Capítulo VIII

UNA VUELTA POR LA GRANJA

Los Cinco disfrutaron concienzudamente de su paseo en jeep por la gran finca. Ésta se extendía en todas direcciones sobre onduladas colinas, y el vehículo se bamboleaba una y otra vez por las cuestas. De vez en cuando, el conductor paraba para que los niños pudiesen admirar las espléndidas vistas.

Bill les decía los nombres de los grandes campos a medida que iban pasando junto a ellos.

—Ése es el campo del Roble, aquel otro es el del Matorral del Verdugo, ése es el campo del Bosque de los Caldereros, y aquel otro es el campo de la Lejanía, el más distante de la casa de campo.

Nombre tras nombre iban saliendo de sus labios, y daba la impresión de que la vista de los campos que tanto conocía y tanto amaba le iba desatando la lengua. Les hablaba también del ganado.

—Hay también las vacas nuevas, y muy buena leche que dan; ayudan a un granjero a no tener que gastar buenos cuartos todas las semanas en comprar leche, ya os hacéis cargo. Y están también los toros, allí, en aquel campo. Hermosas criaturas, y buen dinero que cuestan. Pero el amo Philpot no quiere más que animales buenos. Mejor se pasaría sin un coche nuevo que comprar ganado malo. Por aquí cerca están también las ovejas, mirad, allí desparramadas en aquellas laderas. Pero hoy no puedo llevaros a verlas. Os gustaría conocer al pastor. Lleva aquí tanto tiempo y es tan viejo, que conoce la granja al dedillo.

Volvió a recaer en su acostumbrado mutismo después de aquel insólito barbotón de charla, y dobló por una senda por la que llevó a los niños de vuelta a la casa de campo utilizando una ruta diferente, para mostrarles más campos aún.

Había trigales gloriosos, dorados al sol, ondeando a la brisa con un susurro arrebatador.

—Podría estar sentada aquí horas y horas mirando y oyendo —dijo Ana.

—Entonces no te cases con un granjero, porque la esposa de un campesino no tiene tiempo para estar sentada —dijo Bill secamente, y volvió a quedarse callado.

No hacían más que tambalearse, zarandeados una y otra vez, pero disfrutando de todos aquellos instantes.

—Vacas, terneras, ovejas, corderos, toros, perros, patos, pollitos —canturreaba Ana—. Trigo, coles, remolachas, coliflores… ¡Oh, Bill, tenga cuidado!

El jeep había cogido con tanta velocidad un bache profundo, que Ana casi salió despedida. Tim fue lanzado por la entrada trasera de la furgoneta y aterrizó en el suelo, donde dio unas cuantas vueltas. Se puso en pie lentamente con expresión de gran asombro.

—¡Tim! ¡No ha sido nada! ¡Sólo un agujero más hondo que de costumbre! —gritó Jorge—. ¡Ven, salta!

Como el «Land-Rover» no se paraba, Tim tuvo que galopar detrás hasta que logró entrar con un magnífico salto por la parte trasera. Bill soltó una carcajada que hizo que las ruedas se tambalearan peligrosamente.

—Este viejo coche es casi humano —dijo—. No hace más que respingar de alegría cuando pasa un buen día como hoy.

Y condujo recto por un camino resbaladizo que desembocaba en una hondonada, haciendo que la pobre Ana gimiese de nuevo.

—Para Bill todo está muy bien —susurró la niña al oído de Julián—. Por lo menos él tiene un volante al que agarrarse.

A pesar del bamboleo y de los botes, los Cinco gozaron inmensamente de su viaje por la granja.

—Ahora sabemos cómo es realmente —dijo Julián, cuando el «Land-Rover» se detuvo muy repentinamente cerca de la casa de campo, empujándolos a unos contra otros—. La verdad es que no me extraña ahora que el abuelo y el señor y la señora Philpot tengan tanto cariño al lugar. Es grandioso. Un millón de gracias, Bill. Lo hemos pasado estupendamente. Me gustaría que mi familia tuviese una granja como ésta.

—¿Una granja como ésta? ¡Ay! Se necesitan siglos para hacerla —dijo Bill—. Todos los nombres que os fui diciendo son también viejos de siglos. Nadie sabe quién fue ahorcado en el Matorral del Verdugo ni qué caldereros venían al Bosque de los Caldereros. Pero no serán olvidados mientras haya campos aquí.

Ana se quedó mirando fijamente a Bill, maravillada. «¡Cómo, pero si aquello era casi poesía!», pensó. Él se volvió y notó cómo lo estaba mirando. Le hizo una inclinación de cabeza.

—Tú lo entiendes muy bien, ¿verdad, jovencita? —dijo—. Pues hay gente que no entiende nada. Ese señor Henning lo curiosea todo, pero no entiende lo más mínimo. Lo mismo que ese chiquillo suyo. —Y para sorpresa de Ana dio media vuelta y escupió en la zanja—. Esto es lo que pienso de él.

