VANITIES

«La Grace Kelly británica»

Lady Aldernay, Nicole Sanders de soltera, fue recibida por la rancia aristocracia británica como una advenediza. Ahora, muchos de los que enarcaron una ceja al verla por primera vez se rinden a sus pies, orgullosos de esta veterana, pero aún joven, cantante de jazz que enamoró a un lord. Como la princesa Grace Kelly en Mónaco, ha sabido insuflar nueva vida y aportar su estilo propio, elegante y moderno, a una de las familias de mayor abolengo y riqueza del Reino Unido. Monica Turner descubre que hay en ella mucho más que una cara bonita y una voz cálida.

Monica Turner: Usted nació en los Mares del Sur y aunque ha pasado en ultramar la mayor parte de su vida, parece haberse amoldado perfectamente a la metrópoli.

Lady Aldernay: En realidad nací cerca de aquí. Mi padre era pastor en Banbury antes de marcharse a misiones. Yo tenía entonces tres o cuatro años como mucho y no recuerdo nada de aquella época… de manera que de algún modo podría decirse que nací en ultramar, sí.

M. T.: Además, se quedó huérfana muy pronto.

L. A.: Fue todo muy repentino… Un día mi madre estaba en casa dándome la cena y al siguiente… Yo no entendía muy bien por qué nos había dejado, la muerte era sólo una palabra que se oía de vez en cuando, no algo que pudiera ocurrirle a uno. Mi padre no quiso llevarme a su entierro, le pareció que sería demasiado duro para una niña.

M. T.: Creo que alguna vez se ha quejado de esa forma de ser de su padre, de su desapego…

L. A.: No, no se trata de una queja exactamente. Verá, yo lo quería muchísimo, pero lo veía muy poco. Tenga en cuenta que su parroquia alcanzaba cien islas, y aunque no llegó a tener más de doscientos feligreses, él pensaba que se debía a ellos, que tenía que visitarlos a todos al menos una vez al mes. En ocasiones el pobre recorría cuatro islas en una jornada, y dormía durante la travesía para poder estar en otro lugar al día siguiente. En parte entiendo que no quisiera llevarme con él. Además, cuando me consiguió plaza en el internado de Vanu, decidió que era lo mejor para mi educación.

M. T.: Para usted sería un cambio dramático…

L. A.: Sí, lo fue.

M. T.: Aprendió usted un francés exquisito, según he oído.

L. A.: Inequívocamente polinesio.

M. T.: ¿Cómo llevó ser tan distinta, la única persona de raza blanca?

L. A.: Pues… creo que en eso tenemos mucho que aprender de la gente de las Islas. Nunca sentí que mi piel fuera diferente, yo era una más, ni mejor ni peor. En cambio, nosotros seguimos contemplándolos como caníbales y salvajes.

M. T.: Allí estudió con el rey Nehul, según creo.

L. A.: Sí, pero era mayor que yo. En el colegio no debí cruzar más de dos palabras con él.

M. T.: Más adelante sí, imagino.

L. A.: Sí, claro, más adelante el trato fue obligado.

M. T.: Aunque creo que sus relaciones no eran demasiado buenas.

L. A.: Ni buenas ni malas, no coincidíamos demasiado, y eso que yo era amiga de su esposa y de sus… iba a decir primas, pero en realidad eran sus tías, primas de su padre.

M. T.: Se refiere a Avanda Mayfield, ¿no es cierto?

L. A.: Así es.

(Vanity Fair, agosto de 1983)

1951 - 1953

Su primer recuerdo de Tami se remontaba a la niñez. No a la infancia más remota —una época de la que conservaba apenas unas imágenes deshilvanadas de sus padres—, sino a la que siguió a su ingreso en el internado.

De aquellos confusos días le había quedado grabada a fuego en la memoria la mañana que su padre la dejó al pie de las escaleras de la escuela, desvalida como no volvería a estarlo el resto de su vida. Recordaba vagamente la primera noticia de la tragedia, el abrazo del reverendo con las gafas empañadas por un llanto silencioso, sumiéndola en un sentimiento de sorpresa y vergüenza al verlo derrumbarse —él, que hasta entonces había sido tan risueño— mientras intentaba explicarle a Nikki, entre balbuceos, que su madre se había ido al cielo. Habrían de pasar muchos años antes de comprender que ese silencio embarazoso que se adueñaba de las conversaciones cuando la rememoraba ocultaba un secreto humillante; y aún habría de transcurrir más tiempo hasta averiguar que, en realidad, la señora Sanders había escapado, amancebada, con el capitán de un mercante fondeado en Vanu. Cuántas lágrimas habría de derramar, aunque no las más amargas, cuántas veces habría de lamentarse después y decirse que ojalá no lo hubiese descubierto nunca, que el precio de según qué verdades podía resultar demasiado elevado.

Sólo una vez, ya adulta, reprochó a su padre que la enviara al internado, pero en su fuero interno no se lo perdonó jamás. Nikki habría sido feliz en su compañía, viajando de isla en isla para visitar feligreses, y ayudándole a traducir los himnos y los salmos; sin embargo, el reverendo Sanders siempre la vio como una distracción en su labor pastoral, si no como un estorbo. Nikki descubrió que su madre se había llevado consigo el hogar y las raíces, que se había quedado huérfana por partida doble.

Quizá fuera esa sucesión de desgracias lo que volvió tan cálida la sonrisa franca de Tami el primer día de internado. Estaba sentado en el zaguán, como aguardándola, y sabía quién era ella, porque le dio la bienvenida en ese inglés con acento filipino que sonaba tan divertido a los oídos de Nikki. Él le preguntó si necesitaba ayuda, y ¿cómo no iba a necesitarla, si apenas podía con su maleta, si se enfrentaba ella sola a un amargo mundo nuevo, si sentía los pulmones vacíos y los pies de plomo?

Desde aquel primer instante, Tami y ella quedaron unidos por un lazo invisible. Él siempre encontraba un momento en el comedor, al final del día, para preguntarle qué tal le iban las cosas, o para guiñarle el ojo con una sonrisa cómplice cuando se cruzaban en los pasillos. Suaninea, «la niña triste», la apodaba él, rememorando su primer encuentro al pie de las escaleras. Sus atenciones le ayudaban a sentirse una chica especial, pues Tami no era sólo un estudiante mayor, era el tamipunkett. Algunos atribuían ese cariño a que los dos eran blancos, los únicos occidentales en el internado de Vanu, sin comprender que ellos no se sentían diferentes a los demás por el color de su piel, sino por su condición de huérfanos, por tantas horas de soledad, por la falta de una familia en la que apoyarse. Tácitamente, se adoptaron el uno al otro, y Nikki asimiló de manera instintiva las costumbres de Tami hasta el punto de olvidarse, a menudo, de inclinar la cabeza al paso del príncipe Nehul, lo que le valía continuas regañinas del director y de la gobernanta, que le recriminaban su actitud desconsiderada hacia el pandi; una descortesía mayor si se tenía en cuenta el favor que se le había hecho admitiéndola en el colegio pese a ser extranjera. Una gran deferencia, insistía el director, completamente inmerecida en su opinión, aunque no hubiese en el archipiélago otros blancos además de los Sanders, si se exceptuaba al viejo padre Isern y a los ocasionales aviadores americanos que hacían escala en el aeródromo cuando el mal tiempo los alejaba de las rutas comerciales.

Naturalmente, Tami no era su nombre, sino un apócope de su título protocolario, Tami Nehulpandi; pero todo el mundo le llamaba así desde su proclamación, porque ya no vivía ningún antecesor con quien se le pudiera llegar a confundir.

Aunque muchas tradiciones comenzaban a diluirse con la marea de europeos que la Gran Guerra había llevado a los Mares del Sur, la búsqueda de un guía para el príncipe gozaba todavía de bastante predicamento en las Islas. En el quinto cumpleaños del pandi, el canciller del rey, el mahat, enviaba emisarios a todos los confines del océano en busca del tamipunkett. El candidato ideal era un niño fuerte y sano, hijo de un guerrero y una princesa. Se creía que el tamipunkett era el álter ego del heredero, el espejo en el que habría de reflejarse, la luz que alumbraría sus pasos, el señuelo que le libraría de todos los males y arrostraría en su lugar todas las maldiciones, el escudo que frenaría los golpes dirigidos contra él; así que cuanto más cercanas fuesen sus fechas de nacimiento, mejor se ajustaría el destino de uno al de otro, y el reinado sería más próspero y feliz.

