Capítulo VI
UN POCO DE EXCITACIÓN PARA EL DESAYUNO
Resultaba divertido dormir en el granero. Dick trató de mantenerse despierto un rato y disfrutar de los olores del granero y de la vista de las estrellas en el ciclo que podían atisbarse a través de la puerta abierta, por la que entraba una fresca y leve brisa nocturna.
Julián se quedó dormido en seguida y ni siquiera oyó el estrépito del llamador en la puerta principal cuando llegaron los Hennings ni las ruidosas voces. Se despertó con un sobresalto a eso de la una de la madrugada y se incorporó en la cama, latiéndole el corazón muy aprisa. ¿Qué podía ser aquel ruido que acababa de oír?
Lo escuchó de nuevo y se echó a reír. «¡Qué burro soy! No es más que una lechuza. O quizá varias. ¿Y qué ha sido ese grito? ¿Un ratón o una rata? ¿Estarán quizá las lechuzas cazando aquí?».
Se tendió y se puso a la escucha. De pronto sintió un soplo de aire frío sobre la cara y se puso rígido. Debía de haber sido el roce de las suaves plumas de un ala de lechuza. Él sabía que las alas de las lechuzas no hacen ningún ruido. Tienen unas plumas tan suaves, que ni siquiera los ratones, de tan buen oído, pueden escuchar a una lechuza que se abata sobre ellos en su silencioso vuelo.
Otra vez se oyó un agudo gritito. «La lechuza está trabajando bien —pensó Julián—. ¡Qué cazadero más bueno para ella: un granero donde hay almacenada comida y que está atestado de ratones y ratas, naturalmente! Juraría que esta lechuza vale para el granjero lo que pesa en oro. Bueno, lechuza, sigue con tu trabajo, pero, por el amor de Dios, no confundas mi nariz con un ratón. Ya estás aquí otra vez, justamente encima de mi cabeza. Ahora te he visto, como una sombra que pasa».
Volvió a quedarse dormido y no se despertó hasta que el sol entraba a raudales en el granero, iluminando miles de diminutas motas que flotaban en el aire. Julián miró su reloj.
—¡Las siete y media! Y yo que me había propuesto levantarme a las siete. ¡Dick! ¡Dick, despierta!
Dick estaba tan profundamente dormido, que no se despertó ni siquiera cuando Julián lo zarandeó. Meramente dio media vuelta y siguió durmiendo. Julián miró al otro lado del granero y vio que los catres de los gemelos estaban vacíos. Habían apilado sus almohadas y ropa de cama en ordenados montones y se habían marchado silenciosamente. «Sin despertarnos —pensó Julián mientras se ponía los calcetines—. Me pregunto si podré lavarme en el gran fregadero de la cocina».
—Dick, ¿quieres despertarte de una vez? —gritó con voz fuerte—. Por lo que te preocupas, podían ser ya las diez.
Dick oyó las dos últimas palabras y se incorporó inmediatamente con expresión de susto.
—¿Las diez ya? ¡Oh, no, no es posible que haya dormido tanto tiempo! No tenía la intención de presentarme tarde para el desayuno, yo…
—Cálmate —dijo Julián mientras se peinaba—. Sólo he dicho que podrían ser las diez. Pero en realidad no son más que las siete y media.
—Gracias a Dios —dijo Dick, volviendo a tenderse—. Estaré diez minutos más.
—Los gemelos ya se han ido —dijo Julián—. Me pregunto si las niñas ya estarán levantadas. ¡Caramba!, ¿qué es esto?
Algo le había golpeado duramente en la espalda, obligándolo a dar un respingo. Julián dio media vuelta pensando que se tratase de Junior o de alguno de los gemelos que quería gastarle una broma pesada.
—¡Ah, eres tú, Nariguda, la urraca! —dijo, mirando al travieso pájaro, posado ahora en su almohada—. Tienes un pico terriblemente afilado.
—¡Chack! —graznó la urraca, y voló hasta su hombro. Julián se sintió halagado hasta que la urraca le dio un picotazo en la oreja.
—¡Eh, tú, llévate al pájaro! —dijo al descuidado Dick, y le alargó a Nariguda. El ave se lanzó inmediatamente sobre el reloj que Dick tenía encima de la almohada y emprendió el vuelo llevándoselo en el pico. Dick lanzó una exclamación de disgusto.
—¡Devuélveme eso, pajarraco! ¿No sabes lo que es un reloj? Me ha quitado el reloj, Ju; Dios sabe dónde lo va a esconder.
—Se ha ido a un hueco del techo —dijo Julián—. Será mejor que se lo digamos a los gemelos. Tal vez ellos puedan convencerla. Pero, ¿por qué no se le ocurre mejor quitarle el reloj de Junior? Ésa sería una broma que yo le aplaudiría de todo corazón.
