LA SOMBRA DEL TIGRE

 

En la parte norte de la ciudad hay una casa opulenta donde vive un hombre que sentado en un sillón de ruedas reflexiona sobre su propio cuerpo. No suele dormir mucho. Tampoco suelen dejarlo solo, no todo lo que él quisiera. Tiene seis hijos, quince nietos, tres enfermeras, un secretario, un chofer, siete sirvientas y un solo amigo. Dos, con el gato. Ni el gato ni el hombre en la silla de ruedas tienen una mentalidad metafísica, pero a fuerza de ocio han adquirido un paradigma y lo han convertido en herramienta para cincelar, uno la fácil, el otro la difícil satisfacción que extraen de los días. Gracias a ella, a la herramienta, se han desinteresado de la gente, a la que acuden sólo cuando pueden utilizarla. El hombre en la silla de ruedas tiene sentido del humor. El gato, no.
La enfermera lee a la luz velada de una lámpara, el hombre hace como que dormita, no ha querido que lo acostaran; el gato se ha apoderado de la noche y no está en la habitación.
Evangelos Brader va recorriendo la geografía inútil de su identidad. Con los ojos cerrados piensa en sus pies. Cuando lo bañan, se estudia atentamente los dos pies. Se sienta muy erguido en la bañadera y traza una oblicua desde la frente hasta la punta de los dedos de los pies. Entonces es cuando él es un triángulo, y dentro de ese triángulo cabe el conocimiento minucioso de sí mismo. El cuarto dedo del pie izquierdo, por ejemplo, trata de trepar sobre el tercero. Los dedos gordos son los únicos que están decididamente separados de los demás, pero ni aun así tienen personalidad, ninguno tiene personalidad, son diez negros gusanos muertos. También conoce sus uñas como no las conoce el pedicuro que viene una vez por semana: las grietas, los cambios de color cerca de la piel que las rodea, las estrías transversales. El empeine es rígido y sin forma. Le parece, pensándolo bien, que desde hace unos años nada tiene en él forma definida, definida como humana. Ahí están los tobillos: son dos cilindros y nada más, no tienen esas sapiencias, esas anfractuosidades de la carne imperfecta. Tal vez la enfermedad le haya traído a él la perfección, tal vez no haya sangre ni tendones debajo de esa piel que cubre los cilindros. Separa apenas los párpados y espía a la enfermera que lee. Le pedirá una navaja. Le dirá:
— A ver, señorita, alcánceme una navaja bien afilada porque voy a investigar qué es lo que hay bajo la piel de mis tobillos. Mis tobillos, sí, no me mire con esa cara.
Sonríe. La enfermera se llama Sara, es eficiente y fea; su cuerpo es imperfecto y Evangelos Brader suele odiarla.
— Señorita -llama.
La enfermera deja el libro boca abajo sobre la mesa, y se levanta y camina hacia él.
— Señorita, estee… ¿cómo se llama usted?
— Sara, señor Brader.
— Ah, sí, Sara, hágame traer un vaso de leche tibia, que esté bien azucarada.
— Cómo no.
La enfermera sonríe como si la idea hubiera sido de ella, y Evangelos Brader la mira mientras va hasta el teléfono interno.
En cambio sus piernas no le preocupan tanto como las rodillas y los muslos. Las rodillas son sordas: si él pudiera hacerles oír la voz que parte de la base posterior de su cabeza, el asunto se resolvería solo. Si las rodillas se doblaran, las piernas no tendrían más remedio que moverse. En cuanto a los muslos, los considera culpables, absolutamente culpables; están ahí horizontales, siempre horizontales, tirados sobre la silla o sobre la cama o sobre el fondo de la bañera.
— En seguida va a subir Kay con un vaso de leche bien tibia, señor Brader. Le dije que le pusiera mucho azúcar, cinco cucharadas por lo menos.
Es untuosa, y él no tiene ganas de contestarle. Piensa en todo esto de su cuerpo con un interés retórico y sin apasionamiento ninguno: se podría decir que él no interviene emocionalmente en la cuestión. Sabe que nunca volverá a caminar y eso es todo. Claro que podría hacerla echar, ni siquiera echarla él directamente, llamar a alguna de sus nueras y decirle:
— Quiero que la reemplacen.
