14

Había leído en alguna parte que no se debe volver al lugar donde se fue feliz, porque ésa es la manera de comenzar a perderlo, y suponía que el autor de aquella frase tenía razón. Los lugares, reales o imaginarios, idealizados entre la rosada niebla de la imaginación, podían resultar escabrosamente reales, y tan decepcionantes como para acabar de un plumazo con nuestro sueño. Era un buen consejo para quien tenía más de un lugar al que volver. Para Amaia era aquella casa, la casa que parecía tener vida propia y se ceñía en torno a ella, cobijándola con sus muros y dándole calor. Sabía que era la presencia visible o invisible de su tía lo que dotaba de alma a la casa, a pesar de que en sus sueños siempre estaba vacía y ella siempre era pequeña. Usaba la llave escondida en la entrada y corría al interior, enloquecida por el miedo y la rabia, y era al traspasar el umbral cuando notaba las mil presencias que la acogían, acunándola en una paz casi uterina, que conseguía que la niña que debía velar toda la noche para que su madre no se la comiera pudiera al fin abandonarse frente al fuego y dormir.

Entró en la casa y mientras se quitaba el abrigo, escuchó el magnífico jolgorio que las chicas de la alegre pandilla formaban en el salón. Sentadas alrededor de la preciosa mesa de póquer hexagonal, no parecían tener sin embargo ningún interés por las cartas, que estaban desperdigadas por la superficie verde del tapete, y se dedicaban a hacer muecas y gracietas al pequeño Ibai, que iba de brazo en brazo con visible alborozo, tanto de las ancianas como del bebé.

—Amaia, ¡por el amor de Dios!, es el niño más guapo del mundo —exclamó Miren al verla.

Amaia rió ante la exagerada adoración de las chicas, que se deshacían en besos y carantoñas con Ibai.

—Me lo vais a echar a perder con tantos mimos —fingió reñirlas.

—Oh, hija, por Dios, déjanos disfrutar, si es la cosa más preciosa —dijo otra de las ancianas, inclinándose sobre el niño, que sonreía encantado.

James se acercó para besarla y se disculpó dirigiéndose a las chicas.

—Lo siento, cariño, no he podido hacer nada, son muchas y están armadas con agujas de calceta.

La mención hizo que todas corrieran a sus bolsos para sacar las chaquetitas, gorros y patucos que habían tejido para el niño.

Amaia tomó a Ibai en brazos mientras admiraba las primorosas piezas que las ancianas tejían para su hijo. Lo acunó en sus brazos y sintió la ansiedad que su presencia causaba en el bebé, que inmediatamente comenzó a lloriquear, reclamando su alimento.

Se retiró al dormitorio, se tendió en la cama y colocó al niño a su lado para amamantarlo. James los siguió y se tumbó a su lado, abrazándola por la espalda.

—¡Qué glotón! —dijo—, es imposible que tenga hambre, hace una hora que ha comido, sin embargo en cuanto te huele …

—Pobrecito, me echa de menos, y yo a él —susurró ella, acariciándolo.

—Esta tarde ha estado aquí Manolo Azpiroz.

—¿Quién? —preguntó, distraída, mirando a su hijo.

—Manolo, mi amigo el arquitecto. Hemos estado de nuevo en Juanitaenea y le ha encantado, tiene cantidad de ideas para restaurar la casa conservando sus características principales. Volverá en los próximos días ya para medir e ir adelantando el proyecto. Estoy tan ilusionado…

Ella sonrió.

—Me alegro, cariño —dijo, inclinándose hacia atrás para besarle en la boca.

Él se quedó pensativo.

—Amaia, hoy a mediodía he ido con Ibai hasta el obrador a buscar a tu hermana y cuando hemos llegado, Ernesto me ha dicho que había salido ya y que iba a su casa. Como está cerca, me he metido hacia las calles de atrás y he ido paseando al sol hasta allí…

Amaia incorporó a Ibai para que eructase y se sentó más erguida en la cama para mirar a su marido.

—Ros estaba limpiando pintura de la puerta. Le he preguntado y me ha dicho que sería una gamberrada de algunos chavales…, y yo he fingido que no me enteraba pero no era un grafiti, era un insulto, Amaia. Ya había quitado la mayor parte, pero aún se notaba lo que ponía.

—¿Qué era?

—Asesina.

