5. De Gurgüint Barbtruc a Helí

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A Belino lo sucedió su hijo Gurgüint Barbtruc, hombre moderado y prudente que, imitando a su padre, amó la paz y la justicia, pero que, cuando sus vecinos se rebelaban contra él, tomando ejemplo del valor de su progenitor, no dudaba en presentarles cruel batalla y en reducirlos a la sumisión debida. Entre otras cosas, aconteció durante su reinado que el rey delos Daneses, que había pagado tributo en tiempos de su padre, rehusó pagárselo a él, negándole la debida sumisión. Gurgüint no podía tolerarlo, y condujo una escuadra a Dinamarca, donde, después de afligir al pueblo danés con crudelísimos combates, mató a su rey y devolvió el país a su antiguo yugo.

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En aquel tiempo, cuando volvía a casa tras la victoria, encontró, a su paso por las islas Oreadas, treinta naves llenas de hombres y mujeres, y, cuando preguntó el motivo de su llegada allí, se dirigió a él el caudillo de aquella gente, llamado Partoloim, y, rindiéndole pleitesía, le rogó gracia y paz. Había sido expulsado —dijo— de las tierras de Hispania, y recorría aquellos mares en busca de un lugar donde establecerse Le pedía, por tanto, una pequeña parte de Britania para habitar en ella y no errar por más tiempo a través del odioso mar, pues había transcurrido ya un año y medio desde que, desterrado de su patria, surcaba el océano con sus compañeros. Cuando Gurgüint Barbtruc supo que venían de Hispania, que eran llamados Basclenses[48] y cuál era el objeto de su petición, envió hombres con ellos a la isla de Hibernia, que por entonces estaba desierta, sin un solo habitante, y se la concedió. Partoloim y los suyos crecieron allí y se multiplicaron, y en esa isla continúan hoy sus descendientes. En cuanto a Gurgüint Barbtruc, cuando hubo terminado en paz los días de su vida, rué sepultado en Ciudad de las Legiones, a la que, tras la muerte de su padre, había embellecido con edificios y murallas.

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Tras él, fue Güitelino quien recibió la corona, gobernando en todo momento con sobriedad y benevolencia. Su esposa era una noble mujer, llamada Marcia, instruida en todo género de artes; entre otras muchas inauditas invenciones, imaginó la ley que los Britanos llamaron Marciana y que el rey Alfredo tradujo, junto con otras, llamándola Merchenelage (leyes de Mercia) en lengua sajona. Cuando Güitelino murió, el timón del reino quedó en manos de la antedicha reina y del hijo de ambos, llamado Sisilio.

Tenía entonces Sisilio siete años, y su corta edad no aconsejaba abandonar los destinos de Britania en sus manos. Por ello, su madre, que tenía una rara habilidad para los asuntos de gobierno, ostentó el poder en toda la isla. Cuando dejó este mundo, Sisilio tomó la corona y empuñó el timón del estado. Tras él, obtuvo el reino su hijo Kimaro. A éste lo sucedió su hermano Danio.

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A su muerte, fue coronado rey Morvido, hijo de Danio y de su concubina Tangustela. Hubiera conseguido altísima fama por su bravura, si no se hubiese extralimitado en crueldad: no respetaba a nadie en su cólera, sino que lo mataba en el acto si tenía alguna arma a mano. Por lo demás, era hermoso de aspecto y liberal en el reparto de favores, y no había nadie de tanta fuerza en todo el reino que pudiese enfrentarse con él en singular combate.

Durante su reinado, un rey de los Morianos[49] desembarcó en Nortumbria con gran hueste y comenzó a talar el país. Morvido, reuniendo a todos los jóvenes de sus dominios, le salió al encuentro y entabló batalla con él. Mejores resultados obtiene él solo en el combate que el resto del ejército que acaudilla. Cuando consigue la victoria, no concede cuartel a nadie: manda que sean conducidos a su presencia los prisioneros uno por uno, y los degüella con sus propias manos, saciando así su sed de sangre; y cuando, fatigado, interrumpe por un instante su tarea, no deja de ordenar que los que quedan sean desollados vivos y, una vez desollados, arrojados al fuego. En medio de estas y otras crueldades, le sucedió cierta desgracia que puso fin a su iniquidad. Cierto monstruo, en efecto, de inaudita ferocidad había llegado del mar Hibérnico y sembraba sin cesar el estrago entre los habitantes del litoral. Cuando la fama de la bestia llegó a oídos del rey, éste marchó a su encuentro y se enfrentó solo con ella. Pero todos sus dardos resultaron inútiles contra el monstruo, que acabó devorándolo como si se tratase de un pececillo.