Cerrar los ojos y seguir haciendo como que dormita. Pero es un placer tener a mano un motivo de fastidio. Si en vez de este adefesio se le acercara una muchachita grácil y discreta, con ojos grandes, nariz impertinente, boca desflorable, barbilla suave, manos de niña; si le hablara con una voz directa, no profesional, y si en vez de sonreírle se riera, él se sentiría encerrado en la trampa. Aprendería su nombre, lo repetiría, la llamaría por él, y conversaría largamente.
— A ver, usted, Sara, póngame un almohadón en la espalda.
Y después están las nalgas. Las nalgas se le han ido adelgazando hasta convertirse en dos filos agudos, hasta obligarlo a estar sentado sobre un cojín elástico que tiene un agujero en el medio. Las enfermeras lo ponen boca abajo sobre la cama, tres veces por día, y le frotan las nalgas con alcohol.
— Más abajo, encaje el almohadón entre la cintura y el respaldo.
— No se mueva, usted no se mueva. Ya está.
— Buenas noches, abuelo.
No había oído abrirse la puerta.
— Ah.
La cintura, en cambio, se le ha ensanchado. Pero aunque pudiera pensarse que la inactividad tendría que haberlo hecho engordar, se ha ido consumiendo: es un hombre flaco sentado en una silla de ruedas.
— Buenas noche, Guy. ¿Qué hora es?
— ¿No te molesté, abuelo, no?
— No.
— Son las once.
— Bueno.
Guy se trae una silla desde el otro extremo de la habitación. Es una silla baja, de patas finas, tapizada por una rugosa tela bordada, en la que cabe tan perfectamente su cuerpo joven. Evangelos Brader ha adquirido una sensibilidad especial para la valuación de las cosas físicas. Los cuerpos de los jóvenes lo fascinan; y el peso de los objetos y el misterio de su desplazamiento. Suele preguntarse por qué algo, la silla baja de patas finas tapizada por una tela rugosa y bordada, no se resiste al movimiento que le imponen. ¿Qué tiene que ver el peso de la silla con la mano de Guy?
— Salí a comer afuera.
Y el padre lo habrá mandado para que converse un rato con él, para que le haga compañía. Qué falta le hace la madre a este muchachito. A veces, Evangelos Brader se acuerda de Irene.
— Hay -dice Guy, y el abuelo sabe que busca desesperadamente un tema para agradarle y para agradar al padre- un restaurante nuevo en la orilla del lago. Tendrías que ir, abuelo, podríamos reservar mesa para mañana o pasado. Está iluminado desde abajo, desde el agua.
Evangelos Brader lo mira y piensa: Qué estúpido, qué estúpido es.
— No hay música, por suerte -dice Guy-. Con música no se puede conversar.
En el límite del parque el gato salta, y grita como un chico dolorido. Guy y la enfermera hacen un pequeño movimiento brusco con la cabeza, como si les hubieran soltado un resorte. Evangelos Brader no se mueve: se pregunta dónde estará ahora Aramís Leyba.
— ¿Qué hacen tus amigos cuando no estás con ellos? -le pregunta a Guy.
— ¿Cómo?
El gato vuelve a gritar, y alguien golpea la puerta del dormitorio. La enfermera va a abrir mientras Guy se vuelve hacia la ventana. Entra una muchacha blanca, con una bandeja en las manos. Sobre la bandeja hay un vaso con leche. Evangelos Brader mira a las dos mujeres. Kay es muy joven, y será gorda cuando madure, una matrona de los barrios bajos, sucia y sonriente, tendiendo la ropa de un alambre oxidado, en un patio mínimo. La enfermera dice:
— Démelo a mí.
Kay se vuelve, él la ve irse y oye deslizarse el pestillo; ya no mira hacia allá sino hacia donde está su nieto. La enfermera revuelve la leche con una cucharita de plata, de mango muy largo.
— Digo que qué hacen tus amigos mientras no estás con ellos.
— Ah, no sé, abuelo. Depende de quién y depende de cuándo.
— Aquí está, señor Brader. Si no tiene azúcar suficiente, usted me lo dice a mí, que yo voy a ocuparme de traerle más. A la tonta ésta no se le ocurrió pensar en la azucarera, ah no.
Él se lleva el vaso a los labios; la leche está caliente y muy dulce.
— En este momento -dice-. Te dejo elegir el quién.
— Tengo pocos amigos -dice Guy.
Y Evangelos Brader comienza a asombrarse.
— Pero vamos a ver -sigue el muchacho-. Por ejemplo, Leo. Leo es un buen amigo. A papá no le gusta. Tal vez Leo esté durmiendo. Es gordo y muy dormilón.
