III
Pero si hablamos de aquel día, de aquel primer día en que Marcelo escuchó por vez primera la historia de la boca del muchacho, cuando la cosa era tan confusa que sólo se acertaba en el número de muertos y de supervivientes, y en aquel presunto del que sólo habían aparecido las iniciales en el periódico, RFM, de quince años, madrileño de Vallecas, que por no se sabe qué extrañas razones acabó con la vida de dos personas y un perro en la misma finca en la que vivía con su madre y su hermana, que dejó malherido a su mejor amigo y también a una chica; si hablamos de aquel día en que Marcelo Román se acercó hasta el centro de menores donde se había internado al chico, más por protegerlo que por cualquier otra cosa, por quitarle de en medio de periodistas y de curiosos, porque así lo dispuso el fiscal de acuerdo con su madre, que decía mi hijo, mi pobre hijo, que se sentía más culpable que él incluso, y que le preguntó al fiscal si le podía llevar comida al reformatorio. "Ya no existen los reformatorios, señora, llévele usted comida si quiere, pero el chaval va a comer estupendamente, y va a descansar, y va a pensar, y le ayudaremos a encontrar una solución". Si hablamos de aquel día, exactamente el 22 de octubre, diez días después de que ocurrieran los hechos, ocho días después de que RFM entrara en el centro, dejara su mochila en una habitación con dos camas, saludara con un gesto de la cabeza al chaval con el que iba a compartir el cuarto. Si hablamos de aquel 22 de octubre en que Marcelo y Ramón se montaran en la misma barca, entonces sabremos cuál fue la primera versión del chico, la primera vez que consiguió un relato ordenado, porque con el fiscal no lo había conseguido. Para empezar no le entraba en la cabeza eso de que un fiscal podía estar de su parte y no en su contra, y se había puesto tan nervioso, que el fiscal le había dejado en manos de la psicóloga. Diez días habían pasado. Allí no había rejas, ni había guardias, ni su compañero de cuarto lo había amenazado con una navaja en el cuello. La palabra abogado defensor después de todo era reconfortante y Ramón Fortuna tragó saliva y recordó aquella tarde:
Si olvida las muertes, le vuelve intacto el sentimiento de rabia y de pura envidia que le fue invadiendo, aumentando, en el camino que hicieron los tres, Valentín, la de segundo y él, hacia su casa. Bajaban por la Avenida de la Albufera. Sorteando a la gente que entraba y salía del cine Excelsior, entre los que debían estar Gloria, su madre y la Eche. Fortuna, hundió la cabeza en el cuello de la cazadora, como en un intento infantil de no ser reconocido por nadie. Andaba un poco detrás de sus amigos, a dos pasos de ellos, humillado y ofendido, mirando de medio lado y torvamente cómo Valentín, sin cortarse y a los ojos de la gente, le tocaba las tetas a la de segundo, mientras ella no hacía más que reírse estúpidamente, cubriéndose con la mano ahora una teta y ahora la otra, según atacaban las manos de su amigo. Ramón no sabía si sentía vergüenza ajena por el numerito que estaban montando o sentía vergüenza propia por ir de vela, de mirón, de primo.
Cuando llegaron a casa, la de segundo se quitó la cazadora, y dejó ver una camiseta de la que se le escapaban la tetas, literal. En la camiseta se leía: Fuckyou.
— Jodé, qué chula, Jessi, ¿dónde te las has comprado?
— No me la he comprado, las hemos hecho en el Instituto, para sacar dinero para el viaje. Mira, si estoy de malas, te enseño la parte de adelante: Fuck yotc, y si me pongo cariñosa, te enseño la parte de atrás.
Jessi se dio la vuelta. En la espalda llevaba escrito: Fuck me. A los dos les entró la risa floja. Ramón intentó seguirles en la broma, pero cada vez se sentía peor.
Pensó: "Qué mal que lo voy a pasar", y se marchó a la cocina a por unas cervezas. Desde allí, oía a Valentín exprimir el Tema Camiseta hasta dejarlo seco.
— ¿Y por qué has elegido la parte de atrás para el fuck me?
— Porque me ha salido… -Jessi no podía contestarle de la risa- me ha salido del culo.