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Morvido había engendrado cinco hijos, de los que el primogénito, llamado Gorboniano, sucedió a su padre en el trono. No hubo en aquel tiempo hombre más justo, ni más amante de la equidad, ni que gobernase a su pueblo con mayor diligencia. Fue siempre su costumbre rendir a los dioses los honores debidos e impartir a su pueblo la más alta justicia. Restauró aquellos templos de los dioses que precisaban de ello en todas las ciudades del reino de Britania, y no dejó de construir otros muchos nuevos. En sus días, la isla abundó en una tal cantidad de riquezas que no podían comparársele las naciones vecinas. Exhortó a los campesinos a cultivar los campos, protegiéndolos él de los rigores de sus amos. Repartió con largueza oro y plata entre sus jóvenes guerreros, de suerte que ninguno de ellos tuviese necesidad de hacer violencia a nadie. En medio de estas y otras muchísimas acciones, testigos de su innata bondad, pagó su deuda con la naturaleza y, dejando la luz de este mundo, fue sepultado en Trinovanto.

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Tras él, fue su hermano Artgalón quien tomó la corona regia, siendo en todos sus actos distinto de su predecesor. Se empeñó por doquier en arruinar a los nobles y ensalzar a los viles; arrebató a los ricos sus bienes, acumulando así infinitos tesoros.

Los barones del reino se negaron a soportarlo por más tiempo y, sublevándose contra él, lo despojaron de la realeza. Después nombraron rey a su hermano Elidur, que, a causa de la piedad que después mostraría hacia su hermano, sería llamado el Piadoso.

En efecto, al cabo de cinco años de reinado, mientras se encontraba cazando en el bosque de Calaterio, topó Elidur con su hermano, el que había sido depuesto. Artgalón había recorrido varios reinos vecinos en demanda de ayuda para recuperar la dignidad perdida, pero no la había encontrado en ningún lugar, y, como no podía soportar por más tiempo la pobreza que le había sobrevenido, optó por regresar a Britania, acompañado tan sólo de diez caballeros. Atravesaba el antedicho bosque, dirigiéndose en busca de los que otrora habían sido sus amigos, cuando lo divisó su hermano Elidur de forma totalmente inesperada. Nada más verlo, Elidur corrió a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos, y, tras deplorar largo tiempo su miseria, lo condujo consigo a la ciudad de Alclud y lo ocultó en su propia cámara. Después fingió sentirse enfermo y envió mensajeros por todo el reino a sugerir a aquellos príncipes que eran vasallos de la corona, que al rey le complacería mucho que fueran a visitarlo. Cuando llegaron todos a la ciudad en que se encontraba, les pidió que entrasen en su cámara uno por uno y sin hacer ruido, pues afirmaba que el sonido de muchas voces sería perjudicial para su cabeza si entraban en grupo. Creyendo lo que decía, todos siguieron sus indicaciones, entrando uno por uno en el palacio. Entretanto, Elidur había dado orden a sus criados de que estuvieran listos para capturar a cada uno de los que entrasen y cortarle la cabeza, si no juraba de nuevo fidelidad a su hermano Artgalón. Así se hizo, uno por uno, con todos, y todos, por miedo a morir, se reconciliaron con Artgalón. Debidamente confirmado el pacto, Elidur llevó a Artgalón a Eboraco y, tomando la corona de su propia cabeza, la depositó sobre la cabeza de su hermano. Se le otorgó por ello el sobrenombre de Piadoso, por haber demostrado con su hermano la antedicha piedad. Reinó Artgalón diez años, ya curado de su anterior iniquidad, de tal modo que ahora abatió a los viles y ensalzó a los generosos, dejando a cada uno lo suyo y ejerciendo la más alta justicia. Finalmente, languideció y murió, siendo enterrado en la ciudad de Kaerleir.

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Elidur fue de nuevo elevado a la dignidad real. Mientras continuaba con sus buenas acciones la labor de su hermano mayor Gorboniano, sus otros dos hermanos, Yugenio y Peredur, reuniendo guerreros de todas partes, acudieron a combatirlo. Haciéndose con la victoria, capturan a Elidur y lo encierran dentro de la torre de la ciudad de Trinovanto, disponiendo guardianes para que lo vigilen. Después se reparten el reino entre los dos, cayéndole en suerte a Yugenio la parte que desde el río Humber se extiende hacia Occidente, y la otra, junto con toda Albania, a Peredur. Pasados siete años, murió Yugenio, y Peredur reinó sobre toda la isla. En cuanto tuvo el cetro en las manos, gobernó tan benigna y sobriamente que se decía que superaba a los hermanos que lo precedieron, y nadie echaba de menos a Elidur. Pero, como la muerte no sabe perdonar a nadie, le llegó de una forma inesperada, arrebatándole la vida. Entonces liberaron al punto de su prisión a Elidur, y por tercera vez ocupó éste el trono de Britania. Todo su tiempo lo colmó de bondad y justicia, de manera que cuando dejó la luz de este mundo permaneció como un ejemplo de piedad para las generaciones venideras.

