24

El intenso frío de aquella mañana venía acompañado de una pesada niebla que se aplastaba contra el suelo debido a la carga de agua que llevaba, y que parecía iluminada desde dentro por un sol intenso, desconocido en los últimos días, que ahora la tornaba hiriente a los ojos, como si la niebla estuviese hecha de microscópicos trozos de cristal. Amaia condujo manteniéndose en la carretera, tan sólo guiada por la línea blanca que apenas era visible por la ventana lateral. Los ojos le ardían por el esfuerzo constante de intentar ver y el fastidio se sumaba a la frustración que sentía. Ya de madrugada había despertado de un sueño plagado de voces, de gente que hablaba y discursos indescifrables que le llegaban en la oscuridad, como la emisión de una radio del inframundo mal sintonizada en la que los mensajes y las palabras venían mezclados con apremios, llantos y exigencias que no alcanzaba a entender, y que le dejaron al despertar una sensación de incompetencia y confusión de la que no conseguía deshacerse. Había despertado en el sofá donde se había quedado dormida, cubierta con una manta y apoyada en un cojín, que la tía le había colocado, y se había arrastrado hasta su dormitorio donde Ibai descansaba completamente estirado en la cama, relegando a James a una porción mínima del colchón.

—Duermes como tu padre —había susurrado, tumbándose junto al niño durante unos minutos.

La placidez golosa del sueño de Ibai le hizo recuperar el equilibrio, la fe y la sensación de que todo iba bien. Absolutamente inmóvil, el niño dormía confiado, los brazos extendidos como aspas de molino y una tranquilidad reservada a los justos. La boca entreabierta y tan quieto que, a menudo acercaba el oído para percibir la respiración. Se había inclinado para aspirar el aroma dulce de su piel y como obedeciendo a una llamada, el bebé se había despertado. La sonrisa perfecta dibujada en el rostro de su hijo se contagió al suyo, pero la magia sólo duró unos segundos, hasta que el niño comenzó a reclamar su comida lanzando sus pequeñas manitas torpes hacia su pecho, que ya no podía alimentarle. Le había cedido el niño a James, que se lo llevó abajo mientras ella pensaba una vez más que era una madre de mierda.

Entró en la sala de reuniones y comprobó que Jonan aún no había llegado. Encendió su ordenador y en cuanto abrió el correo se topó con dos llamadas de atención. El mensaje del doctor Franz, que parecía haberse vuelto habitual, y otro reenviado desde el correo de Jonan, del Peine dorado. Abrió el segundo.

«La dama espera su ofrenda».

—Pues la dama puede esperar sentada —dijo, mandándolo a la papelera.

El del doctor Franz también parecía una copia extendida del anterior, con excepción de una parte que le llamó la atención. «Quizá debería investigar cómo es que el doctor Sarasola tenía tantos conocimientos sobre el caso de su madre, detalles de su tratamiento, y sobre todo de su comportamiento, que están sujetos a la privacidad médicopaciente y que es cuando menos “curioso” que él conozca, teniendo en cuenta que nunca la ha tratado, y lo sé porque lo he comprobado».

Releyó dos veces el mensaje y por primera vez desde que había comenzado a recibirlos no lo eliminó. Tenía claro que el tarttalo conocía a su madre desde antes de su ingreso en Santa María de las Nieves. Barajó la posibilidad de que el padre Sarasola y el visitante que aparecía en la grabación del psiquiátrico fuesen la misma persona, y la descartó. El sacerdote y el director Franz se conocían muy bien, lo suficiente para no despistarle con unas gafas y una perilla falsa. Además, su aspecto y talla no encajaban con los cálculos que habían realizado a partir de las grabaciones. Aun así la duda quedó dando vueltas en su cabeza.

Salió al pasillo y se asomó a la oficina general. Zabalza trabajaba medio oculto por la pantalla de su ordenador y no se percató de su presencia hasta que estuvo a su lado. En un rápido gesto apagó el monitor. Amaia esperó unos segundos a que él recuperase el control antes de hablar.

—Buenos días, subinspector.

—Buenos días, jefa.

Amaia percibió cómo al decir jefa el tono de su voz había descendido hasta ser casi inaudible.

—Tengo trabajo para usted. Apunte este nombre: Rosario Iturzaeta Belarrain. Quiero que busque en los registros del hospital Virgen del Camino, en el hospital Comarcal de Irún, en la clínica Santa María de las Nieves y en el hospital Universitario. Necesito una lista de todo el personal que la trató o tuvo relación con ella en el tiempo en que estuvo ingresada o visitó las urgencias de estos hospitales.

