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Monica Turner: No sé si es culpa de su repertorio de clásicos, pero usted, que se conserva tan joven, parece llevar cantando toda la vida. ¿Fue tan precoz como parece?
Lady Aldernay: Mi primera actuación con público fue a los diecisiete años y tuve diez espectadores mal contados. En realidad, ellos ni siquiera sabían que cantaría, porque habían ido a mi taberna a tomar una cerveza.
M. T.: ¿Su taberna?
L. A.: Sí, yo era la dueña.
M. T.: ¡Lady Aldernay, qué me dice! ¡Nunca la hubiese creído capaz de regentar una tasca! ¡Y además, tan joven!
L. A.: Vaya, lo ha dicho escandalizada, como si hubiese hecho algo pecaminoso o fuese un sitio de mala reputación. Mire, hablamos de las Islas en los años cincuenta: no había turismo ni comunicaciones. Si ya los nativos lo tenían difícil para ganarse la vida, imagínese una jovencita blanca, ¿qué futuro le quedaba si no quería casarse con un pescador? Le aseguro que un bar en Kuan era entonces mucho más respetable que la mejor posada de Devonshire. Era… [ríe] tenía un aire al Donovan’s Reef, ya sabe, la Taberna del Irlandés, en la película de John Ford, pero sin máquina tragaperras. Como negocio no fue mi mejor inversión, porque en Kuan nadie tenía interés por la música, al menos, no por la mía. Sólo iban por la cerveza, no la había en ningún otro lugar. Enterré allí buena parte de mi patrimonio, pero fue divertido. Y a fin de cuentas, gracias a eso comencé a cantar, de manera que tal vez no fuese tan mala decisión, después de todo.
M. T.: ¿Cómo se llamaba?
L. A.: Krakatoa, y yo solía decir que era el bar más nocturno del mundo. Las Islas están cerca del meridiano de los 180º, ya sabe, la línea que marca el cambio de fecha, así que Kuan es, oficialmente, uno de los últimos lugares de la Tierra donde se hace de noche. Era una exageración, claro, Samoa está más al oeste y supongo que allí habría entonces más de una taberna como la mía, pero me gustaba presumir, tenía la sensación de poseer un lugar único.
M. T.: Y allí cantó en público por primera vez.
L. A.: Sí, con la pianola que mi padre tenía en la iglesia. Tiempo después, contraté a Long John Silver, un americano negro de dos metros, que tocaba el saxofón y echaba una mano tras la barra. Mientras actuábamos, el público tenía que servirse y apuntarse las cervezas que consumía. Fíjese si era buena gente que jamás nadie se aprovechó para beber gratis.
M. T.: ¿Long John Silver, se llamaba? Está de broma, es un nombre de novela.
L. A.: [Asiente.] Así es, como el pirata cojo de La isla del tesoro. Vino con el apodo puesto, ¿eh?, no tuve nada que ver. Un tipo fenomenal, él sí que merece un artículo suyo mucho más que yo: llegó a las Islas ya ciego, sin otro equipaje que un petate y su saxofón, después de haber dado tumbos de un sitio a otro y pagarse con su música el pasaje para regresar a casa. Fue un hombre extraordinario, un amigo sincero y desinteresado, que sólo vivía por y para ayudar a los demás.
M. T.: ¿Murió?
L. A.: Murió ya, sí. [Parece a punto de llorar, enciende su enésimo cigarrillo y desvía la mirada hasta que mi carraspeo la obliga a regresar al presente.]
M. T.: ¿Puedo preguntarle cómo?
L. A.: Se le infectó una herida… hasta en eso tuvo mala suerte.
M. T.: Parece que las Islas no eran un paraíso, después de todo.
(Vanity Fair, agosto de 1983)
1957 - 1961
La taberna estaba al fondo de un callejón, si es que la caprichosa distribución de las casas permitía llamarlo así. Nikki lo había visto en uno de sus paseos, e inmediatamente se prendó del lugar.
—Un local en lo alto, con vistas a los acantilados, hubiese sido más bonito, claro —decía a veces, con la vana esperanza de convencer a Nahati de convertir su casa en el Montmartre de Kuan, en un sitio emblemático donde iniciar su emporio.
Sin embargo, en su fuero interno se veía obligada a reconocer que, gracias a la proximidad de la playa, tenía una clientela fiel.
Valiente lo había sido, sin duda. Había arriesgado su patrimonio en contra de la opinión de Nahati, que le había ofrecido hogar y manutención indefinidamente. Si se decidió no fue tanto por una cuestión económica como por el afán de hacer algo, por demostrar que no era un parásito y que podía valerse por sí misma. Tenía una renta en Inglaterra, fruto del legado de una de sus tías, y aunque aquel dinero apenas habría bastado en Londres para renovar su vestuario de uvas a peras, una vez convertido en dólares americanos y puesto a su disposición en las Islas, era una suma importante. Se lió la manta a la cabeza y alquiló la casita, después le encargó al carpintero una barra, mesas y sillas, e hizo traer desde Papéete un grupo electrógeno y una máquina de hacer hielo. Poca cosa si se comparaba con el verdadero riesgo: haber acordado con Lenantais que el barco correo hiciera una escala clandestina en la isla para descargar cajas de cerveza y bourbon.
Abría un rato a mediodía y encendía el pick-up: música alegre, vibrante, cosas de Satchmo o del Duque, o canciones de Ella. Como tenía pocos vasos, servía la cerveza en la botella, colocando en la embocadura un gajito de lima. Poco a poco, los pescadores que regresaban a comer adquirieron el hábito de reunirse en la taberna para exhibir sus peces antes de llevarlos a sus casas. Allí se reunían Lati, delgado como un bambú; Sadu, vestido siempre con harapos de pordiosero, o Kanbar, el de rostro pálido. Resultaba divertido verlos presumir de su pesca y retarse para el día siguiente, hablar de la paciencia y de la inteligencia que habían tenido que desplegar para engañar a los pescados y conducirlos al interior de las redes. A menudo tenían que ir a buscarlos sus hijos o sus mujeres, hartas de que las cervezas se fueran apilando y la comida no llegara; y entonces Nikki, que era avispada, las invitaba a un refresco, para que no culpasen al bar del retraso y prohibieran a los maridos hacer su escala habitual en el camino hacia casa.
La noche era una cuestión más complicada. ¿Por qué beber en un local cerrado pudiendo hacerlo bajo las estrellas, a la luz de una hoguera? Y, además, aquella música tristona que Takinoa se empeñaba en poner no les dejaba contar historias. Por no hablar de ese brebaje, bourbon, whisky o como se llamara, que sabía a chinches y era tan traicionero: uno bebía y bebía vasos sin darse cuenta, y cuando menos lo esperaba, se encontraba borracho debajo de un cocotero. No, donde estuviese un buen cuenco de paatsi, que se bebieran los blancos todo el whisky del mundo.
Al señor Sanders la idea de la taberna no le gustó nada. No habría podido decir si le había molestado más por su condición de clérigo o por la de padre. Alguna vez, el padre Isern le había recomendado pasar más tiempo con su hija, vigilar más su educación, pero el reverendo opinaba que su contraparte era francés, y católico por más señas, de manera que cómo iba a entender él los principios británicos del colegio privado, la forja que para el carácter suponía alejar a los niños de sus padres.
—Y ¿quién querría eso para sus hijos? —respondió una vez, harto, el viejo cura—. La forja es cosa de herreros, para que los niños aprendan no hay necesidad de majarlos a palos ni de hacerlos infelices.
El reverendo se encogió de hombros, igual que hizo cuando ella le pidió la pianola, arrinconada en la casa de Vanu. En realidad, aunque no lo confesó, se alegró de sacarla de allí y eliminar otro recuerdo de la infidelidad de su mujer. El instrumento no se utilizaba desde que su hija abandonara el colegio, pero su presencia aún amargaba al señor Sanders a pesar del tiempo transcurrido.
En el Krakatoa, observó Nikki, la pianola adquirió un sonido más tenebroso, muy distinto del que ella recordaba en las celebraciones religiosas, demasiado lúgubre para amenizar las veladas con melodías ligeras. Así que, un poco por necesidad y otro poco por casualidad, el instrumento maldito le descubrió el arte del acompañamiento. Si hasta entonces sólo se había preocupado de aprender la melodía principal, la competencia de aquellas notas tenebrosas que intentaban ahogar las suyas la forzó a estudiar de nuevo las canciones, a escucharlas con renovada atención, a escribir en la partitura las melodías escondidas en la trastienda de las baladas, sonidos a los que no había dado importancia y que arropaban y encumbraban a la cantante, reforzando los matices, permitiendo el lucimiento de los agudos y llenando los silencios. Ante aquel público resignado, conejillos de Indias agradecidos, Nikki fue puliendo su estilo, imitando a las grandes, tomando de aquí y allá algunos detalles, creando su propia impronta sin darse cuenta.
Le hizo especial ilusión que Tami le llevara la pianola, porque coincidían poco, sólo las contadas ocasiones en que Nahati viajaba a Vanu o cuando él acudía con suministros. Un encargo así no lo hubiera aceptado ningún otro, ni él lo hubiese hecho por nadie que no fuera ella, pues subirla a la patrullera resultó una hazaña que dio de hablar durante muchas jornadas.