La enfermera se retira hacia el círculo difuso de la lámpara.
— Prenda otra luz -dice Evangelos Brader sin mirarla.
— O a lo mejor no está durmiendo. Si no está durmiendo, se ha encerrado en su pieza y resuelve problemas de ajedrez.
Ahora la cara de Guy ha salido de la sombra. No, no es tan estúpido: no se parece a Irene, en nada, pero tiene unos ojos vivos como los de ella cuando tramaba algo, una broma o un desquite. Si tiene alguna dosis de estupidez, provendrá del padre. En el fondo del vaso hay un poco de azúcar húmedo, que se desliza pesadamente hacia su boca. Saca la lengua, la apoya sobre el vidrio, y deja que el azúcar la rodee. Después cierra la boca, con la lengua, el azúcar, la saliva, el sabor de la leche. Y los granitos duros le raspan el paladar. Guy alarga la mano, y él le da el vaso vacío.
— Problemas de ajedrez -dice Evangelos Brader-. ¿Cuántos años tiene ese Leo?
— Es como yo.
— ¿Y a tu padre no le gusta?
— No. Dice que es un inútil.
— Qué bien. Me lo vas a traer una de estas tardes de visita.
— Pero abuelo.
— A mí tampoco me va a gustar, ¿no?
— Seguro que no.
Evangelos Brader vuelve a sorprenderse:
— ¿Qué te ha pasado esta noche?
— ¿A mí? Nada. ¿Por qué?
— No me gusta la gente joven, parecen potrillos amaestrados cuando vienen a hablar conmigo. Pero esta noche. No, no. Veo un tigrecito rondándote. Eso está muy bien, muy bien.
Aramís Leyba estará quizá en Ciudad Russell, en alguna calle sin árboles en la que habrá cien casas todas iguales, en algún entrepiso con ventanas pequeñas que den a un patio lleno de cajones, de restos de escobas, de basuras, de suciedad. En la habitación brillarán una hornalla y el miedo. Evangelos Brader no cree haber conocido el miedo. Salvo, quizá, cuando Irene. No, entonces tampoco. Él había estado acostado, cuando el padre de Guy había entrado:
— Papá, tengo que darte una mala, muy mala noticia.
No había sentido miedo.
Guy se ríe:
— Gracias, abuelo -dice, pero los ojos se le apagan.
— ¿Qué otro?
— ¿Qué otro qué?
— ¿Qué otro amigo tuyo hay por ahí y nosotros no estamos?
— Está Dita.
— ¿Quién?
Eso, había sentido algo muy parecido a esto cuando su hijo:
— Irene iba en el asiento de adelante. Fue instantáneo, papá, me lo dijo el médico de policía. No sufrió nada. Ni siquiera debe haber tenido tiempo de asustarse -le había dicho.
— Dita. Es una compañera mía de la universidad. Bueno, compañeros no somos, ella está un curso más adelante que yo.
— ¿Cómo es el apellido?
— Kandilis.
Y había escondido la cara entre las manos y se había puesto a llorar.
— No llores -le había dicho él, furioso.
— Ah. ¿Y qué hace Dita ahora?
— Vaya a saber.
Guy juega con el vaso empañado: lo hace rodar entre las dos manos, lo inclina, lo mira.
— Aja -dice Evangelos Brader-. Debe de estar durmiendo.
— Sí.
— ¿No fuiste con ella a comer al restaurante del lago esta noche?
— No. A Dita no le gustan esos programas.
— ¿Ah no? ¿Y qué es lo que le gusta?
— Ella tampoco te gustaría, abuelo. A ella le gusta estudiar, está siguiendo sociología y economía política; le gusta hablar en serio, discutir, parece un muchacho a veces.
— Tengo miedo por ella,
había dicho Aramís Leyba paseando por esa misma habitación diez días antes. Había guardado el dinero en el bolsillo interior del saco, e iba y venía desde la ventana hasta cerca del sillón de ruedas.
— Tengo miedo por ella, es una chiquilina vehemente, que se ha metido en cosas de hombres.
Y desde la ventana:
— Es demasiado frágil.
— No -dice Evangelos Brader-, a ella es mejor que no me la traigas de visita.
Si a alguien no quiere conocer es a Dita Kandilis. Aramís Leyba y Guy, justamente.
