VI

Iba en manga corta, disfrutando de un sol de marzo que aquella tarde calentaba con una fuerza de verano anticipado. Tenía que andar un buen trecho desde la parada del autobús hasta la casa de Marcelo, que era de las últimas de la urbanización. Llevaba el jersey de rombos en la mano y tenía previsto ponérselo un poco antes de llegar. Nunca había tenido la oportunidad de darle las gracias por el regalo. Ahora le traía él uno. Traía además muchas cosas nuevas que contar, y eso le provocaba tal nerviosismo que por el camino se le escapaban pensamientos en voz alta o algún principio de risa.

Ese joven que anda ligero cruzando la urbanización de Molino de la Hoz camino de la casa de Marcelo Román no parece Ramón Fortuna. Está más delgado, los brazos le cuelgan de los hombros tan flacos que parece que en cualquier momento se le pueden caer y más que andar se balancea con una gracia insólita en él. Es muy joven, está a punto de cumplir dieciséis años, pero la cara se le ha vuelto más angulosa y ha perdido la expresión de niño.

Los ojos parecen más pequeños, la nariz más grande y el entrecejo ya no está poblado porque ayer por la tarde pilló una pinzas que Aníbal tenía entre sus útiles de encuadernación y, primero tímidamente, y después completamente lanzado, se despejó la zona de vello. Silvester lo vio salir del cuarto y dijo: "Fortuna, no te estarás volviendo maricón". Fortuna pasó, sobre todo porque sabe que Silvester se unta aceite en los brazos y que está que se muere por el oficial de carpintería. Es un secreto a voces. Aparte de eso Silvester es un buen tío, es al único que dejaron venir a la casa-taller de toda la banda que había en el centro. De momento se le pasó la fiebre de ser El Rayo de la Albufera, ahora sólo piensa en barnizar y en su oficial. Aníbal se metió en el taller de encuadernación y se pasa el día con el delantal de carnicero a rayas rojas y negras pidiendo libros en rama y cosiendo hojas. Le encuadernó a su amigo Fortuna El guardián entre el centeno, pero se le fue la olla y en vez de escribir debajo J. D. Salinger escribió Charles Dickens, y cuando Fortuna le señaló el fallo, éste dijo: "Mira, estas cosas luego nadie las nota, y menos cuando es un escritor extranjero. Tú porque estás puesto en el tema, pero la gente no lo nota. Además lo importante en la encuadernación es el trabajo de muñeca, el acabado, lo que se escriba luego, eso es lo de menos". Ramón sigue en informática. Dice su profesor que a lo mejor el año que viene ya puede dar alguna clase a las de la asociación de amas de casa. Sin cobrar, claro. Eso son prácticas. Duermen en el piso de arriba de los talleres y cumplen algunos trabajos sociales.

A él le ha tocado cuidar de un viejo y de su perro. Los saca por las tardes un rato a pasear, y el perro tira de la correa para correr y el viejo tira de Ramón en sentido contrario para que vaya despacio. El viejo se pasa la vida carraspeando, haciendo como que reúne saliva para soltar un lapo pero luego curiosamente nunca lo echa. Tiene la casa bastante guarra y Ramón se la ordena un poco por encima porque tampoco conviene pasarse de bueno. A Gloria no le ha acabado de gustar este plan de vida, dice que la casa-taller está bien para los chicos que han cometido un delito o que tienen que regenerarse pero que Ramón ni lo uno ni lo otro. Que a lo mejor en vez de regenerarse, degenera. Pero Ramón no tiene ganas de marcharse de Las Matas. Gloria le dijo te vas a Londres el año que viene y aprendes inglés. No, a él Londres no le tira nada. Prefiere Las Matas. De Valentín supo algo por el gordo de Minnesota, que fue a despedirse de Ramón porque se iba voluntario a los paracas; el gordo le contó que Valentín había ido diciendo por el Instituto: "Yo fui el que salvó del trullo a Ramón Fortuna". También el gordo le contó que Jessi había vuelto a la academia andando con muletas pero que ahora casi no la veían porque iba su padre siempre con el coche a buscarla.

