PREFACIO Y DEDICATORIA

[1]

A menudo he pensado en los temas que podrían ser objeto de un libro, y, al decidirme por la historia de los reyes de Britania, me tenía maravillado no encontrar nada —aparte de la mención que de ellos hacen Gildas y Beda en sus luminosos tratados— acerca de los reyes que habían habitado en Britania antes de la encarnación de Cristo, ni tampoco acerca de Arturo y de los muchos otros que lo sucedieron después de la encarnación, y ello a pesar de que sus hazañas se hicieran dignas de alabanza eterna y fuesen celebradas, de memoria y por escrito, por muchos pueblos diferentes.

[2]

En estos pensamientos me encontraba cuando Walter, archidiácono de Oxford, hombre versado en el arte de la elocuencia y en las historias de otras naciones, me ofreció cierto libro antiquísimo en lengua británica que exponía, sin interrupción y por orden, y en una prosa muy cuidada, los hechos de todos los reyes britanos, desde Bruto, el primero de ellos, hasta Cadvaladro, hijo de Cadvalón. Y de este modo, a petición suya, pese a que nunca había yo cortado antes de ahora floridas palabras en jardincillos ajenos, satisfecho como estoy de mi rústico estilo y de mi propia pluma, me ocupé en trasladar aquel volumen a la lengua latina. Pues, si inundaba la obra de frases ampulosas, no lograría otra cosa que aburrir a mis lectores, al obligarlos a detenerse más en el significado de las palabras que en la comprensión de los objetivos de mi historia.

[3]

Protege tu, Roberto[6], duque de Gloucester, esta obrita mía a ti dedicada, para que así, bajo tu guía y tu consejo, pueda ser corregida y todos piensen, cuando se publique, que es la sal de tu Minerva quien la ha sazonado y que las correcciones no proceden de la mísera fuente de Geoffrey de Monmouth, sino de ti, a quien Enrique, ilustre rey de los Anglos, engendró, a quien Filosofía instruyó en las artes liberales, cuyas in natas virtudes militares te pusieron al frente de nuestros ejércitos; de ti, por quien ahora, en nuestros días, la isla de Britania se felicita, dándote su cariño cordial, como si fueras un segundo Enrique.

[4]

Tú también, Calerán[7], conde de Meulan, la otra columna de nuestro reino, concédeme tu ayuda para que, bajo la dirección compartida de ambos, la edición de mi libro, ahora hecha pública, brille con una luz más bella. Pues a ti, que naciste de la estirpe de aquel celebérrimo Carlomagno, te recibió en su gremio la madre Filosofía, te enseñó las sutilezas de sus ciencias y, después, para que te distinguieras en los ejercicios militares, te llevó a los campamentos de los reyes, donde, superando en valor a tus compañeros de armas, aprendiste a manifestarte como terror de tus enemigos y como protección de los tuyos, bajo los auspicios paternos. Siendo, por tanto, como eres, fiel protección de los tuyos, a mí, tu poeta, y a este libro, nacido para tu diversión, recíbenos bajo tu tutela para que, recostado a la sombra de un árbol tan frondoso, pueda yo hacer sonar la flauta de mi Musa con un ritmo seguro y firme, incluso en presencia de los envidiosos y de los malvados.