18

Cuando llegó a Elizondo eran las cinco de la madrugada, y el cielo permanecía tan oscuro como si nunca fuese a amanecer. No se veían la luna ni las estrellas, e imaginó una densa capa de nubes negras que absorbían cualquier vestigio de luz, contribuyendo también a que la noche no fuese tan fría. Las ruedas de su coche traquetearon en el empedrado del puente, y el rumor de la presa de Txokoto la recibió con su canción eterna de agua viva. Bajó un poco la ventanilla para sentir la humedad del río, que, por lo demás, resultaba invisible en la oscuridad y sólo se adivinaba como una mancha de seda negra.

Aparcó frente al arco que formaba la entrada de la casa de su tía y buscó casi a tientas la cerradura. El camino hasta Baztán había sido largo y poblado de un vacío que le impedía pensar con fluidez. Parecían haber transcurrido varios días en lugar de unas horas desde que salió de casa, y ahora el cansancio y la tensión le pasaban cuenta, traducida en una terrible debilidad que nada tenía que ver con el sueño. Se sintió reconfortada en cuanto cruzó el umbral y pudo aspirar los aromas de leña, de cera para muebles, flores y hasta el olor dulce a galletas y mantequilla que desprendía Ibai. Tuvo que contenerse para no correr escaleras arriba a abrazarlo; antes tenía que hacer algo. Se dirigió hasta la parte de atrás de la casa y entró en un garaje que Engrasi usaba como leñera, lavadero y almacén. Se metió en el pequeño servicio, se despojó de toda la ropa introduciéndola en una bolsa de basura, abrió el grifo de la ducha y se colocó bajo el chorro de agua mientras se frotaba la piel con un trozo de jabón que encontró en el lavadero. Cuando terminó, se secó con vehemencia con una toalla pequeña, que introdujo también en la bolsa y, completamente desnuda, volvió hasta el recibidor, de donde tomó una gruesa bata de lana de su tía. Así vestida, abrió la puerta de la calle y caminó descalza sobre el suelo helado los veinte metros que había hasta el contenedor de basura, donde, tras anudarla, arrojó la bolsa en su interior y cerró la tapa. Cuando volvió a entrar en la casa, James la esperaba sentado en la escalera.

—Pero ¿qué haces? —dijo, sonriendo divertido al ver su atuendo.

Ella aseguró la puerta y respondió un poco avergonzada:

—He ido a tirar algo a la basura.

—Vas descalza, y hace dos grados ahí fuera —dijo, poniéndose en pie y abriendo los brazos en un gesto que era como un ritual entre ellos.

Ella se acercó hasta quedar pegada a él y lo abrazó, aspirando el olor cálido de su pecho. Después, levantó la cara y James la besó.

—Oh, James, ha sido horrible —dijo, sin poder evitar ese tono de niña pequeña que se reservaba para hablar con él.

—Ya pasó, cariño, ya estás en casa, yo te cuidaré.

Amaia se ciñó aún más a su cuerpo.

—No lo esperaba, James, no creía que tuviera que enfrentarme a esto de nuevo.

—Ros me lo contó cuando regresó. Lo siento, Amaia, ya sé que es muy difícil, especialmente para ti.

—James, hay mucho más, cosas que pertenecen a lo que no puedo contar y todo es…

Él tomó su rostro con las manos y le levantó la cara para besarla de nuevo.

—Vamos a la cama, Amaia, estás agotada y helada —dijo, pasándole una mano por el cabello mojado.

Se dejó conducir como sonámbula y, desnuda, se introdujo entre las sábanas tibias, pegada contra el cuerpo de su marido. Siempre bastaba con el olor de su piel, la firmeza de sus brazos, la eterna sonrisa de niño malo para que lo desease con locura. Hicieron el amor sin ruido, de un modo profundo e intenso, con una fuerza que parecía reservada para vengarse de la muerte, para resarcirse de sus ultrajes. El sexo de después de los funerales, el sexo tras la muerte de un amigo, el sexo que afirma que sigues vivo a pesar de los daños, el sexo intenso y soberbio del desagravio, que está destinado a borrar la sordidez del mundo, y lo consigue.

Se despertó con la sensación de haber dormido tan sólo unos minutos, pero comprobó en su reloj que había pasado casi una hora: ni siquiera había sido consciente de que se dormía. Escuchó la respiración cadenciosa de James y se incorporó, inclinándose un poco sobre él, para ver al niño. Dormía boca arriba, la boca entreabierta y los brazos en cruz con las manitas abiertas y relajadas. Se puso el pijama de James, que había quedado olvidado en el suelo, y tapó a su marido con el edredón, antes de salir, sigilosa, de la habitación.