Había aprendido a no echarle de menos, a curar su ausencia con otros muchachos, pero el corazón seguía dándole un vuelco cuando lo veía llegar sobre la oxidada motora, con su manoseada gorra de la Navy, igual a la que le había regalado a ella. Tami siempre procuraba quedarse uno o dos días de más y eso la llenaba de felicidad: había tantas cosas que hacer con él, a solas con él… El único nubarrón, sin embargo, eran esos minutos de intimidad que Nahati y él buscaban siempre al poco de encontrarse, esas miradas de inteligencia cruzadas antes de perderse un rato, esos secretos que intercambiaban y que, a juzgar por la gravedad de sus rostros, debían de ser una carga pesada.
—¿Qué os traéis entre manos vosotros dos? —les preguntaba a una y otro, juntos o por separado.
Ellos se limitaban a guardar silencio o a proferir excusas y evasivas. Lo más cerca que estuvo de una respuesta fue una noche calurosa que Tami se quedó a ayudarle a cerrar la taberna. Mientras regresaban por la playa para hacer más largo el camino, colgada de su brazo, al lanzarle por enésima vez la cuestión le oyó suspirar, y supo que nunca le tendría tan a punto de claudicar.
—¿No confiáis en mí? —insistió.
—Te confiaría mi vida.
—¿No me crees capaz de guardar un secreto?
—No voy a ponerte en el brete de guardarlo, hay cosas que es mejor no saberlas.
Pero los enfados en la isla duraban poco; allá la vida era fácil, caída del cielo. Las mañanas pasaban volando mientras aireaba y adecentaba el local, haciendo recuento de las cervezas servidas, de los cascos vacíos, del último resto en la botella de bourbon echada al coleto mientras entonaba canciones desgarradas… A veces acompañaba a algún pescador, un privilegio que exigía de ella la discreción más absoluta sobre sus caladeros. «La pequeña Takinoa trae suerte», decían entre ellos, y si no era verdad, ellos lo creían, al menos. Otras veces salía a pasear por los bosques de cedros y tecas, o iba a nadar en las frías aguas de la laguna del volcán Rakukura acompañada de algún chico, y entonces regresaba con el tiempo justo de abrir la taberna. Tampoco importaba demasiado llegar tarde, porque los parroquianos apuntaban escrupulosamente las cervezas que bebían y antes se hubieran dejado cortar la mano que escamotear una consumición a su «niña».
Al atardecer, después de una buena siesta, subía a preparar la cena, casi siempre lo que Nahati había pescado al curricán o los obsequios de las islas visitadas: fruta, alguna pieza de chancho asado, unas quisquillas, cosas menores que agradecía de corazón y que se veía obligada a llevarse para no ofender a sus habitantes. La princesa intentaba regresar a Kuan cada noche porque no le gustaba dejar sola a Nikki. En esa costumbre había mucho de atavismo, un eco de las recomendaciones que recibió de Avanda cuando la adoptaron, pero también una necesidad propia, pues pasaba muchas horas sola en el barco y para ella era un bálsamo aquel rato, después de la cena, en que las dos daban un paseo hasta la playa antes de abrir la taberna, charlando de todo y de nada, como dos hermanas. Nahati, de todos modos, procuraba no quedarse mucho en el Krakatoa, sólo el tiempo justo para hacer algo de bulto hasta la llegada de los primeros clientes; después se retiraba a dormir.
Como disponía de pocos marineros para las tres embarcaciones, le pedía a Nikki que la acompañase cuando le fallaba alguno. Y ella, entonces, en lugar de cantar hasta el amanecer mientras vaciaba una botella, cerraba pronto la taberna y se mantenía sobria, porque sabía bien lo estricta que era la comodoro a bordo de su embarcación, lo poco tolerante que era con los estragos de la vida disoluta. En ocasiones así, Nikki se vestía con shorts y blusa azules, como correspondía a un buen grumete, y se levantaba con tiempo para preparar el desayuno, cargar las vituallas y aprestar el barco.
A veces, Nahati la enviaba sola a alguna misión, siempre con buen tiempo y a islas sin peligro, con playas abrigadas y buen calado, y con la patrullera grande, la de treinta y seis pies, la más segura y la única con radar y con la radio operativa. Nikki se henchía de gozo, se sentía tan importante como Tami cuando el rey Ghanu le encargaba alguna cuestión de Estado.
En Kuan, que eran chafarderos incorregibles, se decía de él que ya había llevado a cabo una embajada en las islas Kindi y, pese al altivo desdén que el gobernador Chandra mostraba por el asunto, se creía que era importante. El tamipunkett había regresado con una medalla de oro con lazo rojo, regalo del rey Rangus, y muchos aventuraban que había viajado para concertar la boda de Wenda, su única hija, con Nehul. Cuando escuchó el rumor por primera vez, Nikki se preguntó si no sería ése el secreto que escondían sus dos amigos, y se sintió dolida por ignorar cosas de Tami que eran tan notorias para los demás.
—¿Tú lo habías oído? —le preguntó a Nahati, esforzándose por dulcificar el reproche.
—No de sus labios, y piensa que se espera de él que no nos cuente todo lo que haga.
—O sea, que es cierto.
—No creas todo lo que escuches por ahí.
—Y tú ¿cómo lo sabes?
—Ay, niña —se rió la princesa—, yo he nacido aquí y soy quien soy.
—Entonces en ese viaje hay más de lo que parece… —murmuró—, y si no quieres que yo me entere, es que hay alguna chica de por medio.
—El rey le envió a pelear, pero no te alegres demasiado de su éxito —advirtió Nahati, crípticamente.
La comodoro, que había vivido en carne propia la veleidad de la fortuna, sabía que Tami estaba sufriendo el acoso de poderosos conspiradores. Su único valedor era Ghanu, pero el rey huía de las peleas cortesanas como gato escaldado del agua hirviendo y, a la hora de la verdad, dejaba a sus leales a merced de los lobos. Ghanu era tan encantador como vanidoso y tenía a gala despertar en los suyos una devoción ciega con sus abrazos, sus sonrisas, sus pequeñas prebendas; pero en los últimos tiempos, bajo esa afabilidad, en Ghanu había aflorado un carácter egoísta y sólo se preocupaba de su bienestar. Las disputas le incomodaban y, cuando asistía al feroz acoso de uno de sus favoritos, volvía la cabeza sin mover un dedo, dejándolo solo. Y cuando alguno de su círculo protestaba, reclamaba justicia o intentaba abrirle los ojos, Ghanu se limitaba a decir que nadie era más valeroso que su gente, que no necesitaban de él para salir airosos y triunfar sobre la maledicencia, para ser valorados como merecían…, y así estaba cayendo Tami, como antes había caído Nahati y, mucho antes, Cuomi, mientras el soberano, sin darse cuenta o sin importarle demasiado, se iba quedando rodeado de quienes menos le querían, de mediocres cuyo único mérito era seguirles el juego a los verdaderos enemigos que acechaban en la sombra.
Sabía bien que a Tami le estaban desacreditando en la corte. Al enviarlo a Kindi, el rey no había hecho nada que no hubiese intentado antes con otros allegados suyos, pero la medalla del rey Rangus, la lanza del almirante, los servicios prestados a costa de la propia vida, eran méritos fugaces, y al final se acababa olvidando que tales éxitos estaban al alcance de muy pocos, quedaban eclipsados por los elogios y homenajes a otros que, habiendo hecho mucho menos, eran ensalzados y encumbrados más allá de toda medida. Al final siempre vencía la insidia, la cizaña, la mediocridad, la mentira. Nada que Tami hiciera bien, por muchas dificultades que entrañase, sería debidamente agradecido. Y en cambio, el menor error sería magnificado y provocaría que cayesen sobre él reproches, burlas hirientes, dudas sangrantes. Qué diferente trato se les daba a esos fariseos serviles, a la pandilla de Yaunu, a cuantos buscaban el afecto del príncipe heredero sumándose al enfrentamiento con el tamipunkett: cualquier tontería era alabada como la más heroica de las hazañas y nada era nunca culpa de ellos.
El propio Tami lo había intuido al poco de regresar. Habían sido nimios detalles al principio, una mala cara de la reina Panuke, una respuesta desabrida de Matené, los desplantes de Chandra…, hasta que la lista de agravios se hizo demasiado larga para enumerarla. Estaba preparado para la enemistad del mahat, porque no era reciente y siempre había sabido que consideraba a Tami un obstáculo para que su hijo adquiriese con Nehul el mismo ascendente que él tenía con el rey. Sin embargo, los dardos de la reina habían sido mucho más dolorosos, pues —hasta el día del regreso— siempre le había tratado como a un hijo.
Su triunfo en Kindi fue una tregua momentánea, porque ningún kweivei, aristócrata o plebeyo, había vencido jamás en el kabuke, el torneo del archipiélago vecino, y hacía mucho que habían dejado de acudir a medir sus fuerzas, pero la gloria apenas duró unos días. Sólo Chulhu, quizá la única voz que el rey escuchaba para lo bueno y lo malo, supo ver los réditos de aquella victoria y le insistió a Ghanu para que no dejase escapar aquella oportunidad de hermanarse con el rey vecino.
—¿Qué pensarán de nosotros si el héroe que les enviamos resulta ser un proscrito? —le advirtió a su sobrino—; cuantos más honores se le hagan a Tami, más honrados se sentirán en Kindi, más creerán que los valoramos y los tenemos por buenos aliados.