—Chack, chack, chack —graznó Nariguda, exactamente como si estuviera dando su asentimiento. Tuvo que abrir el pico para dejar oír «Chack», y el reloj se le cayó. Rebotó en un saco, y el pájaro descendió para recogerlo. Dick se lanzó hacia el mismo lugar, y, como el reloj se había resbalado entre dos sacos, pudo recuperarlo antes que la urraca.
Nariguda volvió al techo y chasqueó irritadamente.
—No uses un lenguaje tan feo —dijo Dick con severidad, poniéndose la correílla del reloj—. Debería darte vergüenza.
Salieron del granero y se dirigieron a la casa. Se oía ruido de gente, y los dos muchachos se sentían avergonzados por llegar tarde. El desayuno estaba en la mesa, pero por lo visto ya muchas personas lo habían tomado.
—Las niñas no lo han tomado aún —dijo Dick mirando los sitios correspondientes a las sillas donde Jorge y Ana se habían sentado la noche anterior—. Pero los gemelos sí. Parece que todo el mundo lo ha tomado ya excepto nosotros cuatro. ¡Ah, aquí está la señora Philpot! Sentimos llegar tarde. Me temo que hemos dormido más de la cuenta.
—Lo cual me parece muy bien —dijo la señora Philpot, sonriendo—. No cuento con que mis visitantes se levanten temprano. Cualquiera puede dormir hasta tarde estando de vacaciones.
Traía una bandeja en la mano y la puso sobre la mesa.
—Esto es para el señor Henning; llamará con el timbre cuando quiera su desayuno. Esta otra bandeja es para Junior. Haré el café cuando llamen —dijo, y salió de nuevo.
Para el desayuno había jamón, huevos pasados por agua y frutas. Los dos muchachos se sentaron y miraron con aire de reproche cuando llegaron las dos niñas con Tim detrás, todavía con cara de sueño.
—Supongo que se os han pegado las sábanas, ¿verdad? —preguntó Dick, fingiendo estar escandalizado—. Sentaos. Os serviré un poco de café.
—¿Dónde está Junior? Espero que no haya bajado todavía —dijo Jorge ansiosamente—. No he olvidado mi apuesta sobre lo de subirle el desayuno.
—¿Vosotros creéis que es prudente dejar que Jorge le suba el desayuno a Junior? —dijo Julián después de una pausa—. Jorge, no vayas a tirarle la bandeja o a hacer alguna barbaridad por el estilo, por favor.
—Podría hacerlo —dijo Jorge, al mismo tiempo que se preparaba un huevo pasado por agua—. Soy capaz de hacer cualquier cosa por ganarte el cortaplumas.
—Bueno, pero no irrites demasiado a Junior —dijo Julián con tono de advertencia—. No querrás obligar a la familia Henning a tener que marcharse dejando a la señora Philpot sin tales ingresos.
—Está bien, está bien —dijo Jorge—. No te preocupes. Creo que tomaré otro huevo, Dick. Pásame uno, por favor. No sé por qué tengo tanta hambre.
—Deja un huequecito para este jamón —dijo Dick, que se había servido dos buenas lonchas—. Es algo extraordinario. Demasiado bueno para ser verdad. Podría estarlo comiendo todo el día.
Las dos niñas se enfrascaron en su desayuno, y cuando estaban terminando, un timbre sonó muy ruidosamente en la cocina, vibrando justamente encima de sus cabezas. Los cuatro se sobresaltaron. La señora Philpot entró inmediatamente en la estancia.
—Ése es el timbre del señor Henning —dijo—. Tengo que hacerle su café.
—Yo le subiré su bandeja —dijo Ana—. Jorge subirá la de Junior.
—¡Oh, no, realmente no me gusta que hagáis vosotras eso! —dijo la señora Philpot, acongojada. En aquel momento sonó otro timbre. Estuvo vibrando un rato muy largo.
—Ése es el timbre de Junior —dijo la señora Philpot—. Siempre parece que cree que estoy completamente sorda.
—¡Mocoso, mal educado! —dijo Dick, y le complació ver que la señora Philpot no le llevaba la contraria.
Ana esperó hasta que estuvo preparada la bandeja del señor Henning, y luego, firmemente, puso las manos en las asas.
—Voy a llevársela al señor Henning —dijo con voz muy resuelta, y la señora Philpot le sonrió, agradecida, y la dejó hacer.
—Es el dormitorio que está a la izquierda de la escalera, en el primer piso —dijo—. Y le gusta también que le corran las cortinas cuando se le entra el desayuno.
—¿Y a Junior también le gusta que le corran las cortinas? —preguntó Jorge, con voz tan melosa, que los dos muchachos se quedaron mirándola suspicazmente. ¿Qué estaría tramando?
—Bueno, yo se las corro —dijo la señora Philpot—, pero no se las corras tú, si no quieres. Muchísimas gracias, querida.
Ana ya había subido la escalera con la bandeja del señor Henning, y ahora Jorge se dispuso a hacerlo con la de Junior. Le guiñó el ojo a Dick.