No parece Ramón Fortuna, el que se quedaba tantos domingos con su madre y las Eche jugando a la brisca en parejas. A la Eche-viva no la ha vuelto a ver desde hace dos meses. Dice Gloria que se pasa el día paseando a Harry, el nuevo perro, y que ya no sube tanto por casa, que las relaciones se han enfriado, quieras que no, las separa una muerta. Además no hay quien soporte a su madre, a su antigua madre, que está perdiendo la cabeza •por momentos, y dice que cuando está sola se le aparece el maquinista y que la quiere tirar por el balcón para que deje de llorar y de molestar a los vivos y a los muertos. Así que desde hace un mes, como medida de prevención, ha bajado las persianas del salón hasta abajo y vive desde por la mañana hasta por la noche con luz eléctrica. Gloria no puede más, dice que como siga así la deja sola y se va de alquiler.

No parece Ramón el que está a punto de llegar a casa del abogado, porque hace sólo tres meses se hubiera sentido responsable de todo el desastre familiar que dejó a sus espaldas. Ahora lo ve desde lejos y se encuentra así más aliviado.

Se estaba poniendo el jersey cuando Marcelo salió a su encuentro. Lo había visto llegar desde la ventana.

— Pero, hombre, que te vas a asar…

— Es que estoy algo destemplado -le dijo Ramón algo cortado.

Pasaron a una habitación que Marcelo llamó "mi despacho". Y es verdad que lo parecía. Tenía una mesa con lápices, tinteros y cosas de escritorio, todas en fila, en perfecto orden, y un sillón para el dueño del despacho, y una sillita para el visitante del despacho, y el título de la universidad y libros y una pared llena de fotos enmarcadas. Ramón reconoció a su antiguo padre en muchas de ellas. Hacía mucho tiempo que no soñaba con él, también hacía mucho tiempo que no iba por la casa de Payaso Fofo así que el de las fotos le pareció un hombre distinto al que habitual-mente lo miraba desde el marco que había encima de la tele. No tenía esa pinta melancólica de maquinista antiguo, en todas estas fotos aparecía riendo, trabajando, y disfrutando de la vida. Eran fotos de un vivo no de un muerto. Le pareció un hombre mucho más alegre. Era evidente que el maquinista estaba de mejor humor que hace unos meses. Vio a Gloria muy joven, al lado de Marcelo y de los padres. Estaba muy guapa. La hubiera mirado más pero sabía que Marcelo lo estaba observando y prefirió dejarlo para cuando se encontrara solo. Estuvieron hablando mucho rato, bueno, estuvo hablando él porque Marcelo no paró de preguntarle sobre su vida en Las Matas y sobre su nueva vida.

— ¿Y no vas a Vallecas a ver a tu madre y a tu hermana?

— Bueno, a Gloria, quieres decir… Veo a Gloria muchos sábados, viene a comer con nosotros o yo quedo a comer con ella en algún restaurante porque mi madre está últimamente regular. No sé, me ve y se pone a decir barbaridades…

— Ya, ya lo sé.

— ¿Es que tú ves a Gloria?

— La he visto alguna vez. Ella te quiere mucho.

— Sí, sí, ya lo sé -cortó las palabras de Marcelo porque entrar en ese tema le resultaba muy incómodo-. Te he traído un regalo.

Sacó un libro de una bolsa que traía. Un libro que imitaba los libros antiguos. En la portada, con letras góticas, estaba escrito el título: Criminales en serie y debajo, Ramón Fortuna.

— ¿Lo has escrito tú?

— No, no, yo he impreso las historias de los criminales, las busqué en Internet, hice la selección, y luego Aníbal es el que lo ha encuadernado, ¿a que está chulo?

— Sí, es un trabajo impresionante -dijo Marcelo algo desconcertado.

— Yo pensé que para tu trabajo como abogado esto te vendría muy bien. Es que vienen los juicios y todo, mira -le fue abriendo el libro caso por caso-. Vienen las fotos de los criminales. El de Milwakee, el asesino de Rostov, el estrangulador de Boston, bueno, éste es el más típico. Y te cuentan toda la investigación, y la infancia de los criminales… Y en la primera página, he puesto algo que he escrito yo.

Ramón cogió el libro y lo llevó abierto contra su pecho.

