DIALOGO ENTRE DOS QUE SABEN

 

La Universidad de Emory, en Daisonville, Georgia, Estados Unidos, hizo construir por la Lockheed Aircraft Co. un reactor atómico de mediana potencia en junio de 1958, para experimentar los efectos de la radioactividad sobre la vegetación. Se destruyó toda vida vegetal en un radio de 600 m. alrededor del reactor, en menos de seis semanas. Las arenarias sobrevivieron.
Había una vez un terreno baldío, cosa que a nadie le extrañaba puesto que había tantos terrenos baldíos. Pero es bueno dudar de los juicios apresurados. Si alguien hubiera pasado por allí y era tan improbable que alguien pasara, no hubiera vacilado, a la primera y aun a la segunda mirada, en clasificarlo como algo familiar y lastimero, algo que se empuja bien hacia atrás en la memoria para evitar así que se desencadene la serie de dolorosas nociones que terminan en el hijo muerto, en la casa destruida, o en el hambre y la indiferencia. Técnicamente era un terreno baldío, sólo que su contorno era curvo, y sus dimensiones y sus márgenes tendían a demostrar que no había nacido de la desidia ni de la desvalorización ni de los pleitos.
Más allá se alzaba un horizonte recortado en siluetas de casas. Acá había un basural, que a medida que se iba enriqueciendo, muy lentamente, se deslizaba hacia el fondo de la hondonada; por ahora estaba cerca todavía del borde. El terreno muerto, el basural, el horizonte de casas, formaban parte de un mundo del que no se avergonzaba, un mundo yermo y maloliente, en el cual los actos de la vida diaria adquirían el carácter de hazaña, en el cual el amor era precario y la muerte se agrandaba en el pan, en la carne sintética y en el sueño.
— ¡Eh!
Pero no recibió contestación.
Entre los desperdicios había parte de un cerco de madera que tal vez hubiera delimitado un jardín. Si a él le hubieran hablado de un jardín, se hubiera quedado en suspenso, rebuscando entre recuerdos negros, excitantes, ruidosos, llenos de miedo. Pero no hubiera preguntado nada.
Se miraron tratando de no hacer ver que estaban interesados uno en el otro. Ella era una niña blanca y hacía tanto frío y estaba todo tan solo.
Uno podía suponer que ése era un lugar ideal para escaparse de todos los días. La desdicha no suele dejar puertas abiertas, sobre todo cuando no se sabe nada de disfraces, escondites, moras que dejan manchas indelebles en los dedos y en la boca, calles con árboles, paquetes atados con cintas brillantes, primos y primas de la misma edad que uno, dulces.
Al principio, mucho antes que ellos hubieran nacido, los árboles -los pinos habían sido los primeros- habían ennegrecido y habían muerto. Los que tenían raíces profundas habían sido los más duraderos, pero cuando después del primer invierno en el que cayeron las hojas, llegó la primavera, ya no volvieron a brotar. La arenaria era la única planta que se renovaba año a año: sus semillas parecían alimentarse de radiaciones.
Entonces ella se incorporó, tal vez solamente por la necesidad de moverse que sentía en esa tarde de frío, y fue acercándose a través de las basuras y del suelo inclinado en el que sus pequeños pies desplazaban ondas de polvo oscuro, y:
— Yo vivo allá -dijo.
— Ah -dijo él-. ¿Tu mamá te deja venir aquí?
— Y me llamo Cinty.
— Eso no es un nombre.
— Me dicen así. ¿Y tu mamá te deja?
— No.
— La mía tampoco.
También asomaban entre las basuras viejos cacharros descarados, armazones incompletas, pedazos de muebles, y cosas informes, raras y quebradizas, o húmedas, viscosas y repugnantes, restos de los restos.
— De veras, Lelia -dijo el coronel Sanger-, estoy cansado.
Su voz pasó a través de la mujer. Ella se movía, como un insecto atrapado, entre las dos hojas abiertas del armario de la ropa blanca. El coronel Sanger sonrió; no: algo como una sonrisa le había nacido en una oquedad dudosamente física cerca de la garganta, o tal vez más adentro, más hondo, y acababa de morir allí mismo. La palabra cansado no significaba nada.
— No debías decirlo -dijo Lelia, de espaldas a él-, es contraproducente.
— ¿Es qué?
— Contraproducente.
Se volvió a medias, sacó dos prendas de la pila de ropa planchada, a su izquierda, y las alzó hasta el estante de más arriba.