Los emisarios del canciller disponían de doscientas sesenta semanas para encontrarlo[2] y viajaban normalmente a los archipiélagos vecinos, a Tanatu, Kuna o las Farii, aunque a veces se vieran obligados a adentrarse en el mar profundo y llegar a las tierras colonizadas por los hombres blancos, a las islas de la Sociedad o a Tubuai. Cuando se identificaba al tamipunkett, el canciller viajaba personalmente en su busca y, al regresar, él y su séquito recibían los parabienes del pueblo durante una luna. Eran aclamados como héroes infatigables, y se les invitaba a presidir interminables banquetes en los que relataban a la corte las terribles dificultades y los sufrimientos que habían padecido para llevar su misión a buen puerto. No faltaban quienes sospechaban que los mahati, después de visitar las islas más cercanas para que quedara memoria de sus gestiones y nadie descubriera sus verdaderas intenciones, se limitaban a navegar hasta Papéete o Pago Pago con el propósito de disfrutar de un tranquilo asueto a cargo del erario real. Luego, decían los más suspicaces, buscaban un niño pobre de la edad del príncipe, se lo compraban a sus padres y regresaban, demasiado gordos y satisfechos para las tribulaciones que relataban.

Pero no había sido ése el caso del mahat Cuomi, quizá porque ya había viajado mucho. De joven se había enrolado en la marina francesa de Tuamotu para luchar contra los alemanes en la guerra de las Naves de Hierro. De aquellos tiempos conservaba dos grandes trofeos: un gramófono, regalado por el comandante de su barco, agradecido por haberle salvado la vida, y la radio de a bordo que robó la misma noche que decidió desertar, harto de pelear en una guerra que no era la suya. Resultaba milagroso que las piezas de la emisora hubiesen sobrevivido a tantos años y avatares, pero así había sido, y cuando llegó el momento, el canciller no sólo envió emisarios a las islas próximas, sino que lanzó al éter el reto de localizar al tamipunkett del príncipe Nehul. Una red de corresponsales en todo el Pacífico asumió la búsqueda como un desafío personal, felices de poder dedicar unas horas a tareas ajenas a la reconstrucción, hartos de los sufrimientos y los horrores de la última guerra.

A Tami le encontró un sargento de comunicaciones del ejército americano. Pertenecía, según se decía, a una familia filipina de recia raigambre, blancos hacendados que poseían tierras desde los primeros tiempos de la colonización española, y que desaparecieron en los inciertos días de la ocupación japonesa. Había en aquella historia muchos claroscuros y no pocas inconsistencias, pero la corte acogió con agrado la novedad que suponía un tamipunkett de raza blanca y en sólo ocho semanas, el tiempo necesario para llegar a las costas de Filipinas y concertar la entrega de Tami, se le proclamó hermano mayor del heredero. Los enemigos del mahat se burlaban atribuyendo tanta premura, más que al afán de modernidad, a que su segundo matrimonio estaba muy reciente y no quería dejar a su joven esposa al albur de algún criado desleal.

Desde el primer momento, Cuomi llamó a Tami por su título, aduciendo que su verdadero nombre era impronunciable para él. Sólo muchos años después, ya caído en desgracia y en su lecho de muerte, le entregó los pocos papeles que quedaban de su adopción, un grueso legajo en el que se mezclaban los restos de los memoriales confeccionados por los emisarios con listas interminables, desordenadas e inconexas, de nombres, fechas y lugares, muchos de ellos filipinos. El antiguo mahat había olvidado cuál de todos aquellos huérfanos era Tami y le entregó los papeles con una pobre disculpa porque su cabeza ya no le regía como antes y confundía a veces los nombres de los poblados con los de las personas. Fue la esposa de Cuomi quien le ayudó a descifrar la maraña de documentos, y reconstruyó, con sus recuerdos y la relación de propinas, una lista de hospicianos. Gracias a ella, Tami recuperó su nombre y también el pasado de su familia, aunque no había ya nada en él que mereciera la pena reclamar. Descubrió que no le quedaban parientes próximos cuando le sacaron de su país o que nada habían querido saber de él quienes lo abandonaron en el orfanato. Aquellos primeros años de su vida, de los que no guardaba ningún recuerdo grato, significaban mucho menos que ese título apocopado que se había convertido en su nombre, en su nueva identidad, y por eso, aunque nunca deseó conservar en secreto el apellido de sus padres, se resistió a utilizarlo cuando alcanzó la mayoría de edad. Estaba dispuesto a forjarse él mismo su destino, a romper todas las ataduras con su pasado y sus ancestros, a no tener otra ley y patria que las de su padre adoptivo.

En todo caso, el internado no supuso para Tami un gran cambio respecto al orfanato, salvo una ración más abundante en las comidas y algunos privilegios menores otorgados por exigencia de la casa real. Se suponía que las hazañas de Tami serían un reflejo de los logros del príncipe y también que sus fracasos serían los de Nehul, de manera que el claustro se desvivía por ayudarle a obtener buenas notas, a que destacara en los deportes y recibiera todo tipo de honores, pues todo ello se acrecentaría en el príncipe heredero. Él aprendió pronto a distinguir sus méritos verdaderos de los que le concedían para halagar al pandi y a sus preceptores y, a menudo, cuando el director y los profesores le alababan sin mesura, solía enfriar sus propios ánimos recitándose entre dientes los versos de Kipling:

If you can meet with Triumph and Disaster

and treat those two impostors just the same…[3]

Tami había leído mil veces aquellos versos y otros de Yeats, Wordsworth y Byron, recopilados en una pequeña antología olvidada en el colegio. Leía cualquier libro en inglés que llegara a sus manos y le ayudase a conservar su idioma natal; normalmente se trataba de noveluchas en pulp que llevaban los aviadores americanos o los marineros del barco correo, pero con el tiempo el reverendo Sanders le permitió consultar su escasa, aunque selecta, biblioteca a cambio de acudir cada domingo a los oficios. Practicaba con Nikki su inglés oxidado y ella accedía encantada, feliz de compartir con él una lengua propia que nadie más comprendía, una clave privada, un idioma secreto. Sus compañeras envidiaban ese privilegio, que compensaba sobradamente la rareza de su tez blanca.

En el internado las clases se daban en francés, como lo hacían antaño los ya desaparecidos misioneros franceses que llegaron desde Polinesia para fundar la institución. Allí, el idioma de las Islas, la lengua de los mayeye, estaba restringida a los juegos y al tiempo libre, y el tuang, el dialecto de los sirvientes, proscrito entre profesores y alumnos. Naturalmente, no había muchacho que no aprendiera el vocabulario soez de los chiquillos de la calle, que no tenían que vestir uniforme y que apenas estudiaban un rato, si llegaban a hacerlo, después de ayudar a sus padres en las labores del campo o de la mar. Los patricios, con su pantalón o falda azul y su camisa blanca, envidiaban la libertad de los otros niños, sus pies descalzos, su facilidad para subir a las palmeras, para pescar peces con las finas lanzas, para navegar en una canoa ensamblada con cuatro cabos mal trenzados.

El internado ocupaba un gran caserón en lo alto de una colina a las afueras de la ciudad. Era —habría de serlo durante mucho, mucho tiempo— uno de los pocos edificios de ladrillo y piedra de las Islas. Los misioneros lo habían construido a principios de siglo con intención de convertirlo en un inmenso faro que señalara a los habitantes de los archipiélagos vecinos la verdadera fe. El abuelo de Ghanu había aceptado la petición de aquellos europeos vestidos con hábitos empapados en sudor tras imponerles como condición que le construyeran antes un palacio, el doble de grande, en la atalaya de Vanu. Tras una larga negociación, la congregación consiguió su propósito y, de propina, el monopolio del coco para sufragar las obras. Hasta cincuenta cofrades llegaron a albergar en aquella robusta casona de tres plantas y dos profundos sótanos. Los Mares del Sur habían presenciado dos terribles guerras desde entonces y a las Islas ya no llegaban apóstoles blancos a bordo de los vapores para descargar gasóleo, cemento y quincalla a cambio de goma, plátanos y copra.

Ghanu aún era pandi cuando el Consejo decidió, tras una polémica que duró varias sesiones, convertir el edificio abandonado en la escuela de los mayeye, vástagos de las Cien Familias, aprendices de guerreros y princesas. A muchos, especialmente a los que vivían en las islas más alejadas, no les gustó enviar a sus herederos a Vanu, donde, sutilmente, se convertirían en rehenes del rey, y menos aún verlos vestidos como cachorros de europeo, obligados a aprender el idioma de los colonizadores. El rey Ranui se mostró inflexible: había venteado el cambio de los tiempos, la llegada avasalladora de los blancos, la escasez de recursos en las Islas, el final de las guerras tribales, de los guerreros que cruzaban el mar para pelear con los enemigos por agravios atávicos. «Hazte amigo de los blancos, pero no te dejes avasallar por ellos», confió a su heredero. Ranui había vislumbrado que el futuro de la siguiente generación dependería de su capacidad de relacionarse con esa marea que llegaba de ultramar: americanos, británicos, franceses, gente orgullosa, altanera y voraz como aves rapaces, que enviaban primero a los sacerdotes para plantar la semilla y luego a los militares para cosechar.