— Tampoco le gustaría a ella -dice Guy-. No querría venir. Y si viniera te hablaría de reivindicaciones, de revolucionar el estatus socioeconómico, así dice ella -se pone de pie y señala a su abuelo con el vaso empañado, blanquecino-. Te ordenaría que repartieras tu fortuna, o que la emplearas en las luchas por la integración racial.
Evangelos Brader mira estupefacto a ese muchachito negro, joven, tonto, el hijo de Irene, a ese inútil desorientado que le apunta con un vaso de cristal, y después se ríe. Se ríe estrepitosamente, con una carcajada enorme y profunda, que sacude su cuerpo doblado y lo hace estremecerse y ahogarse. La enfermera tira el libro y se pone de pie. Guy afloja la mano: su brazo pende ahora a lo largo del cuerpo. El abuelo sigue riéndose a carcajadas.
— Señor Brader -dice la enfermera.
El gato grita en el jardín, más cerca.
— Señor Brader.
Él se seca las lágrimas con el dorso de la mano. Todavía se ríe.
— Ay, Guy -dice-. Me gustaría que te sentaras.
El muchacho se sienta, y le alcanza el vaso a la enfermera.
— Quisiera que me hiciera un favor -le dice Evangelos Brader amablemente, dulcemente, a la mujer-. Déjenos solos, ¿sabe? Agarre su libro y váyase a leer al pasillo. O mejor, a la biblioteca. Si yo necesito algo, Guy la llamará. Vaya, váyase nomás.
Y la enfermera se va.
— Qué bien -dice el hombre en la silla de ruedas-. Qué bien. ¿Cuánto tiempo de vida te parece que me queda?
— ¡Pero abuelo!
— No -alza una mano; sus manos no están deformadas, no son sordas ni nacidas-. No te lo pregunto para que me contestes que voy a vivir muchos años todavía. Espero que no. No te lo prometo para que me demuestres lo bien que te han amaestrado. Yo espero que me quede poco tiempo. Entre todos los años que tengo y mis centros nerviosos muertos me dan derecho a jugar, ¿no te parece? Como a los chicos, me ha sido concedida la suerte de inventar cosas. Yo tengo una muerte propia, aquí adentro. No sé si todos los hombres llegan a averiguarlo, pero la muerte es algo privado, y tan personal como una nariz. Me parece que el gato ha trepado a la ventana. ¿Por qué no vas a ver?
Guy va hasta la ventana. Atraviesa la región de luz, alrededor de la lámpara que dejó encendida la enfermera; pero esa luz ya no marca ninguna diferencia sobre el cuerpo del muchacho.
— No, abuelo, no está. ¿Dejo abierto?
— Sí. Tu muerte te pertenece tanto como tu nariz.
Guy vuelve a sentarse.
— Pero uno está acostumbrado a pensar en ella, en la muerte (porque en la nariz ¿quién piensa?) como en algo abstracto, enorme y universal, un globo suspendido sobre nuestras cabezas, que de vez en cuando baja y se brinda para alguno. Bueno, no. Sucede como con la justicia.
Guy se mueve en su silla.
— ¿Te dice algo esa palabra, Guy?
— A todos nos dice algo, ¿no te parece?
— No, no me parece. Pero y si jugáramos. Juguemos a que me has propuesto traerme a Dita para que yo la conozca. Y a que yo te he dicho que no. A ver, ¿por qué te habré dicho que no?
— Te lo dije yo: porque ustedes no se van a gustar.
— No seamos impacientes, jovencito. Juguemos a que hay otra razón más interesante. ¿O no te gustan las aventuras?
— Bueno, no mucho.
— Claro, ya no. ¿O es todavía no? Tendrás que vivir muchos años y en una forma muy particular para que no quede en todavía. Me siento tentado de aconsejarte que no me defraudes.
Mira hacia la ventana, un agujero de noche, y hacia la mesa más acá, una plácida estampa familiar. Y dice:
— Yo tengo un amigo que me visita de tanto en tanto, cada vez que necesita dinero, con nombre supuesto y por motivos supuestos. La verdad es que según la justicia oficial, es un delincuente. Este delincuente, que se llama en realidad Aramís Leyba, me ha hablado largamente de Dita porque está enamorado de ella y porque con ella forma parte de una célula de un partido proscrito, una religión lo llamo yo, le digo a Aramís Leyba que es una religión porque tiene sus dogmas, sus apóstoles, sus mártires, sus renegados, sus santos y su ritual. Forma parte con ella, te decía, de un partido que quiere abolir las clases y la discriminación. Por esa hermosa y novelesca razón te digo que no quiero conocer a Dita Kandilis.