— Quiero decir que nadie tiene que oírte decirlo. -Bueno. Pero estoy cansado.
— Es mejor dirigir una zona neutral que estar peleando.
Una zona neutral.
— Es un engaño -dijo él-, ninguna zona es neutral.
Las manos de ella se aquietaron.
— ¿Cómo? -pero no se volvió.
— No me hagas caso -dijo él.
Y después:
— Estoy cansado.
Y volvieron a mirarse, cómplices en la prohibición de ir a la hondonada.
— Mi mamá es sonsa -dijo él-. Todos son sonsos.
— Mi mamá es muy buena.
— Sí, pero los grandes. Los grandes son sonsos.
Ella lo miró con miedo, con soledad, desconfianza, ganas, amistad; todo eso desde los ojos muy claros, y abrió los labios como para contestarle.
— Siempre hablando, hablando de cosas -explicó él, y movió las manos en el aire, rápidamente.
Ella le dijo que sí, y después le preguntó si quería jugar.
— No sé. ¿A qué? -Él también desconfiaba; le habían dicho que desconfiara, explícitamente.
Pensaron a qué jugarían, en la tarde fría, juntos y solos en el cráter de una bomba. Él estudió los alrededores, en busca de algo que le sugiriera un juego.
Faith parecía una muchachita: estaba sentada en un sillón de mimbre y de vez en cuando se decía a sí misma una frase en voz baja. Movió el brazo izquierdo: a través de la lana del suéter, un pedazo roto del mimbre le había raspado la piel.
— Juguemos a que somos naves de guerra de ésas muy grandes y chocamos en el espacio y caemos, hacemos así, ¿ves?, y nos quedamos tirados y después empiezan a salir los que se salvaron y somos nosotros. Entonces yo te veo, y como éramos enemigos, te mato.
— No -dijo ella.
Y se fue hacia el montón de basuras. Allí se inclinó muy atenta, mirando algo, esperando.
— ¿No te gusta?
— No.
— Bah. ¿Ya qué entonces?
Ella se enderezó y lo miró:
— Tengo chocolate -dijo.
— Además -dijo Lelia-, estamos de vuelta en casa.
— Eso sí -dijo él-. Pero es inútil.
La mujer no contestó.
— Lelia, ¿qué harías si fueras la única sobreviviente en un mundo muerto? ¿Volverías acá, te instalarías y dirías estoy de vuelta en casa?
— Bueno, pero no se han muerto todos, ¿no? Falta una, me parece.
— ¿Quién?
— No, estoy hablando de las servilletas. Digo que no somos los únicos sobrevivientes. No hemos perdido. Tus amigos, por ejemplo.
— Sí, todos de uniforme, como yo. No los conozco, no son ellos, no reconozco el mundo.
— ¿Pero qué te pasa?
— ¿Chocolate? ¿Del verdadero? -Pero no. -Ah. Igual es rico. -Te doy un pedazo. -Bueno.
Treparon la cuesta y se sentaron en el reborde de tierra dura.
— Es rico como el verdadero.
— Y el verdadero ¿cómo es? -preguntó ella.
— Ah, no sé. Pero mi mamá sí que sabe, dice que cuando era chica había chocolate verdadero.
— Ah.
— Después se acabó.
— Ah.
— Y sí, se acabó. Mi mamá dice que cuando hay guerra no hay tiempo de hacer chocolate.
— Pero esto es chocolate.
— No es.
— Sí es.
— ¿Y entonces por qué te lo estás comiendo, eh? Dámelo.
Pero él empujó con dos dedos dentro de su boca el resto del chocolate gris que iba saboreando despacito.
— Me lo comí -y se rió. Pero:
— No vas a llorar ahora, ¿no?
— No.
— Los blancos siempre andan lloriqueando.
Ella se puso de pie.
Apoyó con más fuerza el brazo contra el mimbre y dejó que el dolor, un dolor pequeño y molesto, la atravesara. Tenía dos lágrimas tontas, una en cada ojo, que se negaban a correr, a cruzar por sus mejillas acariciándola. Volvió a apretar el brazo para sentir de nuevo el dolor, preguntándose si le habría salido sangre, una línea roja contra su piel muy blanca. Muchas veces había pensado en la sangre. No tenía nada que hacer, que no fuera sentarse a pensar. Y la sangre tiene tantas posibilidades: uno puede estarse horas y horas sentada, pensando en ella.