Zabalza terminó de escribir y levantó la mirada:

—… Es mucha información.

—Lo sé, y cuando la tenga quiero que cruce las listas y me diga si hay alguien que aparece en más de un listado.

—Me llevará días —replicó él.

—Pues no debería perder tiempo.

Se volvió y salió de la oficina sonriendo un poco mientras sentía a su espalda la mirada hostil de Zabalza.

—Ah, otra cosa —dijo, volviéndose de pronto.

A punto estuvo de estallar en carcajadas al ver la reacción de alumno pillado con que Zabalza bajó la mirada.

—Búsqueme la dirección de Fina Hidalgo; no sé si procede de Rufina o Josefina, toda la información que tengo es que vive en el valle, consulte en el padrón del ayuntamiento. Esto último es urgente.

Él asintió sin levantar la mirada.

—¿Lo tiene todo? —insistió ella, maliciosa.

—Sí —susurró.

—¿Cómo?

—Sí, lo tengo todo, jefa. —Y ella sonrió de nuevo al oír cómo la palabra se le atascaba como si masticase tierra.

Al salir se cruzó en el pasillo con Jonan, que llegaba charlando con Iriarte.

Fina Hidalgo vivía en una buena casa de piedra de lo que se podía considerar el centro urbano de Irurita, la segunda población más grande de Baztán. Tenía dos plantas en las que destacaba el mirador acristalado que se había puesto tan de moda a finales del siglo XVIII; pero lo que sin duda la hacía peculiar era su inesperado jardín. Un sauce llorón a cada lado custodiaba el acceso por un camino de lajas rojas, bordeado de prímulas y enormes lavandas perfectamente recortadas. Llamaba la atención la variedad de plantas en distintos tonos que iban desde el verde ajado hasta el granate, consiguiendo un efecto de color realzado por los ciclámenes rojos que adornaban las ventanas. Un invernadero de cristal adosado a la casa, y de unos doce por doce metros, se veía perlado desde el interior con millones de microscópicas gotas de agua. Una mujer la saludó desde la puerta.

—Hola, venga por aquí, seguro que le gusta verlo —dijo, metiéndose de nuevo en el invernadero.

A pesar de estar atestado de plantas y de la enorme humedad, era un lugar agradable, en el que flotaba un intenso aroma mentolado en un ambiente más cálido que el exterior.

—Una es esclava de sus costumbres —dijo la mujer, dirigiéndose a ella mientras se inclinaba a cortar los brotes nuevos de unas plantas. Los cercenaba usando su propia uña, un poco sucia y teñida del jugo verde que brotaba de las plantas, y los iba arrojando a un tiesto vacío.

Amaia la observó. Calzaba unas botas de goma con intrincados dibujos de cachemira, unos pantalones de montar y una blusa rosa, y llevaba el pelo de un ajado pelirrojo que debía de ser natural recogido en la nuca con un pasador. Cuando levantó la mirada para hablarle, Amaia pudo ver que llevaba los labios pintados de un rosa muy suave. Aún era muy bella. Le calculó unos sesenta y cinco años. Zabalza le había dicho que acababa de jubilarse y el estado de su jardín apuntaba a que ésa era su mayor afición.

—La estaba esperando, su compañero me dijo que vendría. Acabo con esto y entramos a tomar un té; si no les quito estos brotes nuevos ahora, se comerán toda la energía de la planta —dijo casi enfadada.

El interior de la casa no desmerecía el jardín. De marcada inspiración victoriana, la profusión de adornos, sobre todo de porcelanas, era a la vez hermosa y mareante. Fina le ofreció un té en un juego de piezas muy delicadas, y se sentó frente a ella.

—Mi hermano falleció hace tiempo, él compró esta casa, aunque afortunadamente me dejó decorarla a mí. Lo del invernadero también fue idea suya. A mí al principio no me hizo gracia, pero la jardinería es como una droga, una vez que empiezas…

—Tengo entendido que usted era su enfermera.

