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Amaia llevaba veinte minutos apostada junto a la ventana. Cualquiera habría dicho que miraba hacia lo lejos, pero la lluvia que caía torrencialmente limitaba la visión a unos pocos metros, lo más lejos que podía llegar a ver era el agua bajando en riadas por la carretera. Había un coche detenido en el acceso; le llamó la atención que no hubiera aparcado bajo el saliente del edificio, que era donde lo solían hacer los que acudían a la oficina de atención al ciudadano, que estaba en la entrada principal. El conductor paró el motor pero mantuvo los limpiaparabrisas en marcha y permaneció en el interior. Vio cómo un policía de uniforme se acercaba al vehículo a preguntar, y cómo al cabo de unos minutos el subinspector Zabalza salía del edificio y se acercaba al coche. Con gesto airado, abrió la puerta del conductor y durante un minuto sostuvo una discusión que era evidente por sus gestos. Cerró la puerta de golpe y regresó al edificio. El coche todavía permaneció allí un par de minutos; después arrancó, giró y se fue.
La comisaría estaba silenciosa. La mayoría de los policías habían acabado su jornada y ya se habían marchado, y aunque en la planta baja la actividad jamás cesaba, arriba sólo quedaban ella, el subinspector Zabalza dos puertas más allá, y el siseo de la máquina del café en el pasillo.
La visita a la borda junto a Padua e Iriarte sólo había servido para aumentar su desazón y hacer más vívida la sensación de que se le escapaba algo que la muerte de Johana ponía de manifiesto, pero ¿el qué? Sólo se le ocurría que era algo obsceno.
Johana Márquez había sido la nota discordante en la composición del inductor, y la causa no había sido únicamente el comportamiento aberrante y menos previsible de Jasón Medina. Debió de conocerlo, y estaba segura de que desde el primer momento lo catalogó como un candidato que ingresar en su lista de servidores. Pero Medina no era previsible; los depredadores sexuales nunca lo son, obran impulsivamente cuando el deseo se manifiesta, incapaces de contenerse.
El inductor era un experto en comportamiento, debió de verlo con toda claridad.
Entonces, ¿por qué se arriesgó con él?, ¿por qué no lo descartó simplemente? No reunía las condiciones mentales, su pecado no era la ira, sino la lujuria y su probable víctima no había nacido en el valle aunque viviera allí. Amaia estaba segura de que su discordancia tenía un significado, que no era casual y que por lo tanto podía constituir la clave para desentrañar el comportamiento del inductor y conocer su identidad. ¿Por qué había elegido a Medina? Estaba casi segura de la razón; tenía que ser por codicia. Afán sin límite por conseguir lo que se anhela, en cuyo germen está el deseo, desear lo que vemos y no es nuestro, pero que se pervierte en el anhelo de privar al otro de aquello que queremos. En su poema del Purgatorio, Dante lo describe: «Amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos». El castigo infernal de los envidiosos era coserles los ojos, cerrándoselos para siempre para privarles del placer de ver el mal de los demás.
Tan segura estaba de que el inductor conocía a Johana como de que no conocía a las demás víctimas, pero vio a la pequeña y dulce Johana, vio al monstruo que la acechaba y tuvo una razón para saltarse sus propias normas. La codició, codició su dulzura, su ternura, y querer saciar ese deseo le acercó a un ser impredecible a punto de explotar en cualquier momento. Así que se mantuvo cerca, muy cerca hasta que llegó la hora de obtener lo que codiciaba.
Amaia abandonó su lugar junto a la ventana, cogió su bolso y antes de salir se dirigió hasta la pizarra y escribió: «El tarttalo conocía a Johana».
Al pasar frente al puesto de Zabalza pensó en detenerse y mandarlo a casa; ya era tarde y era evidente que comprobar los nombres que se repetían de las listas aún le llevaría días, pero justo cuando iba a entrar percibió que hablaba por teléfono. Por el tono confidencial y la abundancia de monosílabos, supo de inmediato qué clase de conversación era. James y ella solían bromear sobre el tono más dulce y sugerente que adoptaba para hablar con él. «Me hablas con mimos», le decía, y sabía que era verdad.