Sus párpados se agitaron y su memoria se agitó también con el eco de algo que nunca le habían dicho pero
que recordaba corno propio. Su cuerpo pequeño fue por un momento el sumario del odio y el miedo.
— Te vas a resbalar -dijo él.
Ella asintió y dijo:
— Todavía tengo un pedacito.
— Qué me importa.
Ella hundió la uña en la masa blanda y la partió en dos. Él la miraba:
— Bueno, juguemos a algo, no te quedes ahí. Si no, me voy.
— Juguemos a lo que quieras -acató ella-. Te doy este pedacito.
Él alargó la mano. Comió lentamente el chocolate sintético, apretándolo con la lengua contra el paladar, esperando que se disolviera y tragando los grumos.
— ¿De dónde lo sacaste?
— Me lo dieron.
— ¿Tu mamá te lo dio?
— No, no. Mi mamá no me da chocolate, llora nomás, y quiere que me quede siempre en casa. En cambio, mi papá es un héroe.
— ¿Es bombardero?
— No. Se murió. ¿Y el tuyo?
— No es que me pase nada. Estoy cansado, eso es, harto de la guerra. ¿Cuánto hace, cuánto, Lelia, que estamos en guerra?
— Va a hacer.
Abrió los dedos, estaba ahora mirándolo, como para contar: uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve.
— No, no te digo eso, no quiero historia. Yo escribo un parte diario y con eso se hace la historia. ¿Por qué no escribir cualquier otra cosa en vez de un parte? Si yo escribiera: Que me dejen comer las verdes manzanas de Odín. O: Ayer mi sombra hizo un alto en el camino y desde entonces estoy parado acá. Pero no, cae una bomba y ahí está la historia. Y los discursos. No me interesa.
— El coronel Sanger dice que no le interesa la historia -ella reía cruzada de brazos frente a él.
— No soy coronel, no soy soldado. Me miro y me extraño, dentro de este uniforme. Ni siquiera peleo.
— ¿Por qué no vas a recostarte un rato?
Él seguía sentado pero no la miraba.
— Lelia, quiero preguntarte: ¿qué te parece que es más inhumano? ¿Hundir un cuchillo en la carne de un hombre, o sentarse frente a una máquina, apretar un botón para saber dónde tiene que caer la próxima bomba, apretar otro botón y puf?
— ¡Puf! -dijo ella, y se rió-, ¿Estamos ganando, no?
— No.
— ¿Y el tuyo?
— El mío no se murió. Pero tampoco es bombardero, trabaja con el gobernador de la zona, es director militar. Vamos a jugar a que éramos enemigos y peleábamos en la guerra.
— No hay guerra aquí.
— Claro, por eso, porque es la zona, la zona donde no se puede pelear más. ¿No ves que acá viven blancos también y no los matamos?
— La zona neutral -ayudó ella.
— Nooo… Pero nunca me acuerdo cómo se llama. Si me pescan, me dan una paliza.
— ¿Tu mamá también llora?
— No. Mi hermanito llora. Se llama Simón y es chiquito así.
— Vamos a ver lo que hay allá.
Se levantó del sillón. Un largo trayecto lineal ardía en su antebrazo, y las puntas de dos dedos le cosquilleaban: con la otra mano se los frotó con fuerza. Caminó hasta la ventana y miró la tarde que iba siendo cada vez más gris. Había contra el horizonte una ancha línea entre plateada y celeste. Deseó que la guerra fuera algo y no solamente días pesados en los que nada pasa, salvo un dolor, otro pequeño dolor, un tobogán gris por el que se deslizaba y por el que nunca llegaría a ninguna parte.
Sacaron un cuadro de bicicleta.
— Esto era de una bicicleta -dijo él.
Sacaron una sartén abollada y con agujeros.
— Esto era una sartén -dijo ella.
— Una media.
— Una lata.
— Corta, cuidado.
— Una zapatilla.
— Un cuchillo.
— Está roto.
— No importa, pensamos que estaba entero.
— Uy, un pedazo de cuero.
— Un tapón.
— Y esto ¿qué será?
— Una canasta. Bueno, me parece. Dale que era para guardar las bombas.
— Bueno. Y este hierro.
Pusieron todo aparte, en un montoncito que era de ellos solos, y lo examinaron.
— ¿Cómo que no?
— Nadie gana, en una guerra nadie gana.
— Gana el que se queda con más bazas -dijo ella.
— Jugábamos a los naipes, me acuerdo.
— ¿Qué?