— Pues para mí el fuck me, y a Mamón el fuck you.
— No te metas con Ramón, tío, que todavía nos echa y en la calle hace un frío que te cagas.
Cuando volvió, Jessi se había desparramado por el sofá, y sin cortarse ni un pelo, se había quitado las deportivas, que tenían un pedazo de plataforma de lo menos diez centímetros, y las había dejado caer delante del sofá como si fueran dos bombas, catapom catapom. "Hubo un tiempo en que a las chicas no les olían los pies. Pasó". Eso pensó Fortuna, mientras las sacaba al balcón, y se acordaba de cuando su madre le hacía sacar a él los zapatos para los Reyes Magos, con lo menos trece añazos, unos zapatos casi tan grandes como los de aquella pedorra de segundo que no sólo había venido a darse el lote con su amigo, sino que luego, el lunes, contaría a todas las pedorras que estudiaban con ella peluquería que se había comido el pico con Valentín en la casa de Mamón Fortuna y para colmo con Mamón mirándolos de reojo. Quitó el jersey que el amigo Valentín había puesto encima de la lámpara para atenuar la luz y lo tiró encima del sofá.
— Prefiero que apagues la luz a que provoques un incendio.
Valentín cogió al vuelo la idea lanzada por Ramón y apagó la luz, se acurrucó en el sofá con su amada y se puso el botellín entre las piernas.
— Cuando quieras cerveza, aquí tengo el botellín.
A Jessi esto le hizo también mucha, mucha gracia. A Jessi le hacía gracia todo.
— Ramón, sácate algo de comer, tío, que tengo un hambre que me cago -Valentín le dijo esto dándole una palmadita en la pierna, como para suavizar la orden-. Si estuvieran aquí la madre y la hermana de éste ya nos habían sacado unas cortecitas, unos panchitos, unos canapés… No sabes lo enrolla que es la madre de éste, nada que ver con él. Demasiao enrolla es, acabas de panchitos y de cortezas que te pasas luego tres días eructando. Demasiao enrolla…
— Cállate, Valentín.
— Bueno, bueno, tío, qué poco sentido del humor. No te enfades que Jessi te dice fuck you, te dice que te fuck you…
— Le digo, le digo -Jessi anunciaba con su risa que iba a decir algo muy gracioso- que te fuck you un pez, que la tiene más fría.
Mientras iba para la cocina, Ramón reflexionó: "Sin más remedio tengo que cambiar mi círculo de amigos". Nueve años aguantando a Valentín. Valentín Fernández. Esa F de Fernández, se había unido a la F de Fortuna, y estuvieron juntos desde el primer día que pisaron un colegio. Y siempre lo mismo: Valentín el listo, Ramón el tonto. Ramón había pensando que al acabar el colegio la vida los separaría, pero no, Valentín se había apuntado, o mejor dicho, lo había apuntado su madre, al mismo módulo que a Ramón, para que hiciera algo. Ramón se encontró con Valentín en la misma banca. "Jodé, Ramón, acabarán enterrándonos en una fosa común. Para ti y para mí. Tú y yo allí solos, bajo tierra". Ramón sabía que lo que más necesitan los listillos es a los tontos. Valentín no podía pasar la vida sin ese espectador perplejo que era Fortuna. "Somos uña y carne, Fortu".
Volvió al salón con una latita de berberechos y una bolsa de pan bimbo para mojar el caldillo. Y que se dieran con un canto en los dientes. Al principio no vio nada porque la habitación sólo estaba iluminada por la luz de la farola, pero poco a poco fue distinguiendo a los dos amantes metiéndose mano, besándose, todo eso acompañado por el ronroneo grave de Valentín, un sonido gutural un poco exagerado, que Ramón atribuyó al habitual exhibicionismo de su amigo, una forma de decirle: "Mira cómo me lo estoy pasando".
