LA SOMBRA DEL TIGRE
En la parte norte de la ciudad hay una casa
opulenta donde vive un hombre que sentado en un sillón de ruedas
reflexiona sobre su propio cuerpo. No suele dormir mucho. Tampoco
suelen dejarlo solo, no todo lo que él quisiera. Tiene seis hijos,
quince nietos, tres enfermeras, un secretario, un chofer, siete
sirvientas y un solo amigo. Dos, con el gato. Ni el gato ni el
hombre en la silla de ruedas tienen una mentalidad metafísica, pero
a fuerza de ocio han adquirido un paradigma y lo han convertido en
herramienta para cincelar, uno la fácil, el otro la difícil
satisfacción que extraen de los días. Gracias a ella, a la
herramienta, se han desinteresado de la gente, a la que acuden sólo
cuando pueden utilizarla. El hombre en la silla de ruedas tiene
sentido del humor. El gato, no.
La enfermera lee a la luz velada de una
lámpara, el hombre hace como que dormita, no ha querido que lo
acostaran; el gato se ha apoderado de la noche y no está en la
habitación.
Evangelos Brader va recorriendo la geografía
inútil de su identidad. Con los ojos cerrados piensa en sus pies.
Cuando lo bañan, se estudia atentamente los dos pies. Se sienta muy
erguido en la bañadera y traza una oblicua desde la frente hasta la
punta de los dedos de los pies. Entonces es cuando él es un
triángulo, y dentro de ese triángulo cabe el conocimiento minucioso
de sí mismo. El cuarto dedo del pie izquierdo, por ejemplo, trata
de trepar sobre el tercero. Los dedos gordos son los únicos que
están decididamente separados de los demás, pero ni aun así tienen
personalidad, ninguno tiene personalidad, son diez negros gusanos
muertos. También conoce sus uñas como no las conoce el pedicuro que
viene una vez por semana: las grietas, los cambios de color cerca
de la piel que las rodea, las estrías transversales. El empeine es
rígido y sin forma. Le parece, pensándolo bien, que desde hace unos
años nada tiene en él forma definida, definida como humana. Ahí
están los tobillos: son dos cilindros y nada más, no tienen esas
sapiencias, esas anfractuosidades de la carne imperfecta. Tal vez
la enfermedad le haya traído a él la perfección, tal vez no haya
sangre ni tendones debajo de esa piel que cubre los cilindros.
Separa apenas los párpados y espía a la
enfermera que lee. Le pedirá una navaja. Le dirá:
— A ver, señorita, alcánceme una navaja
bien afilada porque voy a investigar qué es lo que hay bajo la piel
de mis tobillos. Mis tobillos, sí, no me mire con esa cara.
Sonríe. La enfermera se llama Sara, es
eficiente y fea; su cuerpo es imperfecto y Evangelos Brader suele
odiarla.
— Señorita -llama.
La enfermera deja el libro boca abajo sobre
la mesa, y se levanta y camina hacia él.
— Señorita, estee… ¿cómo se llama
usted?
— Sara, señor Brader.
— Ah, sí, Sara, hágame traer un vaso de
leche tibia, que esté bien azucarada.
— Cómo no.
La enfermera sonríe como si la idea hubiera
sido de ella, y Evangelos Brader la mira mientras va hasta el
teléfono interno.
En cambio sus piernas no le preocupan tanto
como las rodillas y los muslos. Las rodillas son sordas: si él
pudiera hacerles oír la voz que parte de la base posterior de su
cabeza, el asunto se resolvería solo. Si las rodillas se doblaran,
las piernas no tendrían más remedio que moverse. En cuanto a los
muslos, los considera culpables, absolutamente culpables; están ahí
horizontales, siempre horizontales, tirados sobre la silla o sobre
la cama o sobre el fondo de la bañera.
— En seguida va a subir Kay con un vaso
de leche bien tibia, señor Brader. Le dije que le pusiera mucho
azúcar, cinco cucharadas por lo menos.
