OTRA VEZ LAGASH

 

y por fin una vez salvada la cima, por fin, cómodamente, casi invitadoramente, el terreno se desliza verde, hace una última pirueta blanda -una arruga, una marca vegetal- y se deja ir hasta el llano. Un río plateado, angosto, horizontal, escondido -duro a la distancia, como si fuera de piedra o de metal- dibuja un límite y el hombre se detiene, se apoya en el bastón y sonríe. Junto al río hay un verdadero campamento estable; un poblado, no las tiendas apresuradas, no las enramadas solitarias ni los nidos monstruosos que ha venido encontrando en los días de marcha. Junto al río duro horizontal angosto plateado escondido hay habitaciones sólidas, chozas de barro con tejados de paja amarilla, fuegos en el centro, ganado en los corrales. Y adivina a las mujeres moliendo el grano, a los viejos sentados al sol afilando perezosamente las puntas de las flechas, a los chicos desnudos jugando a ser cazadores, a los adolescentes gritones, a las muchachas vírgenes encerradas. Pronto será verano, pronto será de noche y hace tanto que viene caminando; su cuerpo es la vasta memoria del camino, memoria de las piedras, noches, días secos -o la lluvia-, pasos, pasos, algún encuentro, alguna emboscada, siempre de cara al norte. Baja la cuesta verde, hacia el río.
Los chicos son los primeros en verlo. Lo miran sin asombro, y él alza la mano libre y los saluda pero ellos no contestan: lo miran. Alguno, desnudo y ágil, con barro seco en las manos y entre los dedos de los pies, se ha puesto a su lado y lo ha seguido un trecho, mirándolo, mirando hacia arriba, buscándole la cara con los ojos, y él le ha sonreído. Pero los otros han empezado a dar voces, llamando, y el chico lo ha abandonado y ha vuelto al lugar del juego, sin dejar de darse vuelta dos o tres veces para mirarlo, para vigilar su entrada al círculo de las chozas. El hombre, que se llama Iv, lleva una bolsa a la espalda, sujeta a una correa que le cruza el tórax, y se apoya ahora ligeramente en el bastón. El bastón es una fuerte rama descortezada, blanca, dura y poco nudosa; brillante por el roce de las manos y aguzada en la punta; y la punta va marcando agujeritos redondos en la tierra, por delante de sus pies calzados con ojotas. Tiene puesto un taparrabos y su cuerpo desnudo está cubierto de sudor, y entra en el campamento y ve a las mujeres moliendo grano. A las puertas de las chozas viejos calvos, barbudos, flacos, cenicientos, indiferentes, preparan flechas o toman sol, y no lo miran. Iv le dice a una mujer:
— ¿El jefe?
y la mujer, sin dejar de mover las manos, señala con la barbilla hacia el centro del poblado. Se oye el río ya, se lo oye desde donde él está parado. Los pechos de la mujer se mueven al ritmo de las manos, y ella deja de mirarlo: baja la vista hacia el mortero. También se oyen los gritos de los chicos, y se oye a los pájaros que han empezado el último canto del día en los árboles alrededor de las chozas. El chico que lo siguió, el que trató de acomodar su paso al de Iv y le buscó la cara con sus ojos redondos como los de un animal del bosque, también grita -¿será él el que grita ahora? ¿el que llama, el que dice algo que no se distingue?- cerca de los corrales, junto a las primeras construcciones de barro. Y está prestando atención a los gritos y los ruidos, a los pájaros y al rumor de los viejos desencantados que se meten en las chozas porque el sol deja definitivamente por hoy de calentarlos, cuando desemboca en el amplio círculo interior presidido por una sola construcción, ni más grande ni más notable que las otras, pero sola, alejada. Se acerca y habla con una mujer que lo mira, como los chicos, sin sorpresa. Ella acaba de salir de la choza del jefe:
— Sí -le contesta, y vuelve a entrar y se oye su voz grave, confundida con la oscuridad del interior.