Así que puso la película, por lo menos, para que hubiera un poco más de luz y abrir la lata, y cuando estaba a punto de dar el tirón de la argolla metálica, un tío, desde la calle, se pone como un bestia a tocar el claxon porque le había dejado encerrado otro coche. Ramón saltó del asiento y salió al balcón. Había salido también un gordo de un balcón de enfrente, que se pasaba la vida en camiseta, fuera invierno o verano, él siempre en camiseta, y dirigiendo el mundo a gritos desde su atalaya. Cualquier cosa que pasara en la calle, que había partido, que ganaba el Rayo, que perdía, que había una pelea, o un atasco, o una cabalgata o que había luna llena. Allí estaba el gordo, en camiseta y fumando. Y esta vez, no podía ser menos.
— ¡Por favor! -gritó Fortuna- ¿puede usted tocar un poco menos?
— ¡Que un poco menos -gritó el gordo-, que se meta el pito en el culo, eso es lo que tiene que hacer!
Y Ramón se sentó de nuevo pensando que sí, que el gordo tenía razón, que era ridículo asomarse a un balcón para soltar un grito con tanta educación. Era incongruente. Igual que era incongruente ceder su casa para que otros lo pasaran de vicio, mientras él intentaba concentrarse en una película de la que de momento había perdido el principio. Con la rabia que le daba a él coger las películas empezadas. La verdad es que la amiga de Valentín estaba mucho más buena que la actriz, que iba como con el pelo sucio y tenía cara de mal huele todo el tiempo. Claro que en sus condiciones, mejor que no pensara mucho en tías.
— ¿Abres la lata o no la abres?
Así era Valentín. No renunciaba a nada. Tetas y berberechos. Volvió a meter el dedo en el agujerillo de la argolla, pero debía estar ya tan nervioso que la lata se le cayó al suelo.
— Jodé, Mamón, mira que eres manta.
— Ahora no veo dónde está -lo único que le faltaba: a cuatro patas, tanteando el suelo en la oscuridad, buscando una lata de berberechos-. Joder, dar la luz ya de una vez.
— Qué mal genio -dijo Jessi, se levantó y encendió la lamparilla.
La lata se había colado debajo del sofá. Ramón tuvo que tumbarse para que la mano pudiera alcanzarla.
— ¿Éste de la foto quién es, Ramón? -Jessi nunca se enfadaba del todo.
— Es mi padre.
— Pues qué antiguo. ¿Y ahora cómo es de viejo tu viejo? -Ahora no es, porque se murió. -Bueno, hijo, yo no tengo la culpa de que se haya muerto.
A Mamón le hervía la sangre, la mano rozaba la lata pero no podía cogerla, así que viendo que Valentín sonriendo se echaba al suelo para alcanzarla por el otro lado del sofá, se puso frenético y forzó todavía más el brazo. Notó que el hombro le crujía de una forma muy desagradable. Las dos manos se encontraron debajo del sofá y la lata salió ahora disparada para fuera.
— Sois como crios -dijo Jessi-. Habéis empezado jugando y acabaréis llorando.
Forcejearon un poco tirando cada uno absurdamente de un lado de la lata, hasta que por fin Ramón se impuso:
— La abro yo porque estoy en mi casa.
— Vale, vale. Toma tu lata, pero si se te cae otra vez yo ya no me agacho.
Jessi se había vuelto a tumbar en el sofá y con un "paso de vosotros", se había puesto a ver la película. Ramón mosqueado de estar mosqueado por un asunto tan ridículo puso la lata encima de la mesa. Valentín se acercó a observar la operación, y seguramente a ponerle más nervioso. Miraba a su amigo con suficiencia, deseando que los berberechos fueran a parar al suelo. Los dos con las cabezas inclinadas sobre la mesa, concentrados en la lata, y Ramón supo que o la abría de un tirón o echaba a aquel imbécil y a su novia a la puta calle. No sabía qué relación había entre esas dos posibilidades, pero lo tenía muy claro.
Dio un solo tirón, con ese exceso de fuerza que suelen poner los torpes en las cosas pequeñas, y la mano se le fue hacia un lado con la tapa enganchada al dedo por la argolla, como si fuera la mano de otro, como si actuara por su cuenta, y tal fue la velocidad y la energía que hubo en aquel gesto incontrolable, que por el camino se encontró con el cuello de Valentín, que seguía agachado y sonriendo, y fue a hacerle un corte limpio, profundo, magistral. Valentín se echó la mano a la herida y sólo acertó a decir:
— Jodé, tío, te has pasao.
