2. La constitución en reino de desmemoriados
2. La constitución en reino de desmemoriados
La igualdad ante la ley es una convención social de la democracia, por más que todos estén al tanto de las dificultades que impiden plasmarla en la práctica. La Transición española introdujo una igualdad operativa más real que las propias convenciones sociales: la igualdad ante el pasado.
Desde los primeros días de diciembre de 1975 se inicia un proceso de desmemorización colectiva. No de olvido, sino de algo más preciso y voluntario, la capacidad de volverse desmemoriado. Franco ha muerto. ¡Viva el rey! Si sus promotores pretendían que fuera el monarca de todos los españoles no cabía otra posibilidad que iniciar el encubrimiento del pasado; primera etapa, antes del borrón y cuenta nueva. Si el recuerdo se confunde, el pasado se va haciendo borroso, ambiguo, irreconocible. Detrás de Juan Carlos de Borbón, primero en fila india, luego en montón atropellado, se fue colocando la mayoría del país. Quienes debían, fueron conscientes de que la memoria era un elemento que dificultaba el camino hacia una democracia estable.
Primero se limitó el olvido a lo más sangrante y lejano, luego a los tiempos intermedios, y por fin a lo inmediato. Pronto nos dimos cuenta que la historia, para nosotros, había empezado el día que cayó la losa de tonelada y media en la basílica de El Valle de los Caídos. Enterrado Franco, empezaba a contar nuestra vida. Por decreto no publicado en el Boletín Oficial, pero trasmitido socialmente, se saldó el pasado. La transición a la democracia iba a ser el nacimiento del mundo. Jornada tras jornada, iría apareciendo el universo democrático hasta que la obra se diera por concluida y el mundo, nuestro mundo, se pudiera considerar si no perfecto, al menos acabado. Si el tatarabuelo, Fernando VII, había dicho en memorable ocasión «marchemos todos y yo el primero por la senda de la constitución», los partidarios de su tataranieto actualizaban el lema, añadiendo «y apartémonos todos de la funesta manía de recordar». Solo recuerdos de infancia y de familia, y no todo el mundo. Lo social e histórico, lo que hay de personal en todo drama colectivo y lo que hay de colectivo en todo drama personal, descartados. Sin protagonistas, no hay tragedia.
Los pasados son intransferibles. Constituyen la trayectoria vital de cada uno, su biografía, lo único auténtico e imborrable, porque lo demás son reflexiones, frustraciones, sueños y ambiciones; lo que pudo haber sido y no fue. Cuando se entra en la residencia sin retorno de la madurez se actúa en función de que aquello que es la vida de cada uno está encauzado, y esa experiencia personal no es más que pasado.
El proceso de la transición a la democracia no obligaba a extirpar la experiencia personal. Solo era una sugerencia de obligado cumplimiento si se aspiraba a ser socialmente reconocido. Convenía clandestinizarla; no servirse de ella más que en lo privado, en el círculo de lo íntimo. Nunca en público y con exhibición, so pena de romper el consenso social, intelectual y político. Apelar a la memoria histórica, desde el momento en que no había colectivo memorizador, podía considerarse una muestra de ambiciones desestabilizadoras o asociales, inquietantes para el precario equilibrio de una democracia frágil.
Los demócratas más consecuentes no eran otros que los desmemoriados más rigurosos, mientras que quienes no advirtieran ese proceso podían quedar marginados por supuestas aspiraciones revanchistas. Para conjurar el peligro de algunos comportamientos esquizofrénicos se facilitó un amplio margen de actuación donde poder diferenciar «lo público» —entendido por lo político, es decir, lo socialmente responsable— y «lo privado» —concebido como el círculo de colegas, parientes y demás asimilados al pasado común—. Con el tiempo se irían atenuando esas necesidades y se limitaría la duplicidad hasta hacer de «lo privado» algo añorante y nostálgico, residual. Primaría de tal modo «lo público» que no hubo inquietud ante el incremento de la esquizofrenia social.
Si la igualdad se establecía sobre la obligatoria inexistencia de pasado, ¿acaso era porque sus pasados fueran tan siniestros que constituyeran una especie de mal absoluto? ¿Un a modo de pecado original, tan propio de nuestra cultura? No, necesariamente. El asunto era más singular. Los pasados políticos —los determinantes en una situación como la que se empezaba a vivir— introducían unas contradicciones tan evidentes entre la clase política que iniciaba la Transición, que cuestionaban el modo en que iban a realizarla. No se puede hacer una labor de sanidad pública, como es pasar de una dictadura a una democracia, con individuos de probada incoherencia cuando no de escasa catadura moral. Una asunción de pasados, valorada y crítica, autocrítica incluso, destrozaba las presuntas ambiciones del conjunto de fuerzas que desde la derecha a la izquierda estaban convocadas para asegurarse el futuro.
Nada ni nadie garantizaba que lo asumido por las generaciones llamadas a realizar la transición como una consecuencia de las circunstancias históricas, no fuera revisado con otro criterio más estricto por las siguientes, echando al traste con el futuro que ellos creían encarnar. Porque conviene precisarlo; el pasado se aspiraba a borrar, pero ninguno tenía la más mínima duda de que el futuro, en parte o en todo, era suyo. Quizá como dilapidadores de pasado que habían sido sentían una irresistible ambición de futuro. La historia empezaba con ellos y creían tener mucha historia que escribir. Me estoy refiriendo a todos, prácticamente sin excepción, desde el rey hasta la clase política de la primera Transición: Fernández Miranda, Suárez, Carrillo, Cabanillas, Fraga, Areilza, Tarradellas, Martín Villa, Osorio, Tierno Galván, Ruiz Jiménez… Talludos profesionales, se daban por renacidos con el mundo inaugurado en diciembre de 1975.
No cabe ahora entrar en la valoración de lo que de positivo o vicioso tenía el procedimiento, sino en radiografiar de algún modo lo ocurrido. La ingenua convención de la igualdad ante la ley fue sustituida por la retorcida presunción de que todos los pasados eran igualmente perjudiciales y por tanto convenía instalarlos en el armario de los cadáveres. Lo llamativo es que algunas generaciones que asumieron la Transición no tenían por qué sentirse atadas a unas transacciones que las colocaba en pie de igualdad con otras; con aquellas cuya primordial tarea patriótica hubiera sido sencillamente limitarse a un retiro tras décadas de fracasos y vergüenzas.
Podría decirse que ciertos intereses vinculados a una generación que había hecho la guerra en ambos lados, que había construido una posguerra implacable, que había elaborado unas estrategias políticas irremediablemente conducentes a la catástrofe o la inanidad, esa misma generación conseguía instaurar la igualdad de los desmemoriados. La garantía de que a pesar de un pasado que no podía contemplarse en un espejo, nadie podría mostrárselo cuando pretendieran capitanear el futuro.
No todas las generaciones que habían vivido y sufrido durante la dictadura tenían las mismas responsabilidades ni las mismas aspiraciones. Incluso dando por sentado lo confuso de aplicar el término generaciones a lo que era un periodo histórico de casi medio siglo, lo cierto es que todas aceptaron ser tratadas por el mismo rasero. Les quedaba el derecho al recuerdo pero no a la memoria colectiva. El efecto no podía ser el mismo para quienes no se castraban más que de sus miserias, entrando así en una especie de nirvana de la madurez, y los otros que enterraban lo único que había dado sentido a sus vidas, incluso los que voluntariamente, y no impelidos por las circunstancias, habían optado por la libertad frente al adocenamiento colectivo y el miedo impuestos por el franquismo. El sociólogo Maurice Halbwachs, que escribió antes de morir en un campo de concentración nazi dos libros capitales sobre la memoria, llegó a expresar en una frase esa situación: «Un hombre que se acuerda de lo que los demás no recuerdan, se parece a quien ve lo que otros no ven». O no quieren ver[1].
Echando un velo sobre el pasado de Adolfo Suárez se velaba también el de Santiago Carrillo. Si a Dolores Ibárruri se la valoraba como la vieja dama de negro, coriácea resistente, capaz al tiempo de adaptarse a Stalin, a Kruschev, a Brézhnev e incluso a Gorbachov o Berlinguer, con mucha más razón Juan Carlos de Borbón no era más que el joven voluntarioso y firme en la idea de que, al fin, sus sufrimientos y vejaciones en los círculos del Caudillo serían nada comparados con la misión que se había encomendado de facilitar la democracia a los sufridos españoles. Se podrían enhebrar paralelos innumerables.
