III

Lo más incómodo de aquella primera noche fue la hora de encontrarse en la habitación a solas con otro interno. Era difícil en esas circunstancias moverse por un espacio tan pequeño con naturalidad. Cuando Ramón entró se encontró con un chico rubio, canijo, y con la cara de ángulos muy delicados, podría haber sido la cara de una chica. Estaba sentado en una de las dos camas, frotándose a conciencia los dientes con el cepillo. Ramón hizo un gesto con la cabeza, pero el otro se sacó el cepillo y con la boca pastosa se presentó:

— Soy Aníbal, y no me hagas la gracia de llamarme Aníbal Lecter que me mosqueo.

Ramón sacó el pijama de la mochila y dándole la espalda se empezó a desnudar.

— Y tú eres Ramón Fortuna, ¿a que sí?

Ramón movió la cabeza afirmativamente.

— Dice el Perico, ¿conoces al Perico?

Ramón volvió a mover la cabeza para decir que no.

— Es el tío que lleva la biblioteca. Que dice que dicen que has matado a un huevo de gente y que tu amigo se está muriendo. Qué fuerte, ¿que no? ¿Y por qué has matado a un huevo de gente?

— Yo no he matado a nadie.

— Bueno, a mí con saber que a tu amigo no le querías matar, me basta. Porque me da un poco de yuyu dormir con un tío que ha querido matar a su amigo.

— No quise matarle, le hice un tajo en el cuello sin querer.

Aníbal miró el reloj.

— Todavía me queda un minuto. De lavarme los dientes, digo. ¿Tú no te lavas los dientes?

— ¿Es que aquí te obligan?

— No, te los lavas si quieres. Es libre.

— Pues esta noche no tengo ganas.

Aníbal fue al servicio y se los enjuagó haciendo sonar el agua en su boca con muchísima fuerza. Cuando volvió al cuarto Ramón ya se había acostado.

— Jodé, qué rápido. Oyes, que no te creas que yo soy raro porque me lavo los dientes con el cronómetro. Míralos -Aníbal enseñó los dientes y acercó la cara a la cara de Ramón-. ¿Qué notas?

— Que están limpios.

— ¿Y qué más?

— No sé, nada -Ramón quiso decirle "nada, nada, y déjame en paz", pero no tuvo valor.

— Las dos paletas de arriba son postizas, tío, ¿a que no se nota?

— No.

— Me las pusieron la semana pasada, las he estado esperando un año, no te exagero, un año el Vicente dale que te pego haciendo papeleos con la Seguridad Social, ¿conoces al Vicente?

— No.

— Vicente "el asistente". Un año Vicente detrás de que la Seguridad Social me pusiera de gratis los dientes. Pasa un año, y el Vicente, que es un tío muy chulo, se cansa y me dice: "Aníbal, por aquí no conseguimos nada"; y va el tío y llama a un programa de la radio, y cuenta mi problemática, y me hacen una entrevista, y empezó a llamar gente, tío, desinteresada, a dejar dinero porque sí, y los del programa estuvieron ahí una semana dale que te pego, un dentista se ofreció a la mano de obra. Tío, que me los han regalado por todo el morro. Y me dijo el dentista: "A partir de ahora a ver qué haces con la boca, chaval, todas las noches dale que te pego con el cepillo cinco minutos", y eso es lo que hago, por eso estaba con el cronómetro. No, es que te lo digo porque a ver si ibas a pensar que yo era maricón, ¿lo habías pensado?

— No.

— Toda la vida me han llamado el mellao, el mellao por aquí, el mellao por allá, así que ahora les he cortao el rollo. A ti cuando te hablen del mellao que sepas que hablan de mí, pero claro, yo mellao ya no soy. Que les den por culo. ¿Y tu madre qué ha dicho?

— ¿De qué?

— De que mates un huevo de gente.

— Que yo no he matado a nadie.

— Pues de que no hayas matado a nadie, ¿qué ha dicho?

— No sé, que a ver si salgo pronto de aquí.

— Qué prisas tiene tu madre. La mía le dijo a Vicente que cuanto más estuviera aquí mejor para el mundo, para el mundo en general.

— Y tú, ¿qué has hecho?

— ¿Yo? No me acuerdo, ya hace la tira que estoy aquí. El año pasado estuve pillando caballo en los Pies Negros, y ahí me trincaron. Pero el caballo no era para mí, yo no me pongo.

— ¿Para quién era?

— A ti te lo voy a decir, no se lo dije ni al fiscal, con que a ti -sin avisar, Aníbal cambiaba de tema-. ¿Y qué, se murieron todos juntos o uno y al rato otro y al rato otro?

— Uno detrás de otro.

— Jodé, qué fuerte. Pues eso debe de impresionar.

Un hombre joven, vestido con ropa deportiva abrió la puerta de la habitación.

— ¿Qué pasa, cómo estás, Ramón?

— Pues cómo va a estar conmigo, de puta madre -le respondió Aníbal.

— Le estoy preguntando a él.

— Bien, gracias -contestó Ramón.

— Pero dile que eres Vicente.

— Soy Vicente.

— Vicente el asistente.

— Venga, ya, Aníbal, por favor, que son las once. Apagad la luz, y sobre todo, cállate y déjale dormir. Cállate que te conozco.