Se habían quedado de pronto los dos hipnotizados, mirando cómo caía la sangre en la lata abierta de berberechos.
— Pero, mira… -dijo Valentín en un susurro, tocando con la mano la sangre que iba cayendo a la mesa-. Me voy a desangrar por tu culpa, cabrón, me voy a desangrar.
Y era verdad, los dos observaban la mancha roja que iba cubriendo la mesa como quien mira un mantel, hasta que el golpe que se dio Valentín contra el suelo sacó a Ramón de su aturdimiento y a Valentín lo sumergió ya definitivamente en el suyo.
Ramón quiso quitarse la argolla del dedo índice, pero las manos le temblaban y no sabía o no podía, así que la tapa siguió ahí, en su mano, como un anillo del que uno no puede desprenderse, como el criminal al que se le queda pegado el cuchillo a la palma de la mano. Decidió que ya se lo sacaría en otro momento.
Después iba a hacer algo, no se acuerda qué, pero algo práctico, puede que a llamar por teléfono al SAMUR, sí, seguramente sería eso porque el camino que tomó fue hacia el sofá, a la mesita donde estaba el teléfono y donde su madre tenía apuntados todos los teléfonos relacionados con grandes catástrofes: bomberos, policía, ambulancias. Sí, a eso iba, pero Jessi, que se había levantado del sofá y estaba con la boca abierta y temblando ligeramente, viendo que él se acercaba hacia ella con la mano y el arma homicida llenas de sangre, con una cara de susto que ella confundió con la cara de un perturbado se puso histérica y empezó a gritar y a llamarle asesino:
— ¡Por una jodida lata de berberechos!
Sin saber muy bien por qué Ramón repitió mentalmente: "Por una jodida lata de berberechos". Tal vez es que llevaban varios minutos sin decir nada y el silencio intensificaba los diálogos de los personajes de la película que habían repetido al menos quince veces la palabra jodida, "quita tu jodido culo", "¿sabes alguna jodida manera de salir de aquí?", "eres una jodida embustera y te vas a tragar tu jodida lengua"… Ramón lo decía ahora en voz baja y Jessi lo gritaba: "Por una jodida lata de berberechos".
Dios mío, Dios mío, pensó Ramón Fortuna, y después iba a pensar: "Cómo ha empezado todo este lío". No le dio tiempo. La chica se asomó como loca al balcón y se puso a chillar. Detrás fue Ramón para calmarla pero al ponerle una mano en la espalda, ella se echó para delante pidiendo socorro. Medio cuerpo se le quedó fuera. Ramón tuvo reflejos para agarrarle las piernas, pero la chica pataleaba de tal manera que parecía que quería huir hacia delante, hacia el vacío con tal de que él no la tocara. El medio cuerpo que Jessi tenía en el aire pesaba más que el que todavía estaba en el balcón. Si hubiera llevado puestos los zapatones es posible que le hubieran hecho contrapeso con las tetas. Estas cosas se piensan cuando a uno se le están acabando las fuerzas para sujetar a una tía histérica que cree que quieres rajarla a ella también con la tapa de los berberechos. La tapa, la tapa le estaba cortando a él ahora la mano, se dio cuenta de que parte de la sangre que caía ahora por el puño de su camisa era suya. "Por favor, estáte quieta, por favor".
A Ramón se le estaba haciendo más que imposible sujetarla. Milagros, la Eche muerta, se asomó al balcón de abajo. El hombre que tocaba el claxon miraba ahora para arriba sin hacer ni decir nada y el gordo de la camiseta empezó a gritar que se iba a poner la camisa y que iba a ir él personalmente a darle dos hostias al cobarde ése, hijo puta, suéltala, que voy y te mato.
— ¡Ramón, Ramón! -gritaba la Eche desde abajo-, ¿pero qué pasa, hijo? ¡Ramón, por Dios, suéltala! ¿Pero qué es lo que te pasa? Si tú no eres así. Algo le pasa, algo le pasa…
La soltó. La soltó por falta de fuerzas, por tantas voces que le gritaban y no le entendían. No entendían que era ella la que tiraba para afuera. No entendían que él la sujetaba para evitar que se estrellara contra el suelo. La soltó porque se estaba cortando la mano, joder. La soltó, eso no lo dirá nunca, porque estaba hasta las narices de hacer un esfuerzo que todo el mundo entendía en sentido contrario.