Es untuosa, y él no tiene ganas de
contestarle. Piensa en todo esto de su cuerpo con un interés
retórico y sin apasionamiento ninguno: se podría decir que él no
interviene emocionalmente en la cuestión. Sabe que nunca volverá a
caminar y eso es todo. Claro que podría hacerla echar, ni siquiera
echarla él directamente, llamar a alguna de sus nueras y
decirle:
— Quiero que la reemplacen.
Cerrar los ojos y seguir haciendo como que
dormita. Pero es un placer tener a mano un motivo de fastidio. Si
en vez de este adefesio se le acercara una muchachita grácil y
discreta, con ojos grandes, nariz impertinente, boca desflorable,
barbilla suave, manos de niña; si le hablara con una voz directa,
no profesional, y si en vez de sonreírle se riera, él se sentiría
encerrado en la trampa. Aprendería su nombre, lo repetiría, la
llamaría por él, y conversaría largamente.
— A ver, usted, Sara, póngame un
almohadón en la espalda.
Y después están las nalgas. Las nalgas se le
han ido adelgazando hasta convertirse en dos filos agudos, hasta
obligarlo a estar sentado sobre un cojín elástico que tiene un
agujero en el medio. Las enfermeras lo ponen boca abajo sobre la
cama, tres veces por día, y le frotan las nalgas con alcohol.
— Más abajo, encaje el almohadón entre
la cintura y el respaldo.
— No se mueva, usted no se mueva. Ya
está.
— Buenas noches, abuelo.
No había oído abrirse la puerta.
— Ah.
La cintura, en cambio, se le ha ensanchado.
Pero aunque pudiera pensarse que la inactividad tendría que haberlo
hecho engordar, se ha ido consumiendo: es un hombre flaco sentado
en una silla de ruedas.
— Buenas noche, Guy. ¿Qué hora
es?
— ¿No te molesté, abuelo, no?
— No.
— Son las once.
— Bueno.
Guy se trae una silla desde el otro extremo
de la habitación. Es una silla baja, de patas finas, tapizada por
una rugosa tela bordada, en la que cabe tan perfectamente su cuerpo
joven. Evangelos Brader ha adquirido una sensibilidad especial para
la valuación de las cosas físicas. Los cuerpos de los jóvenes lo
fascinan; y el peso de los objetos y el misterio de su
desplazamiento. Suele preguntarse por qué algo, la silla baja de
patas finas tapizada por una tela rugosa y bordada, no se resiste
al movimiento que le imponen. ¿Qué tiene que ver el peso de la
silla con la mano de Guy?
— Salí a comer afuera.
Y el padre lo habrá mandado para que
converse un rato con él, para que le haga compañía. Qué falta le
hace la madre a este muchachito. A veces, Evangelos Brader se
acuerda de Irene.
— Hay -dice Guy, y el abuelo sabe que
busca desesperadamente un tema para agradarle y para agradar al
padre- un restaurante nuevo en la orilla del lago. Tendrías que ir,
abuelo, podríamos reservar mesa para mañana o pasado. Está
iluminado desde abajo, desde el agua.
Evangelos Brader lo mira y piensa: Qué
estúpido, qué estúpido es.
— No hay música, por suerte -dice Guy-.
Con música no se puede conversar.
En el límite del parque el gato salta, y
grita como un chico dolorido. Guy y la enfermera hacen un pequeño
movimiento brusco con la cabeza, como si les hubieran soltado un
resorte. Evangelos Brader no se mueve: se pregunta dónde estará
ahora Aramís Leyba.
— ¿Qué hacen tus amigos cuando no estás
con ellos? -le pregunta a Guy.
— ¿Cómo?