El aroma del pescado al horno invadía la casa cuando bajaron a cenar. Ros ayudaba a la tía a poner la mesa y Amaia colocó a Ibai en una hamaquita para que estuviera cerca mientras cenaban. Comió con apetito el txitxarro con refrito y patatas, tan simple y bueno que siempre le sorprendía, mientras pensaba que era normal que tuviera hambre; apenas había tenido tiempo de echar un par de bocados en todo el día. Después de cenar, mientras los demás recogían la mesa, acostó a Ibai y regresó al comedor a tiempo de retener a Ros antes de que se fuese a la cama.

—Rosaura, ¿puedes echarme las cartas?

Captó la atención de inmediato de la tía, que se detuvo con unas tazas en la mano para escuchar.

Ros miró hacia otro lado, evasiva.

—Oh, Amaia, hoy estoy cansadísima, ¿por qué no se lo pides a la tía? Me consta que hace días que quiere hacerlo. ¿Verdad, tía? —dijo entrando en la cocina.

Engrasi cruzó con Amaia una mirada de entendimiento, mientras le hacía un gesto interrogativo y contestaba hacia la cocina:

—Claro que sí, tú ve a acostarte, cariño.

Cuando Ros y James se hubieron ido, ambas se sentaron frente a frente y permanecieron en silencio mientras Engrasi se entregaba a la ceremonia lenta de desenvolver el hatillo de seda que contenía la baraja de tarot, para después mezclar las cartas lentamente entre sus dedos blancos y huesudos.

—Me alegra que al fin te decidas a afrontar esto, hija. Hace semanas que cada vez que cojo las cartas noto la energía que fluye hacia ti.

Amaia sonrió con cara de circunstancias. La petición a Ros sólo era la excusa perfecta para poder hablar con ella de lo que pasaba en el obrador.

—Por eso me ha sorprendido que se lo pidieras a Ros, aunque imagino que alguna razón tendrás.

—Ros tiene un problema.

La anciana rió sin ganas.

—Amaia, sabes que os quiero mucho a las tres, que haría cualquier cosa por vosotras, pero creo que deberías empezar a admitir que tu hermana no sólo es mayor que tú, también es una adulta, y Ros tiene un carácter y una manera de ser por naturaleza problemáticos. Es una de esas personas que sufre como si llevara una cruz invisible a sus espaldas, pero ay de ti si te acercas a intentar aligerar su carga. Puedes ofrecerle tu ayuda, pero no te metas porque lo interpretará como una falta de respeto.

Amaia lo pensó y asintió.

—Creo que es un buen consejo.

—Que no seguirás… —añadió Engrasi.

La anciana colocó la baraja frente a su sobrina y esperó a que la cortase; después tomó ambos montones y los mezcló de nuevo antes de disponerlos frente a ella, mientras la veía elegir los naipes.

Amaia no los tocaba, ponía suavemente su dedo sobre ellos como si fuese a dejar plasmada su huella dactilar y sin llegar a rozarlos, esperaba a que Engrasi los retirase antes de elegir el siguiente, hasta un total de doce que la tía dispuso en una rueda como si fuesen dígitos de un reloj o marcas cardinales de una brújula. Mientras iba volviendo las cartas para mostrarlas, su rostro había mudado de la sorpresa inicial a la más absoluta reverencia.

—¡Oh, mi niña!, cómo has crecido, mira en qué mujer te has convertido —dijo, señalando el naipe de la emperatriz que dominaba la echada—. Siempre has sido fuerte, si no cómo podrías haber soportado las duras pruebas que tuviste que pasar, pero desde el último año una nueva faceta se ha abierto dentro de ti —dijo señalando otra carta—: una puerta que abriste desesperada y tras la que te esperaba algo insólito, algo que te ha cambiado la mirada.

Amaia viajó en el tiempo y en el espacio hasta aquellos ojos ambarinos que la habían mirado entre la espesura del bosque, y sin proponérselo sonrió.

—Las cosas no pasan porque sí, Amaia; no fue el azar ni la casualidad. —Engrasi tocó una carta con el dedo y lo apartó como si hubiese recibido una pequeña descarga eléctrica. Levantó la mirada, sorprendida—. Esto no lo sabía, nunca me había sido mostrado.

Amaia se interesó aún más y escrutó los trazos coloridos de las cartas con avidez.

—La condena que se cernía sobre ti estaba presente desde antes de tu nacimiento.

