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HASTA despertarme a la mañana siguiente en la butaca no comprendí que había dormido toda la noche. El sueño profundo de las últimas horas antes del amanecer sin nada con que cubrirme me había dejado dolorido. Caminé con paso rígido entre las estanterías de libros, por el oscuro pasillo. Sacudía las manos para calentarme. Agua para el té, la lumbre, mas troncos de la pila y el calvero sin hollar, estupendo. Una magnífica y fría mañana de sabado, cielo azul, alguna nube jaleada por un viento ligero, la calma que precedía a la helada y al día del festival. En Fort Kent, los niños saldrían de la cama de un salto y correrían a la ventana, se quedarían contemplando el mismo cielo, la misma nube. Entonces se precipitarían sobre sus padres para recordarles que quedaba un día para el festival del espantapajaros. En siete semanas, se despertarían y saldrían a ver el abeto para cerciorarse de que seguía ahí, con las luces puestas y a punto para la Nochebuena y de que quedaba suficiente espacio debajo para el visitante nocturno que tal vez pudiera verse ya como una manchita por encima de los continentes, el papa eterno asiendo las riendas, que conoce todas y cada una de las chimeneas, y a todos y cada uno de los niños, por su nombre. Les deseé tanta felicidad como les pudiera caber, a todos, hasta el último, y que les dejara algún regalo. Si yo tuviera un hijo, vista la gran cantidad de libros, lo mas natural sería que le gustara leer, aunque un niño sigue teniendo necesidad de amigos, incluso los fines de semana y eso quiere decir que bajaríamos mucho al pueblo, aunque yo podría quedarme esperando en la cafetería. Esa mañana mantuve el calor con estos pensamientos hasta que prendió el fuego.

Encendí la pipa de mi padre y me llené con jerez del armario una copa de cristal de las que guardábamos para las grandes ocasiones. Me paseé entre las estanterías, decidiéndome por un libro para leer, al final fue una decisión bien fácil: ¿por qué no? Saqué Canción de Navidad de Charles Dickens. Siete semanas de adelanto, pero ésa es la razón por la que se lee algo con antelación: para irse poniendo en sintonía. Y quizá yo iba también a tener bien pronto un visitante, un hombre con una pregunta, un hombre con un arma. En ese caso, sin duda más valía que yo saliera.

Me traje a rastras una manta del dormitorio y salí con el jerez puesto sobre el libro a modo de bandeja, arrojé la manta por encima de una roca por donde yacía Hobbes, me bebí la copa y estuve leyendo un rato, una hora más o menos, para que volviera a experimentar la sensación que había tenido conmigo. De todos modos, hacía bastante frío y acabé por entrar, echando de menos a mi amigo a cada paso que daba. Pero se había apoderado de mi mente la placidez, que tal vez se había filtrado suavemente durante esa larga noche, y ello daba a entender que Hobbes ya estaba en paz y que yo también debía estado. Estaba dispuesto otra vez a aceptar esa paz y esa quietud.

No habían pasado quince minutos cuando, bien arrellanado en mi butaca estilo Nueva Inglaterra a media mañana del sábado con mi segundo jerez en la mano y leídas ya treinta y ocho páginas de Dickens, una bala traspasó el bosque.