Sólo cuando Tami repitió su proeza doce meses después, Ghanu aceptó jugar aquella baza. Propuso organizar un gran banquete al que acudieran los gobernadores de todas las islas, prohijar al tamipunkett como hermano de sangre de su propio hijo, nombrarle su embajador plenipotenciario, miembro de su consejo privado, jefe de su guardia personal…, pero esos laureles llegaban ya demasiado tarde y fue Tami quien le pidió renunciar a esos privilegios, pues sabía que suscitarían envidias y que la cabeza que más sobresale es la primera en ser cortada.
Sin embargo, aprovechó su popularidad para pedirle a Ghanu que le enviara a la Perla del Norte a las órdenes de la comodoro.
—Tu humildad te honra —le dijo el rey, aunque no se le ocultaba que lo estaba perdiendo, que su fidelidad ya no sería ciega, que buscaba otros pagos donde lamerse unas heridas que consideraba injustas e inmerecidas, que huía de su lado, hastiado de golpes y desplantes—, ve en buena hora, serás allí mis oídos y mis ojos, y sólo responderás ante mi prima, que es mi boca.
Esa ocasión bastó para vindicar a Nahati y a Tami. Quien más habría de agradecerlo fue ella, cansada de inútiles pulsos con Chandra, aburrida de tantas cuestiones de fuero y costumbre, de tantas discusiones sobre quién estaba por encima y quién debía responder al otro: Ghanu había colocado a ambos fuera de la órbita del gobernador y convertido a Nahati, de hecho, en regente.
Panuke puso el grito en el cielo: tanto tiempo peleando contra su recuerdo para que, sin venir a cuento, su rival adquiriese un poder que un rey de las Islas jamás había otorgado antes. ¿Es que no podía haber utilizado otra expresión? ¿Ni podía, al menos, haberlo dicho en privado y no delante de media isla? «La boca, los ojos, los oídos del rey», un monarca sólo le decía eso a su propio hijo y cuando estaba casi en el lecho de muerte. No era sólo el poder omnímodo que les había conferido, parecido al de ese santo pescador que citaba a veces el padre Isern, ese que cuando ataba cabos en la tierra quedaban atados también en el cielo; no, era —sobre todo— el menosprecio a su heredero, al que había subordinado a aquella pareja de insolentes. Intentó que se retractara, pero Ghanu no podía volverse atrás sin parecer una marioneta voluble en manos de su esposa.
Nahati diría después que si el rey había tomado tan extraordinaria decisión, había sido por su carácter supersticioso: en el fondo, sólo él creía ya en el papel del tamipunkett, le aterrorizaba que cualquier muestra de desapego por Tami repercutiera en la buena estrella de su hijo. En cambio, aquella expresión ancestral, casi sagrada para otros a juzgar por el revuelo, nada significaba para él y —además— alejaba el problema y ponía sordina a las quejas de su mujer.
—No te engañes, Nikki —añadiría con ironía su prima—, le salió así porque estaba hasta las trancas de aguardiente.
Sin apresurarse, sin calma ni demoras excesivas, Tami empaquetó sus cosas, estibó con delicadeza su querida Chief, preparó un cable para remolcar su balandro, y dejó Vanu. Si para Nikki había sido una liberación, la llegada a Kuan tuvo para él un punto de castigo, un regusto a exilio. Que hubiese sido por elección suya y viajara con más honores que nunca no disimulaba que se estaba distanciando de palacio, rompiendo con un pacto que hasta entonces había guiado su vida. Y también, aunque eso no lo compartió con nadie, hería su orgullo, pues hasta entonces se había sentido una estrella rutilante, objeto de todas las atracciones, centro del universo, y su entronización se parecía bastante a una patada: su nuevo hogar le colocaba en su verdadero lugar, convertido en cabeza de ratón, relegado a una posición testimonial, vacía de poder y contenido.
Decidido a no quedarse mano sobre mano, asumió el mando de una patrullera, aliviando a Nahati de viajes y turnos, pero se resistió a escuchar querellas y dictar justicia aduciendo que él era únicamente «ojos y oídos» del rey. Nunca fue tan popular la monarquía en las islas septentrionales como en esos años en los que ellos dos recorrieron cada trozo de tierra, hablando con la gente por humilde que fuese su aspecto, preocupados por atender sus necesidades, llevándoles medicinas —casi siempre encargadas y pagadas por ellos mismos a Lenantais—, compartiendo la comida que hubiera, poca o mucha, y el mismo lecho bajo las estrellas. Jamás un rey había estado tan presente en la vida de los atolones, nunca se le había venerado tanto como entonces, pero cuando se ahondaba en ese cariño, no surgía Ghanu, sino la figura de los dos corregentes. Ambos, cada uno a su manera, tenían los gestos de grandeza que se esperaban de un rey, de un dios hecho hombre, de quienes no necesitaban revestir de dignidad cada palabra porque en ellos todo era nobleza. Había un fondo de venganza en su actitud: era gratificante presentar siempre el lado amable y dejar a Chandra el papel de malvado, el rostro duro y antipático del gobierno. El natni, como custodio de silos y lonjas y guardián del monopolio real del comercio entre las islas, tragaba bilis cuando Nahati o Tami disponían de los bienes a su cargo sin consultarle. Y todavía peor que él lo llevaba Suevi, a quien su abuelo había colocado al frente del gran depósito de gasolina de Kuan: por más que se negara a venderle combustible a Nikki para la taberna, siempre acababa obligado por Tami, que llenaba las latas de ella junto con las de las patrulleras. Naturalmente, pagaba escrupulosamente cuanto se llevaba a la taberna, no quería que le fueran a Ghanu con el cuento de que esquilmaba las propiedades reales, pero eso no impedía que continuamente se enviaran quejas de su supuesto expolio y de la manga ancha que tenían con Takinoa y ese contrabando de cerveza que se llevaba a medias con el francés.
El odio de Suevi hacia Nikki venía de lejos, de los primeros días de la taberna. Ella nunca había pretendido disimular el tráfico de alcohol, ¿para qué, si en la isla siempre acababa sabiéndose lo que hacía el vecino? Cuando se aproximaba el barco correo, estuviera la mar llana o arbolada, ella tomaba prestada una patrullera y salía a su encuentro cargada hasta los topes de cascos vacíos, se abarloaba y comenzaba la trasiega del bourbon y la cerveza. Más de una vez, la milla larga de regreso había sido una agonía, a punto de naufragar por el continuo movimiento de la carga, pero en aquellos días Nikki hubiera navegado sobre el Estigia antes que dejar su taberna sin mercaderías.
A los pocos días de abrirla, el gobernador había exigido impuestos y alcabalas desmesurados con la amenaza de cerrar el establecimiento. Nikki, ni corta ni perezosa, apeló a la justicia real, que allí sólo podía impartir el almirante o su hija. Hubo una larga controversia que deleitó a los isleños: ¿podía una papalagi hacer uso de las tradiciones de los kweivei? Los narices largas, decían unos, debían someterse a la voluntad del rey, pero no tenían los derechos de la gente del agua; y les respondían los otros que ellos mismos, cuando viajaban a las Farii o las Kindi, estaban sujetos a las leyes de esos lugares, para lo bueno y para lo malo. Nahati, riendo para sus adentros, dejó que la discusión se prolongara para ver quiénes se decantaban por ella y quiénes por Chandra. Era una cuestión importante y difícil, le decía a éste cuando se impacientaba, postergando la sentencia una semana tras otra; y luego, a los pescadores, les preguntaba sibilinamente su opinión, interesándose por lo que harían si se cerraba la taberna y no tenían un lugar donde reunirse, comparar su pesca mientras bajaban las mujeres a buscarlos, o bailar con ellas mientras se cocinaba. Cuando dictaminó a favor de Nikki, todo Kuan aplaudió la decisión, porque Nahati no se pronunció sobre los derechos de los blancos a servirse de las viejas tradiciones, no era ésa la cuestión, pues Takinoa no era nariz larga, sino uno de ellos, mujer de las Islas, aunque su piel fuera clara y su pelo cobrizo. En cuanto al pleito principal, la taberna se había abierto con autorización expresa del rey Ghanu, y si él no había exigido tasas, no podía hacerlo en su nombre el gobernador.
Chandra hizo algo inaudito hasta entonces: reclamó al rey que anulara la decisión de Nahati. Chulhu se sintió insultado y pretendió combatir a muerte para defender el honor de su familia. El rey tuvo que impedir aquel espectáculo lamentable, los dos viejos gritándose, lanza y escudo en ristre, a la antigua usanza, profiriéndose las maldiciones más aberrantes. Por una vez, Ghanu no escuchó las voces de su entorno que insistían en la razón que asistía al natni.
—La decisión de mi prima es la mía —sentenció—, y aunque no entraré en la disputa, sí recordaré a mi gobernador la deuda que tienen las Islas con Takinoa.
Chandra no perdonó aquel revés, pero escondió su rabia para no perjudicar más su posición. Convirtió las quejas sobre la taberna en un murmullo persistente y, como era una cuestión ya juzgada, lo hizo de manera soterrada, empleando calumnias cuando podía, con la intención de que calasen como una lluvia fina. Aún peor fue la actitud de Suevi, que, con la temeridad de la juventud, anunció a los cuatro vientos que Nikki habría de pagar con creces el desplante a su abuelo.
Desde entonces, Suevi no perdió ocasión de provocarla, él solo o con su pandilla. Acudía a menudo a la taberna para armar bulla: él y sus amigotes molestaban a los clientes, golpeaban la pianola, rompían las botellas de cerveza. No servía de nada que ella intentara impedirles la entrada o protestara: ellos se hacían un hueco en las mesas, bebían sin permiso, alborotaban y se marchaban sin pagar.
