Capítulo XIV

RETACO Y NARIGUDA SE MUESTRAN MUY SERVICIALES

—Escuchad —dijo Julián bajando la voz y mirando en torno para asegurarse de que no había nadie cerca—. ¿Recuerdas lo que nos dijiste, Jorge, sobre un pasadizo secreto desde el castillo a la vieja capilla?

—Sí, claro que lo recuerdo —dijo Jorge, y también Ana asintió con ojos brillantes—. ¿Te refieres a la historia que nos contó el anciano señor Finniston, en la tiendecita de antigüedades, sobre la señora del castillo que había puesto a salvo a sus hijos del castillo en llamas valiéndose de un pasadizo subterráneo que iba hasta la vieja capilla? ¡Dios mío, se me había olvidado eso!

—¡Oh, Julián! ¡Sí, claro, Jorge tiene razón! —dijo Ana—. ¿Estás pensando que el pasadizo puede existir todavía, oculto bajo tierra?

—Lo que estoy pensando es eso —dijo Julián—. Si la señora y sus hijos escaparon por un pasadizo subterráneo, primero tuvieron que huir hasta las bodegas del castillo, y por tanto el pasadizo o túnel debía empezar allí. No podían haberse escapado de ninguna otra manera, porque el castillo mismo estaba rodeado de enemigos. Así, pues, ella debió de bajar con sus hijos a ocultarse en las bodegas y luego, cuando el castillo cayó, los llevó a salvo por el pasadizo secreto que desembocaba en la vieja capilla. Lo cual significa…

—Significa que, si podemos encontrar el pasadizo secreto, podemos entrar en las bodegas, quizás antes de que lo hagan los trabajadores —exclamó Jorge casi gritando de excitación.

—Exactamente —dijo Julián, brillándole los ojos—. Ahora no perdamos la cabeza ni nos pongamos demasiado nerviosos. Hablemos de esto tranquilamente y, por el amor de Dios, tengamos cuidado con Junior.

—¡Tim, en guardia! —dijo Jorge, y Tim inmediatamente se alejó unos cuantos pasos y se quedó erguido mirando ora en una dirección, ora en otra. Nadie podía dejarse ver ahora sin que Tim diese un ladrido de advertencia.

Los niños se sentaron junto a un seto.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Dick.

—Propongo que vayamos a la vieja capilla, que tomemos desde allí una línea hasta el sitio donde estuvo el castillo, y caminemos lentamente a lo largo de esa línea —dijo Julián—. Es posible que veamos algo que nos dé la pista del trazado del pasadizo secreto. No sé qué, tal vez la hierba pueda ser de un color algo diferente, un poco más oscura que la hierba de los alrededores, como pasa en el sitio del castillo. De cualquier forma, vale la pena probar. Si vemos una línea de hierba más oscura o algo por el estilo, cavaremos por nuestra cuenta con la esperanza de que el pasadizo secreto esté debajo.

—¡Oh, Julián, qué idea tan maravillosa! —dijo Ana—. Vamos inmediatamente a la capilla.

Todos se pusieron en camino y también Tim, Retaco y Nariguda, la urraca. A ella le gustaba estar con Retaco, aunque éste le daba pesadas bromas. Llegaron rápidamente a la puerta de la capilla y entraron.

—Siempre me da la sensación de que hay aquí un órgano que está tocando —dijo Ana mirando en torno los apilados sacos de granos.

—No te preocupes ahora de órganos —dijo Julián, colocándose en la puerta abierta y apuntando a la colina—. Fijaos bien: allí está el sitio donde se alzaba el viejo castillo y donde ahora están trabajando los hombres. Si nos dirigimos allí en línea recta, más o menos aproximadamente iremos andando sobre el viejo pasadizo. Supongo que los hombres que abrieron ese túnel lo harían lo más recto posible para ahorrarse trabajo. Construir un túnel con recodos exigiría mucho más tiempo.

—No veo que la hierba sea nada diferente de color a lo largo de la línea que estoy mirando —dijo Dick, guiñando los ojos, y todos le dieron la razón, muy desalentados.