—Bueno, es que depende de la manera como lo han educado, creo yo —dijo Ana—. He conocido a muchísimos niños americanos encantadores y…

—Pues ése necesita que lo enseñen —dijo Bill ceñudamente—. Y sino fuera porque la señora Philpot me suplicó que no le pusiese las manos encima, buena azotaina le habría dado. Os lo aseguro. El muy loco tratando de montarse en las terneras, persiguiendo a las gallinas hasta conseguir asustarlas y que dejasen de poner huevos, tirando piedras a los patos, pobres criaturas, y rajando sacos de simiente nada más que por el gusto de ver cómo se derraman los granos y se desperdician. Me gustaría sacudirle hasta que le crujieran los huesos.

Los cuatro escuchaban en silencio, horrorizados. Junior resultaba entonces que era mucho peor de lo que ellos habían creído. Jorge se sentía contentísima por haberle dado una lección aquella mañana.

—No se preocupe usted más por Junior —dijo Julián ceñudamente—. Nosotros lo mantendremos a raya mientras estemos aquí.

Dijeron adiós y regresaron a la casa de campo, envarados y molidos por el traqueteante viaje que les había quebrantado los huesos, pero con la mente llena de la visión de las deliciosas colinas ondulantes, de la distancia azul, del trigo mecido por el viento, en fin, con el sentimiento que una tierra de granja despierta en un buen corazón.

—Ha sido muy agradable —dijo Julián, expresando el sentir de los demás—. Realmente muy agradable. En cierto modo me siento más inglés después de haber visto estos campos de Dorset cortados por setos y bañándose al sol.

—Me ha gustado Bill —dijo Ana—. Es tan… tan sólido y tan real. Pertenece a la tierra, como la tierra le pertenece a él. Son una misma cosa.

—¡Ah, Ana ha descubierto lo que significa verdaderamente el campo! —dijo Dick—. Pero, bueno, tengo un hambre espantosa, y no me gustaría ir a pedir nada a la casa. ¿Por qué no bajamos al pueblo y tomamos leche y bollos en la lechería?

—¡Oh, sí! —dijeron Ana y Jorge, y Tim soltó unos cuantos ladridos agudos como dando calurosamente su conformidad. Se pusieron en marcha por el sendero que llevaba al pueblo, y pronto llegaron a la tiendecita de los helados, medio panadería, medio lechería. Juanita, la locuaz niña, otra vez estaba allí. Les sonrió encantada.

—¡Habéis venido de nuevo! —dijo, muy contenta—. Mamá ha hecho esta mañana almendrados. Mirad, tiernos y frescos.

—¿Y cómo has sabido que a todos nos gustan mucho los almendrados? —preguntó Dick, sentándose en una de las dos mesitas que había en el establecimiento—. Nos pondrás una fuente, por favor.

—¿Cómo, una fuente entera? —exclamó Juanita—. Pero en una fuente hay casi veinte almendrados.

—Es lo que nos conviene —dijo Dick—. Y un helado para cada uno, por favor. Grande. Y no te olvidarás de nuestro perro, ¿verdad?

—¡Oh, no, no me olvidaré! —prometió Juanita—. Es un perro muy bonito, ¿verdad? ¿Habéis notado los ojos tan lindos que tiene?

—Pues sí, lo hemos notado. Has de saber que lo conocemos muy bien —dijo Dick, divertido. Jorge parecía sentirse complacida. Le gustaba mucho que alabasen a Tim. A Tim también le gustaba. Efectivamente, se acercó a Juanita y le lamió la mano.

Pronto tuvieron frente a ellos una fuente de deliciosos almendrados, y eran realmente exquisitos, muy blandos, como Juanita había dicho con razón. Jorge le dio uno a Tim, pero en realidad fue perder el tiempo, porque el perro se lo tragó de un solo bocado. Una vez más empezó a perseguir su helado por todo el suelo, con gran delicia para Juanita.

—¿Qué os ha parecido la señora Philpot? —preguntó la niña—. Es muy simpática, ¿verdad?

—Mucho —dijeron todos a la vez.

—Nos gusta estar en la granja —explicó Ana—. Hemos pasado toda esta mañana dando una vuelta por la finca en el «Land-Rover».

—¿Os llevó Bill? —preguntó Juanita—. Es tío mío. Pero no acostumbra hablar mucho con desconocidos.

—Pues a nosotros sí nos ha contado muchas cosas —dijo Julián—. Nos contó cosas muy interesantes. ¿Le gustan a él los almendrados?

—¡Oh, claro! —dijo Juanita, más bien escandalizada—. A todo el mundo le gustan los almendrados que hace mamá.

—¿Crees tú que podría comer seis? —preguntó Julián.

—¡Oh, sí! —repuso Juanita, escandalizada todavía, sus azules ojos abiertos de par en par.

—Muy bien. Ponme seis en una bolsa —dijo Julián—. Se los daré al regreso en agradecimiento por el hermoso viaje.

—Eso es muy amable por tu parte —dijo Juanita, complacida—. Mi tío ha estado toda su vida en la Granja Finniston. Deberíais decirle que os enseñase dónde estaba el castillo Finniston antes de que fuera incendiado y…

—¡Castillo Finniston! —exclamó Jorge, sorprendida—. Hemos recorrido toda la granja esta mañana y hemos visto todos los campos, pero no hemos visto ningún castillo en ruinas.