Todos parecían declarar implícitamente que habían nacido a la vida política en 1977, algunos, incluso como licencia histórica tenían el derecho, el privilegio más bien, de remontarse hasta 1976 en un ejercicio inaudito de tergiversación. En la década de los ochenta, Adolfo Suárez, ya dimitido de presidente del Gobierno, confirmará lo dicho al escribir su propia historia: «En el referéndum de diciembre de 1976, la izquierda llevó a cabo una activa campaña legal —sin cortapisa alguna— a favor del no o de la abstención»[2]. Nadie mejor que él, entonces presidente, para saber que en diciembre de 1976, desde todos los medios públicos y privados no hubo prácticamente más que propaganda institucional, que la policía detenía a la izquierda, al centro y hasta a la derecha democrática, entre otras cosas porque nadie estaba legalizado más que el Movimiento Nacional. Los detenidos se contaron por centenares y se trató de un referéndum con características plenamente franquistas. Lo cual no obsta para añadir que el sentimiento mayoritario de la población era favorable a la reforma planteada en la consulta. Pero una cosa es que ganaran y otra que fuera en igualdad de condiciones. Históricamente no es lo mismo, entre otras cosas porque no es verdad.
Esta es otra de las características de la Transición. En vez de reconstruir la historia, se permite todo tipo de manipulaciones para hacerla «coherente», de un trazo. Siguiendo el principio de que si ha salido bien, por qué no vamos a decir que todo se hizo bien. En el fondo late la obsesión por la limpieza de sangre; no basta con ser creyente cristiano, sino que además hay que anunciar que lo fuimos siempre, desde nuestros antepasados. Lo que no pueda ser reescrito para uniformizar la transición pertenece al limbo. El sociólogo Víctor Pérez Díaz ha señalado, que conforme se producía el «esfuerzo constitucional» de los pactos y acuerdos se daba «un esfuerzo cultural paralelo, en parte consciente y en parte inconsciente, en olvidar algunos fragmentos de nuestra historia… El pasado franquista ha sido no tanto denunciado cuanto silenciado»[3].
Se ha insistido durante este siglo en el papel que la memoria ha desempeñado en la historia de los pueblos, quizá porque en general el olvido ha sido la principal fuente de barbarie. Caso insólito, el proceso iniciado en 1977 no apelaba al pasado; ni al próximo ni al remoto. Se limitaba, en un reconocimiento implícito de su fragilidad, al presente inmediato; el pasado era un tenebroso todo. Es cierto que nuestro ayer lo forma una colección poco recurrible de insanias y crueldad, pero también cabe apelar a ejemplos luminosos y causas dignísimas. Azaña, durante la Segunda República, gustaba de ir hacia los «doceañistas» de Cádiz, incluso a los comuneros castellanos que tan bien había estudiado. Franco, en el otro extremo, admiraba el Imperio con mayúsculas y la dictadura con minúsculas de don Miguel Primo de Rivera.
Todos, por pura necesidad de alimentar algo tan imprescindible como la memoria colectiva de las sociedades, apelaban a una tradición, a un pasado. La Transición española, no. Ni quería, ni podía. El pensador Julián Marías, un arrebatado de la primera parte de la Transición que lo hizo senador por designación real, escribió: «No hubo en 1976 ni reforma, ni ruptura, hubo algo nuevo, inesperado, imprevisible (…). De tal originalidad que de momento no encuentro ningún ejemplo análogo en circunstancias parecidas en la época contemporánea». Su exaltación es tal que añade concluyente, «(es) la primera contribución española (a la política) desde las Cortes de Cádiz».
En un rasgo que algunos considerarían muy hispano, como resultaba muy difícil precisar qué tradiciones podrían reunificarse entre los pasados en liza, se decidió suprimirlos. Todo borrado, menos los borradores. El procedimiento alcanzó aspectos alarmantes. Julián Marías, que pretendía ser el puente orteguiano entre dos etapas, la denominada Escuela de Madrid del periodo republicano y el difícil mundo de los liberal-conservadores de posguerra, cuando se propuso definir la Transición en frío, destacó algo que podría sumirnos en la perplejidad. «El acierto capital de la nueva etapa de España fue la monarquía. En primer lugar, porque era la única forma de superar la Guerra Civil, de llegar a una instancia superior ajena a ella, sin vinculación a ninguno de los beligerantes»[4]. Cabe deducir, según Marías, que la monarquía de Alfonso XIII —muerto en la Roma beligerante de Mussolini en 1941— se mantuvo ajena a la guerra y sin vinculación con ninguno de los contendientes. Para echar por tierra esta tergiversación bastarían las declaraciones del propio rey exiliado, los intentos del heredero por entrar en combate, la ubicación inequívoca de los monárquicos en el bando franquista, su victimario y su influencia. Y para colmo la designación de Juan Carlos como sucesor del Caudillo. Marías pretendía aportar un elemento más a la tarea de la desmemorización: convertir a la monarquía en huérfana de pasado. Lo cual, tratándose de una institución que bebe en la tradición y la herencia, es una misión suprema de algunos intelectuales: lograr confundir lo evidente.
Fue Dostoyevski quien en Los hermanos Karamazov literaturizó el dilema que conmocionaba a algunos espíritus de su época: para quien Dios no existe, todo está permitido. La maldad del ser humano le obligaba a crear a Dios como garante de la humanidad, recurso inevitable frente al mal. Esto había sido escrito en 1878-1880, poco antes de que Nietzsche descubriera su Zaratustra. Un siglo después la desoladora experiencia nos obliga a plantear una formulación más conforme con nuestro tiempo: si el pasado no existe, todo está permitido.
Convertir a la clase política española, curtida en cien escaramuzas, en seres virginales podrá ser un intento vano desde el punto de vista histórico, pero limita la capacidad crítica del individuo; porque lo contrario del espíritu crítico quizá sea algo tan simple como la ingenuidad. La Transición pretendió y consiguió hacer de la inmensa mayoría de los ciudadanos unos infantes, ingenuos creyentes en la inteligente madurez de los líderes. Cuando percibimos la impostura ya era demasiado tarde. Incluso muchos se sintieron en paz consigo mismos por haberlo creído y encontrarse con que el resultado no fuera tan decepcionante. Cada uno es su obra y su experiencia. Pero que la propia clase política decidiera su genialidad a costa de la ciudadanía, incluso con el agravante de pretender consagrarse a ella, introducía una inclinación torticera en la vida política. «Si nosotros, que lo sabemos todo de nosotros, optamos por no saber nada de nadie, ninguno tendrá derecho a inmiscuirse en nuestros asuntos». Desde ese momento todo era posible, desde la gran estafa a la gran excepción.
En el fondo, reconocían que el pasado político no era presentable cuando se lanzaron como primera medida a borrarlo. Se produjo una superposición de planos; la etapa que se iniciaría en base a los consensos políticos —es decir, acuerdos al margen de la publicidad y en función de los intereses de los dirigentes— iría arrastrando y ocultando los consensos históricos. ¿Merecía la pena cancelar la historia? ¿Aportaba algo ocultar el pasado y darlo por enterrado? La naturaleza de la operación tenía un doble ángulo. De una parte, no permitía a los ciudadanos contemplar en perspectiva la capacidad profesional de la propia clase política y muy especialmente de sus líderes. De modo que sus equivocaciones, aciertos, renuncias o traiciones permanecían todas en el limbo de lo musitado, carecía de verificación. De otra, solo quedaba en pie un genérico «político experimentado» que lo mismo quería decir cosido que zurcido.
Si contemplamos con alguna distancia las figuras señeras de la transición es inevitable referirnos una vez más a Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Conocer sus biografías detalladas nos hubiera llevado a calibrarlos de otro modo a como fue obligado hacerlo durante la Transición; manejábamos una información superficial y sesgada. Es menester admitir, que de haber tenido en cuenta sus pasados, sus decisiones e indecisiones, nos hubieran aportado mucho sobre sus equivocaciones, sus aciertos y sus limitaciones.
Hoy sabemos que quien sobrevive a una dictadura casi siempre tiene algo que ocultar. Pero ocurre que no todo merece la pena ocultarse; también hay ocasiones para la dignidad, el valor e incluso el heroísmo. El conjunto es un hombre político, a quien si se le quita algo de esa duplicidad alimentada en un régimen de aquellas características, el dirigente se queda en blanco y negro. Se le quiere o se le repudia, pero carecemos de elementos para valorarle. De alguna forma, al carecer de pasado, todos los líderes se hicieron intercambiables. Desempeñaban papeles, pero si Carrillo hubiera estado en el lugar de Suárez, nadie duda de que no lo hubiera hecho diferente. Si Suárez en vez de ocupar la cúpula del Gobierno durante la Transición hubiera estado instalado en la Secretaría General del Partido Comunista, sus actitudes no hubieran divergido de las que empleó Carrillo.
Una constatación que no solo es válida referida a las grandes figuras, sino también para aquellos que, en un sentido amplio, podríamos llamar los «estados mayores» de los partidos. En función del proceso de pulimiento de los pasados, de uniformización biográfica, las cúpulas se parecieron tanto que, con el tiempo, se produjo esa cómica operación de trasfusión de unos hacia otros, en busca de garantías de permanencia, y que se denomina hoy «transfuguismo político».