La chica cayó, cayó a cámara lenta. No es una forma de hablar. Primero cayó sobre la espalda de la Eche. Sólo se oyó un grito, como una especie de tos seca y tremenda, algo parecido al sonido que hacía una muñeca antigua de su hermana cuando se caía al suelo. La cabeza de la Eche se quedó completamente doblada sobre el pecho. La chica se aferró a la chaqueta de la moribunda o la muerta y miró hacia el balcón de arriba. Les dio tiempo a mirarse un momento, o más de un momento, el tiempo en que tardó en desprenderse la rebeca del cuerpo de la pobre Milagros y la chica se quedó sin nada a lo que agarrarse y fue a parar ya al suelo, con el mismo ruido tremendo de un fardo de arena, a los pies del hombre del coche, que había dado un salto ridículo hacia atrás, como para no mancharse.
Ahora Ramón no pensó en llamar a nadie. En realidad, se sintió absurdamente aliviado. La chica ya se había caído y él podía quitarse tranquilamente la tapa de la mano. Eso es lo que sintió. La psicóloga habla de una enajenación mental comprensible dada la situación en la que se encontraba, pero él no hubiera sabido ponerle nombre a esa falta de sentimientos que le borraba los muertos y sólo le dejaba sentir el dolor físico. La tapa, la tapa que le cortaba la mano, eso era lo prioritario. ¿Dónde iba? Al water, a lavársela, a intentar sacarse la argolla con jabón porque veía que el dedo se le había hinchado mucho. Pero algo le hizo resbalar, un líquido pegajoso y espeso. Perdió pie y se encontró tumbado, rodeado por la sangre de Valentín. Se dio la vuelta para levantarse y se encontró con la cara del amigo que tenía la mandíbula inferior descolgada. Cree que pegó un grito, aunque le pareció el grito de otro. Se levantó apoyándose en la mano que tenía libre, resbaló antes de conseguirlo dos o tres veces, y llegó al cuarto de baño. Abrió el grifo del agua caliente y puso debajo la mano, que le temblaba incontroladamente. No había un corte, había muchos. La sangre desaparecía con el agua y volvía a aparecer inundando toda la mano. Le escocía mucho. Frotó el jabón contra el dedo y notó que el escozor aumentaba hasta casi no poderlo soportar. Tiró hasta que pudo deshacerse de aquel anillo criminal. Hasta ese momento sus ojos no se habían encontrado con los del Ramón que había en el espejo. Fue al sentirse más aliviado cuando se encontró instintivamente, como hacía todas las mañanas, con el joven que era. Estaba completamente manchado de sangre. La cara, la camisa, incluso el pelo se le había quedado pegado por un lado. Sintió miedo de sí mismo, o del otro en que se había convertido. Hacía tan sólo unas dos horas que había estado ante ese mismo espejo reventándose un grano, y afeitándose el bigote escaso y los cuatro pelos que tenía en la barbilla. Y ahora Valentín muerto, Jessi muerta, y la Eche… Rodeó la mano herida con una toalla, cogió las llaves de la Eche que estaban en la puerta de la entrada, y bajó de dos en dos las escaleras hasta el piso de abajo.
Tras la puerta de las Eche se oían los ladridos de Kevin, y sus pasos yendo del pasillo a la terraza, intuyendo seguramente que aquella inmovilidad de su ama no era normal. Tardó en acertar con la llave en el ojo de la cerradura porque ya sólo podía valerse con la mano izquierda. Cuando la puerta se abrió Kevin se tiró a él como loco, primero ladrándole incontroladamente, y cuando intentó entrar en la casa enseñándole los dientes en señal de ataque. Ramón lo apartó dándole una patada, y fue corriendo hasta la terraza. Milagros seguía ahí, de pie, con el cuerpo echado sobre la barandilla, y la cabeza hincada sobre el pecho, como hacen los pájaros para dormir. Se acercó mucho a su cabeza, a donde él suponía que la mujer tendría el oído, y le susurró, casi con la voz de un niño:
— Mila, no me digas que te has muerto, Mila. Qué le digo a tu hermana cuando vuelva. ¿Por qué te tuviste que asomar, no veías que se estaba cayendo? Eche, ha sido ella la que ha tenido la culpa, yo la estaba sujetando. Eche… dime algo…
Quiso levantar la cabeza de Milagros, y el ruido a hueso tronchado le hizo soltarla inmediatamente. La cabeza volvió a esconderse en el pecho, como si fuera la de un muñeco. Kevin no podía soportar que el muchacho estuviera toqueteando a su ama, y ahora gruñía, gruñía y ladraba furiosamente.