—Si estuviese aquí Tami… —suspiraba.
—Si le llamas, vendrá, y puede que lo arregle o puede que no, pero meterle en esto no le hará ningún bien, y eso es lo que están deseando sus enemigos —respondió Nahati—. Es tu problema y tienes que afrontarlo tú.
—¿Yo sola?
—Nadie ha dicho que estés sola.
De todos los amigos del príncipe, Suevi había sido siempre el eslabón más débil, no tan listo como Yaunu ni tan fuerte como Taunga, de manera que se había convertido en el objeto habitual de sus bromas. Nadie le habría tomado demasiado en serio en Vanu, donde era de sobra conocido su papel de bufón. En Kuan, en cambio, su amistad con Nehul y su parentesco con el gobernador le hacían gozar, si no de prestigio ni respeto, sí de temor. Solía ir acompañado de tres muchachos grandotes, pilluelos del interior que le reían las gracias y encontraban en él la oportunidad de mejorar su condición. Nikki no se veía capaz de hacerles frente, ni siquiera a Suevi solo, que le sacaba una cabeza y mucha fuerza, a pesar de los días de molicie. Vencerlos era cuestión de astucia… o, caviló, de saber emplear la fuerza de los otros.
Cuando los pescadores fueron entrando en la taberna a la hora del almuerzo, la encontraron sentada en un rincón con los ojos enrojecidos. Ella no respondía a los saludos, se limitaba a servirles sus cervezas y volvía a su taburete sin responder a las preguntas. Para aquellos hombretones curtidos en la dureza de la mar, acostumbrados a que las mujeres fueran tan rocosas como ellos, los sollozos de una chiquilla menuda les encogían el corazón. Algo espantoso tenía que haber sucedido, murmuraban entre ellos, porque Takinoa era dura y valiente como un cormorán. Si cruzaban la mirada con sus ojos enrojecidos, la bajaban avergonzados, sin saber qué decir ni qué hacer para enjugar su llanto.
Al descubrirla en ese estado, las mujeres abrazaron a Nikki y miraron a los hombres con el mismo aprecio que a una res. Los pescadores se encogieron de hombros, tratando de disculparse. Nikki, con grandes lagrimones corriendo por sus mejillas, se confió a las mujeres: iba a cerrar la taberna, ya no podía soportar más los aguijonazos de Suevi y sus amigos, molestando a la clientela, ni tampoco más noches sin dormir, asustada por las sombras que se asomaban a las ventanas cuando ya estaba cerrando, por las voces y las risas que auguraban a Rizos de Cobre un castigo ejemplar. Ella estaba sola, no podía pedirle a Nahati que la ayudara, bastante se había enfrentado ya a Chandra, y Tami estaba en Vanu, demasiado lejos para llegar a tiempo de impedir nada. No es que tuviera miedo, bueno, algo sí —confesó—, es que tenía los nervios deshechos de tanto esperar el siguiente acoso de aquellos canallas.
—Bebed todo lo que queráis —invitó—. Cierro el bar, no podemos hacer nada contra ellos.
—¿Cómo que no podemos, muchacha? —se ofendió Mela, la más resuelta de las mujeres—. Nosotras aún no hemos empezado a pelear, tú déjanos y verás.
Desde que regresara del colegio, Suevi no había hecho otra cosa que molestar a la gente, aprovecharse de la posición de su familia, y ahora se empeñaba en asustar a la pobre Takinoa. Y ellos, calzonazos —les dijo a los hombres—, ¿iban a permitirlo, iban a dejar que la chiquilla se diera por vencida, perdiera toda su fortuna? ¿Se quedarían quietos viendo cómo el gobernador se salía con la suya y se quedaba el negocio, les privaba de sus cervezas, de los buenos ratos después de una jornada agotadora, o les pedía un precio abusivo por sus bebidas? ¿Y no era Takinoa una de ellos, no había hecho por la gente de los atolones lo que Chandra no había sido capaz? No podían tolerar ningún abuso más. Suevi y su pandilla eran cobardes e indignos y como a tales los tratarían: los hombres irían a buscarlos, todos juntos, para que no se dijera que faltaba o sobraba alguno, y cuando los tuvieran en la playa les darían el castigo que, el pueblo y no el rey, reservaba en las Islas para los cobardes: les quemarían las posaderas, les grabarían a fuego la marca indeleble de su vergüenza. Hacía mucho tiempo desde la última vez, pero ya iba siendo hora de rescatar las viejas tradiciones de los kweivei.
Nikki ocultó a duras penas la sonrisa maliciosa que le asomaba a los labios, abrazó a su protectora y corrió a lavarse la cara y, de paso, a tirar las rodajas de cebolla que escondía en su pañuelo.
Que nadie le fuera con el cuento al gobernador decía mucho de lo harta que la gente estaba de Suevi y sus secuaces. Los cazaron cuando salían de sus casas, uno a uno, acercándose por detrás y colocándoles un saco sobre la cabeza. Para aquellos hombres curtidos, fibrosos como raíces de sauce, fue pan comido capturarlos y, ciegos y mudos, llevarlos a la playa. Les bajaron las calzas y las tiraron al suelo boca abajo para aplicar contra sus posaderas las piedras candentes, una en cada nalga. Mucho peor que el daño fue la vejación. El olor a carne quemada fue para Nikki aroma de victoria, y la visión de aquellas marcas coloradas del tamaño de un puño resultó una deliciosa venganza.
—Takinoa es de los nuestros —dijeron—, quien la molesta, lo paga.
Allí los dejaron, sin más gestos ni palabras. La justicia de los kweivei era simple y directa, siempre había sido así, incluso en los tiempos anteriores a los primeros reyes. Cuando los guardias liberaron a los reos, los llevaron a la taberna para la primera cura, a pasitos cortos, lastimeros, con las vergüenzas al aire, y Nikki, que estaba en la puerta, se negó a franquearles el paso.
Nahati lo había visto desde lejos y sonrió pensando en los rugidos de Chandra. El gobernador no lo presentaría como una ofensa ni como un crimen, sino como una sedición, intentaría envolverlo de motivaciones políticas para que se olvidasen las verdaderas causas, sin darse cuenta de que el golpe asestado a su autoridad sería mucho más demoledor cuanto menos privado fuese. Al usar los pescadores el ancestral castigo a los cobardes, estaban enviando un mensaje meridiano: no había sido un capricho ni una cuestión puntual, sino algo discutido y madurado en la asamblea de hombres libres. Nahati daría la orden de encontrar a los cabecillas, por supuesto, pero no pensaba poner demasiado empeño, y cuando el asunto llegara al rey y la llamase a capítulo, sabía que Ghanu aceptaría la decisión de su prima, que dejaría pasar el asunto y asumiría que, a veces, en raras pero felices ocasiones, la justicia del pueblo llega donde no alcanza la del rey.
Suevi no volvió a ser el mismo, dejó de molestar a Nikki y se resignó a apartarse al cruzarse con ella. La única venganza que tenía al alcance era negarse a servirle combustible, pero eso resultaba una minucia cuando pensaba en la vergonzante marca de sus glúteos.
«Kuan me ama», se decía desde entonces cada tarde, en la plomiza hora de la sobremesa, mientras todos dormían y ella descansaba bajo la sombra de una palmera, dejándose abanicar por sus ramas mecidas por el viento, arrullada por el rumor profundo de las olas. Nada echaba en falta, ni siquiera a Tami. Sus visitas —sin duda más espaciadas de lo que ella habría deseado— eran un regalo, pero en la Perla del Norte no añoraba su presencia como lo habría hecho en Vanu. La vida en Kuan tenía sus propias reglas. En la galbana de aquellos días lánguidos, había descubierto, no sin un punto de rubor, que su amor juvenil se había apaciguado, desprendiéndose de los arrebatos melindrosos, de la necesidad febril de besarle, de acurrucarse en sus brazos y cantar para él, sólo para él, a la luz de la luna.
La vida en Kuan estaba llena de pequeñas satisfacciones que la ayudaban a olvidar los desengaños, y cuando el tamipunkett se instaló en la isla, tras dos aciagos años en la capital, Nikki se alegró más por él, por el final de sus tribulaciones, que por la renovada posibilidad de alcanzar ese deseo que tanto había anhelado de cría. Nahati auguraba, no sabía si por darle ánimos, que él no le haría caso hasta que no se olvidara de Avanda, porque —por mucho que se empecinara en ocultarlo y rompiera entretanto los corazones de otras muchachas— continuaba obsesionado con ella.
—La ha idealizado y no volverá a enamorarse de nadie hasta que no se desengañe.
—Pues no lo parece, lleva más novias que días tiene el año —rezongó Nikki—; ya podía apuntarme en su lista.
—¿Y tú querrías eso? —razonó la comodoro—. ¿Tú querrías que tu relación con él fuese como la de esas chicas de una semana?
—No —concedió, bajando los ojos.
—Ni él tampoco, por eso se empeña en considerarse tu hermano, para no caer en la tentación, para no hacerte daño.
—Pues es un imbécil.
—Eso te parece ahora, pero si se hubiese acostado contigo y después te hubiese abandonado, ahora no sabrías cómo recomponer tus trozos.
Lo cierto era que Nikki también había devorado a unos cuantos chicos del pueblo y de sus alrededores, adquiriendo cierta fama de femme fatale, un poco casquivana, como esa Gilda, que también era cantante y pelirroja, aunque sin duda mucho más malévola que la hija del reverendo. Los besos de aquellos chavales inocentes habían sido un pobre remedio para curarla de su viejo anhelo y apenas habían conseguido anestesiarlo, pero Nikki había encontrado en esos devaneos, como le había vaticinado la comodoro, un motivo para pasar página.