Cancelar los pasados fue instrumentalizado en función de una pretendida reconciliación de los españoles. Había que dar por superada la división nacida en torno a la Guerra Civil y alimentada durante la atroz posguerra. Una prueba de que no estaba superada, sino latente, cuando se exigía a una parte —los perdedores— el olvido, como condición para poder participar en el nuevo juego político, social y cultural, elaborado durante décadas por los vencedores. Se ampliaba el ámbito, pero se conservaba la hegemonía de quienes habían vencido.
Han sido los historiadores alemanes quienes han popularizado la expresión «el pasado que no quiere pasar» para referirse a su reflexión sobre el régimen nacionalsocialista; un debate siempre reanudado en el que cada década aparecen nuevos intentos de atenuar la tragedia o de trivializar lo ocurrido. Salvadas las distancias y enmarcándolo en un fenómeno más complejo aún, podríamos decir que nuestro «pasado que no quiere pasar» no es otro que la Guerra Civil.
Aprovechando la sensibilidad social, exacerbada por los crímenes que sacudieron a unos y a otros, se puede decir que los beneficiarios de la masacre se amnistiaron mutuamente. Los usufructuarios. No el abundante victimario. Incluso algunos decidieron que no bastaba una amnistía. Que ante los riesgos del porvenir hacía falta imponer una rígida e inviolable ley del silencio. «La Guerra Civil de 1936-1939 ha sido el punto de referencia moral y emocional decisivo de la Transición española», ha escrito Víctor Pérez Díaz, pero añade, que «(durante la Transición) se han evitado las referencias a las implicaciones personales en la Guerra Civil».
Aunque la formulación de Pérez Díaz no sea precisamente la más exacta, al apelar a la guerra como «punto de referencia moral y emocional», la contienda civil está presente de manera obsesiva pero con aspectos muy singulares durante la Transición. Difícilmente puede alguien tener esa guerra como referente moral o emocional, cuando la característica dominante de cualquier reseña bélica se remitía a sus horrores y cualquier modo de abordarla sin saña tendría que ser con expresa renuncia del componente «emocional». Está presente in absentia; en todo cuanto hay que aspirar a no imitar, que no remita a ella, ni aparezca como coincidente. Y muy especialmente ausente en lo que se refiera a los protagonistas, quienes han de tener un exquisito cuidado en no mencionar su papel durante la contienda.
Lo que tiene de «pasado que no quiere pasar» nuestra Guerra Civil puede concretarse en la negativa a aceptar una serie de consecuencias derivadas de ella. Constituyó una forma definitiva de confrontación entre la derecha y la izquierda; fue el modo adoptado por la derecha en conjunto para cerrar un debate abierto en los albores del siglo XIX, entre progresismo y conservadurismo.
El desarrollo posterior de las derechas y las izquierdas, tras la Guerra Civil, introdujo tal cantidad de elementos de confusión que el carácter primigenio de la confrontación quedó oscurecido. Aunque el tema merezca un desarrollo más amplio, quede aquí como rasgo que permita facilitar el análisis de la Transición: la confrontación entre derecha e izquierda de la Guerra Civil se saldó con una derrota progresista total, sin paliativos, de la que es fiel testimonio la inmensa posguerra. Porque el franquismo, no solo Franco, es una consecuencia de esa derrota; que vive, se adapta y se alimenta de ella. Es a lo único que nunca renunciará y a lo primero que apelará siempre. Sin la Guerra Civil, sin sus efectos devastadores y el carácter definitivo de esa victoria, el franquismo no es explicable en su consolidación y su permanencia.
Es imprescindible tenerlo en cuenta a la hora de sacar las conclusiones de la larga travesía del desierto que cumple la izquierda durante cuarenta años. Incluso ayuda a explicar, entre otras cosas, la disolución del movimiento comunista en España bastante antes de la caída del muro de Berlín. Y por si fuera poco facilita entender incluso la política del Partido Socialista Obrero Español tras su victoria electoral en 1982. Pero por encima de todo, la Guerra Civil debe contar entre sus consecuencias, que el elemento «paz», paz civil, paz social, paz religiosa, paz a secas, se convirtiera en algo sin lo cual no podría prosperar nada que hiciera referencia a la política. Y para mayor escarnio, la paz, por las condiciones en las que se desarrolló el franquismo, no solo fue su instrumento demagógico para mantener el espíritu de guerra —lo intrínseco de la dictadura—, sino que caló de tal modo que devino un patrimonio de la derecha en su hegemonía frente a la izquierda.
El temor a alterar «la paz», aun entendiendo como paz aquella paz armada de la dictadura, hubo que considerarlo atentamente a la hora de adaptarse a las condiciones que impusieron los herederos de Franco para alcanzar la democracia. La paz, por más falsa que fuese, constituiría un chantaje permanente durante la Transición. Hasta el punto que la extrema derecha optaría en sus primeros momentos por tratar de romper ese marco y echar abajo el proceso; trataba, en definitiva, de mantener la falacia de enfrentar «la paz» del franquismo frente a «la violencia» de la democracia.
El contenido elaborado de mutuo acuerdo entre las fuerzas que van a realizar la transición consistiría en diluir la confrontación entre derecha e izquierda —que eso fue la Guerra Civil—, en un debate de dos mundos que habían periclitado. Cuando en realidad estaban vivos, aunque enmascarados. No es que hubiera sido relegada a la categoría de «la guerra de nuestros antepasados» sino a una batalla entre ideologías, más o menos extremas, despersonalizadas, en la que los protagonistas no eran de carne y hueso, y mucho menos aún nuestros progenitores, familiares o políticos. La confrontación entre fascismo y democracia como retrato brutal de la guerra de 1936-1939 haría sonreír a cualquier joven de la Transición.
Ahí está la diferencia entre la conciencia europea sobre la Segunda Guerra Mundial —libertad frente a totalitarismo— y la ausencia de conciencia española, o su deformación. Una Guerra Civil de ideologías sin ideólogos y donde el posterior proceso de cambios de los protagonistas añadía tal tipo de confusión, que muchos vencedores de la guerra española se consideraron vencedores a su vez de la segunda; solo que en esta ocasión esperaron a que los alemanes fueran derrotados. Curioso sarcasmo el de haber desarmado la Guerra Civil, el más brutal conflicto ideológico y político del siglo XX. Se confirmaba así que al final siempre se impone la tesis de los vencedores, principalmente porque son los que sobreviven. En aras de difuminar el periodo de la Segunda República, la Guerra Civil se convirtió en el recurso imposible, la apelación a lo que no debe hablarse, aquello que impediría afrontar nuestro presente. ¡Pues vivamos sin pasado! Y así se hizo.
Había que garantizar que nadie pudiera utilizar el pasado para desentrañar el presente. La clase política se volvió angelical para nuestras miradas, pero orgullosa de la omertà cuasi mafiosa cuando se trataba de ellos mismos. Desdeñosa ante los comentarios que pudieran hacerse respecto a tal o cual actividad antigua denunciada por algún ciudadano, pero implacable si alguien pretendía romper el «consenso histórico» que avalaba el «consenso político». Todo tan falso como un revestimiento de cartón piedra, que obligaba a no dar por oídas palabras que hubieran roto el clima consensuado. El 23 de diciembre de 1977, Santiago Carrillo, en plena sesión parlamentaria, ganado quizá por una comida copiosa o por el calor del debate, arremetió contra Fraga Iribarne y llegó a exclamar que si la Guerra Civil se repitiese, tenía la profunda convicción de que «los que ganasen, no iban a ser los que ganaron entonces». A la perplejidad de Fraga se sumaron todas las fuerzas del hemiciclo, e incluso en las filas comunistas pudieron oírse referencias a la senilidad evidente del líder del Partido Comunista. El asunto se saldó con un escalofrío que recorrió los diversos grupos parlamentarios, pero apenas si pasó a los periódicos; todos entendieron que era mejor darlo por no escuchado.
Porque ese «consenso histórico» procedía de una impostura, la de achacar a la sociedad una sensibilidad especial hacia los errores del pasado, cuando en realidad se trataba de una responsabilidad política de unos líderes que no estaban dispuestos a asumir su cuota en la catástrofe. El mayor éxito de los protagonistas de la Transición consistió en trasladar sus vergüenzas políticas a la sociedad y convertirlas en tabúes. Hicieron colectivo lo que era de pocos y en detrimento de todos.