— Joder, cállate, cállate, asqueroso, perro de mierda.
Ramón salió a la escalera y se sentó en un escalón. ¿Subía y veía al muerto del tercero, se quedaba con la muerta del segundo o bajaba para encontrarse con la muerta del portal? ¿Iba a esperar a su madre a la puerta del cine con la camisa llena de sangre y la toalla enrollada en la mano? ¿Llamaba a la policía y decía: "yo lo puedo explicar todo"? ¿Por qué muerto empezaba? Y ahí estaba el perro, en las mismas, qué cono le pasaba a ese perro.
— ¿A ti qué te pasa, perro, que me vas a volver loco, perro, que me vuelves loco, perro?
La sorda del quinto abrió su puerta y gritó:
— ¿Es que pasa algo?
— ¡No, no pasa nada, nada! -el perro le siguió ladrando cada vez más amenazante y Ramón no pudo más-. Pasa que te voy a mandar a tomar por culo, perro.
Lo tiró por el hueco de la escalera. Se empezó a reír de una forma nerviosa. Bajó las escaleras de dos en dos, riéndose. La psicóloga lo explica: la acumulación de desastres, el miedo a no saber cómo responder ante ellos, el miedo a no saber explicar qué es lo que ha ocurrido, a no encontrar una justificación creíble lleva al individuo a refugiarse en un sentido del humor histérico, encontrando cómicas acciones que en cualquier otro momento le hubieran parecido crueles. Sí, es una manera también de estar enajenado, pero más bien se entiende como arma defensiva, es un freno a la desesperación total.
El sonido de su propia risa no le había dejado oír que alguien subía por las escaleras. El gordo de la camiseta y él se encontraron frente a frente en el descansillo del primero.
— A mí no me das miedo, hijo puta.
El gordo respiraba con mucha dificultad, más por la papada que se le juntaba con el pecho que por encontrarse frente a un asesino. El gordo no tenía miedo, porque el gordo era como tres veces el criminal. Además, el gordo conocía al criminal desde pequeño, y a la madre del criminal, y a la hermana del criminal. Y aunque ese tipo de gordos con camiseta nunca se fían del vecino de enfrente, el caso es que este gordo pensaba: "A este mocoso le doy yo dos hostias y me lo tengo sujeto del cogote hasta que llegue la policía". A Ramón se le cortó la risa en seco y sólo acertó a decir:
— No me ponga más nervioso, que ya estoy bastante nervioso. Déjeme que espere tranquilito en la calle a que venga mi madre.
— ¿Tu madre? A tu madre la vas a matar tú de este disgusto. Tú esperas donde yo te diga, donde yo te diga te esperas tú.
Ramón sintió la mano del gordo como una zarpa que le agarraba el cuello.
— ¡Suélteme, por favor, se lo pido!
— ¿Que te suelte, a ti te voy a soltar, cacho cabrón? Si se veía venir, rodeado de mujeres como si fueras tonto: o salías maricón o salías asesino. Un padre que te hubiera dado en la cabeza, eso es lo que tú estabas pidiendo a gritos.
— ¡Que me suelte!
La mano le presionaba ahora de tal manera que le estaba provocando un dolor insoportable.
— Así te voy a tener hasta que lleguen a trincarte, agarrao como un conejo.
Ramón no podía zafarse de aquella zarpa. Ni tan siquiera podía darse la vuelta para darle una patada en los huevos, así que se los agarró con la mano y apretó, apretó hasta hacerle gritar casi al borde del llanto.