—Lo cierto es que no tuve otra opción. Mi hermano era un buen hombre, pero un poco chapado a la antigua. Era casi veinte años mayor que yo, mis padres me tuvieron cuando parecía que no podía ser. Los pobres fallecieron con poco tiempo de diferencia cuando yo tenía catorce años, y antes de morir le hicieron prometer a mi hermano que siempre cuidaría de mí. Ya ve usted, como si las mujeres no supiésemos cuidar de nosotras mismas. Imagino que lo harían con buena intención, pero él se lo tomó al pie de la letra, así que estudié enfermería, fíjese bien que no digo medicina sino enfermería, y me convertí en su ayudante.

—Ya comprendo —dijo Amaia.

—Y lo fui hasta que se jubiló, cuando al fin pude salir a trabajar fuera del valle, en hospitales, con otros médicos. Pero ahora soy yo la que estoy jubilada, ¡y qué cosas! Ahora descubro que me apetece estar aquí.

Amaia sonrió, sabía de qué hablaba.

—¿Asistía usted a su hermano en los partos?

—Sí, desde luego; entre mis títulos está el de comadrona.

—El nacimiento del que necesito información ocurrió en junio de 1980.

—Oh, pues seguro que está en los ficheros; acompáñeme —dijo poniéndose en pie.

—¿Guarda aquí los ficheros?

—Sí, mi hermano tenía una consulta en Elizondo y otra aquí en casa, es típico de los médicos rurales. Cuando se jubiló y cerró la consulta de Elizondo lo trajo todo aquí.

Entraron en un despacho que bien podría haber salido de un club inglés de fumadores: una magnífica colección de pipas ocupaba toda una pared, compitiendo con otra de estetoscopios y trompetillas antiguas. Recordó la mención del doctor San Martín respecto a la costumbre extendida entre los médicos de coleccionar material propio de su profesión.

Fina apuntó la fecha en un papel.

—¿Ha dicho 1980?

—Sí.

—¿El nombre de la paciente?

—Rosario Iturzaeta.

Levantó la mirada, sorprendida.

—Recuerdo a esa paciente, estaba mal de los nervios, así era como se llamaba entonces a estar neurótico.

Sin saber exactamente por qué, se sintió incómoda.

—No quiero su expediente médico, sólo información relativa a los partos. ¿Necesitará una orden judicial?

—Por lo que a mí respecta, no. Mi hermano ha muerto, y es probable que la paciente también. Usted es policía, seguramente podrá obtener esa orden, ¿para qué vamos a complicar tanto las cosas? —dijo, encogiéndose de hombros.

—Gracias.

La mujer sonrió antes de volver a inclinarse sobre los ficheros y Amaia pensó de nuevo que debió de ser muy guapa.

—Aquí está —dijo, levantando una carpeta—, y menudo expediente tiene. Vamos a ver los partos. Sí… Aparece primero en 1973 un parto natural, sin complicaciones, una niña aparentemente sana, nombre Flora. Segundo parto en 1975, parto natural, sin complicaciones, una niña aparentemente sana, nombre Rosaura. Tercer parto, 1980, parto natural, gemelar, sin complicaciones, dos niñas, aparentemente sanas, no constan nombres.

El corazón se le aceleró ante la facilidad con que aquella mujer acababa de decirle que tuvo otra hermana. Le arrebató la hoja amarillenta de las manos.

—¿Aparentemente sanas?… ¿Si una de las niñas estuviese enferma o hubiera muerto aparecería aquí?

—No. En aquellos tiempos, para los partos en casa no se contaba con muchos medios: observará que ni siquiera aparece el peso ni la estatura; se les realizaba el test Apgar, y una inspección rutinaria. «Aparentemente sanos» es un concepto sin más; si uno de los bebés hubiese sufrido, por ejemplo, una cardiopatía, habría sido indetectable, a menos que en el mismo instante del nacimiento ya mostrase síntomas evidentes.

—¿Y si por ejemplo, a uno de los bebés se le hubiera practicado una cirugía, una amputación de un miembro?

—Eso se habría hecho en un hospital. Tenga en cuenta que como mucho se practicaba en consulta pequeña cirugía y curas.

—¿Y si uno de los bebés hubiera muerto?

—Si hubiese muerto aquí, en el valle, seguro que tengo una copia del certificado de defunción. Mi hermano firmaba todos los certificados en esa época, siempre que falleciese en el valle y no en un hospital de Pamplona.

—¿Podría buscarlo, por favor?

—Claro; será un poco más complicado porque no aparece el nombre de las criaturas.