—Entonces no hay nada que pueda ayudarnos —dijo Jorge sombríamente—. Todo lo que podemos hacer es caminar en línea recta hasta la colina con la esperanza de encontrar algo que nos indique que vamos por encima de un túnel. Tal vez alguna parte que suene a hueco.

—Me temo que eso sería difícil —dijo Julián—. Pero no se me ocurre otra cosa. Vamos entonces. Está bien, Tim, puedes venir con nosotros. Fijaos cómo Nariguda ha vuelto a posarse en Retaco. Eso está bien, Retaco, revuélcate por el suelo y échala.

—¡Chack! —graznó Nariguda, irritada y emprendiendo el vuelo—. ¡Chack!

Los seis niños caminaron por la ladera siguiendo una línea tan recta como les era posible. Llegaron hasta donde los hombres estaban excavando y no vieron ni oyeron nada que pudiera servirles de ninguna ayuda. Era muy descorazonador. Junior los vio y se puso a gritarles escandalosamente.

—¡Prohibida la entrada a los niños! ¡Fuera de aquí! ¡Mi papá ha comprado este sitio!

—¡Embustero! —gritaron inmediatamente los dos Enriques—. Tu padre ha comprado el derecho para excavar, y nada más.

—Ya veréis —vociferó Junior—. Y no vayáis a azuzarme otra vez a ese perrazo. Se lo diré a mi papá.

Tim ladró amenazadoramente, y Junior desapareció a toda prisa. Jorge se echó a reír.

—¡Qué chiquillo tan necio! ¿Por qué no le darán un buen tirón de orejas? Estoy segura de que es lo que hará alguno de los trabajadores antes de que pase mucho tiempo. Fijaos cómo está intentando usar la taladradora mecánica.

—Desde luego, Junior no se estaba haciendo simpático a nadie. Era un gran estorbo, y su padre terminó por mandarlo a un camión con la orden de que se quedara quieto allí. Él gritó y lloriqueó, pero como nadie le hacía caso, pronto se quedó callado.

Los seis niños volvieron a bajar lentamente por la suave ladera de la colina, siguiendo esta vez una línea un poco distinta, todavía esperanzados. La urraca voló hasta el hombro de Enrique chasqueando ruidosamente, aburrida por la caminata. De pronto vio a Retaco que se había sentado para rascarse el cuello, e inmediatamente se lanzó contra él. Sabía que el perrito de aguas siempre cerraba los ojos cuando estaba rascándose y que ése era un momento muy apropiado para darle un buen picotazo.

Pero desgraciadamente para Nariguda, el perrito abrió los ojos demasiado pronto y vio a la urraca en el momento mismo en que iba a posarse sobre él. Le tiró un mordisco que la agarró por el ala.

—¡Chack, chack, chack! —graznaba la urraca, pidiendo urgentemente ayuda—. ¡Chack!

Enrique corrió hacia Retaco gritando:

—¡Suéltala, Retaco, suéltala! ¡Vas a partirle el ala!

Antes de que pudiera llegar a la pareja, la urraca consiguió liberarse dándole a Retaco un repentino picotazo en la nariz que lo hizo aullar de dolor. Tan pronto como abrió la boca para ladrar, la urraca cayó al suelo y se alejó arrastrando el ala sin poder volar.

Inmediatamente el perro la siguió. Los gemelos gritaron en vano. Retaco tenía el propósito de darle una lección a la molesta urraca de la que se acordase toda la vida. El dolorido pájaro buscaba ansiosamente algún refugio y lo vio. Una madriguera de conejos, el lugar apropiado para desaparecer en un santiamén. Dio uno de sus ruidosos chasquidos y no se la vio más.

—Se ha metido en la madriguera —dijo Dick, con una carcajada—. ¡Qué pájaro más listo! Te ha dejado con un palmo de narices, Retaco.

Pero, no; Dick se equivocaba. También Retaco se había metido por aquel agujero. El perrito era tan pequeño como un conejo y podía penetrar fácilmente en una madriguera. No es que lo hubiera hecho antes, pues se limitaba a husmearlas, ya que los túneles oscuros le daban bastante miedo, pero si Nariguda había entrado por allí, también podría hacerlo él.