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Muerto Elidur, recibió Regin, hijo de Gorboniano, la corona del reino e imitó a su tío en sentido común y en prudencia, evitando la tiranía y ejerciendo la justicia y la misericordia con el pueblo, sin apartarse nunca del camino recto. Tras él reinó Margano, hijo de Artgalón, quien, siguiendo el ejemplo de su padre en sus últimos años, gobernó la nación de los Britanos con tranquilidad. A éste lo sucedió Eniauno, su hermano, que se alejó mucho de su antecesor en la manera de gobernar, tanto que, en el sexto año de su reinado, fue depuesto del solio regio por preferir la tiranía a la justicia. En su lugar fue nombrado rey su primo Idvalón, hijo de Yugenio, quien, prevenido por la suerte que había corrido Eniauno, cultivó la justicia y la equidad. A Idvalón lo sucedió Runo, hijo de Peredur. A Runo, Geroncio, hijo de Elidur. A Geroncio, Cátelo, su hijo. A Cátelo, Coilo. A Coilo, Porrex. A Porrex, Querin. Tuvo Querin tres hijos, a saber, Fulgencio, Eldado y Andragio, que reinaron uno tras otro. A Andragio lo sucedió Urián, su hijo. A Urián, Eliud. A Eliud, Elidauco. A Elidauco, Cloteno. A Cloteno, Gurgintio. A Gurgintio, Meriano. A Meriano, Bledudo. A Bledudo, Cap. A Cap, Oeno. A Oeno, Sisilio. A Sisilio, Bledgabred. Sobrepasó este último a todos los cantores del pasado, tanto por la armonía de su voz como por su habilidad con todo género de instrumentos musicales, y fue justamente llamado el dios de los juglares. Tras él reinó Artinail, su hermano. A Artinail lo sucedió Eldol. A Eldol, Redión. A Redión, Rederquio. A Rederquio, Samuil Penisel. A Samuil Penisel, Pir. A Pir, Capoir. A Capoir, su hijo Cligüeil, hombre prudente y sobrio en todos sus actos y que, sobre todas las cosas, ejerció la más alta justicia entre los pueblos a él sometidos.

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A Cligüeil lo sucedió su hijo Helí, que gobernó el reino durante cuarenta años. Engendró tres hijos: Lud, Casibelauno y Nenio. El mayor de los tres, a saber, Lud, recibió el reino al morir su padre. Fue un glorioso constructor de ciudades y restauró las murallas de Trinovanto, rodeando la urbe de innumerables torres. Ordenó, además, a sus habitantes que construyesen en ella casas y edificios lujosos, de modo que no hubiese en todo el mundo una ciudad con tantos y tan bellos palacios. Fue un buen guerrero, y generoso a la hora de dar banquetes. Y, aunque poseía muchas ciudades, amó a Trinovanto sobre todas, permaneciendo en ella la mayor parte del año. Acabó llamándola Kaerlud, de su nombre, que más tarde se convertiría en Kaerludein, y después, con el cambio de lenguas, en Lundene, y luego en Londres, tras el desembarco del pueblo extranjero que sometería Britania. Al morir Lud, su cuerpo fue enterrado en la antedicha ciudad, junto a la puerta que todavía hoy se llama en lengua británica Portlud, y Ludesgata[50] en lengua sajona. Dos hijos le nacieron, Androgeo y Tenuancio, pero su corta edad les impedía gobernar el reino, por lo que su tío Casibelauno ocupó el trono en su lugar. Tan pronto como fue coronado, comenzó a florecer en largueza y bondad, de tal manera que su fama se divulgó hasta en los reinos más remotos. Pareció entonces oportuno que el reino continuase en sus manos, prescindiendo de la edad de sus sobrinos. Para compensarlos, Casibelauno, que los tenía en gran estima, no quiso que se vieran privados de dominios propios y entregó la ciudad de Trinovanto, junto con el ducado de Cantia[51], a Androgeo, y el ducado de Cornubia a Tenuancio. Él, por su parte, investido de la diadema regia, tenía poder sobre ellos y sobre todos los príncipes de la isla.