La presencia de Tami en Kuan no atemperó la vida libertina de Nicole, sus excesos con el alcohol, las eternas madrugadas de canciones y bourbon, los juegos sexuales al límite de lo prohibido, el riesgo llevado al extremo en las regatas y en las carreras por la fronda. Si las riñas de Nahati habían servido de poco, las de Tami no lograron más. Los años en la taberna asilvestraron a Nikki, que ya no sería capaz de redimirse hasta que, mucho después, la devolviera al redil un ultimátum de McNally.
Tami, en cualquier caso, fue recibido en Kuan con honores de gobernador. Honores privados, pues el natni alegó una inoportuna enfermedad para no bajar a la playa. Le correspondió a Nahati esperar en el pantalán la llegada del balandro y obsequiarle con guirnaldas de flores. Para entonces ya era del dominio público la nueva posición de ambos, nominalmente sólo por debajo del rey. Acudió gente de toda la isla por mera curiosidad y porque se esperaba de tan altos señores que atendieran a los huéspedes, que echaran la casa por la ventana y sirvieran un banquete memorable. La comodoro tuvo que comprometer buena parte de los depósitos reales para atender a los comensales, pero nadie protestó, ni siquiera Chandra, que no se atrevía a medir sus fuerzas con Nahati, temeroso de que hubiese comenzado el declive de su mandato.
Tami también se instaló en casa de los Paitai. Nikki se sintió la muchacha más afortunada del mundo, porque al atardecer se sentaban los tres en la terraza a esperar esa hora mágica en que el sol rompía la línea del horizonte, envolviendo mar y cielo de nubes, rosadas primero y luego de un brillante carmesí que poco a poco se volvía añil. Allí, mientras hacían planes sobre los próximos viajes o escuchaban alguna balada de Chet o Miles, compartían sus pensamientos, sus esperanzas, y todos los problemas parecían tener solución.
Nikki invitó alguna vez a Mute, el más abnegado de sus novios. Aquel muchachote grande, de pelo corto y rasgos un poco europeos, se sentaba en el suelo junto a ella y permanecía en silencio, cohibido por la presencia de los dos corregentes y emocionado por el privilegio de su proximidad. Pero por regla general, los extraños no eran bienvenidos, se trataba de un momento privado, el único en el que no tenían que fingir y podían mostrarse como realmente eran.
Nikki sabía que ninguno de los tres era completamente dichoso, que había un poso inconfesable de desasosiego provocado por la nostalgia que destilaban las baladas, por el sentimiento de exilio encubierto, o —más probablemente— por el inconfesable mal de amores que sobrevolaba en las reuniones, pero durante aquellos deliciosos minutos del crepúsculo el mundo parecía estar en armonía, el mar bramaba a sus pies y los amores no correspondidos dejaban de importar. Tardes como aquéllas sanaron las heridas de Nahati y le hicieron olvidar lo sola, mustia y perdida que había llegado a estar.
Cuando llegó el doctor, ella ya era una persona nueva, había logrado enterrar sus demonios personales, y como había hecho su hermana con el aviador, en cuanto le echó la vista encima, decidió que sería suyo.
Klaus von Brüelle era su nombre, así que para los kweivei se convirtió en el doctor, o simplemente Doc. Llegó a Kuan a bordo de un velero de cincuenta pies que a duras penas podía gobernar él solo. Era alto y extremadamente delgado, con los pómulos marcados y unos ojos grises como los mares de su tierra. El cabello, de un rubio casi albino, contrastaba con la piel tostada durante la navegación. Sin embargo, las arrugas profundas de su rostro no se debían al sol, sino a las penalidades de la guerra, a la campaña rusa y el cerco de Stalingrado. Allí, además de perder la fe en la naturaleza humana, se había dejado también buena parte de su salud. Solía decir que en esa época no era más que un muchacho, y aunque sabía que sonaba a excusa, a disculpa por haber militado en aquel ejército tan vilipendiado, él no sentía ninguna vergüenza por haber servido a su país: su padre y sus tíos habían perdido la vida defendiéndolo, y renegar del uniforme de la Wehrmacht habría significado traicionar la memoria de los suyos. La historia —ya se sabía— la escribían los vencedores culpando a los vencidos; y él, con cuarenta años demasiado largos a sus espaldas, había aprendido que nada era blanco o negro: había vivido demasiadas cosas grises para cambiar sus sentimientos y sentirse culpable.
Klaus, sin parecerlo, era un pájaro con el ala rota. Si se había embarcado en esa solitaria vuelta al mundo era porque el universo parecía de pronto más hostil que veinte años antes, en lo más cruel de la guerra; había vivido demasiado tiempo en un país en ruinas y aquella Alemania golpeada y dividida se estaba reconstruyendo a costa de esconder bajo la alfombra las vergüenzas. Al acabar la contienda y salir del campo de prisioneros donde le habían internado los ingleses por cumplir con su deber, se había propuesto hacer tabla rasa, olvidar las miradas acusadoras de los carceleros, los interrogatorios y las delaciones, limpiar los escombros y construir los cimientos de una nación nueva. Durante esos años, Herr Doktor había atendido heridos de guerra, mutilados de cuerpo y alma, hasta el día en que uno de los médicos jóvenes cuestionó sus métodos, más propios de un sanitario en la estepa siberiana que de un cirujano moderno. Sentado en un banco de la ribera del Meno, Klaus comprendió que el joven tenía razón, que su heroico título de médico militar no servía para la vida civil, que los tiempos habían cambiado y él no se encontraba con fuerzas para adaptarse a ellos.
No le tenía ningún apego a las propiedades de la familia, destruidas tras incontables bombardeos, y al venderlas se sintió liberado. Y ¿por qué iba a dar la vuelta al mundo en barco —se preguntaba—, si en su árbol genealógico no se podía encontrar ningún marino?
—Por eso mismo, para convertirte en un hombre nuevo —le había respondido su antiguo profesor de anatomía, el último nexo que le quedaba con el estudiante de medicina que, inesperadamente, había recibido el título apenas veinticuatro horas antes de subir a un tren rumbo al frente oriental—. Márchese, Brüelle —le animó—, en nuestra profesión no se puede vivir con dudas.
El doctor había atracado en Kuan porque de allí era el único portulano de las Islas que encontró en sus viejas cartas, de cuando Alemania aún conservaba posesiones en el Pacífico. Que hubiera tres pequeñas patrulleras británicas, por muy herrumbrosas que estuviesen, no le dio buena espina: ya había vivido la hostilidad de las colonias aliadas, empeñadas en no olvidar los agravios de dos guerras. Aceptó la guirnalda de flores con escepticismo, preguntándose cuánto tardarían en escupirle a la cara, como habían hecho en Tuamotu aquellos marineros franceses. Que le hablaran en esa lengua no le tranquilizó nada, y mientras seguía al paisano hacia la comandancia, sintió el cansancio de la travesía, la necesidad de reposar unos días en tierra sin que le echaran en cara su condición de presunto criminal.
Nahati recogía los últimos papeles de su mesa, a punto de concluir la jornada tras haber anotado las quejas de los vecinos, los suministros que solicitaban, las resoluciones que había dictado, y al levantar la mirada, por la rendija de la puerta del despacho entreabierta vio la figura demacrada de Klaus von Brüelle y se le antojó que el tiempo había retrocedido y que un pirata de antaño había traspasado el umbral de su oficina. Durante el instante que él tardó en pasar revista a la habitación, Nahati estudió su rostro curtido, sus ojos descreídos, su cuerpo magro, con los hombros levemente encorvados por el peso de una carga invisible. No fue amor a primera vista, pero sí interés, curiosidad ante una visita inesperada, y aunque ella nunca lo reconoció, el doctor se la ganó al besar su mano, un gesto extravagante en las Islas que él realizó con la espontaneidad y naturalidad de quien había aprendido en el gymnasium, desde adolescente, a tratar a damas de alta alcurnia.
Nahati, vencida sin saberlo, le ofreció su hospitalidad y le llevó a su casa, donde Tami y Nikki prepararon discretamente un punch de lima y aguardiente para agasajarle. La comodoro acaparó la conversación desde el primer momento, enredando al invitado con su tela de araña sin llegar a desvelarle sus intenciones. Cuando bajaron los cuatro al Krakatoa, Nahati lo hizo del brazo del alemán, y él ya había prometido permanecer unas semanas en la isla, hasta el fin de la temporada de tifones.
—¿Le gusta el jazz? —le preguntó Nikki.
—He escuchado muy poco. En mi país, la música americana se consideraba decadente. Ahora se oye rock and roll, claro, ¿dónde no?, pero a mí me ha llegado tarde.
—Es igual, cantaré algo suave para que saque a Nahati a bailar.
Nikki se acordaba del romance de Avanda y Forbes, y se reía al ver en la hermana mayor los mismos gestos, el mismo afán posesivo.
—Esto ya lo he vivido antes —se burló, sin darse cuenta de la sombra de tristeza que veló durante un segundo los ojos de Tami.
Aquella noche, Nahati y el doctor fueron los últimos en abandonar la taberna, camino del barco, donde Klaus guardaba una botella de cognac para una ocasión especial. Permanecieron hasta muy tarde tumbados sobre cubierta, contemplando las estrellas, y cuando Nahati juzgó prudente retirarse, él insistió en acompañarla hasta su casa.