—Pero…

—No me interrumpas —cortó Engrasi—. Yo sabía que siempre habías sido distinta, que la experiencia con la muerte marca para siempre a las personas, pero de forma muy distinta. Puede convertirte en una sombra llorosa de lo que podías haber llegado a ser, o puede, como en tu caso, imprimirte una fuerza colosal, una capacidad y un discernimiento por encima de lo común. Pero creo que tú ya eras así antes, creo que la amatxi Juanita lo sabía, tu padre lo sabía, tu madre lo sabía y yo lo supe cuando te conocí a mi regreso de París. La niña de mirada de guerrillero que se movía alrededor de su madre como dispuesta a hacer cuerpo a tierra en cualquier momento, guardando una distancia prudente, evitando el roce y la mirada y conteniendo la respiración mientras se sentía escrutada. La niña que no dormía para no ser devorada.

»Amaia, has cambiado y eso es bueno, porque era inevitable, pero también es peligroso. Grandes fuerzas se ciernen sobre ti y tiran de tus miembros, cada una en una dirección. Aquí está —dijo señalando un naipe—. El guardián que te protege, que te ama de un modo puro y no se apartará de ti, porque su designio es protegerte. Aquí —dijo señalando la siguiente—, la exigente sacerdotisa que te empuja a la batalla, reclamándote una pleitesía y entrega descomunales. Te admira y te utilizará como ariete contra sus enemigos, pues para ella no eres más que un arma, un soldado que manda contra el mal y que está a su servicio en su lucha ancestral por recuperar el equilibrio. Un equilibrio que se rompió con un acto abominable que desencadenó el despertar de bestias, de poderes que durante siglos durmieron en las simas del valle, y que ahora debes ayudar a someter.

—Pero ella ¿es buena? —Amaia sonrió a su tía; tomara la forma que tomase, el amor y cuidado de Engrasi era total y genuino.

—No es buena ni mala, es la fuerza de la naturaleza, el equilibrio justo, y puede ser tan cruel y despiadada como la misma madre tierra.

Amaia miró entonces con atención los naipes, y volviendo atrás señaló uno.

—Has dicho que alguien rompió el equilibrio con un acto abominable. Dupree me dijo que buscara en el primer acto, lo que desencadenó el mal.

—¡Oh, Dupree! —exclamó su tía componiendo un gesto de horror—. ¿Por qué te empeñas en continuar con eso? Amaia, puede dañarte de verdad, no es una broma.

—Él nunca me haría daño.

—Quizá no el Dupree que conociste, pero ¿cómo puedes estar segura de que está de tu lado después de lo que pasó?

—Porque le conozco, tía, y me da igual hasta qué punto hayan cambiado sus circunstancias. Sigue siendo el mejor analista que he conocido, un policía íntegro y cabal, tan ecuánime que es por esta y no por otra razón por la que se ve en la circunstancia actual. No es asunto mío juzgarle, porque él no me juzga a mí, me ha apoyado en todo momento y ha sido y sigue siendo el mejor consejero que un policía puede tener. Y no me detendré a analizar su actuación porque es algo que se me escapa, sólo sé que responde siempre a mi llamada.

La tía permanecía muy seria, mirándola en silencio. Apretó los labios y dijo:

—Prométeme que no intervendrás en esa investigación de ningún modo.

—Es un caso del FBI al otro lado del mundo, no sé cómo podría intervenir.

—No intervendrás de ningún modo —insistió Engrasi.

—No lo haré…, a menos que él me lo pida.

—No lo hará, si es tan buen amigo como dices.

Amaia miró las cartas en silencio, tomó una y la arrastró sobre la mesa empujando las demás hasta formar un montón.

—Olvidas que a mí me habla, atiende mis requerimientos cada vez que le llamo. ¿No crees que eso en sí mismo ya me distingue, colocándome en una situación de privilegio?

—Dudo que sea un privilegio, más bien me parece una maldición.

—Pues, en todo caso, es la misma maldición que supuestamente me eligió antes de nacer —dijo, señalando las cartas—. La misma que puebla mis sueños con muertos que se inclinan sobre mi cama, con guardianes del bosque o señoras de la tormenta —dijo enfadada, elevando un poco la voz.

»Tía, todo esto es una pérdida de tiempo —dijo cansada de pronto.

Engrasi se cubrió la boca, cruzando ambas manos sobre sus labios mientras con creciente alarma miraba a su sobrina.

—No, no, no, calla, Amaia. No hay que creer…

Amaia se detuvo y terminó la fórmula antigua que miles de baztaneses habían recitado durante cientos de años.

—… que existen, no se debe decir que no existen.

Permanecieron en silencio durante unos segundos, mientras recuperaban el aliento y Engrasi miraba los naipes revueltos.