El valor mixtificador del hallazgo semántico de la izquierda denominado «ruptura pactada», sirvió como un talismán para ocultar que la política llevada en la lucha contra la dictadura había sido en su mayor parte aventurera y errática, es decir, en términos históricos, voluntarista e irresponsable. Que varias generaciones consideraran que esa mixtificación era el clímax de la sutileza política de los dirigentes opositores, fue una muestra de nuestra inconsistencia política; de nuestra ignorancia, no de su talento. Una vez consumada la enésima derrota que suponía aceptar una «reforma pactada», inevitable, la derecha vencedora elaboró otra teoría, más bien otro recurso semántico, para facilitar el restañamiento de las heridas. La teoría del patriotismo de nuestros líderes, sobre el que volveremos más adelante. Se hurtaba así el auténtico debate, el de la hegemonía o la subsidiariedad de la izquierda durante la transición.
Esto no es comprensible sin valorar la presencia soterrada de la Guerra Civil y sus múltiples consecuencias. El consenso, en su sentido amplio, histórico o coyuntural, partía y se cebaba con la memoria escamoteada a la ciudadanía. Con ese descaro que da escribir para muy pocos y convencidos llegó a decir Rafael Arias Salgado, exsecretario general de la Unión de Centro Democrático y ministro con Adolfo Suárez, amén de hijo de aquel siniestro personaje a quien Franco dedicó a la manipulación y la censura. «El consenso fue una manera de imponer límites y silencios al debate nacional»[5]. Nadie aclaró si se debía a poderosas fuerzas que lo impedían ni si se trataba de alimentar la inmadurez ciudadana en la democracia. No necesitaron más explicaciones. Desde el campo entonces del socialismo, Raúl Morodo, daba un enfoque similar: «dentro de todo proceso de transición —si quiere ser pacífico— la simulación forma parte del consenso». Curiosa relación entre la paz y la trampa; aunque no pueda menos que añadir que «una sociedad plenamente consensuada sería, por principio, antidemocrática»[6].
En estas pocas frases ejemplares de los protagonistas se refleja la distancia entre los estados mayores políticos y los demás. La «simulación» no es más que una parte del arte del engaño. Con razón el profesor Antoni Domènech, en un agudo texto, estudió el proceso de la transición española como «aplicación» de los juegos de estrategia[7]. Raúl Morodo, que siguió la transición desde las fuerzas políticas de izquierda, divide el proceso hacia la democracia como si se tratara de la trayectoria continuada de dos consensos; un «consenso solapado» desde la muerte de Franco hasta el referéndum suarista para la reforma (en diciembre de 1976) y un «consenso directo» desde entonces hasta la Constitución. No hace falta apostillar que el profesor Morodo participó, y activamente, en cuantos documentos y posicionamientos rupturistas se elaboraron durante ambos «consensos».
No es raro que en función de esas concepciones los «estados mayores» hayan salido siempre en defensa propia. El socialista José María Maravall —antes de ser ministro— escribiría:
La construcción de la democracia tras las elecciones constituyentes, consistió en unas actividades en buena medida reservadas a la clase política. Es probablemente cierto que los compromisos interpartidistas, que el monopolio de la política por una élite partidista, y que una desmovilización general fueran todos ellos requisitos para construir un orden democrático nuevo[8].
Lo que el profesor Maravall no precisa es cómo puede construirse un orden democrático, nuevo o viejo, con esos requisitos. Hasta el punto que uno se pregunta, si lo que algunos denominan «requisitos» son el elemento inédito de nuestra Transición en la historia política de la humanidad, si quizá lo original es el tipo de «orden democrático» constituido con los citados requisitos.
Esto explicaría la inanidad de ciertas reflexiones, como la del también profesor Ramón Cotarelo, inefable personaje, a la sazón socialista, cuando señala que «resulta chocante que la Constitución regule con detalle la iniciativa en materia de reforma constitucional y, en cambio, haya dejado fuera del cálculo a la “iniciativa popular” en este terreno. Ello solo es comprensible desde una perspectiva claramente restrictiva de las instituciones de la democracia directa»[9]. Lo chocante hubiera sido lo contrario.
Los protagonistas decidieron que si bien no estaban seguros de las medidas a tomar, se pondrían de acuerdo en función de la necesidad de que la ciudadanía les creyera. Ahora bien, para reforzar la creencia de las gentes se necesita a su vez que nadie cometa la indiscreción de echar mano del pasado para cuestionar su competencia, porque sería un golpe bajo que echaría al traste la operación. Un estafador veterano solo es reconocido como tal cuando otro del gremio demuestra ante los jueces que está haciendo competencia desleal. Si los estafadores se ponen de acuerdo, crean una asociación y unas normas, incluso un código deontológico; no es fácil que el asunto pase a mayores. En ocasiones hasta acaban marcando la pauta de una sociedad equilibrada y competitiva.
Los medios de comunicación, y muy en concreto la prensa, habrían de desempeñar un papel cardinal en el proceso de transición. En general ha tendido a decirse que la prensa abrió cauces por los que luego marcharía la clase política y la propia sociedad. Convendría revisar esto. Porque ocurrió algo diametralmente opuesto. La prensa facilitó la evolución de una clase política en función de la misma evolución que ella realizaba. La transformación de los medios de comunicación, de voceros de la dictadura en garantes de la democracia, coincidió a grandes rasgos con la evolución de buena parte de los poderes fácticos del país.
Husmear en las hemerotecas se traduce en comprender mejor que en cualquier libro de historia las vías maestras del momento. Prensa y poder marcharon juntos durante la Transición, sustentándose uno a otro. Incluso durante la etapa más siniestra de Carlos Arias Navarro en la Presidencia del Gobierno, un momento particularmente duro para los medios de comunicación, la sintonía de las líneas editoriales con el sistema es casi absoluta. No podía ser de otro modo: venían de donde venían y existían en función de servidores del régimen. La prensa del franquismo fue exactamente lo contrario de una prensa al servicio del público. Fue un suculento negocio; incluso para aquellos que estaban en la deficitaria prensa pública. Las poquísimas excepciones, o eran marginales o pagaron su precio; o ambas cosas. No hay antiguo gerifalte periodístico de entonces que no tenga a gala su media docena de batallas frente a la censura; las recordará mientras viva. La Transición le permitirá olvidar las miles de veces que se portó como el untuoso lacayo que se esperaba de él.
Aunque suene a obviedad, conviene recordarlo. No había más prensa que la franquista. Algunas singularidades iniciaron un tímido distanciamiento y fueron barridas, como en el caso del diario Madrid en 1970. Algunos semanarios —Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Andalán, Serra d’Or…— constituían plataformas reducidísimas, a vueltas siempre con las amenazas, la censura y las suspensiones periódicas.
Hasta la muerte de Franco la prensa diaria es franquista o no es. Constatación que no resuelve la esquizofrenia de algunos profesionales periodísticos, para quienes lo que escribían y lo que pensaban estaban disociados; conjetura intrascendente a efectos de los lectores. ¿Sería una crueldad recordar dónde estaban en 1975 las figuras del periodismo en la democracia? Tema intocable donde los haya, porque no era lo mismo trabajar en El Norte de Castilla de Valladolid o en La Vanguardia Española de Barcelona, que en el órgano del Movimiento Nacional, Arriba o en el portavoz de los Sindicatos Verticales Pueblo. Y no lo era, porque si bien el papel del periodismo en su conjunto era poco lucido, subsidiario, adulador, quien estaba en un órgano oficial tenía a su vez la misión de comportarse como un canalla, puesto que tal era la tarea que le estaba encomendada y podía ejercerla «profesionalmente» con su nombre y apellido, con seudónimo o en el anonimato, es decir, sin firma. A las hemerotecas me remito.
No era solo la babosería de su trabajo como columnistas o editorialistas de Arriba o Pueblo —bazofia distribuida luego a sus diversos socios institucionales en toda España—, sino la beligerancia sañuda con los opositores indefensos. Hasta que Franco no estuvo enterrado, esos caballeros ejercieron de verdugos o navajeros; con frecuencia de chacales, animal que tiene la particularidad de orinar en sus víctimas antes de ensañarse con ellas. Se puede decir sin ánimo de ofender a nadie, que la escuela periodística de este país, que entró en la Transición un poco acoquinada, temiéndose lo peor, se nutrió profesional y políticamente de un personaje mítico en el periodismo de la dictadura, Emilio Romero. No tenía la veteranía de un perillán de altura como Manuel Aznar, ni la indolencia y la frustración de un arribista como González Ruano, ni la complejidad irónica y desencantada de Luis Calvo. Emilio Romero fue el paradigma del periodista en el franquismo: un listo de voz engolada y pluma ligera, que enseñaba a los jóvenes periodistas que la prensa es como una cama, que debe alquilarse al poder y llevar muy bien las cuentas para que los clientes no se marchen sin pagar. Un lupanar despreciado y divertido donde todo director ambicioso ejercía de rufián.