El gato vuelve a gritar, y alguien golpea la
puerta del dormitorio. La enfermera va a abrir mientras Guy se
vuelve hacia la ventana. Entra una muchacha blanca, con una bandeja
en las manos. Sobre la bandeja hay un vaso con leche. Evangelos
Brader mira a las dos mujeres. Kay es muy joven, y será gorda
cuando madure, una matrona de los barrios bajos, sucia y sonriente,
tendiendo la ropa de un alambre oxidado, en un patio mínimo. La
enfermera dice:
— Démelo a mí.
Kay se vuelve, él la ve irse y oye
deslizarse el pestillo; ya no mira hacia allá sino hacia donde está
su nieto. La enfermera revuelve la leche con una cucharita de
plata, de mango muy largo.
— Digo que qué hacen tus amigos
mientras no estás con ellos.
— Ah, no sé, abuelo. Depende de quién y
depende de cuándo.
— Aquí está, señor Brader. Si no tiene
azúcar suficiente, usted me lo dice a mí, que yo voy a ocuparme de
traerle más. A la tonta ésta no se le ocurrió pensar en la
azucarera, ah no.
Él se lleva el vaso a los labios; la leche
está caliente y muy dulce.
— En este momento -dice-. Te dejo
elegir el quién.
— Tengo pocos amigos -dice Guy.
Y Evangelos Brader comienza a
asombrarse.
— Pero vamos a ver -sigue el muchacho-.
Por ejemplo, Leo. Leo es un buen amigo. A papá no le gusta. Tal vez
Leo esté durmiendo. Es gordo y muy dormilón.
La enfermera se retira hacia el círculo
difuso de la lámpara.
— Prenda otra luz -dice Evangelos
Brader sin mirarla.
— O a lo mejor no está durmiendo. Si no
está durmiendo, se ha encerrado en su pieza y resuelve problemas de
ajedrez.
Ahora la cara de Guy ha salido de la sombra.
No, no es tan estúpido: no se parece a Irene, en nada, pero tiene
unos ojos vivos como los de ella cuando tramaba algo, una broma o
un desquite. Si tiene alguna dosis de estupidez, provendrá del
padre. En el fondo del vaso hay un poco de azúcar húmedo, que se
desliza pesadamente hacia su boca. Saca la lengua, la apoya sobre
el vidrio, y deja que el azúcar la rodee. Después cierra la boca,
con la lengua, el azúcar, la saliva, el
sabor de la leche. Y los granitos duros le raspan el paladar. Guy
alarga la mano, y él le da el vaso vacío.
— Problemas de ajedrez -dice Evangelos
Brader-. ¿Cuántos años tiene ese Leo?
— Es como yo.
— ¿Y a tu padre no le gusta?
— No. Dice que es un inútil.
— Qué bien. Me lo vas a traer una de
estas tardes de visita.
— Pero abuelo.
— A mí tampoco me va a gustar,
¿no?
— Seguro que no.
Evangelos Brader vuelve a
sorprenderse:
— ¿Qué te ha pasado esta noche?
— ¿A mí? Nada. ¿Por qué?
— No me gusta la gente joven, parecen
potrillos amaestrados cuando vienen a hablar conmigo. Pero esta
noche. No, no. Veo un tigrecito rondándote. Eso está muy bien, muy
bien.
Aramís Leyba estará quizá en Ciudad Russell,
en alguna calle sin árboles en la que habrá cien casas todas
iguales, en algún entrepiso con ventanas pequeñas que den a un
patio lleno de cajones, de restos de escobas, de basuras, de
suciedad. En la habitación brillarán una hornalla y el miedo.
Evangelos Brader no cree haber conocido el miedo. Salvo, quizá,
cuando Irene. No, entonces tampoco. Él había estado acostado,
cuando el padre de Guy había entrado:
— Papá, tengo que darte una mala, muy
mala noticia.
No había sentido miedo.
Guy se ríe:
— Gracias, abuelo -dice, pero los ojos
se le apagan.
— ¿Qué otro?
— ¿Qué otro qué?
— ¿Qué otro amigo tuyo hay por ahí y
nosotros no estamos?
— Está Dita.
— ¿Quién?