—No hemos terminado —dijo señalando la baraja.

—Me temo que sí, tía, ahora tengo algo que hacer.

—Pero… —protestó la tía.

—Continuaremos, te lo prometo —dijo levantándose y poniéndose el abrigo. Se inclinó y besó a su tía—. Ve a acostarte, que no te encuentre aquí cuando regrese.

Pero la tía no se movió, continuaba allí sentada cuando Amaia salió de la casa.

Notó de inmediato cómo la humedad del río, mezclada con la niebla que había descendido por las laderas de los montes al oscurecer, se pegaba a su abrigo de lana negra haciéndolo parecer gris, con miles de microscópicas gotas de agua. Caminó por la calle desierta hacia el puente y se entretuvo unos segundos, consultando la hora en su móvil mientras dedicaba una mirada al río oscuro donde la presa atronaba en el silencio de la noche. La taberna Txokoto y el Trinkete ya estaban cerrados y no se veía ninguna luz en el interior. Penetró entre las casas, caminando pegada a las paredes hasta alcanzar la puerta principal del obrador. Cuando llegó a la esquina se detuvo unos segundos para escuchar y sólo cuando estuvo segura, avanzó por el aparcamiento a oscuras hasta la parte trasera, se escondió tras los contenedores de basura y comprobó la linterna, el móvil de nuevo e, instintivamente, palpó el arma en su cintura y sonrió. Transcurrió casi media hora hasta que percibió el crujido en la gravilla de los pasos que se acercaban. Una sola persona, no muy alta y vestida completamente de negro, avanzó decidida hasta la puerta del almacén. Amaia esperó hasta que oyó cómo las canicas de plástico se batían en el interior del bote mientras el visitante agitaba el espray y el siseo del gas anunciaba la inminente pintada. Un par de trazos, agitar un poco más, otro siseo… Salió de detrás del contenedor y apuntó con la linterna al pintor mientras con la otra mano lo enfocaba con la cámara del móvil.

—Alto, policía —dijo, utilizando la fórmula clásica, mientras encendía la interna y disparaba varias veces la cámara.

La mujer dio un grito corto y agudo a la vez que soltaba el bote de pintura y salía a la carrera.

Amaia no se molestó en perseguirla; no sólo la había reconocido, sino que además tenía un par de buenas fotos en las que podía verse a la mujer con el pelo canoso, brillando como una orla alrededor de su cabeza por efecto de la potente luz de la linterna, con el espray en la mano, un insulto arrabalero pintado tras ella y una cara de susto impagable. Se inclinó para meter el bote de espray en una bolsa y echó a andar hacia la casa de la pintora nocturna.

La suegra de su hermana abrió la puerta. Le había dado tiempo a ponerse una bata de florecillas moradas sobre la ropa de calle, pero su respiración aún agitada evidenciaba el esfuerzo que había hecho al regresar a casa corriendo. Amaia estaba segura de que no había podido verla, aunque sí que había escuchado su voz cuando le dio el alto. Aquella mujer no era tonta; si tenía alguna duda sobre la identidad de la persona que la había sorprendido, quedó disipada cuando la vio en su puerta. Aun así tuvo redaños para ponerse chula.

—¿Qué haces tú aquí? Las de tu familia no sois bienvenidas en esta casa, y menos a estas horas —dijo, haciéndose la digna mientras fingía mirar el reloj.

—Oh, no vengo a verla a usted, vengo a ver a Freddy.

—Pues él no quiere verte —contestó, envalentonada.

Desde dentro llegó una voz ronca que apenas reconoció.

—¿Eres tú, Amaia?

—Sí, Freddy, vengo a verte —dijo, alzando la voz desde la entrada.

—Déjala entrar, ama.

—No creo que sea conveniente —replicó la mujer con menos fuerza.

Ama, he dicho que la dejes entrar. —Su voz denotaba cansancio.

La mujer no replicó, pero se mantuvo cruzada frente a la entrada, mirándola impertérrita.

Amaia extendió el brazo hasta tocar su hombro y la apartó con firmeza, empujándola hacia atrás mientras la sostenía para evitar que perdiera el equilibrio. Avanzó hasta la salita, que había sido reordenada para permitir que la silla de ruedas de Freddy cupiese entre los sillones frente al televisor, que permanecía encendido aunque sin volumen.