Sobre el espíritu que dominaba las instituciones periodísticas, vísperas de la muerte de Franco, baste un ejemplo. El oficial Arriba, orientado por el delegado Nacional de Prensa del Movimiento, el citado Romero, y el entonces criptomonárquico ABC dirigido por el opusdeísta José Luis Cebrián[10] se lanzaron con desparpajo contra el hombre fuerte del semanario Cambio 16, Luis González Seara. Bajo el expresivo epígrafe de «El caradura» le acusaban de tener un pasado trabajando para Franco y estar ayudando ahora a los antifranquistas. El asunto llegó a los tribunales, y en el fondo se trataba de algo tan sencillo como lo que luego sucedería: o cambiaban de chaqueta todos juntos o denunciaban al insolidario que se les adelantaba.
La larga agonía de Franco consumará el distanciamiento entre algunas empresas privadas de prensa y lo que con exactitud científica debería denominarse «la prensa del régimen». En 1975, con Franco moribundo, no toda la prensa era ya, ni mucho menos, prensa del Movimiento Nacional y sus inefables Sindicatos. Pero por las razones ya indicadas los medios de comunicación gozaban de una situación privilegiada para que la Transición se convirtiera en reino de los desmemoriados. El interés tenía también mucho de personal y algo de colectivo.
No es ajeno al proceso de ocultamiento del pasado la vertiginosa carrera por la reubicación de notorios periodistas y muy en concreto de los creadores de opinión; columnistas, editorialistas y directores de diarios y gabinetes. Por ejemplo, si yo ahora iniciara una lista de ilustres redactores y sus no menos lucrativos trabajos en el año crucial de 1975, se consideraría una provocación. Se interpretaría como un intento de abrir heridas, causadas no se sabe muy bien por quién; como un ejercicio de frustración y resentimiento. En otras palabras, que quienes gozaron ganapanes más o menos suculentos, escribientes de discursos de funesto recuerdo, informantes secretos, cuando no delatores, al servicio de dirigentes políticos siniestros, jefes de prensa de instituciones innombrables… considerarían que el simple hecho de mencionarlos sería abrir una herida en el cuerpo social. Romper con el espíritu consensuado en la Transición.
Este chantaje compartido por la profesión periodística —oficio público por excelencia— y que podría ser válido para otros cuerpos de funcionarios tan egregios como los catedráticos, los magistrados y los comisarios de policía, nos permite entender el papel desempeñado por los medios de comunicación, en general, en la salvaguardia y ocultamiento del pasado. Con cinismo no exento de verosimilitud diríamos que las tres «pes» del tópico —periodistas, putas y políticos— tenían en común un pasado impresentable. No querían, como en las novelas por entregas de antaño, una oportunidad para regenerarse, sino tan solo un tupido velo. Del resto ya se encargarían ellos.
Durante un par de años, tras la muerte del dictador, existió un «periodismo de investigación» que cabría considerar sui generis, porque se concentraba en general sobre la denuncia de lo residual, llamárase extrema derecha, negocios marginales o políticos embarrancados. Fue breve, ligero y profesionalmente poco consistente. Sirvió para que algunas empresas nuevas consiguieran suculentos beneficios y para que otras viejas lavaran cuentas pendientes. Cuando se intentó avanzar en una línea de «servicio público», hacia cotas críticas de mayor altura, ese tipo de periodismo fue descabezado. La instrumentalización empresarial encontró su caldo de cultivo en unos periodistas bisoños que salíamos del periodo negro con un entusiasmo solo comparable a nuestra ingenuidad. En 1977 fui protagonista de un incidente que ilustra a la perfección el papel que desempeñaba el periodismo de investigación y que casualmente afectaría a los sectores más dinámicos del mundo de la comunicación.
Yo trabajaba entonces en Diario 16 haciendo artículos de periodismo de investigación. Tras publicar varias series sobre el tristemente célebre comisario de policía Roberto Conesa, y sobre la denominada «estrategia de la tensión» de la extrema derecha en España e Italia, me decidí por un tema de mayor incidencia social: el omnipresente mundo de la Televisión Española. No existían aún las televisiones privadas. Tras varios meses de trabajo presenté el texto al director que fue bien recibido y programado para su edición. Sin embargo, dos días más tarde se me informó que debía seguir recabando datos y posponer su publicación. Investigado el motivo, no era otro que el inminente nombramiento del presidente de la empresa como miembro del Consejo Asesor de Radio Televisión Española.
Hecho efectivo el nombramiento, se me comunicó que ya podía publicarse. Abandoné el periódico con el reportaje debajo del brazo, e inicié una peregrinación infructuosa en busca de un lugar donde un texto no fuera moneda de cambio. En el mes de enero de 1978, el diario El País solicitó la serie de reportajes por razones que entonces se me escapaban y programó su publicación en tres capítulos. Luego se redujeron a dos y por último salió, y a duras penas, solamente uno. El segundo se retiró ya en máquinas, gozando el autor de la frustrada serie del dudoso privilegio de tener en su poder la portada del dominical dedicado al tema y al que los imponderables intereses empresariales vetaron en el último momento. Historias como esta, y mucho más jugosas y sarcásticas, podían citarse por docenas en los escasos dos o tres años que siguieron a la muerte de Franco. Pero a estas alturas no sería fácil que alguien las testificara.
Trascendiendo la anécdota se puede decir que la prensa fue un elemento decisivo en el espíritu de la reforma. La misma continuidad de las empresas periodísticas lo prueba, y aquello que no fue continuidad es programación organizada por los continuadores. Así se entiende que el instrumento de los media que representa como ninguno la Transición habría de ser un diario, El País. En él está retratada la transición y no solo en la política, sino en la cultura, las costumbres, el estilo… Ese fue su mayor éxito.
Si se puede decir con autoridad que todo aquello que no se hizo desde la continuidad, en sentido estricto, se programó para la continuidad, es por el fenómeno fascinante que constituyó El País. Su primer número salió a la calle en los primeros días de mayo de 1976 y pronto se convirtió en el órgano hegemónico de los nuevos tiempos. Iría desbancando a diarios tradicionales, como La Vanguardia de Barcelona y el ABC de Madrid; el primero muy vinculado a la sociedad catalana y sin ambiciones de convertirse en gran diario estatal, y el segundo en una decadencia progresiva por su línea ultraconservadora.
El proyecto del diario El País había nacido en 1972 en torno a tres figuras. Una de raigambre cultural, otra empresarial y otra política. La cultural, la formaba José Ortega Spottorno, hijo del pensador José Ortega y Gasset, editor por aquella época prestigioso y hombre siempre bien visto por los sectores más abiertos del régimen, al que había servido militarmente durante la Guerra Civil. La figura política no podía ser sino Manuel Fraga Iribarne, de quien nadie dudaba —ni dentro ni fuera del sistema— que por sus manos pasaría el posfranquismo. El dinámico promotor empresarial no era otro que Jesús Polanco, cuya andadura en la suculenta industria de los libros de texto estaba muy unida, personal y profesionalmente, a la de Carlos Robles Piquer, cuñado de Fraga y director general de Cultura Popular en la década de los sesenta.
En los blocs de notas que Manuel Fraga redactaría durante su larga estancia en Londres como embajador —publicados luego en el volumen Memoria breve de una vida pública (1980)— hay referencias muy significativas respecto a El País. El 25 de mayo de 1974, José Ortega Spottorno le visita en Londres para proponerle una terna de directores, una vez que el escritor Miguel Delibes ha renunciado a serlo. De la conversación saldrá como director Juan Luis Cebrián, un periodista entonces de treinta años, que gozaba de un pedigree perfecto para quienes desde el régimen aspiraban a capitanear una transición, cualquiera que esta fuera.
Era hijo de Vicente Cebrián —falangista veterano, influyente miembro de la Jefatura de Prensa del Movimiento Nacional—, había estudiado en El Pilar, semillero de jóvenes con patrimonio y futuro, inició sus prácticas periodísticas en el órgano de los Sindicatos Verticales, Pueblo, bajo la dirección del mítico Emilio Romero, quien le nombraría redactor jefe. Posteriormente en Informaciones llegaría a subdirector, máximo cargo que podía regentar en un periódico controlado por una familia del régimen de toda la vida como eran los De la Serna. A mayor abundamiento, cuando se decide ponerle a la cabeza del nuevo diario, Juan Luis Cebrián es director de los Servicios Informativos de Televisión Española, designado expresamente por el ministro Pío Cabanillas, colaborador estrechísimo del embajador Fraga. El 27 de enero de 1975, el ya director in pectore viaja a Londres y Fraga anota en su diario: «Juan Luis Cebrián me dice que se embarca en la aventura “conmigo y por mí”».