Las cenizas de la chimenea estaban completamente frías. Las removió un poco para hacer cama a la nueva remesa de leña, que fue colocando, como los palitos de un juego de construcción, mientras pensaba. El fuego prendió enseguida, avivado por las ramitas pequeñas con las que había formado un nido central, y retrocedió al sentir el calor en la cara, quedándose sentada en uno de los dos sillones de orejas que había frente a la chimenea. Palpó en el bolsillo del pijama su teléfono móvil y consultó la hora, calculando la diferencia con Nueva Orleans, mientras buscaba el número en su agenda.

Aloisius Dupree. «Vuestra relación es enfermiza». El recuerdo de tía Engrasi la molestó. Dupree, además de su amigo, era el mejor agente que había conocido: intuitivo, sagaz, inteligente… Dios sabía que ella necesitaba ayuda. Aquello a lo que se enfrentaba no era de índole normal, y ella tampoco era lo que se podía llamar una poli normal. En el último año, la colección de cosas extraordinarias que le habían ocurrido no parecía tener fin. Podía resolverlo, estaba segura, pero necesitaba alguna guía, ayuda, porque los caminos que debía recorrer eran demasiado intrincados y confusos.

«Por favor, te pido que no vuelvas a llamarle».

—Maldita sea, tía —masculló guardando el teléfono entre la tela del pijama.

Como atraída por una música que sólo ella escuchase se puso en pie y recorrió la distancia hasta el aparador sin quitar los ojos del paquetito de seda negra que reposaba tras las puertas de cristal. Se dirigió hacia la escalera, subió al primer piso y apenas llegó a rozar la puerta del dormitorio de su tía.

—Bajo en un minuto —dijo la anciana desde la oscuridad.

Para cuando lo hizo, Amaia ya había tomado el paquetito entre sus manos deshaciendo los nudos que lo contenían. Cuando cogió la baraja, la notó cálida, como algo vivo, y se debatió un instante entre las dudas que aquel acto le suscitaba. Durante un rato, mezcló las cartas sin mirarlas apenas, mientras repasaba mentalmente las evidencias, las líneas de su investigación, las hipótesis aún apenas esbozadas.

—¿Qué es lo que debo saber? —preguntó tendiéndoselas a su tía, que sentada frente a ella la observaba en silencio.

—Barájalas —ordenó Engrasi.

Las sensaciones del presente le trajeron recuerdos del pasado. El tacto suave de los naipes deslizándose entre sus dedos de niña, el olor característico que emanaba desde las cartas cuando las movía, mezclándolas, el modo intuitivo en que las elegía y la ceremonia, que su tía le había enseñado y ella repetía con toda seriedad, con que les daba la vuelta, sabiendo mucho antes de girarlas lo que había al otro lado; y el misterio resuelto en un instante, cuando la ruta que seguir se dibujaba en su mente, estableciendo las relaciones entre los naipes. Abreviando el método, como había hecho de niña, optó por la parte superior de la baraja. Engrasi las fue disponiendo, formando una cruz mientras Amaia claudicaba a la tiranía de los recuerdos de tantas otras veces; una a una, las fue volteando mientras el más profundo desasosiego la invadía en la medida en que iba reconociendo las cartas que iban saliendo, como si entre aquel día en que Ros se las echó y hoy no hubiera pasado un año.

La posibilidad de que una tirada se repitiese carta por carta era remota, pero que además llevasen aquel lóbrego mensaje resultaba aterrador. Y mientras una asombrada Engrasi las iba girando y una nueva figura aparecía ante sus ojos, la voz trémula de Ros le llegó como un oscuro eco del pasado.

«—Has abierto otra puerta. Haz la pregunta —ordenó Ros, con firmeza.

»—¿Qué es lo que debo saber?

»—Dame tres.

»Amaia se las dio».

Su hermana las había colocado en el lugar en que su tía lo hacía ahora, y las imágenes coloristas del tarot de Marsella se repetían ante sus ojos, como calcadas de las de un año atrás.

—Lo que debes saber es que hay otro elemento en la partida infinitamente más peligroso. Y éste es tu enemigo, viene a por ti y a por tu familia, ya ha aparecido en escena, y continuará llamando tu atención hasta que accedas a su juego.

—Pero ¿qué quiere de mí, de mi familia?

Volvió la carta, y sobre la mesa, el esqueleto descarnado la miró, como aquel día, desde sus cuencas vacías.

«—Quiere tus huesos —dijo Ros desde el pasado».

—Quiere tus huesos —dijo Engrasi.

Amaia la miró, furiosa. Temblando de pura rabia recogió los naipes, apretándolos en el mazo, y en un impulso lo lanzó con fuerza lejos de sí. Las cartas volaron en bloque por encima del sillón de orejas y fueron a estrellarse contra la repisa de la chimenea, donde se desplegaron con un golpe sordo, cayendo al suelo sin ruido, desperdigadas frente al hogar.