—Ya puedes ir preparando el cortaplumas que tienes que darme —dijo, y desapareció por la puerta sonriendo maliciosamente. Subió con cuidado la escalera con Tim pegado a sus talones. El perro se preguntaba qué iba a hacer Jorge con la bandeja.
Jorge llegó a la puerta de Junior. Estaba cerrada. Le asestó un violento puntapié que la abrió de par en par. Entró pisando con toda su fuerza y colocó la bandeja sobre una mesa con tanta violencia, que derramó parte del café. Se dirigió silbando a las ventanas y corrió las cortinas de un lado a otro formando un agudo estrépito.
Por lo visto, Junior había vuelto a quedarse dormido, la cabeza debajo de la sábana. Jorge derribó una silla, que dio un golpetazo en el suelo. Eso hizo que Junior se incorporara medio asustado.
—¿Qué pasa aquí? —empezó a decir—. ¿Es que no puede traerme el desayuno sin…?
Entonces vio que quien estaba en la habitación era Jorge, y no la amable señora Philpot.
—¡Vete de aquí! —dijo con enojo—. ¡Hay que ver el escándalo que has armado! Vuelve a cerrar las cortinas. El sol es demasiado fuerte. Y mira cómo has derramado el café. ¿Por qué no me ha traído el desayuno la señora Philpot? Siempre me lo trae ella. Aquí, pon la bandeja en mis rodillas, como ella hace.
Jorge le quitó la sábana de un tirón, cogió la bandeja y se la puso violentamente sobre las rodilleras del pijama. El café hirviendo sufrió un bamboleo violento, y algunas gotas cayeron sobre el brazo desnudo del niño. Estaban calientes, y él se puso a gritar. Dio un empujón a Jorge y la golpeó con fuerza en el hombro.
Eso fue un gran error. Tim, que estaba a la puerta vigilando, saltó inmediatamente a la cama, gruñendo. Derribó al aterrorizado muchacho al suelo y saltó sobre él mientras sordos gruñidos salían del interior de su enorme corpachón.
Jorge no prestó la menor atención. Daba vueltas por la habitación, tarareando una cancioncilla, poniendo en orden tal y cual cosa, limpiando la mesa de tocador, sin parecer darse cuenta de lo que estaba haciendo Tim. Cerró la puerta para que nadie pudiese escuchar los lamentos de Junior.
—¡Jorge, quítame este perro de encima! —imploraba Junior—. ¡Va a matarme! ¡Jorge! Se lo diré a mi papá. Siento haberte golpeado. ¡Oh, quítame este perro de encima, por favor!
Empezó a llorar, y Jorge lo miró despreciativamente.
—Niño mimado y caprichoso —dijo—. Estoy por dejarte aquí toda la mañana con el perro de guardia. Pero esta vez tendré lástima de ti. Ven aquí, Tim. Deja en el suelo a ese ridículo gusano.
Junior seguía llorando. Se arrastró hasta la cama y se envolvió en la sábana.
—No quiero desayuno —gimió—. Se lo diré todo a papá. Él va a darte lo que te mereces.
—Sí, tú díselo —dijo Jorge, agarrándolo con tanta fuerza, que el otro no se podía mover—. Tú díselo y yo le diré a Tim al oído que estás hablando mal de mí, y, sinceramente, no sé lo que él va a hacer entonces.
—Eres el niño más horrible que he conocido nunca —dijo Junior, reconociendo que estaba derrotado. Jorge sonrió. Así es que el otro pensaba que era un niño. ¡Aquello estaba bien!
—La señora Philpot no te va a subir nunca más tu desayuno —dijo—. Te lo subiré yo… con Tim. ¿Comprendes? Y si te atreves a tocar el timbre más de una vez por la mañana, te vas a arrepentir.
—No quiero que nadie me suba mi desayuno —dijo Junior con voz débil—. Prefiero levantarme y bajar a tomarlo. No quiero que tú me lo traigas.
—Muy bien. Así se lo diré a la señora Philpot —dijo Jorge—. Pero si cambias de idea, me lo dices. Yo te lo subiré todas la mañanas… con Tim.
Salió y cerró dando un portazo; Tim, detrás de ella, bajó las escaleras perplejo, pero complacido. No le tenía a Junior más simpatía que la que pudiera tenerle Jorge.
Jorge entró en la cocina. Dick y Julián estaban todavía allí.
—Has perdido tu apuesta, Dick —dijo Jorge—. El cortaplumas, por favor. No sólo le subí el desayuno y casualmente le derramé encima café hirviendo, sino que Tim lo echó de la cama y se le colocó encima, gruñendo. ¡Qué espectáculo! El pobre Junior ya no quiere que le lleven nunca más el desayuno a la cama. Bajará a tomarlo todas las mañanas.
—¡Buen trabajo, Jorge! —dijo Dick, y alargó su cortaplumas por encima de la mesa—. Mereces ganar. Ahora siéntate y acaba tu desayuno, y ten en cuenta que no voy a cruzar contigo ninguna apuesta más durante mucho, muchísimo tiempo.