— Abuelo.
— ¿Qué? ¿No te gusta jugar? ¿Imaginar cosas? ¿O vas a decirme como todos que el médico dice que no tengo que alterarme ni hablar demasiado?
— No. Iba a decirte que nunca te había oído hablar tanto.
— ¿Hemos hablado alguna vez nosotros dos?
— Claro.
— Nada de claro. Entonces, Aramís Leyba llega a veces. Yo espero con impaciencia sus visitas. Ya ves, estoy en el mundo al fin y al cabo; mi sillón está en el centro de algo. No sé si creo en ellos. En todo caso, no es el amor lo que me mueve, ni las convicciones. Pero me alegro. Cada vez que extiendo un cheque para ellos, siento una enorme alegría, me siento tan fuerte y tan poderoso que podría caminar si quisiera. Nunca quiero: me ordeno estarme quieto, y me digo que la próxima vez será.
Ahora sí, el gato los mira desde la ventana.
— Mishuto -le dice Evangelos Brader-, tendrías que entrar, echarte aquí cerca de mí, y descansar para el próximo asalto. Mishuto.
Guy se levanta y tiende los brazos hacia el animal.
— A veces -dice el hombre en la silla de ruedas-, a veces presiento las visitas de Aramís Leyba. Sé que mañana, o pasado mañana a más tardar, alguien va a entrar a anunciarme que está aquí.
El gato mira cómo Guy se le acerca. Lo mira, nada más. Después se da vuelta hacia la noche, recorre el alféizar y salta hasta las molduras que coronan la puerta de abajo. Guy alcanza a ver cómo se desliza y se pierde.
— Se fue -dice.
— O tal vez es que deseo tanto que venga, que no es presentimiento sino ganas. Pasa un tiempo sin que haya venido. ¿Lo habrán detenido? ¿Los habrán descubierto? Pienso que lo han torturado, o que ha conseguido escapar, o que ahora, en este mismo momento, entra la policía y los descubre.
Se mueve en el asiento blando del sillón de ruedas, y una de sus manos golpea sobre el brazo de metal acolchado.
— Yo sé que algo se mueve y se agita bajo la superficie, lo palpo con las manos de Aramís Leyba. Siento con él que algo se prepara, que algo va a estallar, y que a mí no se me deja ver más que un pedacito de ese algo. Ciego además de inválido, así estoy.
Tiene un acceso de tos que le llena los ojos de lágrimas, como hace un rato la risa.
— No me digas que no hable tanto -vuelve a toser.
Se inclina hacia atrás en la silla de ruedas y cierra los ojos. Guy levanta una pierna, la pasa por sobre el asiento bordado y se deja ir lentamente, hasta quedar de nuevo frente a su abuelo; sentado muy derecho en la silla de patas finas, lo mira.
— ¿Y el peligro? -dice de pronto Evangelos Brader sin abrir los ojos; no los abre hasta que no ha exhalado la palabra peligro-. No es como estar luchando, no es un peligro justificado. El que corren ellos sí, Aramís Leyba y tu Dita y los otros, pero el que corro yo no. Uno
quiere hacer una fortuna, pongamos por caso, como yo. Y la consigue, como yo. Para conseguirla luché y me acuerdo, claro que me acuerdo, del peligro. Pero ahora no lucho y lo paladeo. Es un regalo, el postre después de un último plato demasiado desabrido.
Vuelve a cerrar los ojos.
— Abuelo, ¿le estás dando plata a esa gente?
— ¿Qué te preocupa? Todavía queda mucha. Sin contar con la habilidad de tu padre y de tus tíos para multiplicarla. Va a quedar para todos.
— No, no es eso, pero ¿y si te descubren?
— Así que ya no hay un tigrecito, sino un cachorro asustado -se ríe-. ¿Te lo creíste? ¿Creíste en mi fábula? Y todo porque me nombraste a una chica Dita Kandilis, lindo nombre. Todo porque te dije que no la trajeras, que no la quería conocer. Y también, también porque me queda muy poco tiempo de vida y mucho tiempo de ocio. No, Guy, son mentiras, el dinero que retiro, a veces en efectivo, casi siempre en cheques, es para donaciones, eso lo saben todos. Yo me digo: presiento que el conspirador va a venir a verme. Y libro un cheque por una buena cantidad. Tu padre frunce el entrecejo, y ese bobo de mi secretario se asombra. Es tan discreto y eficiente -se detiene por un momento: recuerda algo que quería decir y que es mejor que diga ahora-. Es raro, pero cada día que pasa me fastidia más la gente eficiente. Debe ser envidia, antes no podía trabajar con incapaces, pero ahora no puedo trabajar. Debería decir nada más que eso: no puedo. Pero en fin, van y cobran el cheque y me traen el dinero. No se animan a decirme nada: es mucho dinero, claro, pero hay que ver que es para obras de caridad, asilos, hogares, sordomudos, blancos descarriados, todo eso. Yo lo guardo, duermo con el dinero en este cuarto y espero la llegada del conspirador, deseando que no lo hayan detenido. Si lo detienen y lo torturan, ¿te parece que dará mi nombre?