Al acabar la guerra, los misioneros reclamaron su vieja morada y el joven rey Ghanu se negó a entregarla, a despecho de la velada amenaza de recuperarla por la fuerza de las cañoneras. Aceptó, por guardar las formas y por prevenir daños mayores, que un viejo sacerdote dirigiera la escuela, limitando —y en la práctica prohibiendo— las visitas de otros predicadores católicos. Y ya mediado el siglo, después de la Gran Guerra, cuando los ingleses le pidieron que recibiera a un pastor protestante, lo aceptó de aparente buen grado, pero no permitió que el reverendo Sanders levantara una iglesia sobre la que enrocarse, condenándole a convertirse en clérigo ambulante.

Contra lo que pudiera parecer, Ghanu apreciaba a los dos europeos. Cuando la vejez del padre Isern le hizo perder fuerza y entendimiento, encomendó al maestro Usai la dirección de la escuela y la tarea de cuidar al anciano. El rey le visitaba a menudo en su retiro, a la sombra de una gran palmera, y merendaban unos pastelillos borrachos que les hacían rememorar la época dorada del comercio del coco. Y fue Ghanu quien consoló al reverendo Sanders cuando perdió a su mujer, imponiendo a su alrededor una estricta muralla de silencio para que nadie le avergonzara a él o a su hija. El rey, a pesar de su aspecto feroz, se conmovió por el dolor de aquel hombre menudo y aceptó que la pequeña Nikki entrara en el internado, como si perteneciera a una de las Cien Familias.

Nikki era la muchacha más traviesa y revoltosa de su curso. «No pareces hija de clérigo», la regañaba cada poco el señor Usai. Las chicas de su clase —¿quién a esa edad necesitaba a los chicos para jugar?— la seguían en todos los juegos, especialmente si eran de piratas. Ella era el capitán Kidd, el hada Morgana o Calamity Jane, según de qué tratara la película que, cada dos o tres meses, llevaba a Vanu el barco correo.

Los mayores la apodaban Takinoa, «pelo de fuego». En aquella época, Nikki odiaba su pelo pelirrojo, todavía un poco lacio y no demasiado limpio, recogido en una coleta que los muchachos se afanaban en deshacer. Tenía el rostro pecoso y las piernas flacas, como dos palillos que salieran de la falda azul del uniforme, nada que ver con las exuberantes muchachas isleñas, que a los catorce años eran mujeres formadas, sensuales, capaces de conseguir con un parpadeo que cualquier chaval atravesara la isla corriendo. «De niña yo era el patito feo —le confesaría mucho después a McNally, con la mirada ya turbia por la media botella de bourbon echada al coleto—; sólo Tami me decía que yo acabaría siendo un cisne».

Entonces aún no era su hermano de sangre, sólo había entre ellos una gran simpatía, una complicidad espontánea. Cada cual tenía sus compañeros de ocio, sus amigos, su vida dentro del internado, que rara vez coincidía. Sin embargo, a raíz de aquello —así lo llamó Nikki desde entonces: «cuando sucedió aquello…», «después de aquello…»; o, cuando se ponía especialmente dramática, con un tono de misterio en su voz, «aquella noche…»—, a raíz de aquello, pues, el vínculo entre ellos dos se hizo más sólido que el hierro y ya no se rompería.

Él estaba entonces en último curso y, por supuesto, era prefecto. Le habrían nombrado incluso siendo un balarrasa, porque la tradición imponía que el pandi no alcanzase cargos ni títulos que, previamente, no hubiese conseguido su hermano mayor. De modo que, para poder hacer prefecto al príncipe Nehul, el director tuvo que encumbrar antes a Tami, a quien divertían especialmente esas situaciones; disfrutaba haciéndose de rogar para aceptar cualquier cargo, ya fuera delegado de festejos o capitán del equipo de fútbol. El señor Usai se desesperaba, temeroso de caer en desgracia ante el futuro monarca y sufrir una vejez colmada de penurias.

Lo cierto era que pocos alumnos tenían más méritos que Tami para recibir cualquier honor, y nadie los merecía menos que el pandi, que era caprichoso y abúlico, rodeado siempre por su pandilla de lameculos, hijos de los jefes de los grandes clanes de las Islas, familias mayeye, ricas e influyentes, siempre atentas a la debilidad de un rey para colocar a uno de los suyos en su lugar.

Curiosamente, eran ellos los que peor trataban a Tami, como si intentaran con su desprecio ganarse el favor de Nehul. Con algunos la relación era de franca hostilidad: con Yaunu, por ejemplo, hijo y nieto de mahatis; o con Suevi, primogénito del natni de Kuan, el gobernador de la gran isla septentrional. Tami no se desviaba de su camino cuando se cruzaba con ellos, pero evitaba en lo posible detenerse para no recibir desplantes, porque en su posición de tamipunkett no podía tolerar ningún insulto y, más a menudo de lo que él deseaba, se veía obligado a pelearse. No dejaba de ser cruel que se viera arrastrado a luchar para defender el honor de un príncipe en el que no creía y que, para mayor escarnio, fuera precisamente éste quien azuzara a sus cortesanos a zaherirle; y que se le exigiese un valor que sus oponentes no tenían, obligándole a luchar solo contra dos o tres rivales. Pero así, a fuerza de golpes y magulladuras, fue como Tami aprendió a pelear y desarrolló una destreza para el combate cuerpo a cuerpo que con el tiempo habría de resultar homérica; y así forjó también una leyenda que traspasó los muros de la escuela y llenó de satisfacción al rey Ghanu: su hijo sería un gran guerrero, le dijeron sus ministros, porque el tamipunkett era bravo y peleaba sin contar cuántos enemigos tenía enfrente, sin pedir ayuda ni rogar clemencia.

Las peleas cesaron el penúltimo año, cuando Nehul comprendió que la inquina entre Tami y sus amigos se le había escapado de las manos y acabaría por volverse en su contra. En esa última ocasión, Yaunu y Suavi le habían provocado a conciencia, procurando alejarlo de los pocos estudiantes con coraje suficiente para interponerse. Tami era consciente de que intentaban llevarlo hacia un rincón apartado, pero no esperaba que un tercero le sujetara a traición por la espalda. De nada le sirvió intentar dar un cabezazo en la nariz a su captor: Taunga era alto y fuerte y ya se esperaba esa maniobra, igual que los pisotones y las patadas en los tobillos. Aquella vez no sólo recibió bofetadas y cachetes, sino que tuvo que sufrir las pullas y humillaciones de Yaunu delante de media escuela. Pero cuando lo soltaron, más porque era el momento de volver a clase que porque se hubiesen cansado de la diversión, Tami cogió una piedra del suelo y descalabró a Taunga; y luego, como un poseso, se lanzó hacia Yaunu, derribándolo de un cabezazo y respondiendo a cada insulto recibido con un puñetazo en el rostro.

Cuando le llevaron al despacho del director, Tami no se arredró: le negó la facultad de juzgar al tamipunkett; sólo el rey podía hacerlo, dijo, porque había luchado defendiendo el honor del pandi, y un maestro no era quién para entrar en una cuestión que sólo competía a la casa real. El señor Usai vaciló, debatiéndose entre las ganas de dejarlo correr y la necesidad de tomar cartas en el asunto por si aquello trascendía. «Ojalá se mataran entre ellos y me dejaran tranquilo», gruñó entre dientes; sabía que su posición era la más débil, que por bastante menos el rey lo enviaría a pastorear cabras. Se había resignado a que lo llamasen a palacio cuando tuvo un momento de inspiración, una idea que se le antojó maquiavélica: convocaría al príncipe Nehul para que, delante del agresor y de los agredidos, confirmara las palabras de Tami.

Nehul, por primera vez en su vida, se encontró solo, obligado a tomar una decisión sin el concurso de su corte de aduladores, sintiendo sobre sí la mirada furiosa de sus amigos y los ojos pardos de Tami, serenos y desafiantes.

—Este asunto debe juzgarlo mi padre —respondió al fin—, pero me corresponde a mí contárselo.

El señor Usai aceptó encantado a sabiendas de que el rey Ghanu jamás oiría hablar de aquella pelea. «Justicia poética», habría dicho el padre Isern en otro tiempo al reflexionar sobre la cuestión. Todos habían recibido algún castigo y, sin embargo, se cuidarían de quejarse: la agresión del joven tamipunkett quedaría impune; a cambio, tampoco obtendría venganza por el ataque de Yaunu, Taunga y Suevi. El pandi, por su parte, podría ocultar al rey su papel de instigador —lo cual no era un asunto trivial dadas las circunstancias— a costa de suscitar el rencor de sus camaradas. El príncipe se cuidaría en el futuro de incitar a sus compañeros contra su hermano por miedo a Ghanu, y tampoco ellos se arriesgarían a tomar la iniciativa después de descubrir que no iban a contar con ningún respaldo si el asunto trascendía. Una solución perfecta, sonrió el director para sus adentros, porque castigar a Tami no le beneficiaba y así, de rebote, conseguía que Nehul le debiera un favor.