Dos meses después, el doctor Von Brüelle continuaba afincado en la isla y ya era conocido como Doc en todas las islas septentrionales tras visitarlas con la comodoro y examinar pro bono a sus habitantes. Tal vez la Polinesia no fuera tan distinta de la estepa rusa, pensó con orgullo al poner remedio a enfermedades endémicas en los atolones. Sin advertirlo, se había convertido en un chamán, en un brujo blanco, y el regreso a Kuan lo hacía con la patrullera llena de obsequios: lechones, canastos de fruta, exquisitos pescados, botellas de paatsi, flores y alguna propuesta de matrimonio que Nahati se encargaba de desmontar rápidamente.
Klaus encontraba esa vida divertida, había pasado demasiado tiempo solo, demasiados malos momentos, y resultaba una novedad sentirse en una hornacina, sobre un pequeño altar. Además, Nahati le gustaba, y parecía —se decía con una sonrisa vanidosa— que él a ella también. Cuando la comodoro le propuso construir un hospital para él, el doctor comparó su deseo de quedarse con el de completar la vuelta al mundo y no encontró un solo argumento para levar anclas.
Claro que, en ese tiempo, Nahati había tejido a su alrededor una pequeña red de lazos invisibles y el doctor se preguntaba cómo había podido vivir hasta entonces sin una mujer como aquélla a su lado. Nunca el Letzte Zuflucht[10] había navegado con tanta suavidad como gobernado por ella, y juntos habían recorrido los atolones y buceado a pulmón libre entre los arrecifes de coral, descubriendo un mundo de silencios y colores que emborrachaba los sentidos; también habían nadado desnudos en el lago Rakukura, como solían hacerlo los novios, y habían paseado por el mar de helechos que se extendía a los pies del volcán. Cuando Klaus quiso darse cuenta, su vida era la de Nahati y estaba dispuesto a prometer cuanto ella le pidiera.
La comodoro ronroneaba como un gato, feliz de cómo se desarrollaban los acontecimientos. La única cuestión que oscurecía el horizonte era cómo decírselo al rey antes de que alguien le fuera con el cuento. Conocía ese pronto pelusón y rencoroso de su primo y sabía que cosas semejantes despertaban en él su carácter más adusto; cuando alguien se apartaba de su égida le devolvía una sonrisa fría y lo apartaba con un gesto seco. Nahati no temía la respuesta del rey, pero tampoco deseaba provocarle, y la manera de comunicarle la noticia importaba tanto o más que el cuándo.
Harta de darle vueltas sin encontrar la respuesta, recurrió a Tami, el único en Kuan que podía acercarse al rey y decirle las palabras adecuadas. Además, él y Doc se llevaban bien; después de todo, salían juntos a pescar y tenían en común un pasado militar, aunque fuera tan distinto como atípico. Sabía que, en la paciente espera de la pesca, aguardando a que el atún picara el cebo, Klaus le había contado su bautismo de fuego en algún lugar de la frontera rusa, la vía férrea destruida por los obuses, el tren descarrilado, los órganos de Stalin aullando como si el cielo entero fuera a desplomarse sobre sus cabezas, los disparos de los francotiradores… Tami sabía cosas del pasado del doctor que a ella no había querido contarle, quizá creía que sólo otro soldado podría entenderlas, y Nahati esperaba que, con ese ímpetu que le ponía a las causas justas, se convirtiera en su valedor.
—Y si no te importa, habla también con mi padre —dijo de pasada, aunque no era un asunto menor, pues en las Islas era él quien debía oficiar la ceremonia.
Tami acabó accediendo a pesar de la dificultad de la tarea: una palabra de más, un gesto indebido, y sus enemigos obtendrían dos cabezas por el precio de una. Por no hablar de la reacción de Chulhu, quien, como poco, podía lanzarle a la cabeza lo primero que encontrara a mano.
—¿Y qué les vas a decir? —le preguntó Nikki, preocupada.
—No lo sé, pero sea lo que sea, mejor cuando estén bien llenos de paatsi.
Con el rey empleó el jabón: alabó la fidelidad de la comodoro, célibe porque no había mayeye digno de ella, voluntariamente exiliada para no suscitar más celos y envidias de la reina, que aun ahora, a pesar del tiempo transcurrido, torcía el morro cada vez que Nahati regresaba a Vanu y se encontraba con su marido. No había en las Islas guerrero tan fiel como ella, que antes de aceptar la propuesta de matrimonio del doctor, pedía el consejo de su primo. Y le habló también de las bondades de aquellos esponsales, de la fortuna de disponer de un afamado médico occidental, que en pocas semanas había curado el paludismo de los atolones y estaba dispuesto a dirigir un hospital como no lo había en las Kindi o las Farii.
—¿Y por qué no ha venido ella a pedírmelo?
—Ghanu, te debo discreción y sinceridad, ¿cuál prefieres?
Los ojos del rey echaron chispas: nadie en la corte se atrevía a cuestionarle de ese modo. Su furia duró un instante apenas, al recordar que al tamipunkett le habían enseñado desde pequeño a comportarse así con el príncipe, a mostrarle la verdad desnuda por desagradable que fuera. Si alguna vez había tenido dudas, aquel gesto le bastó para comprender por qué Nehul se había enemistado con él, por qué Panuke se había convertido en la detractora más feroz de Tami. Ghanu podía ser egoísta y manipulador, pero no se le escapaban las maniobras de su mujer.
—Si yo le pidiera que renunciara a ese médico y regresara, ¿lo haría? —preguntó, cediendo a la tentación.
—Creo que sí, pero eso no sería muy justo, ni me parece muy prudente tampoco, ¿verdad? ¿Renunciarías tú a Panuke por ella?
—Qué buen príncipe hemos perdido contigo —murmuró el rey, apartando el abanico de un manotazo—; dile que la boda será la próxima luna, en palacio.
Sabía que aquella decisión no le traería más que disgustos, que Panuke pondría el grito en el cielo y que Matené protestaría por llevar al ámbito real lo que debería haber sido una cuestión privada. Su único consuelo era que les fastidiaría a ambos mucho más de lo que ellos podrían enfadarle a él.
Tami hizo media reverencia y salió a la plaza para visitar al almirante. «Y ésta era la parte fácil», pensó. Aquella entrevista había sido sencilla comparada con lo que le esperaba cuando le dijera a Chulhu que su otra hija también se casaría con un extranjero, con un soldado alemán, como los hombres que habían matado a su hijo. Por mucho que el doctor se hubiese avenido a quedarse en Kuan, el anciano temería hasta el fin de sus días que ambos huyeran a la patria de su yerno y le dejaran solo. Soplaría y se revolcaría en la ceniza del hogar, si es que no la emprendía a golpes con el mensajero.
—Nahati quiere que vaya a vivir con ella —mintió, entrando a degüello en el asunto en cuanto juzgó que había pasado el rato de charla insustancial que imponía la buena educación.
La criada había servido dos cuencos de aguardiente y abandonado silenciosamente la estancia.
—¿Le pasa algo?
—No, quiere que usted eduque a sus hijos como a verdaderos mayeye.
—¿Qué hijos? —preguntó el marino sin pensar, y cuando se le iluminó el entendimiento, se le hincharon las venas de las sienes.
—Los que tenga cuando se case —le contuvo Tami con un gesto—, todavía no están en camino.
El viejo se había temido lo peor y dejó escapar una exhalación profunda, tan aliviado por la respuesta que, por un instante, dejó a un lado la verdadera noticia.
—¿Y qué guerrero tiene la desfachatez de no venir a pedirme permiso personalmente? —gritó cuando cayó en la cuenta.
—Es costumbre de su tierra, allí el novio envía a un heraldo por respeto a la familia de la novia.
—Entonces ¿no es mayeye? —se encendió el almirante.
—Es un gran guerrero, ha combatido en la guerra y ha recibido muchas medallas por su valor.
—Y ¿de dónde has dicho que es?
—Alemán.
—¿Un samoano?
—No, alemán de Alemania. Es médico militar.
—Blanco, también —musitó Chulhu, bajando la cabeza—, ¿es que no hay en las Islas nadie digno de mis hijas?
Tami se encogió de hombros. Él no era el más adecuado para contestar, estuvo a punto de responder, y por retórica que hubiese sido la pregunta, se vio obligado a decir algo para evitar que el anciano pensara demasiado y acabara denegando su bendición.
—Es un buen hombre, almirante, hará feliz a Nahati y le honrará a usted.
—Acabará llevándosela —susurró, porque la garganta se le había estrechado de repente por el esfuerzo de contener las lágrimas.
—Sabe bien que ella no se marchará nunca de aquí.
Chulhu asintió con la cabeza gacha y sorbió por la nariz. Bendeciría el matrimonio, decidió, se la entregaría a ese doctor alemán y aceptaría resignado lo que tuviera que suceder. Llenó de nuevo los cuencos, sin que Tami llegara a adivinar si lo hacía por celebrar el enlace o para olvidarlo, y siguió haciéndolo toda la noche, hasta mucho después de que se extinguieran las hogueras de la playa.
Tami, con la cabeza floja y los pies de barro, decidió dormir en la cubierta de su barco. No tenía ganas de dar explicaciones en el palacio sobre su visita, ni sabía cuánto habría avanzado Ghanu, pero sobre todo no le apetecía cruzarse con Nehul y tener que demostrarle un respeto y tratarlo con una cortesía que estaba muy lejos de sentir. Con el primer rayo de sol, a pesar del clavo que tenía entre las sienes, soltó amarras y se dirigió de regreso a Kuan.