— Seguro. Seguro que sí.
— No te asustes. Donaciones, Guy, obras de beneficencia. Secretamente, en el anonimato, porque no me gusta la publicidad. Nunca me gustó. Podrás imaginarte ahora, cuando vendría con tanta compasión.
Espera un momento, pero Guy no dice nada.
— Tomaría otro vaso de leche -dice-. O tal vez no. Lo mejor sería que me acostara ya.
Guy se pone de pie.
— Eso. Te vas abajo a avisarle a la enfermera, Sara se llama. No, no se lo digas por teléfono, así me quedo un momento solo.
Guy camina hacia la puerta.
— Pero antes, Guy, ¿qué pasará -Guy se detiene- cuando los descubran? Porque a eso, a eso también lo veo venir. Así como detecto la intranquilidad, la posibilidad de una revuelta, o quién sabe de algo mucho peor, también veo que van a caer. La sociedad es otro de los eficientes personajes que me fastidian.
Guy se acerca. Sí, se parece a Irene, ¿cómo no se ha dado cuenta antes? No es que tenga su misma cara, pero es como si Irene estuviera dentro de ese muchacho, encogida y distante, como alguna vez estuvo Guy dentro de ella.
— Supongamos que han estado reunidos, en alguna guarida miserable, planeando juntos, negros y blancos, un sabotaje, un motín, un asesinato, no sé. Supongamos que los han sorprendido. ¿Qué hace la policía?
— Los llevan a la sección especial.
— Ah.
— Subversión, sedición, no sé qué otra cosa, crímenes contra el Estado. Abuelo, ¿estás seguro de que todo es una broma?
— Pero sí.
Guy sonríe. Irene abre los ojos.
— Entonces -dice alegremente- los meten en la sec-
ción especial y los torturan. Ellos dicen que les estuviste dando plata para comprar armas y para sobornar gente, vienen acá y te llevan también. Sale en todos los diarios, se arma un escándalo… ¡Y papá! La cara que va a poner papá.
Se ríe.
— ¿Y yo?
— Supongo que vamos a poder salvarte. Si hay tanto dinero.
— Ah, pero es que yo no quiero que me salven.
— Entonces no te salvamos. Con la condición de que dejes que te acuesten. Si vieras la hora que es.
— Me da lo mismo la hora. A lo mejor llega la policía.
— Con cuatro autos, tocando las sirenas. Voy a llamar a la enfermera.
Y sale.
Evangelos Brader cierra los ojos y piensa en dos cosas: en sus pies deformes y en Irene. Se da cuenta que le va a resultar muy difícil dormirse. El gato no ha vuelto a gritar. Si trepa, encontrará la ventana abierta, entrará, y se hará un ovillo a los pies de su cama. Tendrá que fingir, como otras noches, que duerme, para que no se le abalancen con pastillas y con gotas y con ternura en dosis y solicitud en cápsulas, una cada seis horas. Irene nunca fue solícita con él. Entraba y se le sentaba al lado, eso era todo. Muy lejos, se oye sonar una sirena y Evangelos Brader abre los ojos. A veces se reían juntos, y eso también era todo. La sirena se va acercando, tarda tanto en llegar, pero al fin llega y muere a los pies de la casa. Oye gemir los frenos de los autos y oye cómo se cierran las puertas con un golpe y oye el timbre.
La puerta del dormitorio salta hacia adentro y Guy dice:
— Abuelo.
Al recuerdo de Irene, que había ido quedando solo en él, Evangelos Brader agrega ahora los de Dita y el gato, y una duda acerca de sus motivos. El gato lo mira desde la ventana. Él lo señala, se lo señala a Guy:
— ¿Por qué no vas a buscarlo? Esta vez no se te va a escapar: está asustado.