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LA verdad es que el camino hasta la cabaña se me hizo largo. Había recostado a Hobbesa mi lado y le puse la cabeza contra mi muslo, por si aquello podía darle consuelo aún a esas alturas. Su cuerpo había perdido buena parte del calor y su sangre se estaba haciendo tupida, en su pelaje y en el asiento. Esa misma noche, poco después de haber vuelto a la cabaña, lo enterré bajo el macizo de flores, a la luz de los faros de la camioneta, en el mismo lugar en el que me lo había encontrado, un rincón que podría ver siempre que mirara afuera. Me costó echarle la primera paletada de tierra en la cara, ver su cuerpo cercado por un hoyo, ese cuerpo que tantas veces había salido corriendo tras el chisme que yo le lanzara o que se sacudía en el suelo mientras soñaba que corría y ladraba. La pala cortaba el haz de luz en vaivén y la tierra le golpeaba el vientre y el lomo, le entraba en las orejas y en los ojos, mientras lo cubría a él y a todo cuanto había hecho de él lo que fue: sus paseos, sus descansos, su rancho cuando tenía hambre, las estrellas que a veces contemplaba, el primer día que me lo traje a casa, la primera vez que vio la nieve, y cada segundo de su amistad, todo cuanto se llevó con él, hacia el silencio y el reposo. Eché a paletadas un mundo entero encima de mi amigo y sentía ese peso como si yo yaciera con él en esa oscuridad.
Ahora que ya no estaba, guardé la pala en el granero, volví al calor de mi cabaña y ahí lo dejé, apelmazandose. Por la noche llovió y refrescó al apagarse la lumbre. Echado en la cama, pasé la noche del lunes escuchando el viento, que azotaba la casa como una maroma.