El príncipe prohibió a sus amigos volver a provocar al tamipunkett. En su fuero interno el príncipe sabía que no podría ocultarle a su padre otra pelea de esa magnitud. «Y tú ¿por qué no defendiste a tu hermano? ¿No viste que estaba solo?», le diría. Ghanu, hijo y nieto de guerreros, guerrero él mismo, no podría aceptar la cobardía de que tres estudiantes atacaran impunemente a Tami y que Nehul no saliese en su defensa. Y cuando profundizara en las causas, Ghanu se sentiría más defraudado al descubrir que su propio hijo, su heredero, había conspirado mezquinamente con sus escuderos para darle una tunda a su hermano.

Tami todavía creía entonces, a pies juntillas, que su vida debía ser un ejemplo para el príncipe, que Nehul aprendería de su mesura, de sus silencios y de sus preguntas, de su voluntad férrea, de su capacidad para contener la furia y doblegar los instintos…, así se lo habían repetido una y otra vez desde su proclamación. Tami había madurado a fuerza de escuchar hasta el aburrimiento cuál era su papel y cuáles sus obligaciones, su misión en la vida, forzado a aplicar el sentido común en cada situación. Nehul recibía las mismas lecciones, la diferencia estaba en que uno creía en su papel y se esforzaba en merecer cada halago y cada premio, y para el otro sólo eran cuestiones superfluas.

Tami era orgulloso a su manera, acaso porque no aceptaba que lo despreciaran por su origen incierto, por su pasado hospiciano, porque no dejaban de compararle con el heredero y de recordarle su condición inferior; y también, aunque eso sólo se lo confesaría años después a Nikki, porque entonces albergaba aún el sentimiento romántico e infantil de llegar a ser un buen tamipunkett y que, cuando Nehul fuese rey y él pasase al olvido, nadie le echara en cara haber permitido que el joven príncipe se descarriara. Desgraciadamente, muchos empezaban a vislumbrar ese final, a la vista del temperamento de Nehul, tan soberbio y egoísta, incapaz de hacer ningún sacrificio. Él se sabía tocado por la vara de la fortuna, confiaba en su destino de rey y se decía que era cosa obligada y natural, merecida por derecho divino. Había quien decía, en voz baja, para no ser acusado de traición, que resultaba difícil entender cómo, habiendo recibido ambos la misma educación, fuese Tami el que pareciese llamado al trono, y su hermano, en cambio, un infante malcriado.

De tanto atraer sobre sí la atención de preceptores y ministros, Tami había espabilado más rápido que sus compañeros. Pronto aprendió que, estando en el ojo del huracán, la única forma de poder hacer cuanto deseara era hacerlo discretamente. Distaba mucho de ser una mosquita muerta que se plegara a las órdenes de los profesores: a menudo les plantaba cara, brazos en jarras y rostro altivo, y aprovechaba que su condición de prefecto le confería cierta autoridad para desafiar a cualquiera que a su juicio hubiese cometido una injusticia. Tami aceptaba que su misión era sagrada, pero se decía a sí mismo que, mientras no la comprometiera, no había ninguna razón para no aprovecharse de sus privilegios.

Él fue el primero en celebrar fiestas con sus amigos en la lavandería, desierta desde el mediodía del sábado hasta la mañana del lunes. Habían ideado unas cuantas mañas para introducir cervezas en el internado y, atraídas por el morbo de lo prohibido, las muchachas se derretían cuando él las invitaba a compartir una botella, dispuestas a dejarse querer en la penumbra de los lavaderos. A punto de cumplir dieciséis, había roto ya unos cuantos corazones, especialmente entre las chicas de cuarto y quinto, las mismas que miraban por encima del hombro a Nikki por ser una mocosa de segundo. El señor Usai y los profesores tenían alguna sospecha —desde luego no del comercio de cerveza y paatsi, su imaginación no llegaba tan lejos— e intentaban que algún soplón les diese pistas; pero ni el peor de los pelotas, aunque lo hubiera sabido, se habría atrevido a revelar esos secretos y sufrir las consecuencias: cargar el resto de sus días con el estigma de traidor.

No eran los únicos que tenían un lugar oculto donde reunirse y divertirse, casi todos los mayores lo hacían, pero —con la excepción de Nikki, que llegaría a convertirse en la reina de las noches de la lavandería— ninguna pandilla alcanzó a organizar veladas tan divertidas y bien surtidas como las de Tami. Para los más pequeños, la existencia de esas fiestas era un descubrimiento sensacional. Empezaba por un pequeño rumor escuchado a un hermano mayor, por un guiño hecho a destiempo o una conversación escuchada al azar. El mundo se dividía entonces entre quienes sabían y quienes no sabían, y conocer dónde se reunían los mayores llegaba a ser, más que en una cuestión de orgullo, una forma mágica de hacerse también adultos y compartir sus misterios y pecados. Era una experiencia iniciática que empezaba por la casualidad, por la emoción del misterio que salía a su encuentro, y luego por su dominio, descubriendo primero el lugar de los ritos e integrándose después para participar en ellos. Cuando los pequeños se enteraban de la existencia de aquellas fiestas, no encontraban ya mejor meta que presenciar una con sus propios ojos, tratando en balde de imaginar qué placeres prohibidos se disfrutaría en ellas. Había que levantarse de madrugada y sortear a las matronas que velaban al final del pasillo, esquivar a los conserjes y comenzar la búsqueda. A veces, más como recompensa que por necesidad, los mayores compraban el silencio de los exploradores con una cerveza, la primera que bebían en su vida, y ni por todo el oro del mundo habrían reconocido que la copa del triunfo, un líquido caliente y amargo, les sabía a orines de borracho.

«Aquella noche», la noche que selló la hermandad entre ellos dos, Nikki se había lanzado también a esa búsqueda, decidida a emular a Madeleine Carroll en Treinta y nueve escalones, la película que se proyectó la víspera.

Era una copia vieja, llena de cortes y cuyo doblaje en francés no estaba sincronizado con las imágenes: a veces se escuchaba la voz del protagonista cuando la heroína movía los labios y, en ocasiones, se oía un diálogo que correspondía a otra escena. Sin embargo, en las Islas, acostumbrados al , las interminables historias sobre las hazañas de los ancestros que los viejos contaban a la luz del fuego, el cine era un suceso extraordinario, envuelto de una liturgia que lo convertía en un acto mágico, y no se le daba importancia a detalles tan nimios: una historia, para un isleño, era siempre una historia, aunque tuviera lagunas e inconsistencias. ¿Acaso no las tenía la propia vida? Cuando el barco correo de Numea llevaba una película, siempre antigua, el capitán Lenantais —un francés alto y desgarbado, con el rostro cadavérico y una perenne barba de tres días— ordenaba izar la banderola charlie en lo más alto del mástil para que la noticia llegara a los confines de la isla con tiempo suficiente, y aquella misma noche, en la gran explanada, se anudaban dos sábanas a sendos cocoteros mientras el pueblo entero se congregaba en ella para ver «el cine». Media hora antes de la sesión, como parte de un protocolo inmutable, se hacía sonar un cornetín, porque en la ciudad eran muy pocos los que tenían reloj. Se llamaba por segunda vez a falta de quince minutos y se daba el último aviso cinco minutos antes del comienzo de la sesión, que siempre se retrasaba otro tanto mientras esperaban la llegada del rey Ghanu y su familia.

Al día siguiente solía proyectarse en el internado, con el tiempo justo de devolverla al barco antes de que éste levara anclas. En el colegio se juntaban profesores, alumnos y sirvientes, y todos admiraban aquellos rostros y aquellas figuras en blanco y negro; también acudían quienes se habían perdido la sesión del día anterior y otros que se apuntaban a repetir, porque nadie podía saber cuándo volvería el cine a Vanu.

Desde el mismo instante en que la figura de Madeleine Carroll se proyectó sobre la gran sábana, Nikki decidió que sería Pamela, la heroína, dispuesta a desenmascarar a los espías a riesgo de su propia vida; y como ella y sus amigas habían sorprendido un cuchicheo sospechoso entre Tami y Avanda, su novia, decidieron que su primera aventura sería descubrir el secreto que ocultaban, y se conjuraron para adentrarse esa misma noche en los laberintos de las cocinas y levantar el velo de cuanto escondieran.