—¡Oh, no, no podríais ver nada! —dijo Juanita—. Ya os dije que se incendió. Hasta los cimientos, hace ya muchísimo tiempo. La Granja Finniston pertenecía al castillo. Hay algunos cuadros del castillo en una tienda al final de la carretera. Yo los vi y…

—Bueno, Juanita, Juanita, ¿cuántas veces voy a tener que decirte que no debes hablarles a los clientes? —dijo la madre de Juanita, entrando con el ceño fruncido—. ¡Qué lengua tienes! ¿Cuándo vas a enterarte de que la gente no quiere oírte charlar y charlar sin parar nunca?

—Nos gusta hablar con Juanita —dijo Julián cortésmente—. Dice cosas muy interesantes. Por favor, no le diga que se vaya.

Pero ya Juanita había huido, con las mejillas rojas y asustada. Su madre empezó a arreglar los dulces del mostrador.

—Veamos, ¿qué han tomado ustedes? —preguntó—. ¡Cielo santo! ¿Dónde han ido a parar los almendrados? ¡Si había aquí por lo menos dos docenas!

—Bueno… la verdad es que hemos tomado casi veinte, y el perro ha contribuido, desde luego, y Juanita nos ha puesto seis en una bolsa, así es que…

—Había veinticuatro en esta fuente —dijo la madre de Juanita, todavía asombrada—. ¡Veinticuatro! ¡Los conté yo misma!

—Y cinco helados —dijo Julián—. ¿Cuánto es todo? Eran unos almendrados estupendos.

La madre de Juanita no tuvo más remedio que sonreír. Ajustó la cuenta, y Julián pagó.

—Vengan ustedes de nuevo —dijo—, y no dejen que la charlatana de mi hijita les dé la lata.

Salieron a la calle, sintiéndose muy contentos con la vida. Tim seguía relamiéndose como si aún tuviera en los labios el gusto de los almendrados y los helados. Caminaron hasta el final de la calle y llegaron al senderito que llevaba a la finca. Ana se detuvo.

—Me gustaría echar un vistazo a los arreos de caballo que tienen en esta tiendecita de antigüedades —dijo—. Vosotros seguid adelante. Yo iré más tarde.

—Voy contigo —dijo Jorge, y se volvió hacia el escaparate de la tienda. Los muchachos continuaron andando.

—Probablemente echaremos una mano en algún trabajo de la granja —dijo Dick—. ¡Hasta luego!

En el mismo momento en que Ana y Jorge entraban en la tienda, salían dos personas que casi tropezaron con ellas. Una era el señor Henning, el norteamericano; la otra era un hombre al que no habían visto hasta entonces.

—Buenos días —les dijo el señor Henning, y salió a la calle con su compañero. Ana y Jorge entraron en la oscura tiendecita.

Había allí un anciano que daba golpecitos en el mostrador con aire de gran enojo. Lanzó a las dos niñas una mirada tan llameante, que se sintieron asustadas.

—¡Ese hombre! —dijo el anciano, y frunció el ceño con tanta furia, que se le cayeron las gafas. Ana le ayudó a encontrarlas entre el revoltijo de baratijas antiguas que tenía sobre el mostrador. Se las caló de nuevo sobre la nariz y miró severamente a las dos niñas y a Tim.

—Si habéis venido a hacerme perder el tiempo, mejor es que os vayáis —dijo—. Soy un hombre muy ocupado. No me hacen gracia los niños. Meten la nariz en todo y tocan esto y lo otro y nunca compran nada. Como ese niño americano; es…, bueno, pero vosotras no sabéis de quién estoy hablando, ¿verdad? Estoy trastornado. Me saca de quicio ver que hay gente que quiere comprar nuestras hermosas antigüedades para llevárselas a un país donde no pintan nada. Pues por lo que a mí…

—Lo comprendemos perfectamente, señor Finniston —dijo Ana con su voz más suave—. Porque usted es el señor Finniston, ¿no es así? Yo sólo quería mirar esos antiguos arreos de caballo que usted tiene, por favor. No lo molestaré mucho tiempo. Estamos residiendo en la granja Finniston y…

—¡Ah, en la granja Finniston decís! —exclamó el anciano alegrándosele la cara—. Entonces habréis conocido a mi gran amigo, el viejo y querido Jonathan Finniston. ¡Mi gran amigo!

—¿Es el señor Philpot, el padre de los gemelos? —preguntó Jorge.

—No, no; me refiero al abuelo. Fuimos a la escuela juntos —dijo el viejo, excitado—. ¡Ah, yo podría contaros cosas muy curiosas de los Finnistons y del castillo que poseyeron en tiempos! Sí, sí, habéis de saber que soy un descendiente de los propietarios de aquel castillo, el que se incendió. ¡Oh, las cosas que podría contaros!

Y justamente en aquel momento empezó la Aventura, la aventura de la Granja Finniston que los Cinco no habrían de olvidar nunca.