Eso, había sentido algo muy parecido a esto
cuando su hijo:
— Irene iba en el asiento de adelante.
Fue instantáneo, papá, me lo dijo el médico de policía. No sufrió
nada. Ni siquiera debe haber tenido tiempo de asustarse -le había
dicho.
— Dita. Es una compañera mía de la
universidad. Bueno, compañeros no somos, ella está un curso más
adelante que yo.
— ¿Cómo es el apellido?
— Kandilis.
Y había escondido la cara entre las manos y
se había puesto a llorar.
— No llores -le había dicho él,
furioso.
— Ah. ¿Y qué hace Dita ahora?
— Vaya a saber.
Guy juega con el vaso empañado: lo hace
rodar entre las dos manos, lo inclina, lo mira.
— Aja -dice Evangelos Brader-. Debe de
estar durmiendo.
— Sí.
— ¿No fuiste con ella a comer al
restaurante del lago esta noche?
— No. A Dita no le gustan esos
programas.
— ¿Ah no? ¿Y qué es lo que le
gusta?
— Ella tampoco te gustaría, abuelo. A
ella le gusta estudiar, está siguiendo sociología y economía
política; le gusta hablar en serio, discutir, parece un muchacho a
veces.
— Tengo miedo por ella,
había dicho Aramís Leyba paseando por esa
misma habitación diez días antes. Había guardado el dinero en el
bolsillo interior del saco, e iba y
venía desde la ventana hasta cerca del sillón de ruedas.
— Tengo miedo por ella, es una
chiquilina vehemente, que se ha metido en cosas de hombres.
Y desde la ventana:
— Es demasiado frágil.
— No -dice Evangelos Brader-, a ella es
mejor que no me la traigas de visita.
Si a alguien no quiere conocer es a Dita
Kandilis. Aramís Leyba y Guy, justamente.
— Tampoco le gustaría a ella -dice
Guy-. No querría venir. Y si viniera te hablaría de
reivindicaciones, de revolucionar el estatus socioeconómico, así
dice ella -se pone de pie y señala a su abuelo con el vaso
empañado, blanquecino-. Te ordenaría que repartieras tu fortuna, o
que la emplearas en las luchas por la integración racial.
Evangelos Brader mira estupefacto a ese
muchachito negro, joven, tonto, el hijo de Irene, a ese inútil
desorientado que le apunta con un vaso de cristal, y después se
ríe. Se ríe estrepitosamente, con una carcajada enorme y profunda,
que sacude su cuerpo doblado y lo hace estremecerse y ahogarse. La
enfermera tira el libro y se pone de pie. Guy afloja la mano: su
brazo pende ahora a lo largo del cuerpo. El abuelo sigue riéndose a
carcajadas.
— Señor Brader -dice la
enfermera.
El gato grita en el jardín, más cerca.
— Señor Brader.
Él se seca las lágrimas con el dorso de la
mano. Todavía se ríe.
— Ay, Guy -dice-. Me gustaría que te
sentaras.
El muchacho se sienta, y le alcanza el vaso
a la enfermera.
— Quisiera que me hiciera un favor -le
dice Evangelos Brader amablemente, dulcemente, a la mujer-. Déjenos
solos, ¿sabe? Agarre su libro y váyase a leer al pasillo. O mejor,
a la biblioteca. Si yo necesito algo, Guy la llamará. Vaya, váyase
nomás.
Y la enfermera se va.
— Qué bien -dice el hombre en la silla
de ruedas-. Qué bien. ¿Cuánto tiempo de vida te parece que me
queda?
— ¡Pero abuelo!
— No -alza una mano; sus manos no están
deformadas, no son sordas ni nacidas-. No te lo pregunto para que
me contestes que voy a vivir muchos años todavía. Espero que no. No
te lo prometo para que me demuestres lo bien que te han amaestrado.