Al principio todo fue bien: habían podido deslizarse por debajo de las camas hasta la puerta del fondo, cuyo pestillo se habían preocupado de abrir a la hora de la cena. Su habitación estaba en el ala oriental de la primera planta, la de las mujeres, y aunque para llegar a las escaleras traseras tuvieron que pasar por delante de la habitación de la gobernanta, la fortuna les sonrió y encontraron la puerta cerrada, apagando sus ronquidos de dragón. Los escalones crujían como grillos y se deslizaron por el pasamanos hasta la planta baja, sorteando las formas ominosas y las trampas sonoras que llenaban los pasillos, las macetas y papeleras, las viejas escupideras, las sillas, hasta llegar a la puerta que conducía a las profundidades, a los sótanos vedados a los alumnos…

Fue al adentrarse en el mundo extraño de las cocinas cuando las cosas comenzaron a torcerse. Era territorio desconocido, y la mortecina luz de las estrellas que entraba por los ventanucos apenas servía para prevenir el peligro de alguna banqueta o de los cubos de basura fuera de sitio. Sus compañeras se habían quedado en el umbral, esperando la señal para avanzar, y el resplandor súbito encontró a Nikki en tierra de nadie, sin tiempo para nada que no fuera arrojarse bajo una mesa y aguardar la mano del sirviente que habría de arrastrarla a terreno descubierto. Pero los pies descalzos de la cocinera pasaron de largo y se detuvieron junto al fregadero. Durante unos instantes interminables, escuchó el bombeo del agua, el sonido metálico de los vasos de latón y, por último, el galope de su corazón desbocado. Supo que debería afrontar sola lo que quisiera depararle el destino, que sus amigas no harían nada por ella, que habían declarado el sálvese quien pueda y regresado a la seguridad de sus habitaciones. Esperó inmóvil hasta que se le durmieron las piernas, mientras intentaba adivinar qué retenía a la cocinera junto a la pila. Después oyó un susurro casi inaudible en tuang al que la sirvienta respondió en la misma lengua. Nikki creyó entender que el celador requebraba a la mujer. «Por favor, vete con él», suplicó entre dientes.

La cocinera se acercó a la puerta. La muchacha vio las dos siluetas recortadas contra la luz tenue del pasillo, muy juntas, cerrándole la retirada. «Ahora o nunca», se dijo, y obligando a sus piernas a resistir el aguijón de los millares de agujas que se clavaban en ellas, huyó hacia los tenebrosos pasadizos que conducían a los lavaderos y las despensas. Pero la aventura no tenía ya nada de divertida; estaba perdida en un laberinto de tinieblas, lejos de su cama, en la oscuridad siniestra del submundo, a merced de las ratas y de las alimañas que poblaban los sótanos en su imaginación, vagando por lugares que no reconocía.

Su corazón se detuvo al sentir las garras que la apresaban por la mandíbula y le tapaban la boca, impidiendo que gritase.

—Vaya, tenemos aquí a la pequeña Takinoa —dijo una voz entre risas, y por el mote más que por el tono supo que eran alumnos y no criados—. ¿Nos estabas espiando? —le susurró su captor.

Ella reconoció la voz acerada de Yaunu, sus labios gruesos y húmedos como el morro de un marrano, dejando una vaharada fétida de alcohol fermentado.

—Takinoa la cotilla, la que mete las narices donde no debe y nunca muestra respeto… —remarcó Suevi.

—Sí, necesita un pequeño escarmiento —dijo riéndose un tercero, y al reconocer la voz del pandi sintió que se le helaba la sangre—, una noche en la cueva le vendrá bien.

Si la hubiesen dejado, aun a riesgo de caer en manos de la gobernanta, habría gritado, porque en aquel momento nada le parecía tan terrible como ser arrojada al agujero del último sótano, sin luz, a merced de ratas y lagartos. Forcejeó como pudo para soltarse una mano, pero las piernas apenas la sostenían, todavía dormidas y flojas, y los brazos, retorcidos a su espalda, parecían a punto de romperse por los codos. «Papá, ayúdame, por favor», rezó en silencio, deslumbrada por los haces caprichosos en los que se descomponía la luz a través de sus lágrimas.

Como una respuesta a su plegaria, oyó un golpe seco a su espalda, el crujir de un hueso que no era el suyo, y el sonido escandaloso de la linterna cuando cayó al suelo para sumirlo todo en la oscuridad. Notó que se aflojaba la presa, que sus brazos, aunque entumecidos, volvían a obedecer sus órdenes y que el cuerpo de Yaunu se derrumbaba. Antes incluso de llegar a moverse, oyó un grito agudo e intuyó un segundo cuerpo, el de Suevi, hincarse de rodillas.

Sintió una mano que se hacía con la suya y tiraba de ella hacia la oscuridad, arrastrándola casi en volandas a través de los pasillos y de las escaleras. Se dejó llevar sin saber muy bien si estaba saltando de la sartén al fuego. Aún no sabía que era Tami, no lo descubrió hasta que salieron de las cocinas y un haz de luz lunar le iluminó. Los gritos habían despertado a celadores y criadas, y ya comenzaba a abrirse alguna puerta en los pisos superiores.

Nikki recordaba aquella carrera como una lucha desesperada contra el tiempo, era incapaz de sentir otra cosa que un alivio infinito, pues cualquier castigo, por grande que fuese, le parecía mucho mejor que la negrura de las bodegas. Sólo después, cuando volvió a ser dueña de sí misma, se sorprendió al rememorar que, incluso en ese trance frenético, había pensado que no podrían salvarse los dos, que aun suponiendo que uno de ellos lograra resguardarse en un dormitorio, encontrarían al otro en un lugar prohibido; y supo, sin necesidad de preguntárselo, que Tami había pensado lo mismo mientras corrían. «Sálvate tú, ya has hecho bastante por mí», le hubiera gustado decirle, pero ya estaban en el primer piso del ala oriental, a punto de entrar en uno de los dormitorios.

Avanda estaba aún poniéndose el pijama. «Rosa, de seda china», le gustaba recordar a Nikki, riéndose de sí misma, un poco avergonzada, pues desde entonces siempre había procurado tener uno igual. Tami no malgastó el tiempo en explicaciones, tampoco las necesitaba su novia. «Cuida de ella», fue lo único que dijo antes de salir de la habitación, sin apenas esperanzas de salvarse del desastre, pero aun así dispuesto a poner todo su empeño en el intento.

La gobernanta le descubrió cuando ya estaba a punto de enfilar la escalera. Durante una fracción de segundo estuvo tentado de esquivarla y hacer caso omiso de su grito, pero sabía que le había reconocido y que intentar huir sólo empeoraría las cosas.

—Gracias a Dios que me ha despertado, señora Wu —dijo con su sonrisa más inocente—. Ya sabía que soy sonámbulo, ¿no?

No se apeó de la excusa pese a saber de antemano que no le serviría de nada. El director, desvelado y preocupado por las consecuencias, ordenó encerrarle en su habitación hasta el día siguiente. Quería tomar la decisión con la cabeza clara, pues la gravedad de la falta exigía su expulsión y no se atrevía a imaginar lo que diría el rey Ghanu si el tamipunkett se veía obligado a abandonar el colegio sin honores: era capaz de ordenar que le cortasen también la cabeza al mensajero de una noticia tan nefasta.

Tami se atuvo a su versión: no recordaba nada ni había visitado la habitación de ninguna alumna, no sabía por qué se había despertado en aquel sitio ni dónde hubiese acabado de no ser por los gritos y las voces. Y la prueba de su inocencia era que no había intentado huir al ser requerido por la señora Wu, como lo habría hecho cualquiera que, con malicia, hubiera estado rondando a las muchachas.

El señor Usai no le creyó, y aunque le hubiesen encontrado en un lugar tan alejado de su dormitorio, saliendo sin duda de la habitación de alguna chica, tenía el pálpito de que había alguna relación con los gritos en las cocinas.

—¿Usted qué haría, padre? —le preguntó el director a su antecesor.

In dubio pro reo, hijo —respondió el francés con un hilo de voz—, que en latín y en nuestra lengua quiere decir que una buena penitencia ayuda a la contrición y previene las tentaciones.

Así que le castigó a servir en el comedor durante un mes y le aconsejó que renunciara a la prefectura; además, limitó sus privilegios: en adelante no tendría derecho a estudio propio y hasta la graduación, salvo petición expresa de la casa real, no podría salir del internado.

«Podía haber sido peor», les dijo a quienes se acercaron a consolarle. Servir en el comedor, aunque al señor Usai le pareciera tan humillante, a él le traía al pairo; y un mes ayudando en las cocinas conllevaba algunas ventajas añadidas, como el acceso a las neveras, donde se podían guardar las cervezas. Respecto a la renuncia a tener su propio estudio, podía consolarse con los veinte criados serviles que estarían a su disposición día y noche y que cepillarían su ropa babeando de gusto. Las burlas del pandi y su pandilla no le dolerían mientras pudiera recordar los golpes que les había propinado. En cuanto a no salir del internado si no se le requería desde palacio, presumió, se apostaba un paquete de cigarrillos con quien quisiera a que, hasta final de curso, no le retendrían allí más de dos fines de semana.

Aun así, tenía que hacer un esfuerzo extraordinario para mantener su tono jovial y bromear con los amigos; estaba mucho más dolido de lo que quería reconocer y en su fuero interno sabía que el director había atinado con los castigos. Aparentaba reírse de sí mismo y restaba importancia a la pena impuesta cuando Avanda trataba de consolarle, pero a Nikki sí se lo confesó la primera vez que pudieron hablar a solas, porque sólo con ella quería conversar de lo ocurrido.

—Siento lo que estás pasando —le dijo ella entonces, atreviéndose apenas a tomar su mano.

—Ha merecido la pena, he podido devolverles a Yaunu y a Suevi todo lo que les debía.

—¿Me has ayudado para vengarte de ellos?