No es un viejo pero tampoco tiene la edad de Iv. Le da la bienvenida. La mujer trae una estera y los dos hombres se sientan. Iv pregunta por la vida en el campamento y el jefe, Atke, contesta que todo va bien, que hay pocas enfermedades, que no hay más muertes de las que podría esperarse, que los jóvenes son fuertes, que la caza abunda. La mujer trae cuencos de arcilla llenos de agua. Iv bebe. Atke le dice a la mujer que se ocupe de que el visitante tenga donde instalarse y el visitante dice:
— Me llamo Iv.
El jefe asiente.
— Y vengo del sur -señala con el brazo extendido y toma otro sorbo de agua-. Tenemos un campamento -se detiene-. Permanente.
Atke lo mira:
— No entiendo -dice.
— Que no se mueve -sigue Iv-. No nos trasladamos de lugar, ni cuando llegan las lluvias ni cuando cambian las estaciones, hace mucho ya. Por ejemplo, yo nací allí mismo, mis hermanos mayores también.
— ¿Qué hacen cuando los animales emigran?
— Los dejamos que emigren, pero nosotros no nos vamos detrás de ellos, no vivimos solamente de la caza. Te voy a explicar.
El jefe lo escucha. Cada vez está más oscuro y los fuegos han empezado a dorar los cuerpos desnudos.
— Quería advertírtelo -dice Iv-, porque viajo con un propósito definido. Los que estamos en condiciones de nacerlo, hemos ido saliendo, por grupos, con rumbos distintos, para buscar mujer fuera de nuestra tribu.
— Ah -dice el jefe-, está bien. Nuestras muchachas son hermosas. Y sanas. ¿No querrás llevarte muchas?
— Una sola.
— ¿Cómo?
— Una sola. Nosotros nos casamos con una sola mujer.
Atke se encoge de hombros:
— Costumbres raras -dice-. Yo he viajado mucho y he visto muchas cosas, no creas. ¿Una sola dijiste?
— Una sola. Traigo -señala la bolsa- muchos regalos para tu tribu. Y cuando necesitemos varones, tal vez te enviaremos un emisario.
— Una sola. No va a haber inconveniente. Pero sí habrá que esperar tres días. Por el duelo.
— No sabía -dice Iv.
— Claro que no.
— ¿Quién ha muerto?
— Todavía nadie.
El jefe se levanta. Iv quiere imitarlo pero el otro lo detiene poniéndole una mano en el hombro y le dice que descanse, que ya lo llamarán para que ocupe una choza o parte de una choza.
— ¿Cómo saben que alguien va a morir? -pregunta Iv y alarga la mano hacia el cuenco con agua-. Si hay algún enfermo, ¿no pueden curarlo?
— Un hombre violó a una jovencita, una virgen, la hermana de una de sus mujeres; y las mujeres de su familia lo juzgaron y lo condenaron. En tu tribu, ¿no habrá hombres de otro color?
— No -dice Iv, somos todos negros, como ustedes.
El jefe asiente y llama a alguien que está dentro de la choza donde ahora arde una lucecita. Otra mujer, no la que les alcanzó la estera y el agua, se asoma y dice:
— Todavía no ha vuelto.
— ¿Por qué? -pregunta Iv-. ¿Te molestaría?
Atke dice que no, que a él no, que él ha viajado mucho y ha visto muchas cosas: que una vez vivió tres meses en una tribu en la que había blancos y negros.
— Soy el jefe -termina-, soy el que más sabe. Yo tomo las decisiones, yo asumo las responsabilidades. Yo los defiendo -indica con un ademán circular todas las viviendas que los rodean-, yo estoy con ellos aunque no esté con ellos.
Después la mujer viene a buscarlo. Iv la sigue hasta una choza vacía en la que hay esteras en el suelo y bajo un lienzo cuencos de arcilla cocida con agua y alimentos. De un brazo de madera fijo a la pared, cuelga una lámpara de aceite, y frente a la puerta hay un fuego moribundo. Deja la bolsa y el bastón, se descalza, se tiende en una estera y se duerme, pero le parece que no ha estado realmente dormido cuando se despierta con la sensación del peligro en la garganta y se sienta buscando el bastón con su mano derecha y no lo encuentra y la lamparita brilla dentro de la choza. El bastón está junto a la bolsa, donde lo dejó antes de tenderse a dormir. Está tranquilo, sabe ya que no está en el bosque ni en la llanura, amenazado, sino en la tribu de Atke. Bosteza, se estira, se sienta sobre la estera con las piernas cruzadas. Tiene hambre. Afuera hay una gritería rítmica, que de vez en cuando se eleva en un alarido: ha sido eso, el primer alarido, lo que le ha despertado. Va tomando los trozos de carne uno a uno y come. Es um. carne fuerte, de un salvaje gusto casi olvidado, reencontrado en el viaje; carne de animal acostumbrado a la huida: sus dientes se hunden, rebotan, luchan y deshacen el músculo a fuerza de tirones y pequeños filamentos correosos le van quedando en la dentadura, y obligándolo a dejar de comer, abrir la boca y arrancarlo con los dedos. Después empieza de nuevo, ataca otro pedazo. Termina la carne y elige una fruta.