La postura con la que se sentaba en la silla era bastante natural y no evidenciaba el hecho de que estaba paralizado de cuello para abajo, pero no había rastro del cuerpo atlético del que siempre se había sentido orgulloso, y en su lugar, apenas quedaba un esqueleto cubierto de carne, que la gruesa ropa sólo lograba acentuar. Pero su rostro permanecía hermoso, quizá más que nunca, pues había en él una serenidad melancólica, que combinada con la palidez, sólo desmentida por la rojez de los ojos, le hacía parecer más bondadoso y templado de lo que había sido jamás.

—Hola, Amaia —saludó sonriendo.

—Hola, Freddy.

—¿Vienes sola? —dijo mirando hacia la entrada—. Pensé que quizá… Ros…

—No, Freddy, he venido yo sola, tengo que hablar contigo.

Él no pareció escucharla.

—¿Ros está bien?… No viene a verme, y me gustaría tanto…, pero es normal que no quiera verme.

La madre, que había permanecido apoyada en la puerta mirándola con hostilidad, intervino, enfurecida.

—¡Normal!, no es normal para nada, a menos que no se tenga corazón, como en su caso.

Amaia ni siquiera la miró. Empujó uno de los sillones hasta colocarlo frente a la silla de ruedas y se sentó mirando a su ex cuñado.

—Mi hermana está bien, Freddy, pero quizá deberías explicarle a tu madre por qué es normal que Ros no quiera verte.

—No hace falta que me diga nada —arremetió la mujer—. Yo sé lo que pasa, después de lo que le hizo a mi pobre hijo no tiene valor para aparecer por aquí a dar la cara. Y te digo una cosa: hace bien, porque si apareciera por la puerta, por Dios que no respondo de mis actos.

Amaia la ignoró de nuevo.

—Freddy, creo que se impone una conversación con tu madre.

Él tragó saliva con cierta dificultad antes de responder:

—Amaia, eso es algo entre Ros y yo, y no creo que mi madre…

—Te he dicho que Ros está bien, pero no es del todo cierto; hay algún problemilla que últimamente le preocupa —dijo poniendo la pantalla del móvil frente a sus ojos y mostrándole la foto de su madre mientras realizaba la pintada.

Se sorprendió de veras.

—¿Qué es esto?

—Pues es tu madre hace veinte minutos, escribiendo insultos en la puerta del obrador, y esto es a lo que se ha venido dedicando en los últimos meses, a acosar a Ros, a amenazarla, y a escribir «puta asesina» en el obrador y en la puerta de su casa.

—¿Ama?

Ella permaneció en silencio mirando el suelo y componiendo una mueca de desdén.

—¡Ama! —gritó Freddy con una fuerza inimaginable—. ¿Qué es todo esto?

Ella comenzó a respirar muy rápido, casi hasta llegar al jadeo, y de pronto se abalanzó sobre él, abrazándolo.

—¿Y qué querías que hiciera? Hice lo que tenía que hacer, lo mínimo para una madre. Cada vez que la veo por la calle tengo ganas de matarla por lo mucho que te ha hecho sufrir.

—Ella no hizo nada, ama, fui yo.

—Pero por su culpa, por ser una ingrata, porque te abandonó y el dolor te enloqueció, pobre hijo mío —dijo, llorando de pura rabia mientras se abrazaba a sus piernas inertes—. ¡Mírate! —exclamó, levantando la cabeza—. ¡Mira cómo estás por culpa de esa zorra!

Freddy lloraba en silencio.

—Díselo, Freddy —instó Amaia—. Dile por qué fuiste sospechoso de la muerte de Anne Arbizu, dile por qué Ros se había ido de la casa, y dile por qué intentaste acabar con tu vida.

La madre negó.

—Ya sé por qué.

—No, no lo sabe.

Él lloraba mientras contemplaba a su madre.

—Ya es hora, Freddy, tu silencio está causando sufrimiento a muchos, y viendo la tendencia natural que tu familia tiene a cometer actos irreflexivos, no me extrañaría que tu madre terminara haciendo una barbaridad. Se lo debes a ella, pero sobre todo se lo debes a Ros.

Dejó de llorar y su rostro adquirió de nuevo el aspecto sereno que tanto le había sorprendido al verle.

—Tienes razón, se lo debo.

—No le debes nada a esa desgraciada —espetó su madre.

—No la insultes, ama, no lo merece. Ros me quiso, cuidó de mí y me fue fiel. Cuando se fue de casa lo hizo porque descubrió que yo me veía con otra mujer.

—No es verdad —contestó la madre, decidida a seguir discutiendo—. ¿Qué mujer?

—Anne Arbizu. —Susurró el nombre, y a pesar de los meses transcurridos, Amaia notó cómo le dolía.