Cuando aparezca El País, en mayo de 1976, Fraga es ministro de Gobernación de la Monarquía y apenas quedan dos meses para que Adolfo Suárez sea nombrado presidente. Del recibimiento que el periódico le hará a este va a quedar como símbolo el «qué error, qué inmenso error», título del artículo que le consagrará el comentarista habitual del diario, Ricardo de la Cierva, cuyas relaciones con Fraga y Pío Cabanillas son estrechísimas, aunque sujetas a las piruetas del publicista.
Luego la historia seguirá su curso y el proyecto su feliz dinámica propia, en función de los intereses de sus principales inversores, pero el nacimiento está ahí. Es curioso que tras muchos años de vida de un periódico, imprescindible para el estudio de la España de la transición, sean raros los trabajos sobre El País, no digamos ya las monografías. En muy poco tiempo se convertirá en el órgano de prensa más influyente, mejor hecho y más vendido de España.
La prensa de la Transición fue una mediadora perfecta entre la sociedad y la clase política, en beneficio de esta. Se formulaba esta mediación en función de un supuesto «miedo a la regresión». Un temor real a una vuelta atrás, que justificaba que si bien todos éramos iguales ante la ley, mucho más lo éramos ante el pasado. La prensa consiguió su propia inocencia al no cuestionar la del conjunto de la situación. Existía además una tradición que facilitaba este camino. Las relaciones entre prensa y política durante la dictadura fueron tan naturales y directas que con razón se denominaba «prensa y propaganda»; si el deterioro de la imagen pública de los medios de comunicación en general rondaba el vituperio, si lo deleznable de una clase política era palpable para cualquier observador atento, unos y otros aunarían sus esfuerzos para ayudarse a sí mismos colaborando con su prójimo.
Si los que procedían de la lucha antifranquista estaban en idéntica situación ante la opinión pública que quienes se habían dedicado sañudamente a denostarles, el único paradigma de equilibrio había que buscarlo en esas clases medias que habían crecido durante la dictadura, y cuyo lema se reducía a «orden, paz y progreso económico». Lo que podía expresarse también como «esperar y sufrir las molestias de un régimen agotado, hasta que la biología resolviera lo que no osaba hacer la sociedad». La relación entre el franquismo y las clases medias fue algo consustancial. Él y ellas parecían haberse formado juntos. Sus defectos y sus virtudes eran compartidas. Franco nunca aspiró a seducir a los intelectuales, por los que sentía un desdén teñido de desconfianza. No cabe decir «ni quiso, ni pudo», porque poder es una de las atribuciones que concede el totalitarismo, y nada hay más susceptible de arribismo que la inteligencia. Las veleidades culturales de Hitler o Mussolini, nunca fueron las suyas. Él solo podía seducir a las clases medias hispanas, a las que representaba en la misma medida que había ayudado a desarrollarlas; timoratas, filisteas, soberbias y piadosas.
La Transición fue en gran parte la victoria, no sé si póstuma o egregia, de las clases medias alimentadas durante la dictadura. Esperar para evolucionar. No había por qué arriesgarse, ni comprometerse, porque al final se haría lo que era inevitable hacer y todos estaríamos en la misma situación. Nada desde fuera de la ley o contra la ley, por más que la legislación partiera de la arbitrariedad de un régimen dictatorial. La vía adoptada confirmaba que el estricto cumplimiento de «las normas» podía terminar en una democracia. Incluso con mayor virtualidad que toda aquella desmesurada y desigual pelea contra la dictadura.
Se cancelaba el pasado para no entrar en este debate. Una discusión, que llevada con rigor, podría haber adoptado fórmulas sarcásticas a lo Jonathan Swift y que quizá estén en el fondo de la ausencia de literatura humorística durante la transición. El conformismo era la pauta de conducta idónea desde que la dictadura se impuso como solución tras la Guerra Civil. Su permanencia venía a reafirmar el éxito y ahí estaban para demostrarlo los mismos protagonistas, desde el Rey hasta los funcionarios oscuros, pasando por la variopinta galería de incondicionales de la autoridad, verdugos reciclados o policías envilecidos. Una pauta de conducta que el presente de la Transición confirmaba como la más rentable, la más lógica y la más inteligente. Porque renta, lógica y razón se unían para dar un mentís a cuantos creían que los caminos de la dictadura y de la democracia se bifurcaban. Para no entrar en tan viciosa discusión lo mejor era dar por cancelado el pasado, pero bien entendido que la vía más correcta, desde el monarca hasta el último vasallo, había sido la de plegarse al destino. Y era la primera vez quizá que se llamaba destino al control de la continuidad.
Los memorialistas de este periodo han aportado su óbolo. Son infrecuentes y residuales las memorias desde posiciones antifranquistas; las que han aparecido son tan reticentes y tan vergonzantes que dan la impresión de aprovechar el último vagón del último tren. Abundan sin embargo, hasta la saturación, las de quienes desempeñaron papeles relevantes en el sistema antes, durante e inmediatamente después de la agonía del dictador. La devaluación de las posiciones antifranquistas fue tan notoria que el proceso de cancelación del pasado convirtió en mudos a los perdedores; quizá porque se negaban a admitir públicamente su condición y su trayectoria.
La gama de memorialistas surgió apenas se iniciaba su decadencia, tras la victoria del Partido Socialista. La verdad es que no añadieron nada a lo que ya estaba escrito si bien, como es lógico, apuntaron algún detalle personal y ocultaron meticulosamente los aspectos más sombríos de su actividad. Un recordatorio de las diferentes fases de la «desmemoria» quedaría trunco sin rendir el homenaje debido a quien se debe considerar con propiedad como el cronista de corte de la transición política, Joaquín Bardavío. Como maquillador de la historia su trabajo merece parabienes por la limpieza de su manipulación y por el consenso logrado entre partes tan susceptibles.
Joaquín Bardavío Oliden se constituyó en embellecedor oficial de la Transición tras una experiencia de tres años y medio en trabajos informativos bajo las órdenes del almirante Carrero Blanco. Había acreditado su maña en 1974 con un texto —La crisis— donde relataba, en un lenguaje entre críptico y elusivo, la muerte en atentado del presidente del Gobierno. Tenía algo de homenaje hacia el hombre a quien había servido desde que el Opus Dei lo descubriera como informador cualificado. La Transición la fue explicando en dosis. Primero el nombramiento de Adolfo Suárez a la presidencia —El Dilema (1978)—, luego los desvelos y las dificultades que hubo de vencer Juan Carlos I hasta conseguirnos la democracia —Los silencios del rey (1979)— y por último, explicar a los perplejos miembros de las diversas instituciones y a la ciudadanía curiosa, cómo y con qué buena voluntad, limpieza y patriotismo se legalizó el Partido Comunista —Sábado Santo Rojo (1980).
Las eminencias de nuestra historiografía contemporánea le son deudoras, aunque siguiendo su estilo poco dado al reconocimiento le hurten sus derechos. Los presuntos descubrimientos de los hispanistas, estilo Raymond Carr o Charles T. Powell, no son más que variaciones sobre el mismo tema; la melodía la marcó Bardavío y los demás pueden ser más elegantes, más profundos o hasta más profesionales, pero mal que les pese han de confirmarle. Son textos capitales que han quedado como muestra de lo que se debe decir y cómo decirlo; nadie osará acusarle de mentir aunque ninguno tenga la más mínima duda de que apenas contienen un ápice de verdad. Como amanuense de la Transición logró una brillante labor de síntesis, siguiendo los intereses cruzados de Torcuato Fernández Miranda, Juan Carlos de Borbón y Adolfo Suárez. Muerto el primero y acabado el último, se retiró del tema, pero quedó su aroma. De haber tenido una mayor envergadura intelectual, como aspiraba su mentor Fernández Miranda, quizá sus crónicas hubieran sentado cátedra.
Un trabajo sobre el proceso de desmemorización hace imprescindible dedicarle unas líneas a este periodista. Sus textos son propiamente modelos de cómo debe escribirse la historia para que la gente crea exactamente lo contrario de lo que ocurrió, pero que en ningún momento tenga la impresión de que le engañan, sino que le informan sutilmente. Fiel a sus modos y maneras, en 1983, escribiría unas páginas antológicas sobre Torcuato Fernández Miranda convirtiéndole en el más ferviente luchador por la democracia, liberal profundo desde que «ganó por unanimidad la cátedra de Derecho Político presentándose por las buenas, sin maestro, ante el Tribunal», allá en la década de los cuarenta[11].
