VIII

1 de diciembre. El último mes del año siempre le hacía pensar cosas. Era su mes melancólico, aunque él había decidido hacía tiempo que ese trabajo era incompatible con la melancolía. Ya eran cinco años, ahora tenía treinta y cuatro. Y en cinco años habían pasado ante sus ojos todas las variedades de la desesperación. Y aunque parezca extraño aquel 1 de diciembre, primer día del último mes, el de la melancolía, Vicente llegaba a la conclusión de que la experiencia no era nada, era arena que se escapaba entre las manos. Uno cree que sabe lo que hay que hacer cuando ingresa un chico que roba coches, que trapichea con droga, que ha robado a punta de navaja, uno piensa que sabe, que se puede hacer una clasificación de las personas por el comportamiento. Los psicólogos lo hacen y recomiendan tal trato o tal actitud con cierto chaval. Pero él sabe que no. Lo único que le dice la experiencia es que los actos se repiten pero las personas no. Uno tiene que aprender con cada chico que llega al centro como si no supiera nada.

El 1 de diciembre empiezan a ocurrir cosas, empieza a ocurrir que los desesperados, los abandonados, los que no tienen sitio, sienten que se acerca la gran fiesta de la soledad, y que todo el barrio y toda la ciudad se van a vestir para recordarles la precariedad de sus vidas. El 1 de diciembre es el día en que un chaval como Aníbal necesita una respuesta a la pregunta que lleva haciendo desde hace más de quince días: "Vicente, ¿te quedarás aquí en Nochebuena?". Y Vicente, que ha pasado cinco años implicándose en las historias, a veces abocadas a un final fatal y otras simplemente pasajeras, de chicos que tropiezan en la vida casi sin haber tenido oportunidad de vivirla, y que sabe que uno debe olvidar una vez que sale del trabajo lo que hay dentro para mantener fuerte el ánimo, él que sabe todo eso desde el principio, siente que algo le ha tocado más hondo de lo que estaba previsto, que la llegada de Aníbal hace un año, enfermo sin saberlo, le ha desequilibrado hasta tal punto que estaría dispuesto a confesar que carece de experiencia. Han sido muchos días devolviéndole a la vida, dándole algo de salud para que viva tranquilo no sabe hasta cuándo. Ahora le pide que cene con él una noche, porque tiene miedo a ser devuelto a los buitres. Y le sigue por los pasillos como un perro que espera una caricia del amo. Los primeros días que pasó en el centro preguntaba constantemente por su padre, porque pensaba ingenuamente que iba a acercarse a darle las gracias. Su padre sigue en la calle, a un paso de la muerte. Vicente lo conoce, de otras veces. Y no quiere que se acerque al muchacho nunca más, y si pudiera, tampoco permitiría que se acercara su madre. No tiene tiempo de sentir piedad por ellos. Siente eso sí rencor, rencor porque durante trece años no supieron darle a sus hijos más que abandono y enfermedades. Y Aníbal fue encontrado en un poblado buscando algo para que su padre aliviara el mono, y tuvo el valor de no delatarlo, de no delatar a quien le estaba tratando como a un perro. Porque los chicos quieren a sus padres, sean como sean, sobre todo cuando no han tenido oportunidad de conocer otra cosa. Aquí, en este centro donde los chicos llegan, están una temporada y se van, donde nadie tiene mucho tiempo de establecerse porque ya mismo se está yendo, y donde hay algunos compañeros, muy crueles, que se ríen de su debilidad, aquí Aníbal ha encontrado algo del cariño que no ha tenido nunca, y ese cariño se lo ha dado él, Vicente, él que sabe que no hay que engañar a los chavales con demostraciones de afecto excesivas porque no les pertenecen, pertenecen a sus padres, o lo que es lo mismo, no pertenecen a nadie. Pero este primero de diciembre, la melancolía le puede más que la razón, y sabe que dirá que sí, que cenará en el centro el día de Nochebuena, y que aunque no se lo haya confesado a nadie, seguirá los pasos futuros de Aníbal como algo personal, como algo propio.

Algo pasa este año para que los alumnos que pueden marcharse no quieran hacerlo. Ramón Fortuna no quiere volver a casa. En realidad, nadie le ha dicho: "Mira, que te tienes que ir", pero la situación comienza a ser ilógica, él tiene una buena madre, una familia, ¿qué hace un joven perdiendo la vida en un centro de menores cuando no ha hecho más que tener mala suerte? Aníbal y él pasan el día juntos. El Chino se desespera de celos y de envidia, y de vez en cuando se escapa sin su permiso a ver al Francis al otro centro.

Ayer acompañó a Aníbal y a Fortuna a la pajarería. Había una carnada de perrillos en el escaparate. Fortuna tuvo muy claro cuál quería, ya lo había elegido el día anterior: "Ése, el de la mancha canela en el ojo". Llamaron a la hermana para que consiguiera que la casa estuviera vacía, y cuando lo estuvo, los dos chicos subieron corriendo, le dejaron el perro a Gloria y bajaron también muy deprisa para no ser vistos. Fortuna había gastado sus ahorros en un perro para la vecina, pero no quiso ver su cara al recibirlo. Quiere pedir perdón, quiere ser perdonado, pero no quiere volver a ver rostros que le recuerden aquello que pasó. Y mientras los dos viven en un tiempo regalado e irreal dentro de sus propias vidas. Sin ir al Instituto, sin estar entre los suyos. Y me llevan a su irrealidad cuando yo no soy más que un asistente social mal pagado y con un defecto imperdonable: la melancolía, que se acentúa con la cercanía de la gran fiesta de la soledad.