, que el progresismo a la antigua usanza terminó con Adolfo Suárez, sin saber si se refiere a si lo acabó él o si acabó con él. El Partido Comunista le blanqueó el edificio y le otorgó un prestigio; lo consideró un hombre de palabra, cosa que no le había ocurrido desde que empezara su renqueante carrera política como gobernador de Segovia en 1968.

Cuando la gente se enteró de que existía fue un día de junio de 1976; el rey y Fernández Miranda le otorgaron la presidencia del Gobierno. Cuando esa misma gente empezó a considerarle como un bien inmueble, frágil pero con futuro, inició su decadencia, más rápida y fulminante aún que su ascensión. En cuatro años y medio, ante la perplejidad general, se derrumbaba. Luego inventó un partido, el Centro Democrático y Social, como si se tratara de demostrar al mundo que siempre había sido un creador y no un ejecutante. Le salió un espanto, que obligó a sus exégetas a revisar el conjunto de su figura.

Ningún hombre fue tan inquietante, temido y valorado, como Santiago Carrillo. Había sobrevivido a todo; guerras civiles y mundiales, exilios, conspiraciones, purgas, enfermedades, fracasos… Una vida sin un solo éxito, pero llevada con una audacia de mimado por los dioses. Desde la más tierna adolescencia se había dedicado a la política, o más concretamente había nacido, crecido y vivido hablando siempre de política, que quizá no sea lo mismo. Gozaba del dudoso prestigio que concede la veteranía, la clandestinidad y la distancia. Cuando volvió clandestinamente a España en 1976, todas las fuerzas políticas de derecha, izquierda y centro, coincidían al menos en una cosa: sin contar con él y con el partido que controlaba férreamente no era posible alumbrar fórmulas estables. Su descenso a los infiernos del ostracismo político duró también menos de cinco años.

Se convirtió en un patético personaje, perpetuo narrador de historias triunfales en las que ejercía de protagonista, caricato de la política española; divertido y falaz, alquilando su mordacidad como el único encanto que sobrevivió a su fracaso. Al final él, máximo responsable de que la izquierda se comportara de manera errática durante toda la Transición, se acercaría al Partido Socialista. Seguía la misma senda de los elefantes que los sucesivos disidentes del Partido Comunista a los que había liquidado implacablemente. Si le hubieran dejado, hubiera reconstruido en el seno de la organización socialista su antigua dirección comunista del periodo suarista. Con apenas variantes. Lo único que sus nuevos socios tuvieron claro es que no debían darle otra oportunidad para que los enterrase ahora a ellos.

Habría que hilar muy fino para saber si estos tres protagonistas egregios de la Transición dilapidaron su patrimonio. Se trataría de dilucidar primero si lo tenían y, si es así, si lo despilfarraron o lo pignoraron. Lo dudo. Gastaron lo que tenían cuando creyeron necesitarlo, sin más pensar ni mayor cálculo. Con frecuencia, en política, las fortunas no se acumulan, se apuestan.

La muerte política de estas tres figuras dejó el camino expedito a la consideración de que el rey Juan Carlos era el único y excelso protagonista, aquel que por principio había estado a la altura de las circunstancias. Afirmación que exige un análisis, pero que como mínimo puede ya reputarse de inexacta. El monarca fue durante la Transición y hasta el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, un mandarín tras la cortina: oír, refunfuñar y esperar. Dejando obrar a los sucesivos rasputines[3] de su entorno: alimentando su ambición en unos casos, Alfonso Armada; limitándola en otros, Fernández Miranda; cultivándola siempre, Sabino Fernández Campo[4]. Si se necesitara una prueba para confirmar la carencia de análisis sobre la Transición, bastaría con referirnos a la figura de Juan Carlos de Borbón. Fuera de loas y ditirambos no hay más que vacío, como si se tratara de un querubín, ascendido del limbo del franquismo al cielo de la democracia. Incontaminado, por encima de las miserias de los hombres. En él no hay etapas, ni decisiones, ni maniobras, ni dudas, ni mucho menos equivocaciones y reticencias. Todo es uno y perfecto. Como un dios.

Aquí más de uno ha suplantado los pinceles del Tiziano y, como en aquel cuadro de La Gloria, quiere representar a Carlos V siendo recibido en el cielo nada menos que por el Espíritu Santo y a su hijo Felipe contemplando la escena. Habría que buscar en las monarquías absolutas para encontrar un retrato tan exegético, acrítico y falaz como el que historiadores y analistas han construido sobre la figura importantísima de Juan Carlos I de Borbón. Citar el caso de Fernando VII, el Deseado, podría interpretarse tendenciosamente. Si en ocasión tan memorable como el intento de golpe del 23 de febrero apareció cual deus ex machina y consiguió muy a duras penas controlar la situación es porque su figura representaba muchas cosas en esa Transición que nos empecinamos en no desentrañar.