La madre abrió la boca, incrédula.

—Me enamoré de ella como un crío, no pensé en nada ni en nadie más que en mí. Ros lo sospechaba y cuando no pudo aguantar más, se fue. Y el día que supe que Anne había sido asesinada, no pude soportarlo y…, bueno, ya sabes lo que hice.

La madre se puso en pie y antes de salir de la sala sólo le dijo:

—Debiste decírmelo, hijo. —Se arregló la ropa y salió hacia la cocina enjugándose las lágrimas.

Amaia permaneció frente a él, componiendo un gesto de circunstancias mientras miraba el pasillo por el que acababa de irse la mujer.

—No te preocupes por ella —dijo él, serenamente—, se le pasará. Al fin y al cabo, siempre me lo ha consentido todo, y esto no será una excepción. Sólo lo siento por Ros, espero que ella no pensase que yo, bueno, que yo tenía algo que ver en esto.

—No creo que lo pensase…

—Le he hecho mucho daño por irreflexivo, por idiota, pero también conscientemente, es sólo que, Amaia, Anne me nubló el juicio, me volvió loco. Yo estaba bien con Ros, la quería, te lo juro, pero esa chica, Anne…, con Anne era otra cosa. Se metió en mi cabeza y no pude evitarlo. Si te elegía, no podías hacer nada porque ella era poderosa.

Amaia le miraba alucinada mientras él hablaba como si bebiese el discurso del aire, hechizado.

—Ella me eligió y movió los hilos, manejándome como a un muñeco. Estoy seguro de que provocó a Víctor, pero también de que se entendía con tu hermana.

—Ros juró que sólo la conocía de vista —se extrañó Amaia.

—No digo Ros, no, sino Flora. Un día que fui a por algo al almacén las vi juntas: Anne salió por la puerta de atrás, hablaron unos segundos y se despidieron con un abrazo muy afectuoso. El domingo siguiente, cuando estábamos tomando el vermut en los gorapes, Flora se paró a saludarnos, nos dijo que venía de misa. Entonces pasó Anne por la calle y yo disimulé. Ros no se dio cuenta de nada, pero Flora aún disimuló más que yo, y eso me llamó mucho la atención después de lo que había visto. La siguiente vez que estuve con Anne le pregunté y lo negó, me dijo que me equivocaba y hasta se enfadó, así que lo dejé correr. Al fin y al cabo, a mí me daba igual.

—¿Estás seguro de eso, Freddy?

—Sí, lo estoy.

Amaia se quedó pensando.

—A veces viene a verme.

—¿Quién?

—Anne. Una vez en el hospital, y dos desde que estoy aquí.

Amaia le miró sin saber qué decir.

—Si pudiera moverme, acabaría con mi vida. ¿Sabes?, las brujas no descansan cuando mueren y los suicidas tampoco.

Mientras hablaba con Freddy, había sentido vibrar el móvil, pero había decidido ignorarlo en vista de cómo se ponían las cosas. Al salir de la casa comprobó que tenía dos llamadas perdidas de Jonan. Marcó y esperó a oír su voz.

—Jefa, tengo a dos familiares de las mujeres asesinadas: la hermana de una y la tía de otra, una en Bilbao y la otra en Burgos, y las dos están dispuestas a recibirla.

Consultó su reloj y vio que eran más de las doce.

—Es un poco tarde para llamar ahora… Llámalas mañana a primera hora y diles que voy a visitarlas. Mándame las direcciones por SMS.

—¿No quiere que la acompañe, jefa? —preguntó Jonan, un poco decepcionado.

Lo pensó un instante y decidió que no; aquello era algo de lo que tenía que ocuparse ella sola.

—Quiero aprovechar el viaje para visitar a mi hermana Flora en Zarautz y tratar algunos asuntos familiares. Quédate y descansa. En los últimos días apenas has sacado la nariz del ordenador, y parece que las cosas en Arizkun se han calmado, así que tómate el día con tranquilidad y hablaremos cuando regrese.

Al acercarse a la casa de su tía, percibió la figura de alguien que le esperaba en las sombras entre dos farolas, e instintivamente se llevó la mano al arma, hasta que el hombre dio un paso y salió de la penumbra. Fermín Montes, con evidentes síntomas de haber bebido, esperó hasta que estuvo a su altura.

—Amaia…

—¿Cómo se atreve a venir hasta aquí? —le atajó, indignada—. Ésta es mi casa, ¿lo comprende?, mi casa. No tiene ningún derecho.