Amaia repasó el expediente reparando en que en efecto no aparecía ningún nombre para ninguna de las dos niñas, y recordó lo que a ella misma le costó elegir uno para Ibai, hasta que hubo nacido. ¿Tenía eso en común con su madre?

Fina se dirigió a otro armario y sacó un fichero de cartón en el que aparecía la fecha del año.

—¿Se supone que falleció en el mismo año?

—Sí, creemos que fue recién nacida.

Apenas un minuto después, la mujer extrajo un pliego de entre los otros.

—Aquí la tenemos: hija recién nacida de Juan Salazar y Rosario Iturzaeta. Causa de la muerte, ¡oh, vaya!, muerte de cuna.

Amaia la interrogó con la mirada.

—«Muerte de cuna» es como se llamaba comúnmente al síndrome de muerte súbita del lactante —dijo, tendiéndole la hoja a Amaia—, lo que nos lleva a pensar que seguramente la niña venía mal.

—¿Estaba enferma?

—Bueno, enferma exactamente no, pero a veces hay cosas que no se detectan inmediatamente al nacer y que comienzan a ser evidentes a las pocas horas.

—No le entiendo.

—Algún retraso, por ejemplo, o alguna tara. Casi todos los recién nacidos tienen la cabeza abombada, el rostro aplastado por la estancia en el canal del parto y presentan un leve estrabismo, pero hasta transcurridas algunas horas, hay cosas que no son evidentes.

—Ya… —respondió Amaia, lentamente—… Pero no tienen por qué causar la muerte…

La mujer se la quedó mirando con las manos apoyadas a cada lado de la caja, y en su boca se formó una sonrisa torcida.

—¿Así que es usted una de ésas?…

Los pelos de la nuca se le erizaron e identificó de inmediato la desagradable sensación semejante a la de descubrir que una hermosa maceta de geranios está infestada de larvas de gusanos.

—Una ¿de cuáles? —preguntó, sabiendo que la respuesta no le gustaría.

—Una de esas que pone el grito en el cielo sin saber ni de qué habla. Seguro que en cambio sí está a favor del aborto cuando el feto presenta daños neurológicos.

—Pero un recién nacido no es un feto.

—¿No? Pues yo soy partera, he visto miles de recién nacidos y cientos de abortos, y no veo que se puedan establecer tantas diferencias.

—Pues las hay, y la principal estriba en que una criatura recién nacida es autónoma de su madre, y la ley así lo establece.

—Ja, la ley —dijo, pasándose una mano por el pelo—. Me río yo de la ley. ¿Tiene idea de lo que supone para una familia con tres o cuatro niños lidiar con uno más, y peor todavía si tuviera alguna tara?

—Espere un momento, ¿me está diciendo que usted y su hermano… mataban recién nacidos con deficiencias?

—Oh, mi hermano no. Él era como usted, un meapilas moralista que no tenía ni idea. Y sí, no tengo problema en admitirlo: esas faltas ya han prescrito. En la mayoría de los casos fueron los propios familiares, sólo en algunos tuve que ayudarles porque no tenían valor para hacerlo por toda esa memez del fruto de tu vientre, pero ellos lo negarán como yo, y oficialmente son muertes de cuna. Además, el médico que firmó los certificados, en este caso mi hermano, era un hombre intachable, y está muerto.

—¿Faltas? —se indignó Amaia—. ¿Lo llama faltas? Son asesinatos.

—¡Oh, por Dios! —exclamó la mujer, fingiendo una gran afectación que se transformó de pronto en el más absoluto desdén—. ¡No me joda!

Amaia la estudió atentamente. Con su blusa rosa y sus botas de goma, aquella encantadora señora que había dedicado su vida a criar azaleas y a traer niños al mundo era una sociópata sin ningún tipo de remordimiento. Sintió la ira creciendo, ocupando en su interior el espacio que cedía al desconcierto. Repasó mentalmente las opciones legales que tenían para detenerla y se daba cuenta de que ella tenía razón, sería imposible probar los delitos que ya habían prescrito, y con sólo negarlos cualquier abogado mediocre la dejaría limpia.

—Me llevo este certificado —dijo, mirándola fijamente.

La mujer se encogió de hombros.

—Llévese lo que quiera, me encanta colaborar con la policía.

Sin esperar a su anfitriona salió al jardín y agradeció el aire frío, que le ayudó a combatir la sensación de ahogo del interior de esa casa. Mientras caminaba resuelta hacia la entrada, la mujer habló a su espalda. Su tono era de burla:

—¿No quiere llevarse un ramo de flores, inspectora?

