Capítulo XVIII

UNA GRAN HISTORIA QUE CONTAR

Los gemelos corrieron hacia la casa de campo y vieron a su madre que todavía estaba buscándolos. Se le lanzaron al cuello, y ella los zarandeó cariñosamente.

—¿Dónde habéis estado? Todos os habéis retrasado una hora para el té y me habéis tenido muy preocupada. El señor Henning me contó no sé qué de que estabais excavando en la falda de la colina.

—Mamá, venimos hambrientos, así es que tomemos el té y te daremos unas noticias estupendas —dijeron los gemelos al unísono—. Mamá, te vas a quedar atónita. ¿Dónde están papá y el abuelo?

—Todavía están a la mesa, porque también ellos llegaron tarde —dijo la señora Philpot—. Estuvieron afuera buscándoos a todos. El abuelo no está muy contento. Pero, ¿qué traéis ahí? Seguramente no serán espadas, ¿verdad?

—Mamá, tomemos el té primero y os lo contaremos todo —dijeron los gemelos—. Tenemos que lavarnos, ¿verdad? Bueno, muy bien, vamos a lavarnos todos. Y pondremos nuestros tesoros en la esquina más oscura para que papá y el abuelo no los vean hasta que sea el momento de mostrárselos.

Pronto estaban todos sentados a la mesa del té, alegres al ver un surtido maravilloso. Grandes rebanadas de pan untado con espesa mantequilla, mermelada de fabricación casera, queso casero, un gran pastel de jengibre, un pastel de fruta, un plato de ciruelas maduras e incluso unos buenos trozos de jamón preparado en casa por si alguno necesitaba algo más sustancioso.

El señor Philpot y el abuelo estaban todavía a la mesa, bebiendo una última taza de té. La señora Philpot les había dicho que los niños tenían que lavarse, pero que contarían todo lo que había ocurrido cuando vinieran a tomar el té.

—¡Vaya! —dijo el abuelo, enarcando más todavía sus grandes cejas hirsutas que casi le tapaban la nariz—. Cuando yo era un muchacho, me guardaba muy bien de llegar un minuto más tarde a las comidas. Vosotros, gemelos, habéis tenido preocupada a vuestra madre, y eso está mal.

—Lo sentimos enormemente, abuelo —dijeron los gemelos, al unísono—. Pero esperen ustedes hasta que oigan nuestra historia. Julián, cuéntala tú.

Y así, entre grandes bocados de pan con mantequilla, emparedados de jamón y trozos de pastel, la historia fue contada al detalle, interviniendo todos los niños de vez en cuando.

El abuelo ya sabía que al señor Henning le habían dado permiso para excavar y que al señor Philpot le habían entregado un cheque de doscientas cincuenta libras. Había tenido un ataque terrible de furor, y sólo cuando la señora Philpot había sollozado y había dicho que devolvería el cheque, aunque le resultaba muy duro tener que separarse de él, el abuelo se había aplacado. Ahora, dispuesto a estallar en otro ataque de furor, escuchaba la historia de los niños.

Se olvidó de beber el té que se le iba enfriando. Se olvidó de llenar su pipa. Incluso se olvidó de hacer una sola pregunta. Nunca en toda su vida había oído una historia tan espléndida y maravillosa.

Julián relataba la historia agradablemente, y los demás llenaban los huecos que iba dejando. A la señora Philpot los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando oyó cómo Retaco y Nariguda habían entrado en la madriguera de los conejos y habían vuelto con un puñal roto y un anillo.

—Pero, pero, ¿dónde…? —empezó a decir, y escuchó de nuevo para enterarse de cómo Dick y Julián habían ensanchado la madriguera y todos habían pasado por allí y se habían deslizado dentro del largo túnel secreto.

—Muy bien, muy bien —dijo el abuelo, sacando su gran pañuelo rojo y secándose la frente—. Me gustaría haber estado allí. ¡Sigue, sigue, muchacho!

Julián había terminado de beber su té. Se echó a reír y continuó, describiendo cómo habían caminado túnel arriba con sus linternas y los perros con ellos.

—Era oscuro y olía a humedad, y de pronto oímos un ruido terrorífico —dijo.

—Se nos metía en la cabeza —explicó Ana.

—¿Qué era, qué era? —preguntó el abuelo con ojos casi tan grandes como los platillos que tenía frente a él.

—El ruido de los hombres que estaban taladrando en el antiguo asentamiento del castillo —dijo Julián, y el abuelo tuvo una explosión de cólera. Apuntó con su pipa a su nieto, el granjero.

—¿No te dije que no quería tener a esos hombres en mi granja? —empezó a decir, y sólo se calmó cuando la señora Philpot le dio unas palmaditas en el brazo, acariciándolo.

—Continúa, Julián —dijo ella.

Y entonces llegó la parte realmente excitante, el relato de cómo entraron en las auténticas bodegas del castillo, los arcos de piedra, el polvo viejo de siglos…

—Y los ecos —dijo Ana—. Cuando susurrábamos, un centenar de susurros nos respondía.

Cuando Julián describió sus hallazgos: la vieja armadura, todavía en buen estado, pero ennegrecida por los años, la panoplia de espadas y puñales y dagas, la caja de oro…

—¡Oro! ¡No te creo! —gritó el abuelo—. Estás exagerando, jovencito. No adornes demasiado tu historia. Atente a la verdad.

Inmediatamente, los gemelos sacaron de sus bolsillos algunas de las monedas de oro, todavía brillantes y relucientes. Las depositaron sobre la mesa frente a los tres asombrados adultos.