El subinspector Zabalza usaba una versión masculina de aquel tono reservado para hablar con los amantes. Pasó ante la puerta sin detenerse y de refilón lo vio junto a la ventana con el móvil en la mano. Aun de espaldas, el lenguaje corporal evidenciaba la placentera relajación tan poco habitual en un hombre que siempre parecía tenso. Mientras esperaba el ascensor, lo oyó reír y pensó que aquélla era la primera vez.
Se detuvo en la puerta, acobardada por la lluvia. El policía de guardia la miró con cara de circunstancias.
—Dicen que hoy el Baztán se desbordará.
—No me extrañaría —respondió, mientras se ponía la capucha de su abrigo.
—¿Quién ha venido a ver al subinspector Zabalza?
—Su novia —respondió el policía—. Ya le he dicho que esperase dentro, pero ha contestado que no, que le avisase —dijo, encogiéndose de hombros.
Condujo descendiendo la cuesta, y al tomar la curva vio el coche de antes detenido junto a un zarzal. Al pasar a su lado percibió en el interior a una mujer joven que miraba fijamente hacia la comisaría y que era evidente que no hablaba con su novio.
Antes de ir a casa se detuvo en Juanitaenea, se puso las botas de goma que ya había dejado delante, y bajo el paraguas recorrió el perímetro de la casa, observando que el barro removido sobre las tumbas se veía liso, igualado por la ingente cantidad de agua caída en las últimas horas. No había nuevas catas. Regresó al coche y desde dentro observó el huerto, recordando el modo hostil en que aquel hombre la había mirado.
Las chicas de la alegre pandilla reían formando un alboroto que era audible desde el exterior.
—Chicas, qué escándalo es éste, los vecinos han avisado a la policía, dicen que hay un aquelarre aquí —dijo entrando.
—Tu sobrina viene a detenernos, Engrasi —rió Josepa.
—Pues podía mandar a uno de esos mozos jóvenes y guapos que suelo ver yo en los controles.
—¡Ay, fresca! —rió Engrasi—, que ya sé que al verles haces eses con el coche para ver si te paran, ¡bandida!
Amaia las observó. Reían sonrojadas como adolescentes pícaras y pensó que aquellas reuniones no debían de ser muy distintas de las que durante cientos de años congregaron a las mujeres de Baztán en el caserío de alguna de ellas para pasar la tarde cosiendo el ajuar de la boda, o la canastilla de sus hijos. Las reuniones de mujeres que relataba José Miguel de Barandiarán y en las que las etxeko andreak, las amas de casa, intercambiaban recetas, consejos, rezaban el rosario o contaban aquellas historias de brujas que tanto habían marcado el valle y que aterrorizaban a las jovencitas que luego debían volver a sus caseríos, a veces a un par de kilómetros de distancia, muertas de miedo. Tampoco debían de ser muy distintas, al menos inicialmente, de aquellas a las que acudieron Elena y su madre. Su rostro se ensombreció al recordar a Elena diciendo «el Sacrificio».
James bajó por las escaleras trayendo a Ibai. Al verla se colocó al niño en un brazo y extendió el otro, envolviéndola.
—Hola, amor —susurró ella—. Hola, mi vida —dijo tomando al niño en brazos sin soltar a James—. ¿Cómo habéis pasado el día?
Él la besó antes de responder.
—Por la mañana he estado en el taller, en Pamplona, preparando el envío y hablando con los de la empresa de transportes. Está todo listo.
—¡Oh, claro!
Al día siguiente se efectuaría el traslado de la colección de James al Guggenheim, y ella lo había olvidado.
—Te acordabas, ¿verdad? —preguntó él, malicioso.
—Sí, sí claro. Tía, te ocuparás mañana de Ibai, ¿o nos lo llevamos?
—De eso nada, lo dejáis aquí. Tu hermana ya ha hablado con Ernesto para que se encargue de todo en el obrador y así ella estará aquí ayudándome. Vosotros id a Bilbao y pasadlo bien.
Amaia repasó mentalmente las llamadas que debía hacer si quería dejar todo en orden para el día siguiente. Las cosas estaban bastante paradas, así que suponía que no iba a pasar nada si se iba un día. Consultó su reloj y alzó a Ibai hasta ponerlo a la altura de su rostro, provocando la risa del niño.
—Hora del baño, ttikitto.