Nahati le recibió como a un héroe. Cuando sus marineros la avisaron de la llegada de un barco, salió corriendo al pantalán, preguntándose si no sería alguno de los oficiales de Vanu revocando sus poderes y conminándola, en nombre del rey, a presentarse en la capital. Sólo al distinguir las velas tuvo un presentimiento del éxito de la misión. Sin darle tiempo a amarrar, saltó a la nave y le hizo mirarla a los ojos. Si él había tenido la tentación de gastarle una broma, la ansiedad de su rostro le convenció de olvidarlo.
—La próxima luna llena, en palacio, con la bendición de los dos —confesó con una sonrisa, y no había acabado de decirlo cuando ella ya se había echado en sus brazos, cubriéndole de besos y rompiendo a reír.
En Kuan no les sorprendió la noticia, aunque no gustó que el casamiento fuera a celebrarse en Vanu; sentían que se les había privado de algo suyo. En realidad, era una ceremonia sencilla: el novio se dirigía con sus familiares a buscar a la novia, el padre la entregaba junto con la dote, intercambiaban guirnaldas y luego todos acompañaban a los recién casados a que las arrojaran al mar. Si las olas engullían las flores o las arrastraban mar adentro, se consideraba un buen augurio, señal de prosperidad y de numerosos hijos; si las devolvían a tierra, el presagio era malo. Por esa razón, los novios buscaban siempre hacer coincidir el rito con el reflujo de la marea.
Una semana antes, Nahati regresó a casa de su padre. Aunque en las Islas no tenían costumbre de nombrar padrinos ni damas de honor, Nikki fue con ella para ayudarla en los preparativos. Doc, en cambio, viajó con Tami en su barco, porque se esperaba de él que lo presentase a los habitantes de Vanu para que valorasen la riqueza y los méritos del novio. Klaus resultó un novio dócil, claudicó ante todas las peticiones de Nahati y sólo se resistió a vestirse como un polinesio. Tami le ofreció su uniforme de gala para la ceremonia y el doctor, que había sido demasiado sentimental para deshacerse de sus condecoraciones, se alegró de poder lucir sus medallas de la Wehrmacht. Tami desempolvó su uniforme de media gala, ofreciéndose a vestir también de militar para no dejarlo solo, y ambos se rieron de la ocurrencia, de lo inusitado que sería ver a dos oficiales de bandos rivales, novio y testigo, juntos en una ceremonia.
—Me viene bien. El mío me quedaría estrecho ahora.
—¿Eras el hombre invisible? —se le escapó a Tami, que entraba con dificultades en su propio traje.
—En la guerra, los únicos soldados gordos son los generales.
La víspera, con abundate paatsi —«¿Para qué queremos tanto?», había dicho el doctor—, Tami le llevó a la playa y encendió una gran fogata. Poco a poco, fueron acercándose los hombres de la isla. Bebían un cuenco, cantaban alguna canción, contaban una historia, danzaban una haka y se retiraban tras desearle felicidad al novio.
—Mójate los labios nada más o acabarás cayendo en redondo sin darte cuenta —le aconsejó Tami—; es brindar lo que importa, no beberlo, y todavía falta mucha, mucha gente por venir.
La luna, prácticamente llena, brillaba casi en el cénit, augurando una larga noche de luz blanquecina. Escuchaba pacientemente los buenos deseos de la gente y después la traducción, sonriendo incluso cuando le hacían alguna broma sobre el vigor que necesitaría para doblegar a la hija de Chulhu.
—¿Por qué unos saben francés y otros no? —le preguntó a Tami.
—Son mayeye, lo estudiaron en el internado.
—¿Y eso qué es?
—Los hijos de las Cien Familias, la aristocracia, por así decirlo. Vivían aquí, en Vanu, y se embarcaron hace más de cien años para conquistar el resto de las Islas. Para hablar al rey hay que ser mayeye, para estudiar en el colegio hay que ser mayeye.
Klaus asintió, había notado un cierto orgullo en aquellos hombres que no tenían los demás.
—Y tú, ¿lo eres? —le preguntó, y el tono le hizo pensar a Tami que la pregunta tenía más calado del que parecía, y se encogió de hombros.
—No estoy seguro —respondió al fin, hablando en inglés para que nadie más le entendiese.
No era un tema de conversación para sacar en las hogueras, y menos aún en Vanu, donde el más humilde de los pescadores o de los porqueros podía ser un espía de Ghanu o de sus ministros. Tami tenía tratamiento de mayeye y, seguramente, Klaus lo tendría también: el rey le daría audiencia en palacio, en todas las Islas recibiría muestras de respeto —que no necesariamente de cariño—, presidiría las hogueras y sería el primero y el último en hablar a los demás kweivei… El propio Tami se había encargado, además, de proclamarle como guerrero valiente, curtido en más de cien batallas; y también, y esperaba no haber desmerecido a los Von Brüelle por ello, había adornado un poco la nobleza de sus antepasados, confiriéndole un parentesco no muy lejano con el káiser Guillermo, que en las Islas era una figura legendaria desde que Cuomi luchara en la guerra de las Naves de Hierro. Un extranjero noble que se casaba con Nahati, la prima y regente del rey, de la estirpe del rey Ranui, hija de Chulhu el almirante… No, no había ninguna duda sobre los honores que recibiría.
Sin embargo, como buen alemán y estudioso de los filósofos, debía saber que no era lo mismo «ser» que «parecer». ¿Recibir honores de mayeye significaba serlo? Tami tenía sus dudas: nunca un tamipunkett había llegado a rey, aunque se le tuviera por hermano del príncipe. Ghanu había dicho de él que era sus ojos y sus oídos, pero ¿le convertía eso en miembro de su linaje? Esas cosas más valía no plantearlas hasta que llegase el momento, y si el momento se podía evitar, aún mejor.
El doctor guardó silencio, y sólo lo rompió para corresponder al saludo de los que se acercaban a desearle felicidad.
—Yo no querría ser rey ni por todo el oro del mundo —dijo al fin, también en inglés—, pero si tuviera que proponérmelo para quedarme con Nahati, lo haría.
Él, que nunca había sido proclive a los formalismos, sentía que la única manera de ganarse a Nahati era llevarla al altar. La boda polinesia le parecía poco y le había pedido al padre Isern que oficiara un matrimonio católico.
El sacerdote se había disculpado, muy compungido, porque era la primera vez, desde que arribara a las Islas, que le surgía la oportunidad de celebrar el sacramento.
—No puedo hacerlo si ella no se bautiza antes, hijo —se había lamentado—; o eso, o promete educar a vuestros hijos en la fe católica y conseguimos una dispensa del obispo.
El cura conocía demasiado bien a Nahati para saber que no estaría dispuesta a convertirse.
—No sabía que fueras católico —se extrañó Tami.
—Soy luterano, pero me vale una boda papista.
—Pues entonces que te case el reverendo Sanders.
—Ya lo intenté, le pedí a Nicole que hablara con él, pero me contestó lo mismo.
Hacía rato que ya no se acercaba nadie y todavía quedaba mucho aguardiente. Eso sí era un mal presagio, pensó Tami, llenando el cuenco del doctor. En Kuan habrían tenido que mandar a buscar más paatsi, y los hombres de la isla se habrían acercado dos y tres veces a brindar para honrar a Nahati y mostrar cariño a su prometido.
—Bueno, lo único que se me ocurre es que os case Lenantais, él es capitán de barco.
—¿Te imaginas lo que diría el cónsul francés cuando descubriera que, por una vez, ha anotado algo honorable en el diario de navegación?
Los dos rompieron a reír: Herr Hauptmann y la princesa polinesia casados por el mayor bucanero de los Mares del Sur. A Klaus le gustó la idea.
—O puedo cederte el mando de mi barco de regreso a Kuan —sugirió él entre carcajadas—, ¿a que nunca pensaste en la academia que llegarías a casar a alguien?
Continuaron con la broma hasta quedar exhaustos, tumbados sobre la arena boca arriba.
—Ya no vendrá nadie más, ¿verdad? —preguntó Doc, y Tami asintió con un gruñido—. Supongo que es hora de acostarse.
Regresaron al barco y Tami se acomodó en cubierta, sobre el chinchorro de lona. Al menos tenían algo que agradecer a la indiferencia de los kweivei de Vanu: la resaca no sería grande y podrían levantarse temprano para la ceremonia. En las Islas no había anuarios de mareas, pero Tami se había preocupado de calcular la hora de la pleamar para asegurarse de que las guirnaldas no volverían a tierra. No es que él creyera en esas supersticiones, pero sabía que Nahati y el almirante valoraban las tradiciones, y aunque el sol saldría temprano y todavía habría varias horas de luz con corrientes vaciantes, cualquier retraso pondría en peligro los buenos augurios de la ofrenda al mar.
Afeitados y vestidos de gala, el novio y su padrino salieron hacia palacio. Habían esperado pacientemente en la bañera del barco a que llegaran noticias de la novia. Klaus von Brüelle se había colgado sus medallas. Era un espectáculo verlo tan alto y elegante como un embajador, con guantes y sable. Muchos de los que no se habían dignado saludarle la noche anterior, se acercaron entonces sólo para ver de cerca sus cruces y lazos, y las estrellas y los cordones de su uniforme.