— No te rías cuando lo leas. -No me río, trae.

— Es que es una poesía. Es que de repente he pensado en escribir poesía, bueno, no de repente, llevo ya bastante tiempo pensándolo, pero ya lo tengo superclaro. La lees de un tirón y luego me dices lo que te ha parecido, toma.

Marcelo leyó:

RAZONES PODEROSAS

Ellos tuvieron sus razones:

Infancias desdichadas,

Mujeres crueles,

Madres torturadoras.

Ellos tuvieron sus razones.

La sociedad les volvió la espalda

Y los arrojó a la cuneta.

Ahora yo os digo:

¿Es el juez de la toga negra de cuervo el que debe juzgarlos?

¿Es que puede ese juez condenarlos a la muerte o a cadena perpetua y luego irse a jugar tranquilamente con su linda hijita de ojos azules?

¿Qué derecho tiene ese maldito juez?, me pregunto.

¿Es que no es a la sociedad a la que debería caérsele la cara de vergüenza?

Por Fortuna

— Es muy… interesante -dijo Marcelo queriendo que sonara como un comentario positivo. -¿Te ha gustado de verdad?

— Hombre, creo que como poesía está muy bien. Bueno, tal vez la emprendes demasiado con ese juez. La justicia no es perfecta, pero claro, es que tampoco me estás hablando de angelitos. El de Milwakee y gente así. Son completamente despreciables.

— No es que me ponga de parte de los asesinos. Es que no has entendido la poesía, me parece a mí. Es una poesía simbólica, quiere decir que hay que comprender a todo el mundo.

— A todo el mundo, a todo el mundo…

— Bueno, dime que no te ha gustado la poesía y ya está -le dijo Ramón muy dolido.

— Si la poesía me gusta, lo que no me acaba de gustar es el mensaje.

— ¿Pero la poesía, entonces, te gusta? -Ramón quería de una u otra forma conseguir algún tipo de elogio.

— Sí, la poesía me parece, ya te he dicho, muy interesante.

— Si quieres puedo arrancar esta hoja y te hago otra poesía con el mensaje contrario.

— Que no, que no, si tienes razón. Tú eres el poeta. No te voy a decir yo el mensaje que tienes que ponerle a tu poesía. Además, el libro es… impresionante. ¿Y tienes… más poesías?

— No, sólo tengo ésta. Es que es difícil buscar un tema así tan fuerte como éste.

— Claro, claro.

Llamaron a la puerta. Marcelo fue a abrir. Por el pasillo cayó en la cuenta de la conversación y le dio la risa. Con la risa todavía, abrió. Eran Sara y Jaime.

— ¿Qué pasa? -dijo Sara sonriéndole.

— Nada, que estoy hablando con Ramón Fortuna. Ha venido a verme. Estábamos cambiando impresiones sobre poesía.

Mientras, Ramón se había levantado y había corrido hacia la foto de Gloria. ¿Cuántos años tendría en la foto, trece, catorce? Le faltó rapidez para volver a la silla. Marcelo estaba ya en la puerta, mirándolo.

— Está preciosa. Tenía casi catorce años.

Jaime entró en la habitación, traía en las manos dos Airgamboys. Sin necesidad de presentaciones, se los enseñó a Ramón. Andaba ya perfectamente, y trepó por el sillón de su padre para coger uno de los tinteros.

— De eso nada, Jaime. Ya sabes que aquí no se puede tocar.

Jaime se quedó gruñendo, sentado debajo de la mesa, echando a los Airgamboys el uno contra el otro.

Sara entraba y salía del cuarto. A Ramón su presencia siempre le ponía un poco nervioso, tenía la sensación de que había algo en él que a ella no le gustaba. Siempre era muy amable pero había algo, no habría sabido decir qué. Marcelo volvió a sentarse con él. Quisieron seguir hablando con naturalidad pero la conversación se interrumpía cada vez que ella aparecía.

— Van a hacer un reportaje para televisión sobre el taller y sobre nosotros. Vicente me llamó y me dijo que yo no debía salir porque no soy representativo. No soy un hijo abandonado y esas cosas, tampoco soy un delincuente regenerado. Claro que mi verdadera historia… nadie la sabe.