— Que jugábamos a los naipes. Yo volvía de la Universidad y había una cena fría sobre el aparador. La mesa de juego estaba lista, esperábamos a los Senn, y yo apenas tenía tiempo de darme un baño. A veces, algunas noches, estaba tan cansado.
— Ahora también estás cansado.
— Sí -dijo el coronel Sanger-, me gustaría no tenerte, ni tener a los chicos.
— Pero -dijo ella, y se detuvo.
Él la miró:
— Podría suponer que soy dueño de algo, ¿ves? Que no estoy despojado de todo derecho. Hasta podría probármelo. ¿Te parece que tendría coraje como para pegarme un tiro?
— ¿Pero qué te pasa? -preguntó ella, y se dejó caer en una silla.
— Odio la guerra.
— Tendrías que tranquilizarte -ella se sentía aliviada-, claro que siempre hay algo que se odia, pero hay que saber aguantarse. Yo odio a los blancos, y sin embargo tengo que verlos todos los días, y no es como antes, ahora tengo que tratarlos como si no fueran blancos.
— Yo no, yo no los odio.
— La culpa de la guerra la tienen ellos.
— ¿Y si fueras blanca?
— ¡Joaquín!
— Si fueras blanca, ¿no odiarías a los negros?
— Hagamos una casa -dijo ella.
— Pero no.
— Sí -y cedió-: Después la bombardeamos.
— Ah, bueno.
— Nosotros vivíamos adentro, y después salimos y somos los bombarderos.
— No. Nosotros éramos enemigos y peleábamos entre nosotros.
— Mejor no, ¿eh? Los dos peleábamos contra los de la casa.
— ¿Pero no ves que tenemos que pelear entre nosotros porque somos de distinto color? Yo soy negro.
— Hacemos que yo también era negra.
— ¡Ah no!
— ¿Por qué no?
— Porque no se puede. Por eso hay guerra, dice mi mamá, porque los blancos quieren ser iguales a los negros y no pueden.
— Entonces juguemos a la casa y no peleamos.
Una cosa como el entusiasmo. Recordaba el entusiasmo de los años malos, cuando Thad y ella se habían encontrado. Recordaba, pero no podía sentir nada, cuando peleaban, cuando el frío no significaba nada, cuando oía con placer los ruidos de la guerra en medio de la que habían crecido. Hasta la tragedia, la muerte de Thad, era preferible al vacío. Si Thad muriera todos los días, ella se daría cuenta de que estaba viva; con culpa, pero estaba viva. Buscó con el brazo ardiente la punta rota del mimbre.
— Bueno -dijo el niño negro-, vamos a hacer que eras negra y estábamos casados y yo te mandaba. -Sí -dijo ella.
— No, claro que no -dijo Lelia-, les temería quizá, o los respetaría, o no sé, pero odiarlos no.
— Sí que los odiarías, querida mía. El oprimido odia al opresor, claro que un poco menos de lo que el opresor lo odia a él.
— Joaquín, por favor, estás hablando como…
— ¿Como qué?
— No sé, un rebelde, o un desertor, o un…
— O un blanco.
— Bueno, basta.
— Hoy encontré a una muchacha blanca.
— ¿Qué tiene? Andan por todas partes.
— Sí, pero era tan temprano. Y hacía tanto frío. Una hora gemela de ésta, gris y vacía. Venía por la calle. Yo iba a sacar el auto y nos encontramos frente a frente. No lo entenderías.
— Claro, tu propia mujer no te comprende, ¿no? Vendría de revolcarse con algún soldado, a esa hora.
— Traía una criatura de la mano.
— ¿Y qué?
Ella trazó cuadrados en el suelo blando, con la punta del tridente de hierro. Él la miraba.
— Por aquí se entra -dijo ella borrando con el pie un segmento del cuadrado-, aquí el comedor y aquí el dormitorio y ponemos esto.
— ¡Eh! ¡Ése es el depósito para las bombas!
— Después, después es el depósito. Ahora va a ser la cama y aquí la ventana y aquí la cocina y aquí el baño. En la cocina ponemos la sartén para cocinar y el tapón.
— ¿Para qué?
— Para nada, porque es un tapón. Y la lata. Esto es la alfombra en el comedor. Y el cuchillo. Tenemos que buscar una mesa.
Pusieron el cuadro de bicicleta.
— Ahora ya está -dijo él-, pongámonos adentro.
— No, no. Estabas en el cuartel y yo te esperaba y cocinaba.
— Y yo llegaba y te decía que la comida tenía gusto a quemado.