Los niños se quedaron mirando, sorprendidos. Primero la urraca, ahora Retaco. Los gemelos se agacharon junto al agujero y gritaron:

—¡Vuelve aquí, Retaco, idiota! ¿No sabes que la colina está toda agujereada de madrigueras y que podrías perderte para siempre? ¡Vuelve aquí, Retaco! Retaco, ¿no oyes? Ven aquí.

En la madriguera reinaba un profundo silencio. Ni un chasquido ni un ladrido.

—Deben de haberse ido muy abajo —dijo Enrique ansiosamente—. En esta colina hay todo un laberinto de madrigueras. Papá cuenta que aquí había en tiempos millares de conejos. ¡Vamos, Retaco, ven aquí!

—Bueno, lo mejor que podemos hacer es sentarnos hasta que quieran volver —dijo Ana, sintiéndose de pronto cansada por la excitación y por la caminata colina arriba, colina abajo.

—De acuerdo —dijo Julián—. ¿Tiene alguien chicle?

—Yo tengo —dijo Jorge como de costumbre, y sacó un paquete bastante arrugado de pastillas de chicle—. Aquí está; ¿queréis vosotros, gemelos?

—Gracias —dijeron—. Realmente nosotros tenemos que volver; hay mucha faena.

Se sentaron a masticar las pastillas preguntándose dónde estarían la urraca y el perro. Por último, Tim enderezó las orejas y soltó un pequeño ladrido mirando a la entrada de la madriguera.

—Ya vienen ahí —dijo Jorge—. Tim lo sabe.

Desde luego, Tim tenía razón. Salió primero Retaco y luego Nariguda, al parecer otra vez muy buenos amigos. Retaco corrió hacia los gemelos y se lanzó sobre ellos como si llevara semanas sin verlos. Depositó algo a los pies de los niños.

—¿Qué has encontrado? —dijo Enrique, recogiéndolo—. Algún hueso sucio.

Julián repentinamente se lo arrebató, casi arañándolo.

—¿Hueso? ¡No, esto no es un hueso! Es un puñalito tallado con el mango roto, una cosa tan vieja como las colinas. Retaco, ¿dónde has encontrado esto?

—La urraca también trae algo —exclamó Ana, señalando al pájaro—. Fijaos, en el pico.

Enriqueta agarró fácilmente a la urraca, pues ésta aún no podía volar.

—¡Es un anillo! —dijo—. Un anillo con una piedra roja, mirad.

Los seis niños se quedaron mirando los dos extraños objetos. Un viejo cuchillo tallado, negro por el paso de los siglos, y un viejo anillo con una piedra engastada. Sólo podían proceder de un sitio. Jorge expresó lo que todos estaban pensando.

Retaco y la urraca deben de haber ido a las bodegas del castillo. Es lo que tienen que haber hecho. Esa madriguera debe llevar recta al túnel que va a los calabozos y a las bodegas, y allí han estado. ¡Oh, Retaco, perro inteligentísimo, acabas de decirnos justamente lo que queríamos saber!

Jorge tiene razón —dijo Dick con júbilo—. Ahora sabemos un montón de cosas gracias a Retaco y a Nariguda. Sabemos que debe de haber multitud de cosas en esas bodegas del castillo, y sabemos que en algún sitio cerca del final de esta madriguera está el pasadizo secreto, porque ése es el único camino que pueden haber seguido los animales para llegar hasta las bodegas. La madriguera conduce al pasadizo. ¿No crees tú lo mismo, Julián?

—Desde luego —dijo Julián, arrebolado de excitación—. ¡Qué suerte más enorme hemos tenido! Un hurra para Retaco y Nariguda. Mirad, la urraca está tratando de volar; no tiene el ala malherida, creo que sólo arañada. Buena y vieja Nariguda, poco sospechaba ella a dónde nos iban a llevar sus travesuras.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jorge con los ojos brillantes—. ¿Excavamos nosotros también ahora que sabemos dónde está el pasadizo? No puede estar muy lejos, y una vez que hayamos llegado a él podremos ir fácilmente a las bodegas, antes de que lo haga el americano.

¡Qué excitación! Tim pensó realmente que todo el mundo se había vuelto loco.