— Entonces al final… ¿no sales?

— Sí, sí, me he empeñado y salgo. Además no se nos va a ver bien, la cara sale medio borrada… ¿Tú quieres salir? -Yo, ¿por qué? -Como me ayudaste.

— Yo ya me hice famoso un rato. Ya tuve suficiente. Lo mío no son los pequeños delincuentes, Ramón, yo ayudo a los adultos a que no paguen los impuestos que deben pagar.

Los dos sonrieron.

— Este es el jersey que me regalaste.

— ¿Y llevas estos tres meses con la etiqueta puesta?

Marcelo fue a por unas tijerillas al escritorio y le cortó el cordón de la etiqueta, que colgaba de la manga.

— Bueno, es que no he tenido muchas oportunidades de ponérmelo, pero me gustó bastante.

— Ramón, me hubiera gustado que te quedaras a cenar pero dentro de una hora y media o así hemos quedado para salir con unos amigos.

— No importa. Yo no había venido para cenar, había venido para darte el regalo.

El teléfono sonó en la habitación de al lado. Se oía la voz de Sara: "Bueno, qué se le va a hacer". "No importa, ya lo arreglaremos de otra manera". Después entró en el despacho y miró a Marcelo con cara de decepción.

— Era Begoña, que no puede venir a quedarse con Jaime -Sara suspiró melancólicamente-. Hace quince días que no salimos a ningún sitio.

— Vete tú. Me quedo yo con Jaime.

— No, a mí sola no me apetece.

— Si queréis, yo me puedo quedar con el niño -Ramón sintió la posibilidad de congraciarse con Sara-. Me decís lo que tengo que hacer y yo me espero despierto hasta que volváis.

Los dos, Marcelo y Sara, se quedaron mirándose. Marcelo levantó las cejas, haciéndole ver a su mujer que era una posibilidad a tener en cuenta.

— Marcelo -le dijo Sara suavemente-, puedes venir un momento.

La pareja se fue al salón y cerraron la puerta. Ramón les oía hablar pero no llegaba a captar lo que estaban diciendo. Oía hablar a Sara, oyó su nombre, el nombre del niño, le pareció escuchar también el nombre de Gloria. Caminó de puntillas hasta la puerta del salón y acercó la cabeza para oír mejor. Jaime había salido también del cuarto. Estaba apoyado en el quicio de la puerta del despacho y lo miraba sin entender qué hacía ese joven inclinado y atento a lo que decían sus padres en la otra habitación. El niño se fue a acercar pero Ramón le hizo un gesto para que no se moviera, y puso el índice sobre los labios para que no dijera nada.

Sara estaba enfadada. Había cosas que no entendía. No sabía por ejemplo qué tenía que ver Gloria con que Ramón les hubiera dicho que podía quedarse a cuidar al niño. Sara no quería que Ramón se quedara porque decía que ella no ponía la mano en el fuego por un chico que había demostrado ser muy inconsciente, muy atolondrado. Le decía a Marcelo, pero qué te crees que estoy tan loca como para dejar a mi hijo en manos de alguien que no sé lo que tiene en la cabeza. Marcelo no quería discutir, le contestaba que bueno, que si ella no quería Ramón no iba a quedarse con el niño, pero que no exagerara, que el chico no era ningún perturbado, tú misma me dijiste que no me encerrara en mí mismo, que podía compartir contigo mi pasado, bueno, pues mi pasado es muy escaso, Sara, y este chaval forma aunque no lo quieras parte de él. Qué mosca te ha picado, Marcelo, ya hiciste todo lo que tenías que hacer por esa familia, ya hiciste lo que tu padre te hubiera pedido que hicieras, qué interés tienes ahora en continuar la relación, es un interés por el chico o por alguien más. Sara estaba cada vez más nerviosa. Marcelo subió la voz para decirle no digas tonterías, no digas tonterías, estás delirando. Sara rompió a llorar. Por favor, esto es completamente absurdo, dijo Marcelo ahora dulcemente. Puede ser que Marcelo la rodeara con sus brazos, que la acompañara con suavidad hasta el sofá. Puede que allí la besara y le dijera no llores así, que me partes el corazón. Ramón volvió al despacho y espero allí, con Jaime, que seguía mirándolo desde la puerta, ahora con el cuerpo mirando hacia el interior de la habitación. Oyó los pasos de Marcelo en el pasillo acercarse hacia allí. Se levantó. Marcelo intentó una sonrisa.