Amaia se volvió para mirarla.

—¡Sola vayas! —dijo sin saber muy bien por qué.

La sonrisa se heló en el rostro de la mujer y comenzó a temblar como si un frío ártico la envolviese de pronto. Intentó una vez más un amago de sonrisa, pero sus labios se contrajeron en un rictus canino que le hizo mostrar los dientes hasta las encías, y cualquier atisbo de belleza pasada quedó olvidado.

Amaia aceleró el paso al ritmo de su corazón, se metió en el coche y condujo hasta que salió del pueblo, y reparó en que aún sostenía entre el volante y los dedos el pliego de papel amarillento.

—«Sola vayas» —repitió incrédula.

Era una defensa mágica, una especie de fórmula de protección contra las brujas, y hacía casi treinta años que no la oía. A su mente acudió el recuerdo vívido de su amatxi Juanita diciéndoselo: «Cuando sepas que estás ante una bruja cruza los dedos así —le decía pasando el pulgar entre el índice y el corazón—, y si te habla contéstale “Sola vayas”. Ésa es la maldición de las brujas, van solas y nunca, nunca descansan, ni después de muertas». Sonrió ante la frescura del recuerdo, sepultado en el olvido durante años, y ante la perplejidad que le causaba haberlo recreado, que aquella horrible mujer le hubiese hecho recordarlo. Detuvo el coche a un lado e hizo una llamada al Ayuntamiento de Baztán para preguntar por el enterrador; después condujo hasta el cementerio de Elizondo.

La oficina del enterrador en el cementerio era realmente un cubículo de cemento que desde lejos pasaba desapercibido entre los panteones aportalados de la parte alta que tanto le recordaban a los de Nueva Orleans. En el interior, una pequeña mesa y una silla rodeadas de cuerdas, escobas, cubos, andamios desmontados, puntales y tacos, palas y una carretilla. En un rincón, un par de ficheros metálicos con cerradura, y en la pared, un calendario de gatitos en un cesto que resultaba allí del todo incongruente. Inclinado sobre la mesa había un hombre mayor vestido con un buzo de mahón, que se incorporó cuando la oyó a su espalda. Amaia pudo ver que sobre el tablero tenía un transistor de radio y un par de pilas sueltas.

—Ah, hola, usted es la que ha llamado para ver los ficheros.

Ella asintió.

—Si son del año 1980 están aquí —dijo, poniéndose en pie y palmeando el armario metálico—. Lo más moderno lo van metiendo en los ordenadores, pero eso lleva tiempo, y total… —Se encogió de hombros con un gesto que lo decía todo.

El hombre sacó del interior un tomo encuadernado en el que figuraba la fecha y lo puso sobre la mesa. Con sumo cuidado, extendió el certificado que Amaia le tendía, y guiándose con el dedo fue recorriendo los nombres escritos a mano del libro.

—No está aquí —dijo, levantando la cabeza.

—¿El que no tuviera nombre puede complicar las cosas?

—Pero por fecha y causa de la muerte lo tendríamos que encontrar; no está.

—¿No es posible que esté en otro libro?

—No hay otro libro, uno por año, y nunca lo terminamos —dijo, pasando con el dedo las hojas del final que estaban en blanco—. ¿Está segura de que el entierro fue en este cementerio?

—¿En qué otro podría ser? Esta familia es de Elizondo.

—Bueno, puede que sean de Elizondo ahora, pero quizás uno de los abuelos era de otro pueblo; pudieron enterrar a la criatura allí…

Salió de la pequeña oficina doblando el pliego, que guardó en el bolsillo interior de su abrigo, y se dirigió a la tumba de Juanita. Ahí estaban la pequeña cruz de hierro, encerrando en su interior el nombre; a su izquierda, la del abuelo que no llegó a conocer y justo detrás aquella que durante años evitó ni siquiera mirar, la de su padre. Era curioso cómo recordaba cada detalle del día en que la tía la llamó para decirle que su padre había muerto, aunque ella ya lo sabía; lo había sabido sólo un instante antes de que sonara el teléfono y en ese segundo toda la frialdad, todo el silencio que les había distanciado como padre e hija, se abatió sobre ella como una condena sin tiempo, porque el tiempo se había acabado. Miró de soslayo su nombre escrito en la cruz y el dolor la golpeó, acompañando a la vieja pregunta: ¿por qué lo permitiste?