Afuera siguen gritando. Iv se acuerda del hombre que han condenado. Deja la fruta a medio comer -está a punto de ponerse de pie- pero vuelve a agarrarla, la termina en dos mordiscos, escupe los carozos brillantes, toma agua, más agua, se pasa las manos por el taparrabos, y sale de la choza.
Hombres y mujeres cruzan entre él y los fuegos, sombras, impidiéndole ver el centro del círculo. Los chicos se deslizan por su lado corriendo. No alcanza a distinguir a los que gritan, no sabe quiénes son ni dónde están. Camina, desorientado, tratando de acercarse a la choza de Atke, pero hay tanta gente. Nunca creyó que el campamento estuviera tan poblado. A la distancia, desde la cima, parecía como si él, Iv, hubiera podido agarrar las chozas con las manos, estrujarlas, o extenderlas sobre la palma, quitadas de al lado del río, viendo a los hombres y las mujeres deslizarse por entre sus dedos; pero son enormes y son muchos y no le permiten acercarse a Atke que debe estar allí, cerca de los que gritan; ¿o cantan? Por fin una mujer lo reconoce y retrocede para dejarlo pasar. Hay una hilera de hombres acuclillados que golpean el suelo con las manos desnudas y cantan; sí, cantan. El alarido lo hacen las mujeres, arrodilladas detrás de los hombres, balanceándose, recogiendo puñados de tierra cada vez que sus cuerpos se inclinan, y desgranándola sobre sus cabezas. Iv se vuelve y mira a la mujer que lo dejó pasar.
— Las mujeres gimen por ella y los hombres se alegran porque él va a morir -le explica ella.
Hay un hombre desnudo estaqueado en el suelo. De vez en cuando levanta la cabeza, dobla el cuello en un arco doloroso y grita, pero no con el alarido de las mujeres ni con el canto de los hombres.
La salmodia se interrumpe. Iv busca a Atke con los ojos pero no lo ve. Ahora gritan de nuevo; gritan, no cantan; gritan los hombres y las mujeres y una de ellas se incorpora, la tierra cae por su pelo, se desliza por la cara, los hombros y los pechos, dibuja a su alrededor una nube que se dora a la luz de los fuegos, y va hacia el hombre estaqueado. Hay un fuego en su camino, y ella lo rodea, arranca una rama de punta roja que se va haciendo blanca mientras la mujer avanza. Iv la mira, no busca a Atke. Ella sube sobre el pecho del hombre, que grita; arrodillada, le aquieta la cabeza contra el suelo con una mano y levanta en la otra la brasa y la hunde una vez, dos veces, en los ojos del hombre. Se oye un grito interrumpido, el hombre se desmaya, su cabeza se tuerce, da vuelta, muestra a Iv los dos agujeros negros que empiezan a rezumar. Iv siente en la boca un gusto agridulce, de saliva pesada, que la va invadiendo desde las fauces hacia la punta de la lengua, que la inunda y lo sofoca. Gritan de nuevo, no el hombre sino el coro, la salmodia. La mujer ha vuelto a su lugar. Atke asiente, Iv lo ha encontrado: está sentado de cara a los que cantan; si él pudiera cruzar por el escenario de la ejecución, en cinco pasos estaría junto al jefe y otra mujer se levanta y se acerca, un halo de tierra luminosa que se mueve y flota y la sigue y un cuchillo en la mano. Se acuclilla en el ángulo que forman las piernas abiertas del hombre tendido que gime y ha movido la cabeza, alza el cuchillo, lo baja describiendo un arco veloz, y la sangre la salpica, el hombre grita, Iv puede ver las oscuras rayas de sangre que brillan contra la piel de los pechos, del vientre, de la cara; y la lengua rosada que sale de su madriguera, recorre en redondo los labios, las comisuras, se esfuerza hacia la barbilla y vuelve a desaparecer. La mujer se vuelve. El coro está en silencio, el cuchillo ha quedado tirado en la tierra que se va humedeciendo. Iv sale del círculo de espectadores, empiezan la salmodia y los alaridos, no alcanza a llegar a su choza: vomita apoyado contra la pared de la más cercana, de espaldas a todos los que hace un momento lo rodeaban. No oye. Se aleja, quisiera caminar hasta el río, desnudarse y hundirse en el agua. Pero da unos pasos y se deja caer, sentado, recostándose contra una pared de barro y oye de nuevo el ritmo y los alaridos.