—¡Nah! Te habría ayudado igual —dijo Tami mientras forzaba una mueca—, aunque quizás hubiese sido mejor esperar a que se fueran, así todos nos habríamos ahorrado este lío.

—¿Y dejarme allí sola todo ese tiempo?

El rostro de Nikki se veló de miedo: ya no quería ser Madeleine Carroll ni descubrir los misterios de las catacumbas, volvía a ser una niña pequeña, huérfana, sola y asustada.

—Llevas razón —respondió—, la primera idea es la mejor.

—¿Y si se lo cuento al señor Usai? —se le ocurrió a ella de pronto.

—Escúchame bien, Nikki —susurró, con la frente casi pegada a la suya y una mirada más adulta que la de cualquier mayor—. El acusica tiene castigo doble. Ninguno de nosotros estaba donde debía, y si el director se enterase de esos paseos nocturnos, acabarías con todo el colegio en tu contra.

—Pero ellos me encerraron…, me habrían dejado allí a oscuras toda la noche.

Tami suspiró, dudando entre la sinceridad obligada hacia una amiga y la conveniencia del silencio. En apariencia, los daños habían sido escasos: un susto para ella y algún privilegio menos para él; pero el verdadero problema no era ése, sino que el pandi y sus amigos no sabían aún quién les había atacado y querrían averiguarlo; acosarían a Nikki, intentarían retenerla en algún lugar oculto para interrogarla, y una vez allí…

—Nunca te traicionaré.

—Pues hazlo, no quiero que tu lealtad te ponga en aprietos.

—Me estás asustando —gimió, las lágrimas le afloraban a los ojos—, ¿crees que intentarán hacerme daño?

—No, aunque probablemente te echen la culpa de sus coscorrones.

—¿Y si los denuncio?

—¿A quién, Nikki? ¿Le dirás al mahat que su hijo te ha pegado, o al rey Ghanu que el suyo es un cobarde? Estaré a tu lado en lo que pueda, si eso es lo que quieres, y trataré de recomponer los trozos que dejen de ti después de que te despellejen.

—Quiero irme de aquí —suplicó entre sollozos, guareciéndose entre los brazos de Tami.

—Sí, ojalá pudieras irte con tu padre —dijo él de corazón.

Tami imaginó que nada había en el mundo tan cálido como los brazos de una madre ni tan seguro como los de un padre. Pasó los dedos por los pómulos pecosos de Nikki, intentando borrar las lágrimas de sus ojos, conmovido por su inocencia infantil, ajena a las consecuencias de su excursión a la lavandería. En aquel instante, habría dado cualquier cosa por ahorrarle las consecuencias de su excursión nocturna, las amenazas que se cernían sobre ella; y aún habría dado más por retroceder en el tiempo y evitar ese encuentro desafortunado. No podía hacer desaparecer el miedo, pero se juró a sí mismo que Nikki no volvería a sufrir, aunque tuviera que liarse a trompadas con Yaunu y Suevi, aunque el mismísimo rey se pusiera de parte del príncipe, y él se granjeara la enemistad eterna del mahat y sus ministros. «Ahora ya da igual. —Sonrió—. Yo cuidaré de ti».

Nikki tardó muchos años en descubrir que, aquella misma tarde, después de haber fregado los platos de medio internado, Tami se presentó en la camareta de Nehul. Lo que se dijeron no trascendió fuera de aquellas paredes, aunque, desde entonces, sus ocupantes evitaron molestarla, y cuando se cruzaban con ella lo hacían con la cabeza vuelta o gacha, fingiendo no verla, como si no quisieran que los acusaran de mirarla mal.

Aun así, durante los días siguientes, Avanda no se separó de ella. Subía a buscarla al dormitorio común con cualquier excusa y la acompañaba a sus clases después del desayuno. La sentaba en su mesa durante la cena, como si fuera una de las mayores, o bien se acercaban a su banco ella y alguna otra amiga, demostrando un interés inusitado y repentino por las pequeñas.

—No es culpa suya —dijo Nikki con los ojos húmedos cuando vio a Tami servir las mesas como un criado más.

—Sigues empeñada en culparte tú —comentó Avanda como de pasada, atacando su dulce de coco.

—Si supieras…

—Pero no sé, querida, ni quiero saberlo. Por qué hizo lo que hizo, es sólo asunto suyo. Si pasó algo por lo que debas disculparte, no me lo cuentes a mí, ve y pídele perdón a él de una vez por todas; y si no, deja ya de atormentarte, porque él a ti no te reprocha nada.

—Es que se metió en un lío por ayudarme.

—Hizo lo que creyó que debía hacer —dijo Avanda para zanjar la discusión—, ni tu ni yo vamos a cambiarle.

Seguramente Avanda sospechaba parte de lo ocurrido, aunque nunca quisiera preguntar ni dejar que le contaran. Ella era prima del rey y la sangre real que corría por sus venas le exigía guardar escrupulosamente los secretos de la familia. Tami también pasaba mucho tiempo con Nikki, como si hubieran dejado de interesarle el fútbol, las luchas rituales, las fiestas nocturnas o las otras chicas. A veces, cuando él tenía turno de marmitón en la cocina, Nikki bajaba a hacerle compañía y le ayudaba a desplumar gallinas, pese a que pocas cosas le daban tanto asco. Ella no dejaba de charlar, contando historias que le había oído contar a su padre, vivencias ocurridas en sus mil viajes de isla en isla mientras intentaba convertir al cristianismo a los polinesios.

—¿Cómo es que no estás con él? —le preguntó Tami—. Si yo tuviera padre, no permitiría que me apartaran de él.

—Ahora está en Kuan, y después recorrerá los atolones durante un par de meses. Dice que la vida trashumante no es lo mejor para una chica.

Cuando el reverendo regresaba a Vanu tras sus visitas pastorales apenas le quedaba tiempo para ver a Nikki. La mayoría de los fines de semana encontraban al señor Sanders en Pakana, la villa del otro lado de la isla, intentando convencer a sus escasos feligreses de que remozaran el techado bajo el que oficiaba; o haciendo antesala en palacio, esperando pacientemente a que el canciller se dignara a darle audiencia. Muy raras veces, exceptuando las ocasiones especiales como Navidad o Pascua, se presentaba el pastor en el colegio para sacar a su hija, y nunca más de un par de días. Aunque tratara de ocultarlo, seguía abierta la herida del adulterio. Hacía mucho que el reverendo Sanders había perdonado la afrenta, pero eso no impedía que el dolor continuara allí, que el abandono conyugal le royera las entrañas cada vez que se enfrentaba al rostro pecoso de la niña. Sin darse cuenta, culpaba a Nikki de llevar la sangre de su madre.

Para ella era todo un acontecimiento abandonar el internado durante el curso y, por eso, la invitación a ir a casa de Avanda le resultó un premio inesperado, un soplo de aire fresco entre aquellas paredes asfixiantes; y poco podía sospechar que acabaría convirtiéndose en una costumbre que habría de durar años.

La familia de Avanda vivía en uno de los palacetes de madera que circundaban el palacio real. Su padre era tío carnal del rey Ghanu y tenía el pomposo título de Gran Almirante, lo que le confería el mando sobre todos los barcos de las Islas: una antiquísima corbeta de madera varada en la playa, cuatro viejas patrulleras que los australianos consideraban amasijos de hierro condenados al desguace, y los catamaranes y canoas de los pescadores. Aunque Nikki se decía que había pocas personas que pudieran cohibirla, el primer día reconoció en el almirante a una de ellas. Tenía el rostro tatuado, algo totalmente inusual ya en esa época entre los mayeye; y se vanagloriaba de su nariz taladrada y de un grueso mostacho horizontal que medía una cuarta de lado a lado. Durante la primera cena, que se preparó según los antiguos ritos, Nikki apenas se atrevió a hablar ni a levantar la vista del plato. Con bastante falta de tacto, el almirante Chulhu había iniciado una vehemente diatriba contra los occidentales que querían imponerles sus dioses y sus cultos, obviando el evidente parentesco que la unía con el reverendo.

—Padre, nuestra invitada va a pensar que se refiere usted a ella —intervino su hija mayor, Nahati, la única que sabía manejarlo—. Es británica.

Chulhu la miró fijamente, como si la descubriera por primera vez, y Nikki tuvo que hacer un esfuerzo para sostener la mirada del viejo, hipnotizada por los tatuajes y los fieros ojos negros que se escondían bajo sus pobladas cejas.

—Magnífico país, grandes marinos —gruñó, antes de continuar despotricando contra misioneros y pastores.

Nikki siempre sospechó que en aquella primera velada se fraguó mucha de la simpatía que desde entonces le demostró Nahati, y seguramente, de rebote, también mucha de la predilección que más tarde sentiría por Tami, incluso después de que éste rompiera con Avanda.