Durante un minuto permaneció quieta, mientras asimilaba lo que había sucedido. Desde donde estaba podía ver que algunos de los naipes habían quedado boca arriba, mostrando su faz de vivos colores que atraían su mirada como un imán, mientras en su interior crecía la repugnancia y la rabia, y se recriminaba la torpeza que le había llevado a caer en la vieja trampa que supone adelantarse un paso al destino.

Las enseñanzas de Engrasi se repetían hasta formar parte de esas letanías que inconscientemente se reproducían en su mente y lo harían siempre:

«Las cartas son una puerta, y una puerta no debes abrirla porque sí, ni dejarla abierta después. Las puertas, Amaia, no hacen daño, pero lo que puede entrar a través de ellas, sí. Recuerda que debes cerrarla cuando termines tu consulta, que te será revelado lo que debas saber, y que lo que permanece a oscuras es de la oscuridad».

Engrasi permanecía quieta observándola, y cuando la miró habría jurado que tenía miedo.

—Lo siento, tía, ahora las recojo —dijo, huyendo de sus ojos pávidos.

Se agachó junto a la chimenea y comenzó a recoger las cartas, formando de nuevo un mazo. Tomó el lienzo de seda que le tendía su tía y se sentó frente al fuego a contarlas, para asegurarse de que estaban todas: cincuenta y seis arcanos menores y veintidós arcanos mayores; sin embargo contó veintiuno. Se inclinó hacia un costado buscando la carta que faltaba, y vio que se había quedado de canto en el borde interior de la chimenea. La altura del fuego se había reducido considerablemente, y el naipe pegado a la pared interior no corría peligro alguno de quemarse. Tomó las pinzas que colgaban de la pared y cogió la carta por un extremo, sacándola de la chimenea y dejándola boca abajo en el suelo. Puso las pinzas de nuevo en su sitio y tomó el naipe para unirlo a los demás. El dolor recorrió su brazo como una descarga eléctrica que le atravesó el pecho, haciéndole perder el equilibrio. Quedó sentada en el suelo apoyada contra el sillón. Era un infarto, estaba segura. El dolor que le recorrió el brazo, encogiéndolo, como si todos los tendones que lo sostenían se hubieran roto a la vez, una laceración que le atravesó el pecho, y el pensamiento que, a pesar del pánico, o debido a él, se había formado claro en su mente: «Voy a morir».

En una ocasión, se lo había dicho un médico: «Sabes que es un infarto porque piensas que te mueres».

Concentrada en no gritar, fue consciente de pronto de los sollozos de su tía, que se inclinaba sobre ella diciéndole algo que apenas podía escuchar, y de algo más, del lugar en el que se generaba el dolor, y el lugar estaba al extremo de su brazo, en las puntas de los dedos pulgar e índice. Miró sorprendida la carta que aún sostenía, a pesar de que sus dedos se habían crispado en una postura de defensa. Poniendo todo el cuidado en controlar su impulso de arrancar la carta de entre sus dedos, tiró suavemente de ella con la otra mano, llevándose parte de la piel, que quedó adherida al brillante cartoné de la cubierta con dos huellas indelebles. El dolor cedió en el acto. Miró, aprensiva, la carta que había quedado boca arriba tirada entre sus piernas, y no se atrevió a tocarla. Parecía increíble que un trozo de cartón hubiese podido guardar tanto calor como para provocarle semejante quemadura. Cuando un rato después sacó la mano de debajo del chorro de agua fría, la piel pareció estar en buenas condiciones, y del dolor sólo quedaba un leve hormigueo en la punta de los dedos, como cuando se calientan rápidamente las manos muy frías.

Engrasi le tendió una toalla, con la que insistió en secarle las manos mientras inspeccionaba con ojo clínico los dedos.

—¿Qué crees que ha pasado ahí, Amaia?

—No estoy segura.

—Es la segunda vez que veo algo así y la primera fue el otro día cuando en Juanitaenea tocaste la cunita del desván.

Amaia recordó el episodio, el modo en que sus tendones se habían contraído como si hubieran sido cortados todos a la vez.

Amaia sonrió de pronto.

—Ya lo sé —exclamó, aliviada—. Tenía una molestia en el hombro, el fisioterapeuta me dijo que seguramente era una leve tendinitis de tener a Ibai en brazos, pero la semana pasada tuve la reválida de tiro y para prepararme estuve yendo a la galería todos los días. Es eso, tía. La última tarde que fui, hasta el instructor me comentó que tenía que tener el hombro destrozado. En el momento no noté nada más que un hormigueo, pero es evidente que el esfuerzo ha empeorado la lesión.

En los ojos de Engrasi la duda no daba tregua.

—Si tú lo dices…