—Quiero hablar con usted —explicó él.

—Pues pida una cita. Siéntese ante mí en mi despacho y exponga lo que quiere decir, pero no puede esperarme por los pasillos en comisaría o a la puerta de mi casa, no olvide que estoy en medio de una investigación y usted está suspendido.

—¿Que pida una cita? Pensé que éramos amigos…

—Esa frase me suena —dijo con ironía—. ¿No era mía? ¿Y cuál fue la respuesta que usted me dio? Ah, sí, «siga pensando».

—Las evaluaciones son esta semana.

—Pues no parecen preocuparle mucho, dado su comportamiento.

—¿Qué va a decir?

Amaia se volvió hacia él sin dar crédito a su desfachatez.

—Usted no se entera, ¿verdad?

—¿Qué va a decir? —insistió.

Ella le miró, estudiando su rostro. Grandes bolsas líquidas se habían formado bajo los ojos y algunas arrugas que no recordaba aparecían en su rostro, bastante ceniciento, y alrededor de la boca, en la que se dibujaba el desdén y la contrariedad.

—¿Qué voy a decir? Que es usted el mismo que casi se vuela la cabeza el año pasado.

—Vamos, Salazar, sabe que eso no es así —protestó.

—Pida una cita —dijo, sacando la llave y dirigiéndose a la puerta—. No pienso seguir hablando con usted.

Él se quedó mirándola mientras fruncía la boca antes de decir:

—No creo que me sirviese de mucho pedir una cita. Según he oído pasa más tiempo fuera que dentro de la comisaría, y deja el trabajo para los demás. ¿Verdad, Salazar?

Ella se volvió y le sonrió abiertamente y al instante, borró la sonrisa y le dijo secamente:

—Jefa Salazar. Para usted, ése es el nombre al que debe ir la solicitud de la cita.

Montes se envaró un segundo y su rostro enrojeció de modo visible, incluso con aquella escasa luz. Amaia pensó que replicaría, pero en lugar de eso, se volvió y se fue.

Se quitó las botas antes de subir las escaleras y agradeció, como siempre, la lamparita que ya por costumbre dejaban encendida en el dormitorio. Observó durante un minuto a Ibai, que dormía con los brazos extendidos y las manos abiertas como estrellas de mar que apuntaban al norte y al sur, y el suave latido que sólo era perceptible en las venas de su cuello pálido. Se quitó la ropa y se metió tiritando en la cama. James se movió un poco al sentirla y la abrazó apretándola contra su cuerpo y sonriendo sin abrir los ojos.

—Tienes los pies helados —susurró, envolviéndolos con los suyos.

—No sólo los pies…

—¿Dónde más? —preguntó él, medio dormido.

—Aquí —indicó ella conduciendo su mano hasta sus pechos.

James abrió los ojos en los que el sueño se disipaba velozmente y se incorporó de lado, sin dejar de acariciarla.

—¿Algún sitio más?

Ella sonrió mimosa, fingiendo disgusto y asintiendo apesadumbrada.

—¿Dónde? —preguntó, cortés, James, colocándose sobre ella—. ¿Aquí? —indicó besándole el cuello.

Ella negó.

—¿Aquí? —preguntó, descendiendo por su pecho mientras iba depositando en su piel pequeños besos.

Ella negó.

—Dame una pista —pidió sonriendo—. ¿Más abajo?

Ella asintió, simulando timidez.

Él descendió bajo el edredón, besando la línea del pubis hasta alcanzar su sexo.

—Creo que he encontrado el lugar —dijo besándola también allí. Ascendió de pronto entre las sábanas, fingiendo indignación.

—Pero… me has engañado —dijo—, este lugar no está frío en absoluto, de hecho está ardiendo.

Ella sonrió maliciosa y lo empujó de nuevo bajo el edredón.

—Vuelve al trabajo, esclavo.

Y él obedeció.

El bebé lloraba, lo oía desde muy lejos, como si estuviera en otra habitación, así que abrió los ojos, se incorporó y fue a buscarlo. Los pies descalzos transmitieron la calidez de la madera templada por las chimeneas que caldeaban la casa. Y los haces de luz solar que entraban a través de los cristales dibujaron senderos de polvo en suspensión que se rompían cuando ella los atravesaba.