Nahati, a pesar de su posición en la corte, apenas había tratado al tamipunkett y tenía algunos recelos sobre el noviazgo de su hermana. Creía, porque a veces se comportaba más como una madre que como su hermana mayor, que Tami le rompería el corazón, que después de tontear con ella la abandonaría buscando una muchacha nueva. Las primeras palabras halagüeñas que escuchó sobre él las pronunció Nikki, más locuaz que de costumbre, quizá sintiéndose obligada por el vaso de leche que Nahati le había llevado al dormitorio a la hora de acostarse, o porque no esperaba que su anfitriona apartara la mosquitera y se sentara en la cama, dispuesta a charlar hasta la madrugada. Movida por un impulso tan irrefrenable como imprudente —porque Nahati era, a fin de cuentas, tía del príncipe—, le contó su aventura nocturna y la providencial actuación de Tami; cómo había preferido soportar sobre sus hombros toda la responsabilidad, el riesgo de expulsión y los castigos antes que delatar a sus propios enemigos. Su vehemencia conmovió a Nahati y tuvo la virtud de presentarlo ante sus ojos no como un advenedizo que disfrutaba de una vida cómoda gracias a méritos ajenos, sino como uno de los guerreros de las antiguas gestas, de los que se lamían las heridas en silencio y no recibían de nadie lecciones de bravura.

Por eso, cuando tiempo después Avanda se distanció de Tami, Nahati siguió invitándola a su casa como si nada hubiera pasado, con más simpatía incluso; y aunque nunca dijo nada, en cada atención, en cada sonrisa, le mostró su pesar porque no hubiese acabado desposándose con su hermana.

Nahati parecía mayor de lo que realmente era; desde muy pronto había tenido que hacerse cargo de la casa y había madurado más que las muchachas de su edad. Era la prima favorita de Ghanu: él la llamaba a menudo a palacio, la invitaba con frecuencia a su mesa y era camarera de la reina e institutriz de sus hijos pequeños.

Las hijas de Chulhu llevaban en la sangre agua de mar y nadie en las Islas gobernaba una embarcación como ellas. Siendo muy niñas aún, Nahati y Avanda habían colocado un foque y una mayor en el catamarán de su padre, al estilo del velamen con forma de cuchillo que habían visto en los balandros occidentales. Sin saber una palabra de fuerzas ni de vectores, sólo con su intuición, habían comprendido la mecánica de aquellos barcos, la succión que se formaba entre las velas y que permitía navegar casi contra el viento. La visión de aquellas dos niñas reinventando las artes náuticas fue una conmoción. Los barcos occidentales, la vela latina, los praos de los macassan, nada era desconocido en las Islas; sin embargo, aquella sociedad tradicional, que aún recordaba con nostalgia los tiempos de los guerreros y las grandes batallas contra los vecinos, veneraba con pasión a los navegantes, la élite de los guerreros kweivei, que conocía todos los secretos del mar, y se resistía a adoptar una técnica diferente a la de los antepasados, que habían cruzado el océano de punta a punta a golpe de viento y pala. El día que ellas, con el orgullo de su sangre real, desafiaron a los aprendices de los navegantes, sacudieron los cimientos de un milenio de tradiciones, porque nada volvió a ser igual después de que ganaran por varias brazas a una wakataua de doce remeros. Otras que no hubieran sido hijas de Chulhu tal vez habrían sufrido la inquina y el desprecio de aquella cofradía hermética, impenetrable, anclada en el pasado; pero aquellos hombres eran nobles y sin dobleces, adoraban a su almirante, y aceptaron con resignación que los tiempos estaban cambiando.

Avanda como proel y Nahati a la caña eran capaces de maniobras imposibles; no resultaba extraño verlas apurando la ceñida, con el cuerpo fuera de la embarcación, colgando de las jarcias con los pies sobre el patín, arqueadas y casi cabeza abajo para compensar su peso liviano, mientras la nave volaba sobre las aguas, rozando apenas la espuma de las olas.

Las dos hermanas Chulhu sentían pasión por el mar, «como no lo sentirán nunca por ningún hombre», decía de ellas riendo el rey; y siempre que podían, con las primeras luces del día se aprestaban a reglar el palo y armar su catamarán, olvidando todo lo demás hasta la hora del regreso.

Aquella primera vez, como habrían de hacer los domingos siguientes, Avanda y Nahati la llevaron al embarcadero. Tami, que no quiso confesar con qué triquiñuelas había logrado permiso para abandonar el internado, estaba ya allí, tensando los obenques de su nave con ayuda de un pescador. Avanda le besó sin ningún recato, resarciéndose de tantos momentos clandestinos en el internado, y Nikki notó un extraño desconsuelo, una punzada de envidia en el fondo del corazón. Sabía que no tenía ningún derecho a sentirse dolida, era más bien desazón, pues hasta entonces había creído que Tami y ella tenían una relación única, como no la podría tener con nadie más. Años después, cuando se atrevió a contarle a Tami su desengaño, él la sorprendió revelándole los celos de Avanda. «Era una estupidez, tú eras una cría todavía —le dijo—, pero ella sentía que había entre nosotros demasiada complicidad, una intimidad que no podía comprender».

Su barco era un viejo monocasco australiano, pequeño y de madera gastada, que el rey Ghanu les había regalado a medias al pandi y a él por su decimoquinto cumpleaños.[4] Nehul renunció muy pronto al balandro, el mar no le gustaba y su corpachón tendía peligrosamente a situarse fuera de la borda. Tami siempre tuvo aquella embarcación por el mejor regalo que le habían hecho. Sabía que nunca navegaría como los polinesios, capaces de orientarse en la noche más oscura y entre la niebla, que no necesitaban brújula ni motores, pero él adoraba el océano, y no le cabía en la cabeza mayor desafío en la vida que hacerse a la mar en solitario y medirse con las olas bravas.

Aquella mañana Avanda se burló de la pericia de Tami, una broma que terminaría convirtiéndose en una costumbre. «Demasiado barco para tan poco marino», dijo con la idea de provocarle, y le desafió a regatear hasta las playas de Zule. Él aceptó el reto pese a saber de antemano que perdería, y no discutió la sugerencia de llevar a Nikki como proel, aunque fuese su primera travesía y los equipos quedasen descompensados, porque para él la victoria no significaba lo mismo que para su novia. Sostuvo la mirada de Nahati, intuyendo que le había estado tasando a través de una docena de pequeños detalles: la firmeza de los nudos, la limpieza de las velas, la tensión en las jarcias… Ella estaba seria y Tami sospechó que no le había gustado que su hermana le besara.

—Quien pierda paga las cervezas —dijo, para romper el hielo.

—Entonces procura llevar dinero —se rió Avanda.

Nikki puso su mejor voluntad, pero carecía de experiencia y la génova iba siempre flameando o cazada en exceso. Muy pronto cedieron cien metros y Tami, encogiéndose de hombros, renunció a la batalla y se acomodó a la sombra de las velas.

—Anda, ven aquí —la llamó a su lado—; en esa bolsa encontrarás un par de cervezas.

Sujetando caña y escota con una sola mano, consiguió sacar de la petaca un cigarrillo ya liado y encenderlo. Dio dos caladas y se lo pasó a Nikki, que parecía aún más niña con el cabello cobrizo recogido en una coleta y los ojos verdes brillando como dos gemas entre las pecas. El viento escoró la embarcación sobre la espuma. Nikki se sujetó asiendo el brazo de Tami y él le acarició la mejilla quemada con el dorso de la mano, largando ligeramente la escota para hacer la travesía más sosegada.

—Tendrás que darte aceite luego —gruñó, ofreciéndole sus gafas.

—¿Qué harás cuando te gradúes? —le preguntó ella, mientras le quitaba el cigarrillo de la boca.

—Aún no lo han decidido. —Se encogió de hombros.

—¿No es triste no poder elegir tú mismo, no poder decidir lo que quieres hacer?

Se arrepintió inmediatamente de la pregunta. Quién era para echarle en cara la vida que tenía; tampoco ella había elegido vivir en las Islas ni ingresar en un internado ni ver a su padre unos pocos días al año.

—Lo siento, no quería decir eso —rectificó antes de que él llegara a contestar, al darse cuenta de que su mirada se había ensombrecido y que una sonrisa amarga afloraba a sus labios.

—No, llevas razón, es triste. Pero ¿quién decide su propia vida? Un marinero o un campesino tampoco pueden elegir y viven peor que yo. No tengo derecho a quejarme.

Titubeó, ella aceptó su silencio por amistad, a pesar de la curiosidad que sentía. Decidió callar; sabía demasiado bien que Tami iría a donde enviasen a Nehul, que correría su misma suerte, y se dijo para consolarse que no debía temer por él, pues el rey no impondría a su hijo ninguna carga pesada, antes de caer en la cuenta de que los enemigos más terribles eran producto de la envidia y del rencor y que él, sin buscarlo, sin pretenderlo, estaba empezando a suscitar un odio mortal.

Porque el mahat Matené, padre de Yaunu, había medrado durante meses, enviando mensajes a la Samoa Americana para conseguirle a su hijo una beca. Con la excusa de que el pandi iba a necesitar lugartenientes expertos en el arte de la guerra moderna, quería que Yaunu ingresara en una academia militar y se convirtiera, a su regreso, en el futuro almirante.