— Que te crees tú que me voy a quedar yo sin huevos por tu culpa.
El gordo agarró de los pelos al chico y el chico siguió apretando los huevos del gordo, hasta que el gordo no pudo más y se dobló. Estaba doblado, en cuclillas, con la cara contraída. Parecía que estaba cagando. La escalera quedaba peligrosamente a sus espaldas, y el gordo estaba a cada momento a punto de caerse por ella porque el dolor le hacía inclinarse hacia delante y detrás en un ligero vaivén. Como un tentempié. Pero los tentempiés siempre consiguen incorporarse, en el caso de este gordo no fue así. En una de esas, cayó. De espaldas, más preocupado todavía por el dolor de huevos que por la muerte que lo estaba esperando en el filo de un escalón donde fue a parar su cabeza.
Es cierto que Ramón hubiera podido evitar esa caída, pero quién puede decir que hubiera reaccionado de una forma lógica y humana ante tal sucesión de desastres fatales. Además, también es lógico y humano no tenderle la mano a quien te ha estado tratando como a un asesino.
Después de esto no volvió a reírse. Siempre ha querido dejar claro que esa enajenación de la que tanto habla la psicóloga nunca lo convirtió en un monstruo, nunca sumó crueldad a lo que estaba sucediendo. Se podrían llamar arrebatos, torpeza, pero nunca crueldad. Se encontraba algo mareado por la presión a la que le había sometido el gordo hundiéndole las manos en los oídos. Aquel gordo había demostrado que estaba más loco que él, que llevaba toda la vida esperando la hora en que se vengaría de la humanidad, en que dejaría de dirigir el mundo desde el balcón y bajaría a la arena a jugarse la vida, a ajustar las cuentas con los seres humanos a los que detestaba, que eran todos, los que se divertían más de la cuenta, los del Rayo y los que no eran del Rayo, los jóvenes que se besaban contra su portal, los viejos que alguna vez también se besaban, los moros que vendían alfombras, los negros que no vendían nada, los gitanos que tocaban Suspiros de España los domingos por la mañana. Ese gordo necesitaba un planeta para él solo, y aquel sábado 12 de octubre creyó haber encontrado al fin la oportunidad para conquistarlo, pero se equivocó de día porque aquel sábado estaba visto que cualquier persona que se cruzara en el camino de Ramón Fortuna había de acabar con la cabeza abierta o con el cuello abierto, y porque hay veces que la providencia quita de en medio a gordos indeseables como ése que llevan lo menos sesenta años dando por saco y que cuando se van al otro barrio no hay nadie que llore sinceramente por ellos.
Era una persona, sí, es verdad, cualquier muerte es horrible. Ramón lo sabe, pero también sabe que hay muertes más horribles que otras. Éste no le dio mucha pena, le sobrecogió como sobrecogen los muertos, aunque en tardes como aquélla parece que uno se acostumbra. De cualquier manera, bajó el tramo de escalones arrimándose mucho a la pared para no rozarse con aquel cuerpo gigantesco que casi ocupaba todo el tramo. No quiso verle la cara. Se tapó los ojos ligeramente, como cuando uno no quiere ver abiertamente una escena sangrienta en una película. En el portal se encontró el cuerpo de Kevin. No parecía tener ninguna herida pero ya no respiraba. Inexplicablemente, piensa, sintió una lástima muy grande. Lástima por haber matado a un perro que las Eche querían tanto, y porque aun siendo un perro histérico él sólo había querido defender su casa y a su ama muerta. Ahora se le veía muy pequeño, acostado de lado, como si estuviera dormido, aunque tenía los ojos ligeramente abiertos. Le pasó la mano por el lomo, reconciliándose con él, como había hecho tantas veces después de que lo recibiera en la puerta de las Eche con sus ladridos insoportables. Tuvo ganas de tomar en brazos al perrillo y llevarlo a los pies de su ama, pero el miedo le pudo, el miedo a encontrarse con las bocas abiertas de los muertos, el miedo a que de una de ellas salieran algunas palabras que se habían quedado en el pensamiento, de la misma forma que de las heridas sigue brotando la sangre, y le preguntaran: "Y yo, ¿por qué he muerto?".