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DURANTE el segundo mes del verano, Claire solía venir dos veces por semana, a veces mientras yo estaba cuidandole el jardín a alguien rico en Fort Kent o en el taller. Nunca echaba la llave, porque tenía a Hobbes, que estaba ya hecho un pequeño pitbull terrier cariñoso pero resuelto, o sea que entraba ella por su cuenta y se ponía a leer los libros o, según me contaba, se sentaba en el porche a mirar el bosque o cuidaba las flores. Yo no tenía ni teléfono ni televisor, y creo que le gustaba ese silencio protegido por el bosque, aunque cacarearan las pintadas, y creo que llegó a apreciar esa cadencia, que apaciguaba la angustia que parecía traer consigo, una ansiedad que no procedía de parte alguna ni tenía tampoco adónde ir. Al caer la tarde tomabamos té en vasos de papel y el vino que hubiera traído del supermercado, y a veces sacabamos los cigarrillos turcos que yo tenía guardados para las grandes ocasiones. Lo que me encantaba era pensar ilusionado, de camino a casa, que iba a estar con ella, pasar con ella las tardes, su olor, su tacto que me hacía estremecerme lleno de vida como las plantas, la alegría de ver su camioneta aparcada en el claro.

Un día de finales de verano dejó de venir. Justo me estaba acostumbrando a ella, y no comprendía por qué ahora guardaba las distancias. Pasé meses sin saber nada y pensaba que tal vez le había ocurrido algo, así que me acerqué a Fort Kent a buscarla. No era facil, porque nunca me había presentado a sus padres, que —según decía— vivían en Saint Agatha, ni me había llevado a su casa o la de sus amistades. Yo no insistí, porque cada cual tiene sus razones y si tienes que preguntar, es que ya estas preguntando demasiado. Estaba convencido de que sus padres eran buena gente, que no habían oído hablar de mí o a lo mejor sí, pero no querían cuentas conmigo. En todo caso, al final me la encontré a la puerta de una pequeña cafetería.

Con aire lánguido me dijo:

Es que él tiene casa y un negocio.

¿Quién?, respondí.

Tú ya lo sabes.

Pues no, no lo sé.

No tenía la menor idea de qué me estaba diciendo, aunque al parecer se trataba de otro hombre.

Debió de leerme el pensamiento o la expresión en mi rostro, pues añadió que ya llevaba algún tiempo con él, que también vivía ahí. A lo mejor es que yo ya tenía que habérmelo figurado.

Yo también he de mirar por mí, me dijo.

Y yo le respondí que sí, que era verdad y en ese mismísimo instante la perdí. No sabía quién era ese otro tipo y me daba la impresión de que, efectivamente, ella lo había estado viendo todo ese tiempo. Y ahí terminamos.

Todo esto fue hace años, pero hasta el día de hoy permanezco atento al bosque, a veces blanco, a veces verde, con la esperanza de que un día, al caer la tarde, salga de él y vuelva conmigo, y entonces me doy cuenta de que sólo es un sueño y de que de todos modos no sería capaz de recibirla otra vez con los brazos abiertos. Había elegido su vida, cada detalle, cada pliegue. Quizá las cosas no ocurren por una razón, sino que ocurren porque la gente las hace.

Después de aquella noticia, me fue difícil volver a estar solo y enseguida vino el invierno y lo hizo más difícil.