— ¿Por qué no pasas un rato, tío, hasta las once y media.

— Porque estoy cansado, sobre todo cansado de escucharte todo el día. ¿Te has tomado las pastillas?

— Sí.

— ¿Todas?

— Que sí, tío.

— Pues duérmete y deja dormir a los demás. -Mañana me tienes que llevar al oculista, que no se te olvide.

— Pero si vivo para ti, Aníbal. Cállate ya. Si necesitas algo, Ramón, estoy en la última puerta del pasillo.

— Si necesita algo me lo pide a mí -le dijo Aníbal.

— Claro -Vicente cerró los ojos en un gesto de aburrimiento y cansancio-. Se lo pides a él. Hasta mañana.

Antes de cerrar la puerta apagó la luz.

— ¿Sabes lo que me había dicho el Chino, tío? Que tuviera cuidado contigo, que tenías una navaja en la mochila, que te la habían registrado durante la cena.

— Es mentira.

— Ya lo sé. Yo te la registré después. Pero no lo hice por cotillear, tío. Lo hice para dormir tranquilo. Ese Chino es un hijoputa, tío, ten cuidado. ¿Sabes lo que te digo? Que es mejor que se crea que te has cargado a cuatro o a cinco. Tú dile que a seis, que se acojone. Ése me llama maricón, me llama mellao. Mellao ya no me importa, porque tengo mis dos piños bien puestos, pero claro, eso de maricón duele, ¿a que a ti te dolería?

— Sí, a mí sí.

— Pensamos lo mismo, tío. Me alegro de que no mataras a nadie. Yo ya he visto muertos, tío, vi uno que se quedó sentado así con el pico puesto, era un muerto que parecía un vivo; pero claro, no es lo mismo dormir con un asesino. Si yo te he visto, y he dicho: éste no los ha matado. Y tu padre, ¿qué ha dicho?

— Mi padre está muerto.

— Pero, ¿también se murió el día que tú no mataste a nadie?

— No, mi padre murió hace muchos años. -Ah, qué susto. Eso sí que hubiera sido un marronazo. Oyes, si te digo una cosa, ¿no la cuentas? -No.

— El caballo que llevaba cuando me trincaron era para mi viejo.

— ¿Y ahora dónde está él?

— No lo sé. Como yo no dije nada él se quedó en la calle y yo estoy aquí. Pero no me importa, Vicente dice que si quiero no tengo por qué irme. Y yo estoy aquí de puta madre con Vicente, yo le digo que sea mi padre y él me dice que no puede ser porque yo ya tengo padre. No sé para qué lo tengo, hace un año que estoy aquí y todavía no ha venido a verme. Ni siquiera cuando me puse malo. Yo me alegro de que a él no lo trincaran pero, tío, por lo menos, podía venir a agradecérmelo.

Ramón sintió cómo los ojos se le cerraban. La voz de Aníbal en la oscuridad era como una cura a tantos días de desconsuelo. Escuchaba la voz pero ya no sabía lo que le estaba contando porque aquel susurro se fue fundiendo poco a poco con otro, con otro ya familiar, como si en ningún momento hubiera dejado de estar solo. No lo estaba, no, porque sentado a un lado de la cama estaba sentado el maquinista, muy quieto, para no despertarlo.

— Papá, no ha sido culpa mía.

— Ya lo sé, hijo. Han hecho muy bien trayéndote aquí. He estado en casa pero no he podido descansar. Tu madre de un lado a otro del pasillo, venga a llorar, y acordándose de mí, que si este chico hubiera tenido un padre. Siempre lo mismo.

— ¿Cómo hubiera sido yo si te hubiera tenido a ti, papá?

— Tú siempre tienes a tu padre, aunque esté muerto.

— Eso no es verdad -Ramón se echó a llorar, y era un llanto tan cargado de amargura que al maquinista se le llenaron también los ojos de lágrimas.

— Ramón, hijo mío, no me hagas esto. Me voy de casa por no ver a tu madre… Ramón, si yo hubiera vivido hubiera espantado a esas cuatro mujeres que no te han dejado respirar en todo este tiempo.

— Tres, ya sólo son tres. Pili Eche se partió el cuello.

— Ya. Bueno, tres. Una menos. Pero quién sabe, si yo hubiera vivido probablemente aquella tarde te hubiera dado una paliza, y me habría equivocado. Ahora me estarías odiando.

— Yo nunca te odiaría, papá.

— Eso sólo se les dice a los muertos. Hijo, ¿qué le pasa a este chico que está tan delgado? -Creo que está enfermo. -Pobrecillo.

— Su padre no ha venido a verlo en todo un año. -Lo mejor para él sería que su padre hubiera muerto. -¿Por qué dices eso?

— No te lo explico porque no lo entenderías.

— ¿-Por qué dices eso? ¿Por qué dices eso? Respóndeme, no te vayas, ¿por qué lo dices?

Ahora sí que notó cómo las lágrimas le caían por las mejillas, escuchó su propio llanto en el silencio. Aníbal le tocó el hombro.

— ¿Quieres que llame a Vicente?

— No.

— Si quieres lo llamo, yo lo despierto algunas veces y no pasa nada.

No pudo disimular el llanto en la voz, sólo fue capaz de decir:

— Que no, que no llames a nadie.