Yo espero que me quede poco tiempo. Entre todos los años que tengo
y mis centros nerviosos muertos me dan derecho a jugar, ¿no te
parece? Como a los chicos, me ha sido concedida la suerte de
inventar cosas. Yo tengo una muerte propia, aquí adentro. No sé si
todos los hombres llegan a averiguarlo, pero la muerte es algo
privado, y tan personal como una nariz. Me parece que el gato ha
trepado a la ventana. ¿Por qué no vas a ver?
Guy va hasta la ventana. Atraviesa la región
de luz, alrededor de la lámpara que dejó encendida la enfermera;
pero esa luz ya no marca ninguna diferencia sobre el cuerpo del
muchacho.
— No, abuelo, no está. ¿Dejo
abierto?
— Sí. Tu muerte te pertenece tanto como
tu nariz.
Guy vuelve a sentarse.
— Pero uno está acostumbrado a pensar
en ella, en la muerte (porque en la nariz ¿quién piensa?) como en
algo abstracto, enorme y universal, un globo suspendido sobre
nuestras cabezas, que de vez en cuando baja y se brinda para
alguno. Bueno, no. Sucede como con la justicia.
Guy se mueve en su silla.
— ¿Te dice algo esa palabra, Guy?
— A todos nos dice algo, ¿no te
parece?
— No, no me parece. Pero y si
jugáramos. Juguemos a que me has propuesto traerme a Dita para que
yo la conozca. Y a que yo te he dicho que no. A ver, ¿por qué te
habré dicho que no?
— Te lo dije yo: porque ustedes no se
van a gustar.
— No seamos impacientes, jovencito.
Juguemos a que hay otra razón más interesante. ¿O no te gustan las
aventuras?
— Bueno, no mucho.
— Claro, ya no. ¿O es todavía no?
Tendrás que vivir muchos años y en una forma muy particular para
que no quede en todavía. Me siento tentado de aconsejarte que no me
defraudes.
Mira hacia la ventana, un agujero de noche,
y hacia la mesa más acá, una plácida estampa familiar. Y
dice:
— Yo tengo un amigo que me visita de
tanto en tanto, cada vez que necesita dinero, con nombre supuesto y
por motivos supuestos. La verdad es que según la justicia oficial,
es un delincuente. Este delincuente, que se llama en realidad
Aramís Leyba, me ha hablado largamente de Dita porque está
enamorado de ella y porque con ella forma parte de una célula de un
partido proscrito, una religión lo llamo yo, le digo a Aramís Leyba
que es una religión porque tiene sus dogmas, sus apóstoles, sus
mártires, sus renegados, sus santos y su ritual. Forma parte con
ella, te decía, de un partido que quiere abolir las clases y la
discriminación. Por esa hermosa y novelesca razón te digo que no
quiero conocer a Dita Kandilis.
— Abuelo.
— ¿Qué? ¿No te gusta jugar? ¿Imaginar
cosas? ¿O vas a decirme como todos que el médico dice que no tengo
que alterarme ni hablar demasiado?
— No. Iba a decirte que nunca te había
oído hablar tanto.
— ¿Hemos hablado alguna vez nosotros
dos?
— Claro.
— Nada de claro. Entonces, Aramís Leyba
llega a veces. Yo espero con impaciencia sus visitas. Ya ves, estoy
en el mundo al fin y al cabo; mi sillón está en el centro de algo.
No sé si creo en ellos. En todo caso, no es el amor lo que me
mueve, ni las convicciones. Pero me alegro. Cada vez que extiendo
un cheque para ellos, siento una enorme alegría, me siento tan
fuerte y tan poderoso que podría caminar si quisiera. Nunca quiero:
me ordeno estarme quieto, y me digo que la próxima vez será.
Ahora sí, el gato los mira desde la
ventana.
— Mishuto -le dice Evangelos Brader-,
tendrías que entrar, echarte aquí cerca de mí, y descansar para el
próximo asalto. Mishuto.
Guy se levanta y tiende los brazos hacia el
animal.