Cuando vuelve al grupo, cuando el canto parece más desganado y las voces más ralas, muchos se retiran como si todo hubiera terminado y el cuerpo del hombre en el suelo está acribillado de flechas. El fuego se apaga lentamente, Atke parece dormido, nadie se acerca al muerto.
Iv duerme. Por el vano de la puerta entran el sol, las moscas y bocanadas de calor. Alguien se ha llevado los cuencos, la lámpara está apagada. El sudor resbala por la cara de Iv y forma hilos en los pliegues del cuello y se pierde en la curva de la cara y termina por caer en gotas sobre la estera.
Cae por una catarata, está en una ciudad que no conoce, monta un pegaso de oro fundido, se balancea por sobre la cabeza de hombres semienterrados en el polvo, atraviesa una lluvia verde, no es él: es dos personas que se miran, la tierra escupe murciélagos con caras de mujer, se despierta. Está desnudo sobre la estera, tiene sed. Su cuerpo se le resiste, pero sólo por un momento. Se levanta, se pone el taparrabos, sale al sol, camina hasta el río y se hunde en el agua. ¿Qué habrán hecho con el cadáver del hombre ejecutado? Tres días de duelo, hunde la cara, la cabeza, en el agua, abre la boca, emerge de cara al sol, vuelve a hundirse y otra vez a salir. Mucho rato después, se agarra de las plantas de la orilla y tira de su cuerpo hacia arriba, encogiendo los brazos. Se revuelca sobre el pasto, se deja estar entre el sol y la sombra y la sombra con sol bajo los árboles, cierra los ojos y más que oír siente que alguien viene hacia él. Atke cruza las piernas y se desliza hasta el suelo. También cruza las manos y se está quieto: parece un juguete amasado por un chico con barro de la orilla del río. Iv lo saluda, le agradece la hospitalidad y le pregunta si las mujeres siempre ofician de verdugos. Atke le dice que en este caso ellas eran las ofendidas.
— ¿Muy a menudo -pregunta Iv-, hay ejecuciones como la de anoche?
Atke le dice que nunca hay ejecuciones, que de tanto en tanto un hombre provoca el castigo, ah pero muy de tanto en tanto, son buenos y generosos y a nadie se le ocurre burlar las leyes.
— Cada ejecución es la primera -dice Atke-. No se castiga al hombre sino a la transgresión. No se atiende a lo que se ha hecho en casos anteriores. Anoche fueron las mujeres: le arrancaron los ojos, el sexo. Desde que yo soy el jefe, no me acuerdo, ¿tres veces?, ¿dos? Una vez fue un ladrón, eso es tan excepcional. Otra, no sé, alguien que pretendió dirigirlos, suplantar al jefe.
Se queda callado. Iv está desnudo, al sol, mirándolo. Atke le dice que dentro de dos días hablarán públicamente de sus pretensiones, le pregunta si su tribu queda muy lejos, le pregunta a qué se dedica.
— Compilo una enciclopedia -dice Iv.
El jefe no parece asombrarse de nada: hombres que se casan con una mujer, que se quedan en el mismo lugar, sin emigrar, viviendo siempre en el mismo sitio en todas las estaciones. Pero pregunta:
— ¿Para qué?