Ella torció la cabecita y el pelo lacio le cayó sobre un hombro:
— No, ¿eh? -pidió.
Tenía puesto un saco tejido en lana oscura, y un codo agudo asomaba por el agujero de la manga izquierda. Sus muñecas eran flacas, y mostrando unos dientes pequeños y unas encías enrojecidas en los bordes, ensayó una casi sonrisa:
— No, ¿eh? Decías que estaba rico todo. Tenemos que buscar pasto para hacer de comida.
— ¿Pasto? -Él se rió-. Aquí no hay pasto.
No había más que un polvo muy fino que se alzaba con los pasos y con el viento, y algunos trozos de ramas negras y nada más. El horizonte de casas después, y algunas arenarias lozanas, demasiado lejos.
— Al lado del mar hay, cuando estábamos en la casa de mi tía Agnes, ahí fue donde mi papá se murió. Después nos trajeron a la zona y no hay pasto.
— Tierra -dijo él.
— No sirve -dijo ella-, tienen que ser cosas.
— Bueno, pero no hay.
— Entonces nos íbamos a dormir sin comer.
— Ah no, yo nunca me voy a la cama sin comer, si mi mamá me pone en penitencia y me dice no te doy postre, mi papá viene y me da. Si ella lo ve, se pelean. Yo siempre como postre.
Ella lo miraba.
— Hacemos -pudo decir al fin- que había comida, aunque no haya pasto.
Él asintió y jugaron.
— Estaba muy rica la comida -dijo él.
Ella sonrió modestamente.
— Podrías dejar los platos para que los lave mañana la asistenta, y nos vamos a dar un paseo.
— Ay, no -dijo ella-, ya pasó la hora del toque de queda.
Él la miró:
— Bah. Eso es para los desgraciados de los blancos. Vamos.
Y la agarró de una mano.
Caminaron con los brazos enlazados alrededor del gran cuadrado formado por otros cuadrados, el dormitorio, el comedor, la cocina.
— Los vecinos son simpáticos, ¿no?
— Sí.
— Tendríamos que invitarlos antes que me trasladen a otra zona.
— Sí.
Él se detuvo:
— ¡Pero no digas siempre sí! Tendrías que decir no y gritarme un poco, entonces yo grito más y te hago callar.
— Bueno.
Siguieron paseando.
— Ahora vamos a casa -dijo él.
— No. Quiero seguir paseando.
— ¡He dicho que a casa! -gritó él.
Mientras ella se quedaba, indecisa, al borde de otro no, él la empujó hacia el dibujo cuadrado.
— Yo apago las luces, clic, clic. Nos sacábamos la ropa y nos acostábamos.
— Hace frío -dijo ella.
— Sonsa, hacemos que nos sacábamos la ropa.
— Ah.
Se acostaron sobre el polvo, uno al lado del otro.
— Hasta mañana -dijo ella.
— Ah no, ahora tenemos que hacer eso.
— ¿El qué?
— Lo que hacen los casados.
Entonces ella dijo que no, sin saber qué era lo que hacían los casados, pero con la urgente sospecha de algo vergonzoso y violento, porque él había hablado con una complicidad funesta, dominadora y satisfecha. Dijo no varias veces e incorporó su cuerpo flaco, apoyando las palmas de las manos contra el suelo.
— No.
— Si supieras lo que hice -se sonrió.
— ¿Qué? -preguntó Lelia.
— Me sentí obligado. La veía venir, con esa criatura de la mano. Blancas y rubias, como luminosas. Pensé que eran bellas, con una belleza distinta. Si me hubiera
atrevido, pero no me atreví. Y además ella parecía tenerme miedo. Me detuve y ella acortó el paso. Y entonces le di a la criatura un pedazo de chocolate sintético. Lo tenía en el bolsillo y me había olvidado, ¿te das cuenta?, me había olvidado.
Un gran vacío redondo y sin aire, o con muy poco aire, apenas el suficiente para respirar y mantenerse con vida, donde no pasaba nada, nada como no fuera sentarse, caminar, y caminar en busca de raciones, de ropa, de nada, y a veces sorpresivamente un pedazo de chocolate que alegraba a la niña pero no a ella, como esa mañana, frente al hombretón terrible que se le había plantado enfrente en la vereda sola.
Gritó, mientras salía corriendo. El polvo gris se levantaba en nubecitas a su paso.
— Sonsa -dijo él y escupió-. Sucia blanca, sonsa.
Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar hacia su casa.