— A veces -dice el hombre en la silla
de ruedas-, a veces presiento las visitas de Aramís Leyba. Sé que
mañana, o pasado mañana a más tardar, alguien va a entrar a
anunciarme que está aquí.
El gato mira cómo Guy se le acerca. Lo mira,
nada más. Después se da vuelta hacia la noche, recorre el alféizar
y salta hasta las molduras que coronan la puerta de abajo. Guy
alcanza a ver cómo se desliza y se pierde.
— Se fue -dice.
— O tal vez es que deseo tanto que
venga, que no es presentimiento sino ganas. Pasa un tiempo sin que
haya venido. ¿Lo habrán detenido? ¿Los habrán descubierto? Pienso
que lo han torturado, o que ha conseguido escapar, o que ahora, en
este mismo momento, entra la policía y los descubre.
Se mueve en el asiento blando del sillón de
ruedas, y una de sus manos golpea sobre el brazo de metal
acolchado.
— Yo sé que algo se mueve y se agita
bajo la superficie, lo palpo con las manos de Aramís Leyba. Siento
con él que algo se prepara, que algo va a estallar, y que a mí no
se me deja ver más que un pedacito de ese algo. Ciego además de
inválido, así estoy.
Tiene un acceso de tos que le llena los ojos
de lágrimas, como hace un rato la risa.
— No me digas que no hable tanto
-vuelve a toser.
Se inclina hacia atrás en la silla de ruedas
y cierra los ojos. Guy levanta una pierna, la pasa por sobre el
asiento bordado y se deja ir lentamente, hasta quedar de nuevo
frente a su abuelo; sentado muy derecho en la silla de patas finas,
lo mira.
— ¿Y el peligro? -dice de pronto
Evangelos Brader sin abrir los ojos; no los abre hasta que no ha
exhalado la palabra peligro-. No es como estar luchando, no es un
peligro justificado. El que corren ellos sí, Aramís Leyba y tu Dita
y los otros, pero el que corro yo no. Uno
quiere hacer una fortuna, pongamos por caso,
como yo. Y la consigue, como yo. Para conseguirla luché y me
acuerdo, claro que me acuerdo, del peligro. Pero ahora no lucho y
lo paladeo. Es un regalo, el postre después de un último plato
demasiado desabrido.
Vuelve a cerrar los ojos.
— Abuelo, ¿le estás dando plata a esa
gente?
— ¿Qué te preocupa? Todavía queda
mucha. Sin contar con la habilidad de tu padre y de tus tíos para
multiplicarla. Va a quedar para todos.
— No, no es eso, pero ¿y si te
descubren?
— Así que ya no hay un tigrecito, sino
un cachorro asustado -se ríe-. ¿Te lo creíste? ¿Creíste en mi
fábula? Y todo porque me nombraste a una chica Dita Kandilis, lindo
nombre. Todo porque te dije que no la trajeras, que no la quería
conocer. Y también, también porque me queda muy poco tiempo de vida
y mucho tiempo de ocio. No, Guy, son mentiras, el dinero que
retiro, a veces en efectivo, casi siempre en cheques, es para
donaciones, eso lo saben todos. Yo me digo: presiento que el
conspirador va a venir a verme. Y libro un cheque por una buena
cantidad. Tu padre frunce el entrecejo, y ese bobo de mi secretario
se asombra. Es tan discreto y eficiente -se detiene por un momento:
recuerda algo que quería decir y que es mejor que diga ahora-. Es
raro, pero cada día que pasa me fastidia más la gente eficiente.
Debe ser envidia, antes no podía trabajar con incapaces, pero ahora
no puedo trabajar. Debería decir nada más que eso: no puedo. Pero
en fin, van y cobran el cheque y me traen el dinero. No se animan a
decirme nada: es mucho dinero, claro, pero hay que ver que es para
obras de caridad, asilos, hogares, sordomudos, blancos
descarriados, todo eso. Yo lo guardo, duermo con el dinero en este
cuarto y espero la llegada del conspirador, deseando que no lo
hayan detenido. Si lo detienen y lo torturan, ¿te parece que dará
mi nombre?