Autoliquidados los tres protagonistas políticos, elevada a los altares la figura del monarca, solo quedaba que los vencedores de las últimas batallas, los que recogieron la antorcha tras el desfallecimiento de sus predecesores, se propusieran escribir la historia y se convirtieran de hecho en los prodigiosos analistas y los perspicaces estrategas de la Transición.

En 1989, durante unas conferencias en la universidad de verano de El Escorial (Madrid), el número dos del Partido Socialista y entonces vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, afirmó que ellos habían previsto cada una de las fases de la transición a la democracia, desde el Congreso de Suresnes (1974) hasta la victoria electoral de 1982. Estaba abierta otra veta en el enmascaramiento y la confusión de ese periodo histórico. El último vencedor siempre es el que más razón tiene. Varios seminarios multidisciplinares organizados por el Partido Socialista han insistido aún más en esa vía.

Creo que es el momento de iniciar un análisis de la transición política sin que sea una operación de desestabilización ni de enmascaramiento. Es el intento de este libro que empezó a elaborarse en mayo de 1990 con la convicción de que conforme pasase el tiempo sería más difícil y más inútil escribirlo. Un empeño de más de un año, pero una reflexión de quince, lo que convierte al texto en alambique donde se han ido destilando muchas cosas. Me temo que para algunos resulte impenetrable y para otros familiar. Echar una mirada distinta sobre ese proceso tiene también su costo y su castigo. Tratar de evaluar qué queda de la Transición es como remover los posos de unos caldos embodegados que nadie quiere beber. Porque estoy tentado en creer que ese periodo ejerció unas funciones similares al secante; absorbió fuerzas, estrategias y entusiasmos. Quedaron en el papel.

Convendría, por tanto, echarle una mirada y saber hasta qué punto cuando hablamos de ello nos referimos al río de tinta o al papel secante. O más claramente, hablamos del movimiento social que exigía la democracia o nos referimos al procedimiento que se siguió para darle cauce. Abrumados por los testimonios de los protagonistas tenderíamos a creer que estamos ante una obra magistral de ingeniería política y, sin embargo, yo tengo para mí, que hay más de botica, de mixtura y alambiques antiguos, en esta obra maestra de nuestro siglo XX.

El dilema no es estrictamente actual sino de mayor alcance. Se da la particularidad de que nuestra clase política, prácticamente sin excepciones, se siente orgullosa de nuestra Transición. Sin embargo, considera paradójicamente perjudicial explicarla para que todos podamos compartir ese legítimo orgullo. Esto plantea un problema generacional evidente, que los años no harán más que resaltar. La imposibilidad de construir una pedagogía democrática a partir de una transición opaca.

No es fácil explicar lo ocurrido como si se tratara de un modelo para las nuevas generaciones. La función pedagógica de la victoria de la democracia sobre la dictadura queda enturbiada, cuando no oculta, por el hecho de que la Transición debe enfocarse como una derrota. Una derrota de todo aquello que era, para muchos antifranquistas, objetivos ineludibles del futuro: la libertad sin oligarquías que la limiten, la transformación social y la política como actividad abierta de la ciudadanía. Eso que no debe interpretarse de otra manera que como el patrimonio de la izquierda dilapidado durante ese periodo. Eso sin lo cual no sería fácil entender la victoria del Partido Socialista en octubre de 1982. «Por el cambio». No es mala cosa que pudiéramos legar a nuestros hijos toda una concepción pedagógica de la derrota; porque siempre se ha insistido en que las victorias ensoberbecen mientras que las derrotas educan.

La legitimidad social del proceso de transición ha venido, por la costumbre, por el hábito, dejando en penumbra el procedimiento, el enjuague y los sucesivos artificios. Fue una prueba para villanos, y por eso nos hurtaron la contemplación del espectáculo.

La democracia en España ha sido históricamente un bien tan escaso que por muy mediocre, vulgar y chumacero que haya sido el procedimiento para su fabricación, la ciudadanía no puede menos que interpretarlo como un lujo. La mayor desfachatez de la clase política de nuestra transición es que nos cobró un precio considerable, casi cabría decir abusivo, dando la impresión de que nos hacía un favor. Y la mixtificación ha continuado así durante años sin que nos atreviéramos a evaluar el costo.