En realidad, el gobierno de Estados Unidos ofrecía esas ayudas a los archipiélagos del Fideicomiso y no a las islas polinesias, pero el burócrata de Washington que tramitó la petición desconocía la diferencia. Para él, aquel enjambre de atolones e islotes era todo la misma cosa, lugares paradisíacos habitados por gente amable y feliz, inocentes salvajes que habían sido víctimas de esos odiosos japos. Había que velar por ellos, demostrarles quiénes eran sus verdaderos amigos, captar a sus líderes para que, cuando llegase el momento, pudieran hacer oídos sordos a los cantos de sirena comunistas. No una, sino dos becas envió a las Islas, y ambas para la Escuela Naval de Annapolis, como le había pedido ese maharajá, o cualquiera que fuese el cargo del tal Matené.

De haber sabido las consecuencias que en años venideros iba a tener ese gesto, el funcionario habría comprendido que su regalo estaba envenenado y hubiese rechazado la solicitud con la conciencia bien tranquila. Lo que consiguió con su generosidad fue que el ambiente del Consejo se enrareciese, pues si bien la educación del príncipe era asunto de Estado, subyacía en el fondo una cuestión de justicia. Al enterarse de la solicitud, Ghanu se había molestado, acusando a su ministro de poner a las Islas en deuda con una nación extranjera en provecho de su familia. Por tanto, había dicho que, si se conseguía la beca, la considerarían patrimonio real y sería él quien decidiría quién debía aprovecharla. Matené, por su parte, argumentó que había sido una petición privada, que con mucho gusto pediría otra para el príncipe, si es que los americanos le consideraban merecedor de ello, pero que Yaunu no renunciaría a sus privilegios.

Mientras se creyó que sólo un estudiante podría viajar a Estados Unidos, las discusiones del Consejo fueron acaloradas, pero no llegaron a volverse agrias. Muchos suponían que Ghanu acabaría aceptando que Yaunu acudiera a la academia de hombres blancos, temeroso de las desgracias que podrían sucederle al príncipe si viajaba solo. En los anales de las Islas nunca se había planteado una situación semejante, pero parecía claro que el tamipunkett no podría proteger a Nehul a tanta distancia. Muchos sospechaban que la reticencia del rey Ghanu estaba vinculada al creciente poder de Matené y el peligro que suponía que un guerrero de tanto prestigio conociese las armas de los blancos.

Cuando se supo que eran dos los alumnos aceptados el rey respiró de alivio: el pandi podría ir con su hermano mayor, pues eran los dos mejores estudiantes del colegio —argumentó, agitando en la mano los informes del señor Usai—, y ambos aprovecharían la oportunidad que se le brindaba al reino; sin olvidar que sólo Tami hablaba inglés. El canciller se opuso, naturalmente; había sido a su hijo a quien habían invitado, y debía ser él quien acompañara a Nehul. Como siempre ocurría en las Islas, la controversia no parecía tener fin, cada noche se repetían los discursos con los mismos argumentos, pero nadie dudaba de cuál sería la decisión, bastaba con ver las miradas de odio de Yaunu para adivinarlo.

Tami, aunque deseaba de todo corazón emprender el viaje, también consideraba que continuar los estudios en una academia naval era una estupidez: el único ejército de las Islas era una policía rural cuyo cometido principal consistía en mantener la paz entre vecinos, acompañar al recaudador de impuestos y averiguar, ocasionalmente, el misterioso robo de una gallina o el origen de las pedradas sufridas por un gorrino. Aunque el archipiélago tenía más de cien islas, sólo unas cuarenta estaban habitadas, y menos de la mitad tenían un pequeño destacamento de guardias, tres o cuatro a lo sumo. Ni siquiera en Vanu, donde a veces hacía escala el hidroavión de las plataformas petrolíferas de las Farii, estaban demasiado ocupados: los ingenieros y los obreros procuraban salir inmediatamente hacia Samoa y llegar lo antes posible a Australia, donde la civilización les garantizaba alcohol y mujeres durante sus descansos. Enviarlos a la academia habría tenido sentido, reconocía Tami, si la nación hubiese dispuesto de algo más que una corbeta inutilizable y cuatro viejas cafeteras sin otra ocupación que recorrer las islas periódicamente y evacuar algún enfermo grave. Los habitantes del archipiélago habían dejado de ser belicosos mucho tiempo atrás y ni siquiera habían sufrido la invasión japonesa.

—¿Qué harías si pudieras elegir?

—No sé, creo que me gustaría estudiar medicina.

—Sí, serías un buen médico.

La arribada a Zule les obligó a concentrar su atención en el gobierno de la nave. Era la hora de la bajamar y fondearon cerca de la orilla, en una playa de arena dorada, sin rocas ni arrecifes. Tuvieron que soportar resignados las burlas de las dos hermanas, que allí mismo cantaron una haka jocosa y humillante. Tami, rojo de vergüenza por las risas de los pescadores próximos, se resignó a comprar cuatro cervezas frescas en un pequeño colmado. Se sentaron en la arena y Nikki, poco acostumbrada al alcohol y al tabaco, se sintió mareada, con los párpados pesados y los músculos aletargados, aunque por nada del mundo habría cambiado ese instante, esa sensación de felicidad plena.

Después de comer, Nahati la llevó a dar un paseo por el interior; supuso que Avanda debió pedírselo durante la travesía, aunque ella no parecía demasiado feliz de dejar a los dos novios a solas durante un rato. Mientras caminaban hacia el poblado, Nahati le contó historias sobre las lluvias que anegaron la tierra al principio de los tiempos y sobre Puketea, el tiburón, que se había apiadado de los humanos supervivientes que estaban hacinados en la isla de Kibuti, la del volcán, en el centro del océano, donde les había enseñado a navegar.

Nahati sabía narrar leyendas, como cualquier isleño, pero en ella había un punto de nostalgia, un eco de dolor por la pérdida del pasado. Todo en su porte, en su talle, en su actitud un poco distante, recordaba a cada momento su sangre noble, su educación de princesa venida a menos. De sus ojos trascendía la tristeza de quien, estando llamada a tareas más elevadas, debía conformarse con cuestiones menores. Nikki sospechó que hubiese sido feliz cien años antes, cuando los barcos europeos apenas llegaban a las Islas. Y, sin embargo, Nahati le cogió la mano durante el paseo, como era costumbre entre amigos, mientras hablaba de su familia. Al escucharla, Nikki intuyó lo distintas que eran las dos hermanas Chulhu: la mayor con la vista en el pasado y la pequeña en el futuro, deseosa siempre de conocer otros lugares, de viajar más allá del mar de oriente, de construir su propia nave.

Fue un domingo maravilloso cuyo recuerdo se acrecentaría con el paso de los años. Nunca, ni siquiera las numerosas veces que se escapó del internado, experimentó una sensación semejante ni volvió a sentirse tan libre y querida. En los meses siguientes, Nikki vivió contando las horas que faltaban para que llegase el sábado y se abriesen las puertas del internado, para escaparse a casa de Avanda y ocupar la mañana del domingo en hacer una regata hasta Zule.

Desde entonces, en lo que tal vez era un velado reproche de Nahati a Tami por no ser buen maestro o tal vez fruto de la resignación que sentía ante el noviazgo de su hermana, casi siempre navegó con aquélla. Ella le enseñó la importancia de orientar bien las velas, repitiendo una y otra vez las viradas, para que aprendiera a no aproarse en los bordos y corregir instintivamente la deriva; le inculcó el afán de ganar barlovento apurando la ceñida, el gobierno de la embarcación sin timón, cambiando el peso de un lado a otro, a prevenir los golpes bruscos de viento en la trasluchada y a evitar el riesgo de un golpe con la botavara.

Aunque sabía que no había mejor maestra en las Islas y nunca reveló sus pensamientos, Nikki prefería acompañar a Tami en su barco, dejándose llevar por el mar y el viento; sabía de antemano que iban a perder la apuesta y se dedicaba a bromear, intentando contener, al llegar a tierra, la risa floja que les provocaba la cerveza tomada a hurtadillas durante la travesía.

Fue durante aquellas mañanas cuando se enamoró de Tami. Lo supo desde el primer instante, aunque ella misma no se atreviera a reconocerlo, porque ese sentimiento le parecía una traición. Se decía continuamente que él era como un hermano mayor, el mejor de los amigos, que no había diferencia entre Tami y Nahati; pero en lo más profundo de su ser anhelaba esos besos furtivos que le daba a Avanda cuando creía que su hermana no miraba, esas caricias descuidadas sobre una pierna o una mejilla. Sabía que, cuando a él le llegara la graduación y se marchara, echaría de menos su sonrisa dulce y divertida, aquellas deliciosas mañanas en Zule, compartiendo el tabaco y la cerveza, cómplices frente al mundo. Y supo, desde el momento en que comprendió lo enamorada que estaba de él, que, con ese primer amor no correspondido, le había llegado el final de la infancia.