Comenzó a ascender por la escalera mientras escuchaba el llanto lejano que, sin embargo, no le provocaba ahora ninguna premura, tan sólo una curiosidad que satisfacer en una niña de nueve años. Miró sus manos, que se deslizaban por la baranda y sus pies pequeños, que asomaban bajo el camisón blanco que la amatxi Juanita le había cosido y bordado, y el pasacintas de encaje por el que asomaba un lazo rosa pálido que ella misma había escogido entre todos los que Juanita le mostró. Un sonido rítmico acompañaba ahora la llantina de Ibai, tac, tac, como la cadencia de las olas, como el mecanismo de un reloj. Tac, tac y el llanto fue cediendo suavemente hasta cesar por completo. Y entonces oyó la llamada.

—Amaia. —Sonó dulce y muy lejana, como antes el llanto del niño.

Ella continuó su ascenso, confiada, segura, estaba en la casa de su amatxi y nada malo podía pasarle allí.

—Amaia —llamó de nuevo la voz.

—Ya voy —contestó ella, y al oírse pensó en cuánto se parecían las dos voces, la que llamaba y la que contestaba.

Llegó al descansillo y permaneció quieta unos segundos para escuchar en la quietud de la casa el crepitar de los troncos en las chimeneas, los crujidos del suelo bajo su peso y la cadencia del tac, tac que, casi estuvo segura, provenía de arriba.

—Amaia —llamó la voz de niña triste.

Estiró su mano pequeña hasta tocar el pasamanos y emprendió el ascenso del último tramo mientras escuchaba cada vez con mayor claridad el tac, tac. Un paso, otro, casi al ritmo que marcaban los golpecitos hasta que llegó arriba. Entonces Ibai comenzó a llorar de nuevo y ella vio que su llanto procedía de la cuna, que en medio de la amplia habitación se balanceaba de un lado a otro, como si una mano invisible la meciera con fuerza hasta llegar al tope de madera que la frenaba. Tac, tac, tac, tac. Corrió hacia allí extendiendo los brazos para intentar frenar el balanceo de la cunita y entonces la vio. Era una niña, llevaba un camisón que era el suyo, se sentaba en un rincón del ático, el pelo rubio le caía por los hombros hasta la mitad del pecho y lloraba en silencio lágrimas tan densas y oscuras como aceite de motor, que se derramaban sobre su regazo empapando el camisón y tiñéndolo de negro. Amaia sintió un dolor profundo en el pecho al reconocer a la niña que era ella misma, muerta de miedo y abandono. Quiso decirle que no llorase más, que todo pasaría, pero la voz se quebró a mitad de su garganta cuando la niña alzó el muñón que quedaba del brazo que le faltaba y señaló la cuna en la que Ibai lloraba enloquecido.

—No dejes que la ama se lo coma como a mí.

Amaia se volvió hacia la cunita, y tomando al bebé corrió escaleras abajo mientras oía a la niña repetir su aviso.

—No dejes que la ama se lo coma.

Y mientras descendía a trompicones con Ibai apretado contra su pecho vio a los otros niños, todos muy pequeños y tristes que, alineados haciendo un pasillo, la esperaban a los lados de la escalera, y sin decir nada alzaban entre lágrimas sus brazos amputados mirándola con desolación. Gritó, y su grito atravesó el sueño y la sacó, sudada y temblorosa, de aquel trance con las manos apretadas contra el pecho como si aún portase a su hijo, con la voz de la niña clamando desde el inframundo.

James dormía, pero Ibai se movía inquieto en su cunita. Lo tomó en brazos sintiendo aún las reminiscencias del sueño y, aprensiva, encendió también la luz de la mesilla para conseguir disipar definitivamente los restos de la pesadilla. Miró el reloj y vio que pronto amanecería. Acostó al niño a su lado en la cama y le dio el pecho mientras él la miraba con ojos abiertos y le sonreía tanto que en más de una ocasión perdía el ritmo de succión, pero después de unos minutos comenzó a protestar demandando alimento. Amaia lo cambió al otro pecho pero pronto comprobó que sería insuficiente. Miró a su hijo con gran tristeza, suspiró y bajó a la cocina a hacerle un biberón. Al fin, la naturaleza estaba siguiendo su curso y la cantidad de alimento que podía darle a Ibai se había reducido debido a la disminución de las tomas; su cuerpo simplemente se estaba regulando. Ya casi no amamantaba al niño, ¿a quién quería engañar? A la naturaleza desde luego no. Regresó a la habitación, donde James ya se había despertado y atendía al pequeño. La miró sorprendido cuando tomó a Ibai en brazos, y mientras las lágrimas resbalaban por su rostro Amaia le dio el biberón.