— Bueno, Ramón, es que Sara es muy miedosa con el niño, ha tenido últimamente fiebres muy altas y…

— No pasa nada, si yo ya me iba.

— No, espera. Puedes quedarte un rato. Siéntate, por favor.

— He oído algo de lo que decía Sara -le confesó Ramón mientras se sentaba. -No pienses…

— Sólo quiero decirte que la entiendo, que la entiendo.

Marcelo lo vio ahora como la primera vez que fue a visitarlo, de pronto había desaparecido todo el empaque, toda la seguridad con la que había entrado esta tarde en su casa. Lo vio como entonces, con una sombra de desconsuelo que le hacía inclinar la espalda hacia delante.

— Hay algo en lo que te mentí cuando te conté cómo habían ocurrido las cosas aquella tarde. Al principio no me importó mentirte, pero ahora, ahora que ya nada importa, ahora que ya nadie me pide explicaciones, quiero que sepas algo: al gordo lo maté yo. Estaba inclinado, sujetándose sus partes porque yo le había dado una patada para defenderme, eso es verdad. Se inclinaba hacia atrás y hacia delante al lado de la escalera, miraba hacia arriba de una manera que yo supe que estaba esperando a que se le pasara el dolor para levantarse y agarrarme otra vez del cogote. Así que simplemente le di una patada en la rodilla y la nuca se le fue contra el escalón. He querido pensar muchas veces que no había tanta diferencia entre haberle dado la patada y no habérsela dado, al fin y al cabo, podía haber perdido el equilibrio él solo, pero sí que hay una diferencia, la diferencia es que desde entonces no me he olvidado de que yo maté a ese hombre. Ahora estoy donde tengo que estar, no soy mejor que los tíos que viven conmigo: no sé quién es mi padre y maté a una persona.

Marcelo acompañó a Ramón hasta el autobús. Andaban muy despacio porque seguían el paso de Jaime que se paraba a cada momento. Marcelo pasó la mano por encima del hombro de Ramón, le dijo no pienses más en aquello, no hay ningún asunto pendiente, no creas que tienes que cumplir ninguna penitencia. Todo esto te ha servido, ya lo verás.

El sol se iba escondiendo según ellos avanzaban y la luz del atardecer dibujaba todos los colores con una nitidez sobrecogedora. Marcelo se sintió conmovido. Y eso, en alguien como él, con tendencia a evitar las emociones, era casi como una sensación nueva. Algo crecía en su interior desde hacía tiempo, todavía no quería ponerle un nombre pero ya no había forma de pararlo. Le hubiera gustado poder hablar sinceramente con el chico pero no sabía cómo se hablaba sinceramente, le habría gustado decirle, Ramón, Ramón Fortuna, cuando se mira el pasado parece que todo estaba previsto, los encuentros, las huidas y los regresos, parece que uno tropezó donde debía y acertó donde estaba señalado, pero no hay nada escrito, y no le podemos pedir a nadie que nos ilumine el camino del futuro, es nuestro propio corazón desconcertado el que tiene que guiarse a ciegas y superar el miedo a dar un paso adelante. Por eso, no hay que volver la cara a los muertos, que te acompañan sin hacer mucho ruido, desapareciendo a veces durante años, y apareciendo de nuevo por un hecho absurdo, inesperado. No esperan nada, no cambian nada, no aconsejan, no pueden mentir, ni destrozarte la vida, pero a veces su figura ya olvidada se vuelve poderosa. Aquella tarde tú, Ramón Fortuna, a quien no conocía, me devolviste unos cuantos recuerdos borrados, ahora son brillantes y nítidos como esta misma tarde. Los muertos. Nos acompañan, nos ven andar ahora al mismo paso, te ven a ti, cómo te recuperas del que pudo ser tu destino, me ven a mí, adivinando a tientas el mío, ¿es que no los oyes? Son los ecos que nos llegan desde el otro barrio.