Dio un paso atrás y observó con ojo crítico la superficie de la tierra, que aparecía cubierta de césped y que no presentaba signos de haber sido tocada. Subió casi hasta el final, pasando cerca de la tumba de Ainhoa Elizasu, la niña cuyo crimen la motivó en su regreso a Baztán para investigar el peor caso de su vida. Vio flores y una muñequita de trapo que alguien había dejado allí. Casi al fondo localizó el panteón antiguo en el que estaban enterrados sus propios bisabuelos y algún tío o tía muertos antes de que ella naciera. Las argollas de hierro que lo adornaban habían dibujado rastros herrumbrosos formando un reguero por donde la lluvia había arrastrado durante años su tinte anaranjado. La pesada losa estaba intacta.

Dio la vuelta para bajar por el centro del camposanto, y al acercarse al crucero que lo custodiaba vio a Flora, que, con la cabeza un poco inclinada, permanecía inmóvil frente a la tumba de Anne Arbizu. Sorprendida, la llamó:

—Flora.

Su hermana se volvió, y al hacerlo pudo ver que tenía los ojos húmedos.

—Hola, Amaia, ¿qué haces aquí?

—Dando un paseo —mintió, acercándose hasta quedar frente a ella.

—Yo también —dijo Flora, dando un paso hacia el camino y evitando mirarla.

La siguió y durante un par de metros ambas caminaron despacio sin hablar y sin mirarse.

—Flora, ¿sabes si nuestra familia tiene algún otro panteón o tumba en este o en otro cementerio del valle aparte del de los bisabuelos y las tumbas de tierra?

—No, y déjame que te diga que es una vergüenza. Los bisabuelos arriba, los abuelos y el aita abajo. Todos desperdigados por el cementerio, como los pobres.

—Es curioso que nuestros padres no compraran un panteón, parece algo propio de la ama. Me llama la atención que no lo tuviera pensado, y que esté dispuesta a que la entierren junto a la amatxi Juanita.

—Te equivocas, dejó que enterrasen al aita junto a la amatxi porque él lo quería así, pero la ama nunca perteneció del todo a este lugar. Ella tiene dispuesto que la entierren en San Sebastián, en el panteón que su familia tiene en el cementerio de Polloe.

Amaia se detuvo en seco.

—¿Estás segura de eso?

—Sí. Tengo desde hace años una carta de su puño y letra con las indicaciones para su funeral y entierro.

Amaia lo pensó unos segundos y después preguntó:

—Flora, tú tenías siete años cuando yo nací, ¿qué recuerdas de entonces?

—Vaya pregunta, ¿cómo quieres que me acuerde?

—No sé, no eras tan pequeña, algún recuerdo tendrás.

Flora lo pensó un instante.

—Recuerdo que te daba el biberón y Ros también; el aita nos dejaba. Él lo preparaba, te colocaba en nuestros brazos sentaditas en el sofá y te dábamos el biberón por turnos. Supongo que nos parecía divertido.

—¿Y la ama?

—Bueno, en aquella época ya estaba mal de los nervios, la pobre siempre ha sufrido tanto…

—Sí —contestó Amaia con frialdad.

Flora se volvió como alcanzada por un rayo.

—Mira, si quieres hablar, hablamos, pero si vas a empezar así yo me voy —dijo, caminando hacia la salida.

—Flora, espera.

—No, no espero.

—Es importante para mí saber qué pasaba en esa época.

Sin volverse, Flora levantó una mano como despedida, llegó a la verja y salió del cementerio.

Amaia suspiró, vencida. Regresó atrás hasta la tumba de Anne Arbizu y tomó en la mano el pequeño objeto que había creído ver. Una nuez. Su superficie aparecía brillante y Amaia supo que su hermana la tenía en la mano un instante antes de que la llamara. Una nuez. La colocó donde estaba y siguió el camino de Flora hacia la salida. Sonó el teléfono. Miró la pantalla extrañada; era Flora.

—La ama tenía una amiga, se llama Elena Ochoa y vive en la primera casa blanca que hay junto al mercado. No sé si querrá hablar contigo, hace muchos años la ama y ella discutieron, dejaron de hablarse y no han vuelto a hacerlo. Yo creo que es la persona que mejor la conocía en esa época. Sólo espero que tengas respeto y no hables mal de nuestra madre, que no tenga que arrepentirme de esta llamada.