Si estos poderes taumatúrgicos tenía con el fallecido Fernández Miranda, qué cosas no estarán escritas sobre el Rey. Sin los trabajos de Joaquín Bardavío no es fácil captar la tergiversación del proceso de transición; con sus textos en la mano se puede detectar paso a paso, cómo se edificó el castillo de naipes con el consenso de los protagonistas. Prácticamente nada es como está relatado, sin embargo nada es del todo falso; solo que no ocurrió así. Es el ideal de los líderes, conseguir que alguien cuente su historia con aliento y coherencia, desde la cocina, pero con el lenguaje del chef. Retratos de vencedores, con los vencidos ocultos tras la mampara. Un estilo gallináceo, pero elocuente. Todo, tal como soñaron que debía de haber ocurrido la historia, y como decidieron que fuera conocida para ejemplo de las futuras generaciones. ¡Acaso no demostró el viejo Ranke que la historia era un trabajo patriótico! Pues por qué un ejercicio de patriotismo no va a poder convertirse en una verdad histórica.
Una vez edificada la verdad histórica, enterrada la memoria y con la victoria de las clases medias salidas del franquismo, se cancelaban también, en los comienzos de la Transición, cualquier referencia a aquello que había alimentado a la oposición radical durante décadas; el espíritu republicano. La idea de la República fue desdeñada prácticamente desde el día que Franco murió, de un modo tan lógico, tan coherente, que nadie tuvo ni el valor suficiente para decirlo, ni la dignidad para admitir que algo había fallado. No se puede alimentar durante décadas una aspiración que se difumina en el momento que está llamada a alumbrarse; no digo a realizarse, digo a plantearse. Se enterró el republicanismo histórico en el instante que se empezó a hablar de política. Luego cabe pensar que la idea de República de nuestros líderes históricos no tenía nada que ver con la política real.
Escandaloso era que nadie osara señalarlo, pero aún más que tras cuarenta años de machacón republicanismo, los partidos lo metieran en el baúl de los recuerdos sin un gesto para explicar la contradicción en la que habían vivido. Se estuvo defendiendo con virulencia algo que llegado el momento hubo que desechar inmediatamente. La vía republicana estaba cegada y nadie tuvo un adarme de duda. Lo patético es que fue necesario contemplar la incidencia social paralizadora de la agonía del dictador para constatarlo. Los partidos, una vez más, iban tan a remolque de la sociedad que ni siquiera sentían la necesidad de explicar sus renuncias. Menos aún sus ambiciones.
El pasado quedaba convertido en un desolado páramo, donde el más cobarde y más taimado se revelaba como el más coherente con la sociedad y con la historia. Si en definitiva nadie «garantizaba» el pasado, es lógico que el futuro fuera de nadie; entre la supervivencia, el ir tirando, el no empeorar o el contrato de un plan privado de jubilación. Varias generaciones se enfrentaron a la necesidad de buscar asideros de seguridad; los partidos políticos se convirtieron en instrumentos que garantizaban la seguridad de un puñado de militantes; se hicieron por tanto reductos conservadores. Si el resultado de la lucha pasada se había reducido a nada, o todo lo más a un recuerdo personal, lo que importaba era estar incrustado en el presente. No volvería a repetirse el juego de lanzarse a buscar nuevos horizontes cuando lo más rentable era una vez más la disciplina y la tranquilidad. Pocas cosas fueron tan conservadoras, tras la muerte de Franco, como los partidos políticos.
De algún modo se convirtieron a su vez en la cuarta gran institución encargada de velar por la complicidad del silencio. Una curiosa similitud corporativa con otras instituciones que permanecían incólumes, teniendo la misma razón ayer, que hoy, que mañana. A la Iglesia, al Ejército y a la Prensa, se venía ahora a sumar los partidos políticos, algunos recién salidos de la clandestinidad. Quien osara revisar comportamientos de cualquiera de ellas se encontraría con un frente disuasor impenetrable.
Al no existir patrimonios históricos auténticos a partir de los cuales se pudiera percibir las evoluciones teóricas o políticas empujadas por la experiencia, se dieron entonces procesos de conversión aceleradas. Si en la década de los cuarenta, perdida la Guerra Civil y bajo amenazas brutales, el cristianismo de cruzada hizo miles de conversos, nuevos y fanáticos. Ahora, en coordenadas muy diferentes, iba a darse otra virulenta conversión a la moderación, el posibilismo, la monarquía o el liberalismo.
Desde el momento que se dio por clausurado el pasado no era ya necesario partir de algo para llegar a algo, sino sencillamente tener en cuenta los intereses inmediatos y defender lo más adecuado en el momento presente. Las conversiones políticas e ideológicas que acaecieron durante la Transición parecen nimbadas por un halo milagroso y sobrenatural si no estuviéramos atentos a su inmediatez. En cuestión de meses, hay casos incluso que bastó con semanas, se pasaba a defender cosas que antes de ayer se condenaban sin remisión. Pero bajo la garantía implícita y socialmente admitida de que nadie iba a sacar a relucir el pasado, todo estaba permitido. Cada uno hacía lo propio o guardaba silencio. El país se convirtió en un maravilloso enjambre de luchadores por la democracia; patriotas y monárquicos.
Si se dilapidan o se borran los patrimonios históricos —contradictorios siempre— se da una oportunidad a los más audaces, o tan solo a los más cínicos. La Transición fue una trituradora de vocaciones políticas. En ningún caso un fermento de las que no hubieran aparecido ya. Líderes incombustibles se quedaron al poco en rescoldos de lo que fueron.
Carlos Arias Navarro, el primero, no era un ejemplar de reconocido talento, pero cesado por su Majestad en el verano de 1976 no volvió a aparecer más que en la nota necrológica de 1989; dicen que se presentó a senador por Alianza Popular, pero nadie podría asegurarlo a ciencia cierta sin consultar las hemerotecas. Manuel Fraga Iribarne, el más dotado, dirigente in pectore del posfranquismo, caminó derrota tras derrota, con dignidad encomiable, todo hay que decirlo, hasta que se retiró a su feudo galaico para seguir haciendo política al nivel que le permitían las circunstancias.
A José María de Areilza desde la cuna le garantizaron que su vida podría discurrir entre ser Talleyrand, Disraeli o Chateaubriand, y en mejores condiciones, porque no era cojo como el primero, contaba con suculento patrimonio a diferencia del segundo y, frente al tercero, no sufría de grandes pasiones. Se quedó en diplomático y aspirante a todo, convertido en una especie de retrato galante del gafe en política. Laureano López Rodó existió como ambición política pura mientras no tuvo que soportar esas cosas tan engorrosas de las elecciones, los partidos, los mítines, la opinión pública… las cosas con Carrero Blanco eran más sencillas; uno debía convencer a quien debía convencer y no se perdía el tiempo en naderías. Pocos hombre gozaron de un prestigio político tan inexplicable y enigmático como Federico Silva Muñoz; desde mediados de la década de los sesenta hasta las primeras elecciones democráticas, su figura tenía la ubicuidad de las grandes esperanzas. Falleció en 1997, según aseguran las necrológicas.
De Santiago Carrillo se dijo y con razón que había tomado la leche materna con un ronroneo de discusión política; no hizo ninguna otra cosa en su vida, ni consumió un minuto de su actividad en inclinaciones secundarias como el amor, la literatura, los viajes o el coleccionismo. Hasta hace bien poco era «Carrillo o la política», no al modo orteguiano de «Mirabeau o el político», sino en el de estar pensando y haciendo cosas relacionadas con la política, lo que no quiere decir que se ejerza de político. Contemplada hoy su biografía con una cierta perspectiva, abruma pensar cómo habrá podido derrochar una vida un hombre con tal capacidad de supervivencia en una actividad para la cual la historia le negó la perspicacia. Se podría seguir con Torcuato Fernández Miranda y con Adolfo Suárez, no digamos con otros de menor cuantía.
La ventaja de los dirigentes socialistas procede de una combinación de circunstancias diferentes. Mantener el vago aroma de un recuerdo y ninguna de las huellas de un pasado contradictorio. En su caso, todo lo más, anodino y chumacero. Les volvería a ocurrir la misma fortuna que en los albores de la Segunda República. Como ha señalado el historiador Shlomo Ben Ami, su colaboracionismo con Primo de Rivera, su desdén hacia las libertades, se tradujo a partir de 1930 en algo tan singular como que se convirtieran en los principales beneficiarios de la caída del dictador.
Hay que constatar que en la Transición habrían de ser los socialistas quienes mantendrían una mayor preocupación por no volcarse en conversiones fulminantes, sino en reafirmar sus posiciones. Otra cosa será cuando gobiernen, a partir de 1982, pero su análisis está fuera de este libro. Nacidos a la vida política prácticamente en la década de los setenta, salvo contadísimas excepciones. Hijos de un Congreso, el que hacía el número XIII, en Suresnes (1974), auténtica referencia fundacional. Distanciados de cuanto fuera pasado patrimonial atrabiliario —las peleas entre prietistas, caballeristas, negrinistas, besteiristas…—. Nadie podía echar sobre sus espaldas otra cosa que no fuera la voluntad y cierta bisoñez política que a la larga resultaría rentabilísima. El pasado, su complejísimo pasado como partido político, estaba en los archivos para quien quisiera mirarlo. No les afectaba.