Conforme a la costumbre de las Islas, el doctor llamó tres veces a Nahati a la puerta de palacio y Chulhu salió al zaguán preguntando quién llamaba a su hija. Klaus llevaba escrito su parlamento: quién era él y quiénes sus padres y abuelos, sus méritos como guerrero, sus posesiones y criados… al menos, eso confiaba estar diciendo, pues no entendía una sola palabra de aquel galimatías fonético que Nikki y Tami le habían traducido al alimón.
Nahati salió al zaguán del brazo del rey, más bella que nunca, con su pelo negro largo y brillante, adornado con flores, y llevaba al cuello un collar de perlas grandes como Doc no lo había visto jamás. Ghanu le cedió la mano de ella a Chulhu y ambos bajaron las escaleras para encontrarse con el doctor. El almirante comenzó a hablar y Tami iba traduciendo, adornando más de la cuenta las palabras del viejo marino, a juzgar por la cara de guasa de la novia.
—Ahora ponle el collar de flores —le susurró Tami—, ella te lo pone a ti y ya estáis casados.
Lo que no esperaba Klaus era que el almirante hubiese llevado allí la dote de su hija. A un silbido suyo, aparecieron los porqueros y pastores con la piara y las cabras que legaba a Nahati.
—Todo esto es tuyo ahora —gritó Chulhu, según exigía el ritual.
Se esperaba que el doctor tomara posesión, pero en su lugar se encontró sin saber qué hacer o qué decir, en medio de los cerdos y las cabras más sucios que hubiese visto nunca, empeñados todos en frotarse contra su uniforme.
—Toca la cabeza de una —se rió Nahati—, con eso valdrá.
Posó la mano sobre la testa de un marrano y éste agradeció la caricia lamiéndole el guante. Klaus lo apartó con la punta del pie, temeroso de que al cerdo le gustara el sabor y le arrancara algún dedo.
Nahati dio una orden a los criados y se llevaron los animales, dejando una estela de polvo, malos olores y excrementos.
—No lo has hecho del todo mal —animó a su esposo, que trataba de ocultar su sensación de ridículo.
Después de arrojar las guirnaldas al mar, la comitiva nupcial regresó a palacio para comenzar el banquete, que habría de durar todo el día y toda la noche, hasta el alba del día siguiente; sólo entonces podrían los novios irse al lecho.
El doctor apenas conocía a quienes se iban acercando a darles la enhorabuena; reconoció a algunos de la noche anterior y, con muy buena voluntad, se entendió con ellos en ese francés tan endogámico de las Islas. Nehul, quizá por todo lo que había oído de él, le pareció antipático; y su madre, a pesar de todas las zalamerías, no le cayó mejor. En realidad, estaba deseando salir de allí, llevarse a su esposa al barco y no abandonarlo hasta el quinto día.
Sin embargo, aguantó dignamente los parabienes, las interminables historias que no entendía, las danzas, la sucesión inagotable de alimentos y de aguardiente. Aquel pueblo, pensaba mientras se pellizcaba para no quedarse dormido, tenía un apetito insaciable de fiesta, una sed de diversión como nunca había conocido. Le costaba trabajo creer que aquélla no hubiese sido la boda más memorable de las Islas, el banquete más grande, la más concurrida; y sin embargo, la gente de Vanu había calificado la celebración como meramente digna. Eso no empañó la felicidad de Nahati, quien, por una vez, pareció hacer las paces con Panuke, seguramente porque la reina veía con buenos ojos la marcha de una rival.
El regreso a Kuan después de los festejos resultó una travesía agradable. El matrimonio viajaba en el Letzte Zuflucht, escoltados a distancia por Nikki y Tami a bordo de una patrullera. A mitad de la travesía divisaron un mercante y decidieron aproximarse.
—Es el vapor de Lenantais —aventuró Nikki, que conocía la silueta del barco correo mejor que la puerta del Krakatoa.
Tami movió la cabeza riéndose, pues aquel encuentro tan improbable no podía ser fortuito, sino fruto del destino.
—¿Qué buen viento os trae, pareja? —gritó el marino cuando se aproximaron para abarloarse.
—Vientos de boda —respondió Tami.
—Y un anticipo de mi cerveza —añadió Nikki.
Al francés le hizo gracia la propuesta del tamipunkett: al fin podría anotar algo respetable y verdadero en su diario de navegación. Reía a carcajadas, entusiasmado, imaginando la cara del cónsul de Numea cuando le llevara a sellar el diario y leyera el evento. Aunque Lenantais había oído muchas veces que los capitanes de barco podían celebrar casamientos, él siempre lo había tenido por una leyenda tan falsa como las sirenas.
—Bueno, no importa que sea cierto mientras los novios lo crean —le animó Nikki, que comenzaba a sospechar, después de haberle tratado con más intimidad que los otros, que el capitán había obtenido su título sobornando a algún funcionario. Sus conocimientos eran eminentemente prácticos y mostraba grandes lagunas en leyes y reglamentos, pero ¿acaso no sucedía lo mismo con todos los corsarios?
—A ver, bribones, despejadme la cubierta y baldeadla bien. Cuando llegue la comodoro quiero que esto brille como los chorros del oro —chilló—. Y subid a Long Silver, que toque la marcha nupcial.
Él mismo comenzó a tararearla, feliz, pellizcándose la oreja mientras daba órdenes aquí y allá para que preparasen las amarras, y se dictaba a sí mismo el certificado de matrimonio que tendría que extender para dejar constancia del casamiento.
Nahati aceptó a regañadientes, no acababa de entender la razón de una segunda boda, si ya eran marido y mujer en las Islas y ella no pensaba marcharse a ningún otro sitio. ¿O era que Klaus no respetaba los ritos polinesios, que le parecían una pantomima, y prefería una ceremonia de blancos? Fue Nikki quien intercedió: a fin de cuentas, si Doc había aceptado casarse como un kweivei, no había razón para que Nahati no le correspondiese sometiéndose a las costumbres de él. Lenantais podía ser un poco extravagante, y seguramente no era el marino más limpio del mundo, pero era comandante de su nave y, según la ley del mar, podía casarlos.
Todavía mostraba algún reparo cuando salió Long Silver a la cubierta. Frisaba los cincuenta y estaba en los huesos; su cabello ensortijado había encanecido prematuramente. Unos enormes anteojos oscuros cubrían sus ojos ciegos, y sus manos sarmentosas sujetaban un saxofón.
—¿Es usted músico? —le preguntó Nikki.
—Vaya, seguramente lo ha adivinado por el saxofón —se burló, socarrón, Long Silver—. Su voz suena ligeramente inglesa.
—Soy inglesa.
—Discúlpeme, señorita, con ese acento dudo que haya estado en Inglaterra en mucho tiempo. En cambio, el joven que está a su lado habla como un yanki, aunque apostaría un vaso de whisky a que no es americano.
—Vaya, tiene buen oído —reconoció Tami.
—Lo que me falta de vista. En mi oficio, el oído lo es todo.
John Silver era americano, explicó Lenantais. Lo había encontrado muerto de asco en una taberna de las Farii. Había estado dando tumbos de un lugar a otro, tocando para ganarse unas monedas y pagarse el pasaje a Samoa, donde esperaba que sus compatriotas pudieran atenderlo y repatriarlo. Calló, por no avergonzarlo, que lo había recogido por caridad, pues el barco correo recalaba sólo muy ocasionalmente en las islas samoanas, y entretanto lo tenía como huésped, dándose por bien pagado con las baladas que el músico negro interpretaba para ellos en la soledad de las travesías.
El doctor no atendió a más explicaciones. Le quitó las gafas a Long Silver y le examinó los ojos. Las pupilas estaban blancas y unas legañas verdosas le cubrían los lagrimales.
—¿Cuándo tiene previsto llegar a Samoa? —le preguntó al capitán.
—El mes próximo, creo.
—Entonces este señor, si no le importa, se viene conmigo. Tiene una infección muy grave y, si no la curamos, no vivirá tanto tiempo.
—Usted es alemán, ¿verdad? —le preguntó Long Silver, sujetándole la mano.
—Soy médico, ¿qué importa de dónde sea?
—¿Estuvo en Normandía?
—No, en el frente oriental.
—Mejor así, me hubiese resultado extraño haberle tenido enfrente. Además, si estuvo en la campaña rusa, debe de saber mucho de cegueras.
El doctor asintió antes de caer en la cuenta de que no podía ver su gesto.
—De eso nadie sabe bastante —respondió—, pero he visto demasiadas para no saber cuándo hay que tomar medidas extremas.
—¿Me extirpará los ojos?
—El izquierdo está muy mal; si no lo hago, la infección se extenderá al cerebro y morirá en una semana. Tal vez pueda salvar el derecho, aunque no creo que vuelva a ver.
Long Silver movió la cabeza con tristeza y se ajustó la visera.
—¿Quién iba a decirme que acabaría como Ray? Menudo dúo haríamos —bromeó consigo mismo, y luego se puso serio de repente—. ¿Usted qué haría, capitán?
—No hay mucho donde escoger: quizá pueda enviarte al hospital de Papéete desde Numea, pero eso no nos llevará menos de dos semanas. Si te sirve de algo, el doctor ha curado a mucha gente antes.
—Entonces me pondré en sus manos. —Suspiró—. A pesar de mi mala suerte, todavía le tengo apego a la vida.
—Volveré a por ti en mi próximo viaje, amigo mío, ya lo verás. —Lenantais le palmeó la espalda—. Y ahora, silencio y fuera las gorras, vamos con la boda.