Colgó sin esperar más.

—Sé quién eres —dijo la mujer al verla—. Tu madre y yo éramos amigas, pero hace muchos años de eso. —La mujer se echó a un lado para franquearle el paso—. ¿Quieres entrar?

El pasillo era muy estrecho pero aun así había en él un enorme aparador que dificultaba el paso. Amaia se detuvo esperando a que la mujer le indicase hacia dónde dirigirse.

—En la cocina —susurró.

Amaia entró por la primera puerta a la izquierda y esperó a la mujer; ella la siguió indicándole que se sentara en una silla apoyada contra la pared.

—¿Quieres un café?; iba a ponerme uno.

Amaia aceptó, aunque no le apetecía. La mujer parecía muy incómoda a pesar de los esfuerzos evidentes por mostrarse amable. Aun así había en su comportamiento una especie de histeria contenida que la hacía parecer sumamente inestable y frágil. Dispuso los cafés en una bandeja sobre la mesa de la cocina y se sentó al otro extremo. Al servirse el azúcar, derramó parte sobre el mantel.

—¡Vaya por Dios! —exclamó, quizá demasiado afectada.

Amaia esperó a que la mujer lo limpiase y a que se sentara de nuevo mientras fingía concentrar toda su atención en el café.

—Está bueno —comentó.

—Sí —respondió la mujer, como si pensara en otra cosa, y alzó los ojos para mirarla de frente—. Tú eres Amaia, ¿verdad? La pequeña.

Ella asintió.

—Para cuando tú naciste, nosotras ya nos habíamos distanciado. Yo lo pasé muy mal porque quería mucho a tu madre. —Hizo una pausa—. La quería de verdad, y me dolió mucho terminar con nuestra amistad. Yo no tenía otras amigas y cuando tu madre llegó aquí nos hicimos inseparables. Hacíamos todo juntas, pasear, cuidar de las niñas; yo también tengo una hija, de la edad de tu hermana mayor. Íbamos a comprar, al parque, pero sobre todo hablábamos. Está bien tener a alguien con quien hablar.

Amaia asintió, animándola a continuar.

—Así que cuando nos distanciamos, bueno, fue muy triste para mí. Yo creía que con el tiempo ella cambiaría de parecer y quizá… Pero ya sabes que eso nunca ocurrió.

La mujer levantó la taza y casi se ocultó tras ella.

—¿Qué razón lleva a dos buenas amigas a distanciarse?

—Lo único que puede interponerse entre dos mujeres. —La miró y asintió.

—Un hombre.

Amaia repasó mentalmente el perfil del comportamiento de su madre desde que podía recordarlo. ¿Había estado tan ciega?, ¿su visión sesgada de hija le había impedido ver a su madre como una mujer con necesidades de mujer? ¿Había sido un hombre lo que había desequilibrado a Rosario, quizá por el hecho de no ser libre para irse con él en una sociedad costumbrista y cerrada como la baztanesa?

—¿Mi madre tenía un amante?

La mujer abrió los ojos, sorprendida.

—Oh, no, claro que no, ¿de dónde has sacado esa idea? No, no era esa clase de relación…

Amaia levantó ambas manos, demandando respuestas.

—Se suponía que era un grupo de expresión corporal y emocional, una de esas milongas tan de moda en los años setenta, ya sabes, relajación, tantras, yoga y meditación, todo unido. Nos reuníamos en un caserío. El propietario era un hombre muy atractivo, bien vestido y con mucha labia, un psicólogo o algo así; ni siquiera sé si tenía algún tipo de titulación. Al principio fue divertido. Hablábamos de avistamientos ovni, de abducciones, viajes astrales y esas tonterías, y poco a poco, comenzaron a dejar esos temas para centrarse tan sólo en la brujería, la magia, los símbolos mágicos, el pasado de brujería en el valle. A mí esto me divertía menos, pero tu madre estaba fascinada, y tengo que reconocer que tenía su atractivo y su interés. A ella le gustaba todo eso de las reuniones clandestinas, pertenecer a un grupo secreto…

Bajó la mirada y se quedó en silencio. Amaia esperó unos segundos hasta que se dio cuenta de que la mujer se había ido muy lejos.

—Elena —la llamó suavemente. Ella levantó la mirada y sonrió un poco—. ¿Qué ocurrió?, ¿que le hizo abandonar?

—Los sacrificios.

—¿Sacrificios?