— Seguro. Seguro que sí.
— No te asustes. Donaciones, Guy, obras
de beneficencia. Secretamente, en el anonimato, porque no me gusta
la publicidad. Nunca me gustó. Podrás imaginarte ahora, cuando
vendría con tanta compasión.
Espera un momento, pero Guy no dice
nada.
— Tomaría otro vaso de leche -dice-. O
tal vez no. Lo mejor sería que me acostara ya.
Guy se pone de pie.
— Eso. Te vas abajo a avisarle a la
enfermera, Sara se llama. No, no se lo digas por teléfono, así me
quedo un momento solo.
Guy camina hacia la puerta.
— Pero antes, Guy, ¿qué pasará -Guy se
detiene- cuando los descubran? Porque a eso, a eso también lo veo
venir. Así como detecto la intranquilidad, la posibilidad de una
revuelta, o quién sabe de algo mucho peor, también veo que van a
caer. La sociedad es otro de los eficientes personajes que me
fastidian.
Guy se acerca. Sí, se parece a Irene, ¿cómo
no se ha dado cuenta antes? No es que tenga su misma cara, pero es
como si Irene estuviera dentro de ese muchacho, encogida y
distante, como alguna vez estuvo Guy dentro de ella.
— Supongamos que han estado reunidos,
en alguna guarida miserable, planeando juntos, negros y blancos, un
sabotaje, un motín, un asesinato, no sé. Supongamos que los han
sorprendido. ¿Qué hace la policía?
— Los llevan a la sección
especial.
— Ah.
— Subversión, sedición, no sé qué otra
cosa, crímenes contra el Estado. Abuelo, ¿estás seguro de que todo
es una broma?
— Pero sí.
Guy sonríe. Irene abre los ojos.
— Entonces -dice alegremente- los meten
en la sec-
ción especial y los torturan. Ellos dicen
que les estuviste dando plata para comprar armas y para sobornar
gente, vienen acá y te llevan también. Sale en todos los diarios,
se arma un escándalo… ¡Y papá! La cara que va a poner papá.
Se ríe.
— ¿Y yo?
— Supongo que vamos a poder salvarte.
Si hay tanto dinero.
— Ah, pero es que yo no quiero que me
salven.
— Entonces no te salvamos. Con la
condición de que dejes que te acuesten. Si vieras la hora que
es.
— Me da lo mismo la hora. A lo mejor
llega la policía.
— Con cuatro autos, tocando las
sirenas. Voy a llamar a la enfermera.
Y sale.
Evangelos Brader cierra los ojos y piensa en
dos cosas: en sus pies deformes y en Irene. Se da cuenta que le va
a resultar muy difícil dormirse. El gato no ha vuelto a gritar. Si
trepa, encontrará la ventana abierta, entrará, y se hará un ovillo
a los pies de su cama. Tendrá que fingir, como otras noches, que
duerme, para que no se le abalancen con pastillas y con gotas y con
ternura en dosis y solicitud en cápsulas, una cada seis horas.
Irene nunca fue solícita con él. Entraba y se le sentaba al lado,
eso era todo. Muy lejos, se oye sonar una sirena y Evangelos Brader
abre los ojos. A veces se reían juntos, y eso también era todo. La
sirena se va acercando, tarda tanto en llegar, pero al fin llega y
muere a los pies de la casa. Oye gemir los frenos de los autos y
oye cómo se cierran las puertas con un golpe y oye el timbre.
La puerta del dormitorio salta hacia adentro
y Guy dice:
— Abuelo.
Al recuerdo de Irene, que había ido quedando
solo en él, Evangelos Brader agrega ahora los de Dita y el gato, y
una duda acerca de sus motivos. El gato lo mira desde la ventana.
Él lo señala, se lo señala a Guy:
— ¿Por qué no vas a buscarlo? Esta vez
no se te va a escapar: está asustado.