No les ocurría como a los Fraga, Carrillo o Suárez, inquietos siempre ante cualquier recordatorio. El único aspecto que les dejaba fuera de campo, era el de no tener un pasado que borrar, porque cuando alguien llega a un acuerdo de saldar cuentas no es bueno que haya quien sea tan pobre que desentone; no es virginidad, es indigencia. Con el tiempo descubrieron, con cierta inquietud, que no había «volumen» de pasado por condonar y eso les creó alguna dificultad, que no percibieron en su verdadera dimensión, durante el primer periodo de la Transición. Como los nuevos ricos, hubieron de producir su propio linaje; aunque fuera necesario que el tiempo lo borrara todo, había que proveerse del orgullo íntimo que adopta quien puede echar mano de un fecundo árbol genealógico[12].
Si la Transición produjo sus cadáveres exquisitos, era menester que la historia proveyera de enterradores, empleados de funeraria, que se encargaran de asear los despojos, poner flores, exhibir la caja y demás arbitrios mortuorios. Y por último un epitafio o tan solo una frase, al modo del «no te olvidan» de las lápidas antiguas. Para algunos difuntos notables se apeló a un recurso no exento de retintín. «Aquí yace un hombre que dio una lección de patriotismo».
A los perdedores de la Transición, desde Arias Navarro, pasando por Fernández Miranda, hasta llegar a Santiago Carrillo, a todos se les concedió el privilegio de habernos dado una «lección de patriotismo». Y lo mordaz de esta titulación procede de una mixtificación, de un tortuoso proceso mental: gracias a que usted hizo unas previsiones erróneas y unos análisis equivocados sobre el papel que iba a desempeñar, gracias por tanto a su error político, nosotros pudimos hacer la transición que respondía a nuestros intereses. Como nosotros representamos, por antonomasia y desde siempre, a la patria, le concedemos el privilegio de ser un patriota. A partir de ahora no admitiremos que nadie ponga en duda sus intenciones: le salió mal porque fue un patriota, no admitiremos jamás que fue un patriota porque le salió mal. Porque de haberle salido bien, usted sería un oponente correoso, un peligro para la estabilidad y, por tanto, para la patria. Entiéndalo; no es un favor, es un gesto de reconocimiento.
Cada vez que esos supervivientes, o sus herederos, escuchan lo de las «lecciones de patriotismo» se les deben revolver las tripas. A menos de ser muy simples, nadie cambia un éxito por un reconocimiento social de abnegado perdedor. Con la Transición ciertos sectores, que tuvieron desde siglos el monopolio del patriotismo, supieron donarlo en forma de reconocimiento a todos aquellos que con sus equivocaciones facilitaron su asentamiento, al tiempo que facilitaron su propia liquidación como líderes políticos. Un gesto que los damnificados no pueden denunciar sin que afecte a su honor.
Lo más significativo del proceso de transición desde una perspectiva radical, de raíz, fue el ocultamiento y dilapidación de la memoria histórica. Las exigencias impuestas por las diversas instituciones —desde el Ejército hasta los partidos políticos, pasando por la Iglesia, cada uno con sus obsesiones y sus peculiaridades— obligaron a no tender ningún puente con la última experiencia democrática de nuestra historia, la republicana. No en cuanto a personas o a nostalgias fuera de lugar, sino en cuanto a lo que en su sentido más amplio denominaríamos la última cultura en libertad de la historia de España. Casi la única. Porque si bien, como individuos, el largo exilio y el forzado silencio los marginaba y limitaba en una sociedad conformada por adversarios, no era lo mismo ese periodo histórico concebido en conjunto. La Segunda República, no como régimen, sino como sociedad civil, es el equivalente hispano a la germana República de Weimar, incluso superior en lo que tiene de explosión de vitalidad, de riqueza, de contraste con los pasados siglos de oscurantismo. Interrumpida sangrientamente en julio de 1936.
El franquismo significaba un agujero negro en el que convenía no entrar si no era para señalar generalidades justificatorias sobre el tiempo, la época y las esclavitudes de la historia. Todo en genérico. El contraste entre la Segunda República y la dictadura de Franco, ya fuera el bajo, el medio o el tardofranquismo, constituía una provocación, no un ejercicio de reflexión obligada. Lo veremos más adelante al referir cómo determinados sectores de la inteligencia consiguen reescribir la historia de tal modo que el franquismo se convierte en un régimen cuasi espectral y difuso, en vez del sistema más largo y siniestro que conoció España en los últimos siglos.
No fue solo el puente con el espíritu de la República el que se cegó durante la Transición. Incluso algo tan obvio y tan cercano como el papel del movimiento obrero durante el franquismo quedó borrado. De ser una insulsa referencia de todo historiador, político o intelectual durante décadas, en las que por cierto el citado movimiento brillaba por su ausencia, con la Transición se convirtió en el innombrable. Como si nunca hubiera existido, como si dentro de la frustrante historización del antifranquismo que se vivió en la Transición, la clase obrera fuera aún la nada de la nada. Un petulante profesor de historia, Javier Tusell, publicó un libro en 1977 sobre La oposición democrática al franquismo en el que excluía concienzudamente a los comunistas, se supone que por razones de principios, y donde desarrollaba con perplejante amplitud el papel antidictatorial y democrático de los democristianos y los monárquicos. Si esto lo podía hacer impunemente alguien de cuestionable reputación profesional, qué no iba a ocurrir con el movimiento obrero, correa de trasmisión de los dos partidos de izquierda, el Partido Comunista y el Partido Socialista, durante toda la Transición.
La derrota política y ética de la izquierda en la Transición afectaría al movimiento obrero dejándolo en la cuneta. De ser el sujeto de una leyenda temeraria que lo convertía en la sal de la tierra; agente fundamental en la lucha por la democracia, protagonistas de la liberación inminente, pasaron a ser «productores», según la feliz terminología del periodo franquista ahora retomada.
La desaparición del movimiento obrero en nuestra historia reciente resulta llamativa. No fueron los llamados Pactos de la Moncloa los que decidieron la clausura del movimiento obrero como protagonista de una lucha que entroncaba ya con la República. Los pactos, lo que hicieron, fue elevar a la categoría de ley una realidad que había empezado en el otoño de 1976, cuando se hizo consciencia en los líderes políticos que no había lugar a otro protagonismo que no fuera individual. El inestable equilibrio sobre el que se iba a construir la democracia no podía permitirse confrontaciones sociales hasta que pasaran muchos años. Desde el otoño de 1976 hasta el invierno de 1988, con la huelga general del 14 de diciembre, el movimiento obrero no va mucho más allá de ser el ejército de reserva de los partidos políticos.
Más sangrante aún si cabe fue la extirpación concienzuda de una parte de nuestra memoria histórica, la que corresponde a la experiencia sociocultural y política de la emigración económica española en Europa. Desde comienzos de la década de los sesenta, la emigración económica desde las poblaciones rurales españolas hacia los centros industriales europeos fue un elemento decisivo en la formación de los partidos políticos clandestinos, de los sindicatos reivindicativos y del nacimiento de una conciencia política entre millares de súbditos de una dictadura, que por primera vez sabían lo que era ser ciudadanos, aunque se tratara de ciudadanos de segunda clase. Desdeñemos, si esto es posible, lo que significó para la ahogada economía española los ahorros de esas masas trabajadoras. Considerémoslo exclusivamente desde la perspectiva social y cultural y política. Las universidades del movimiento obrero español fueron esa experiencia en la emigración; para los partidos y para los sindicatos.
Exceptuando un par de libros, tan pobres como sus autores, no hay nada sobre esa experiencia. La incidencia de la emigración laboral española en Europa. De su aportación y del enriquecimiento que supuso para una España convertida en erial. Fue el nutriente con el que se mantuvo la lucha antifranquista en la década de los setenta y lo que permitió, entre otras cosas, que el desfase entre lo rural y lo urbano no fuera especialmente significativo durante la Transición.
Es posible que detrás de tantos silencios se oculte el atávico temor expresado en aquella frase de Milan Kundera: «la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido». El proceso de ocultamiento y liquidación del pasado no fue algo limitado a la clase política, sino algo más amplio, más concienzudo y hasta más profundo. Se trató de eliminar todo vestigio de memoria histórica que sirviera para echar luz sobre el agujero negro en el que se convertirían los cuarenta años de dictadura (1936-1976). La complicidad social en esta operación implicó a todos. La primera igualdad que instauró la transición a la democracia en España fue la de que todos somos iguales ante el pasado. Una garantía para mantener la desigualdad ante el futuro. Nos constituimos en un reino de desmemoriados.