Iv le dice que el jefe de su tribu le ha encargado el trabajo: que algún día los hombres volverán a vivir en las ciudades, alrededor de las máquinas, y que para entonces el jefe cree que será necesario, que hará falta una memoria de los años pasados entre el desastre y el regreso. Iv también ha viajado: no tanto como Atke, pero ha ido recorriendo tribus, guardando datos y fechas, comparando cronologías, inventariando catástrofes.
— No
— dice Atke-.
¿Volver?
¡No!
— ¿Por qué no? ¿No vamos acaso a consultar a los cerebros cuando es necesario?
— Sí.
— ¿No has ido muchas veces?
— Sí.
La cabeza de Atke se inclina, como anoche, y como anoche, mira mucho más allá de Iv.
— Pero -dice- a las ciudades no hay que tocarlas, nadie debe ir a vivir para siempre allí.
Iv le dice que sin embargo, hay cada vez más gente en las ciudades.
— Yo mismo estuve, más al sur de mi tribu, no sé cómo se llama. Fui porque mi padre, el jefe, estaba enfermo. Necesitábamos medicamentos, agujas radioactivas, y además…
— ¿Sí?
— Él mismo había pensado en ir, cuando cayó enfermo. Había habido en la tribu una merma de nacimientos, y después nacieron chicos defectuosos, deformes, no uno ni dos, fue algo que se repitió por algún tiempo. De modo que me pidió que fuera yo. Estuve en el Centro de esa ciudad, y los cerebros contestaron que hacía falta sangre nueva, hombres y mujeres de otras tribus. Había gente.
— Siempre hay gente -dice Atke-. Los intocables, los que traducen las respuestas de los cerebros.
— No: gente en las calles, en las casas. Gente viviendo, chicos que nacen y viejos que mueren, humo, tinglados en los que se intercambian productos. El día que me fui había una fiesta: iban a poner en marcha un vehículo. Habían lavado las calles y habían coronado con ramas verdes al que lo conduciría.
— Yo soy viejo -dice Atke y se levanta.
— Había negros y blancos, todos juntos.
— El que iba a conducir el vehículo -pregunta Atke-, ¿era negro?
Iv piensa: entrecierra los ojos, vuelve a ver la fiesta, el vehículo en medio de la calle regada, la corona de ramas verdes, pero
— No me acuerdo -dice.
No se acuerda.
— Sí -dice Iv, y todos parecen asentir con él.
Atke le dice que sus mujeres y sus parientes, y las mujeres de sus parientes están conformes, y que le concederán el privilegio de elegir una mujer. Todos asienten otra vez. La mujer de Atke, la que le alcanzó el cuenco de agua y la estera, le sonríe.
— Pero -advierte Atke- la que elijas tiene derecho a decir no. Podrás elegir otra, y volver a elegir cuantas veces sea necesario.
Las muchachas vírgenes tienen estrechas túnicas de color ocre-anaranjado que las cubren desde las axilas hasta las rodillas. Iv las mira y piensa que todas son hermosas, son como manzanas de oro, como ópalos brillando a la luz de las teas, como animalitos alados, como el agua del río aquella mañana en la que habló con Atke. Hay tres más hermosas que todas, hay dos, hay una que tiene un cuello largo, unas muñecas finas, unos hombros redondos, unos dientes agudos y muy blancos, muslos largos, caderas amplias, los ojos fijos en él parecidos a los de la mujer de la estera y el cuenco.
Atke parece estar de acuerdo con la elección, entrega a Iv una flecha emplumada y a la muchacha un caparazón de tortuga lleno de grano molido, y ella no se niega, acepta. Iv vuelve a deslizarse por la catarata, a montar el caballo alado: una manzana de oro que cabe perfectamente en el hueco de su mano.
Atke quiere saber si su hija se irá a vivir a la ciudad, si la gente de la tribu de Iv se trasladará definitivamente a vivir en alguna ciudad.
— No sé -dice Iv-. Mi padre, el jefe, decidirá. ¿Pero por qué no?
— ¿Por qué no? -pregunta Atke.
Iv dice que se irán a la mañana siguiente. Atke asiente. La muchacha va hacia la choza de Iv, alisa las esteras, enciende la lámpara de aceite, y sale hacia el río, con el cuenco vacío en la mano, para llenarlo de agua.