—Gallos, gatos, corderos…

—Mataban animales.

—No, los sacrificaban… De distintas maneras, y la sangre tenía una importancia demencial. La recogían en unas escudillas de madera y luego la guardaban en botellas con algún componente que la mantenía líquida. Yo no podía con eso, no, no me parecía bien… Mire, me crié en un caserío, claro que matábamos gallinas, conejos, cerdos incluso, pero no así. Entonces fue cuando conocimos al otro grupo. Nuestro maestro, así lo llamábamos, nos hablaba de que había más grupos como aquél por toda Navarra; a menudo se ausentaba durante días para visitarlos. Nos anunció que vendría un grupo de Lesaka del que se sentía especialmente orgulloso, y que ellos nos ayudarían a completar nuestra formación y a alcanzar el siguiente grado. Serían una docena de personas, hombres y mujeres; hablaban todo el tiempo de «el Sacrificio» como si fuese algo muy especial. Nosotros ya los habíamos hecho, ¡Dios me perdone!, con animalitos pequeños, y yo ya estaba aterrada, así que lo pregunté claramente. Uno de los hombres me miró como si se sintiese lleno de gracia: «El Sacrificio es el Sacrificio, un gato o un cordero son “un sacrificio”, pero “el Sacrificio” sólo puede ser humano». No soy ninguna mojigata, yo había oído contar a mis abuelos historias sobre los asesinatos de niños que las brujas cometían como sacrificio antes de comer su carne, y siempre pensé que eran cuentos de viejas. El caso es que a las pocas semanas, el maestro llegó sonriendo y nos dijo que los miembros de Lesaka habían realizado «el Sacrificio». Yo pensé que lo decía como parte del misticismo del que se rodeaba; vaya, que no llegaba a creérmelo del todo, pero por otra parte busqué en los periódicos por ver si encontraba algo, noticias de niños muertos o desaparecidos; no encontré nada, pero aquello no me gustaba. Lo hablé con tu madre y le dije lo que pensaba y que debíamos dejarlo, pero ella se puso hecha una furia. Me dijo que yo no entendía la importancia de lo que hacíamos, el poder del que hablábamos. Vaya, que me di cuenta de que le habían lavado el cerebro. Me acusó de ser una traidora y acabamos mal. Yo no volví a reunirme con el grupo, pero durante meses recibí sus recordatorios.

—¿Recordatorios?

—Cosas que pasarían inadvertidas para otros, pero que yo sabía bien lo que eran.

—¿Como qué?

—Cosas… Unas gotas de sangre junto a la entrada de mi casa, una cajita que contenía hierbas atadas junto a pelos de animal. Un día, mi hijita volvió del colegio y traía en la mano unas nueces que una mujer le había dado por el camino.

—¿Nueces? ¿Qué significado tiene eso? —preguntó, pensando en el solitario fruto que Flora había colocado sobre la tumba de Anne Arbizu.

—La nuez simboliza el poder de la belagile. En su pequeño cerebro interior, la bruja concentra su deseo maléfico. Si se la da a un niño y éste se la come, enfermará gravemente.

Amaia observó que la mujer se retorcía las manos sobre el regazo, presa de una gran agitación.

—¿Por qué cree que le enviaban esos «recordatorios»?

—Para recordarme que no debía hablar del grupo.

—¿Y mi madre continuó asistiendo a las reuniones?

—Estoy segura de que sí, aunque por supuesto yo no la vi, pero el hecho de que nunca más me dirigiera la palabra lo prueba.

—¿Podría hacer una lista con los nombres de las personas que participaban?

—No —dijo, serenamente—. No voy a hacer eso.

—¿Sabe si continúan reuniéndose?

—No.

—¿Puede darme la dirección del lugar donde se reunían?

—No me ha escuchado. Si lo hiciera, algo horrible le pasaría a mi familia.

Amaia estudió su expresión y llegó a la conclusión de que la mujer lo creía realmente.

—Está bien, Elena, no se preocupe, me ha ayudado mucho —dijo, poniéndose en pie y percibiendo de inmediato el alivio de ella—. Sólo una cosa más.

La mujer se envaró de nuevo, mientras esperaba la pregunta.

—¿Llegaron a proponer en su grupo sacrificios humanos?

La mujer se santiguó.

—Por favor, váyase —dijo, empujándola literalmente por el estrecho pasillo—. Váyase. —Abrió la puerta y casi la sacó al exterior.