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SE hizo a un lado cuando subí al arcén y los frenos rechinaron en el aire rarificado. Parecía una persona a disgusto consigo misma o molesto en general: hasta su piel parecía como un impermeable que le venía grande, echado apresuradamente por encima. Todo indicaba que no le gustaba lo que estaba haciendo, estar ahí. Su tono de voz era cordial pero tenía un filo cortante.
No habrá visto nada por aquí, ¿verdad?
Giré la llave con los dedos y mientras se apagaba el motor el silencio rodeó como una corona mis primeras palabras de respuesta:
¿Ver qué?
Abracé el volante con los antebrazos y me agaché hacia la ventanilla a la vez que él se acercaba. Su rostro era una nube de aliento.
Disparos, actividad sospechosa, dijo. A pocos kilómetros de aquí.
¿Nada?
Le contesté que había mucho cazador rondando, que se oían tiros por el bosque.
Asintió con la cabeza al decirle eso, como si hubiera esperado una respuesta así.
Pero nada mas, añadí, aparte de que estaba llegando el invierno. Mas que nada, tranquilo.
Aún tenía la mano en la pistolera, aunque quería que viera que los dedos los tenía puestos por encima del cinturón, relajados. No sabía concretamente qué andaba buscando, porque yo no tenía televisor ni manera de saber qué sabían ellos y si algo de lo que sabían los había traído hasta aquí.
No me diga, respondió. Masticaba algo, seguramente chicle, y con los ojos abarcaba toda la cabina de la camioneta, como una sabana tendida que el viento mece de un lado a otro. Esperé a que acabara. Seguramente había pasado veinte minutos y pico ahí de pie hasta que aparecí y ahora quería al menos una conversación, visto que el próximo automovilista aún podía estar a un pueblo de distancia. De todos modos, decidí que mis mejores palabras en ese momento debían ir abundantemente rellenas de nada mas que decir entre una y otra.
¿Podría avisarnos si oye algo fuera de lo normal? Hemos tenido atestados.
Naturalmente.
Alzó la mirada y vio que le observaba. Y lleva usted un libro, reparó.
Bajé la vista a los sonetos que tenía sobre las piernas, con la lista de léxico de Shakespeare doblada dentro.
Por si me sobran unos minutos en el café entre recados, contesté.
¿Sobre qué trata?, preguntó.
Es un libro de sonetos, o sea, poesía.
Arrugó los labios.
¿Y qué poema le gusta mas?
En ese instante el viento trajo un golpe de nieve, unos cuantos copos, que quedaron esparcidos por el asiento. Me había hecho una pregunta correcta que no podía responderse a la ligera, aun si las circunstancias, como ahora, así lo exigían, pues los que hacen preguntas para ganarse la vida o a fuerza de costumbre se ofenden si esas preguntas quedan sin respuesta.
Me gustan todos, depende.
¿De qué?
De lo que traiga el día.
Resolví que ya era hora de que me fuera o de que me hiciera bajar de la camioneta. Giré la llave y arrancó el motor. Miró otra vez al asiento y tosió.
Me vino a la cabeza que podía pedirme inspeccionar la camioneta, que encontraría el Enfield y el visor que había escondido tras el asiento. Algo me había empujado a dejarlos ahí y no encima del asiento, como siempre, menuda suerte.
¿Y si yo le pido que se apee del vehículo y permanezca ahí de pie, señaló al suelo, junto a sus botas, no me recitaría un par de versos de su poema favorito?
No me gustó ese repentino cambio de tono conmigo.
Le contesté que la mayoría de días sí que podría, pero no todos, por regla general. Alcé la voz por encima del ruido del motor. En todo caso, no se me daban bien las citas de más de unas pocas palabras. No tenía capacidad para tales proezas mentales.
Separó los pies tanto como ancha tenía la espalda y se encogió de hombros. Si yo hubiera tenido previsto parar aquí y me hubieran estado esperando, yo le habría resultado presa fácil y no habría dado tiempo siquiera a desenfundar. Me hubiera disparado de bien cerca mientras me afanaba por sacar el fusil que tenía detrás de mí, una muerte torpe. Pisé el pedal y puse la palanca de cambios en primera.
¡Fíjate tú! Tenemos un hombre de letras, dijo sonriendo. Después miró a un lado, en la dirección a la que me dirigía.
Gracias por su colaboración.
Me estaba diciendo que me marchara. Para mí era una suerte. Arranqué mientras le saludaba con la mano y no dejé de observarle durante toda la recta hasta que volvió a ser un hombre encogido al tamaño de un pequeño punto en el retrovisor, envuelto en humo de escape. Y entonces me pregunté por qué no había visto un coche patrulla, ni tan siquiera al margen de una carretera en el que no hubiera cabido, y puesto que bajo ninguna circunstancia podría haber llegado a pie hasta aquí, tenía que ser que lo habían traído. Pero eso tampoco tenía sentido.
Tras la primera curva, paré, saqué el fusil de atrás y lo dejé en el asiento. Recapacité sobre la situación mientras la camioneta volvía a rodar y los copos pasaban volando por encima del capó. Si estaban atando cabos tendría que hacer algo. Podía volver y pegarle un tiro desde prácticamente cualquier lugar, pero si lo habían traído ahí para instalar un control, abrir fuego no haría más que llamar la atención, porque se pondrían a buscarlo. En cualquier caso, lo cierto es que él no era quien me había matado al perro hacía poco, así que con él yo no tenía cuentas. Con todo, decidí que pensaría un poco más en ello, viendo que se había instalado en estos parajes. Saqué el fusil del paño y me puse al lado de la camioneta, donde no pudieran verme desde los automóviles que pasaban, lo más arrimado posible a la curva. Pero ahora él ya no estaba donde yo lo había dejado. Menuda rapidez. Esperé unos minutos por si estuviera haciendo sus necesidades, fui a por el libro y lo abrí por una página marcada con una hoja de árbol, un poema de amor y cosas así, y me senté al volante, con el rifle en las rodillas.
El viento barrió la nieve de un campo a otro, rodeando a un alce inmóvil.
Un gran pajaro que volaba alto se agachó y se estiró en medio del viento rugiente, sin duda con los ojos puestos en alguna presa. En estas aves, la vista carece de todas las impurezas que tiene la de las demas criaturas y les indica el menor movimiento, la mas imperceptible palpitación, incluso la intención de un conejo o un pequeño búho nival que van a cruzar una extensión nevada, su última carrera.
Cuando volví a la curva con el fusil dentro del abrigo vi que dos puntitos rojos subían la loma a un kilómetro y medio: las luces traseras de un automóvil. Lo habían recogido, pero ahora cambiaban de dirección: las carreteras secundarias. Entonces quedó claro que estaban instalando controles en sitios inesperados hasta llegar por reducción a un punto final y dar con el asesino. O quiza se trataba de clavar un alfiler en el mapa del condado y confiar en la suerte. Acaricié la idea de un disparo rapido, a kilómetro y medio, no era imposible, pero apenas quedaría tiempo para un segundo disparo. Y ademas no habría forma de ocultar dos cadaveres, menos aún un automóvil en el arcén de una estrecha carretera.
Volví a dejar el fusil en su paño, sobre el asiento, y me puse en marcha. Ademas del libro y el arma, había traído una tarjeta de cartulina y un lapiz, una especie de cebo, porque no había olvidado que en Fort Kent había un tipo que escribía y que evidentemente tenía mucho que decirme.