—¡Aquí están! Ellas pueden decir si estamos exagerando o no. Son monedas de oro. Hablan de manera más convincente que las palabras.

El señor Philpot las recogió reverentemente y las fue pasando una a una a su esposa y al anciano. El abuelo estaba boquiabierto y estupefacto. Le era imposible decir una palabra. Sólo podía lanzar algún que otro gruñido y resoplar un poco mientras movía las monedas en su gran mano huesuda.

—¿Son realmente de oro? —preguntó la señora Philpot completamente trastornada ante la súbita aparición de las brillantes monedas—. Trevor, ¿nos pertenecerán a nosotros? ¿Querrá esto decir que estaremos lo bastante desahogados como para comprar un tractor nuevo y…?

—Depende de la cantidad de esto que haya en esas viejas bodegas —dijo el señor Philpot, tratando de mantenerse tranquilo—. Y depende de lo que nos permitan conservar, desde luego. Puede que sean propiedad de la Corona.

—¡La Corona! —rugió el abuelo, poniéndose súbitamente en pie—. ¡La Corona! ¡No, señor! ¡Esto es mío! ¡Nuestro! Se ha encontrado en mis tierras, lo depositaron allí nuestros antepasados. Sí, y le daré una parte al viejo señor Finniston, eso es lo que haré. Ha sido un buen amigo mío durante muchísimos años.

Los niños pensaron que aquélla era una idea magnífica. Luego mostraron las joyas que habían traído, y la señora Philpot se maravilló al verlas, aunque estuviesen ennegrecidas.

Pero las espadas y las dagas produjeron la mayor excitación al abuelo y a su nieto, el señor Philpot. Tan pronto como oyeron que los niños habían traído algunas de las viejas armas, los dos hombres se levantaron y fueron a recogerlas. El abuelo eligió la espada mayor y más pesada y la blandió peligrosamente alrededor de su cabeza, pareciendo una reencarnación de algún temible guerrero antiguo con su gran barba y ojos llameantes.

—¡No, no, abuelo! —dijo la señora Philpot, asustada—. ¡Oh, va usted a tirar las cosas que están en el aparador! ¿Ve, ya se lo decía? Adiós mi fuente.

Y la fuente cayó e hizo ¡crac! Tim y Retaco se aterrorizaron y empezaron a ladrar frenéticamente.

—¡Sentaos, sentaos todos! —gritó la señora Philpot a los excitados perros y hombres—. Dejemos que Julián termine su historia. Abuelo, siéntese usted.

—Vaya, vaya —dijo el abuelo con una ancha sonrisa en su rostro, tomando asiento en su sillón—. Vaya. ¿Sé o no sé manejar esta espada? ¿Dónde está ese americano? Podría traspasarlo ahora mismo.

Los niños rieron encantados. Era magnífico ver tan contento al anciano.

—Continúa con esa historia tuya —le dijo a Julián—. La cuentas bien, muchacho. Adelante. Y no me quites la espada, hija. La voy a conservar aquí entre las piernas por si tengo que utilizarla. Sí, señor.

Julián acabó rápidamente su relato y contó cómo habían vuelto por el pasadizo y habían encontrado derrumbada la entrada por la madriguera y cómo luego habían bajado por el resto del túnel y habían llegado finalmente a la habitacioncita de piedra.

—Y no podíamos salir de allí —dijo Julián—. Había una gran trampilla de madera sobre nuestras cabezas, pero encima estaban apilados una docena poco más o menos de sacos pesados como el plomo. No podíamos levantarla. Así es que nos pusimos a gritar.

—Por tanto, allí era adonde llevaba el pasadizo secreto —dijo el señor Philpot—. ¿Cómo lograsteis salir?

—Gritamos y dimos golpes, y Bill y Jaime nos oyeron y apartaron los sacos y levantaron la vieja trampilla —dijo Julián—. ¡Uf, lo contentos que nos pusimos al verlos! Creíamos estar perdidos ya para siempre. Jaime estaba enterado de la existencia de la habitacioncita de piedra bajo el suelo de la capilla, pero creía que era simplemente un viejo almacenillo.

—Nunca oí hablar antes de eso —dijo la señora Philpot, y el abuelo inclinó la cabeza dándole la razón.

—Tampoco yo —dijo—. Por lo que puedo recordar, el suelo de esa capilla siempre estuvo cubierto con pilas de sacos, y los trozos que se podían ver sin sacos estaban tapados por una espesa capa de polvo. Sí, incluso en los tiempos en que yo era un chiquillo y jugaba al escondite en la vieja capilla, estaba llena de sacos, y de esto hace ya sus buenos ochenta y cinco años. Vaya, vaya, parece que fue ayer cuando yo estaba jugando allí con una gata y sus gatitos.

—Ahora hay allí una gata y sus gatitos —dijo Ana.

—¡Ay, muchachita, y habrá una gata y sus gatitos allí cuando tú seas una mujer vieja, muy vieja! —dijo el abuelo—. Hay algunas cosas que, gracias a Dios, no cambian nunca. Bueno, bueno, ahora podré dormir tranquilamente todas las noches contando con que vosotros y la granja estaréis todos bien, Trevor, con el dinero que vas a sacar de esos viejos hallazgos, y yo viviré para ver crecer a los gemelos y llevar adelante la granja más hermosa de Dorset. Y podré verlos contentos teniendo todo lo que necesitan, y bendecir sus lindas caras. Y ahora voy a manejar un poquito la espada.

Los niños huyeron. El abuelo parecía ahora muchos años más joven y Dios sabe los destrozos que iba a hacer con aquella espada. Había sido una tarde que no olvidarían nunca.