[…]
Monica Turner: Se refiere a Avanda Mayfield, ¿no es cierto?
Lady Aldernay: Así es.
M. T.: La primera mujer que participó en la Copa de las Cien Guineas.
L. A.: Sí, y resultó ser decisiva, no habrían vencido sin ella. Es capaz de intuir un cambio de viento cuando nadie lo sospecha, parece magia. Una vez le pregunté cómo lo hacía y me respondió que puede ver el viento. Y yo la creo muy capaz.
M. T.: ¿Fue ella quien le enseñó a navegar?
L. A.: Aprendí mucho de ella, pero me enseñó su hermana mayor, Nahati, que también fue una pionera. No he conocido a nadie con más destreza en el mar, ni siquiera Avanda.
M. T.: Tengo entendido que sigue en contacto con la señora Mayfield…
L. A.: Nos vemos de vez en cuando… menos de lo que querríamos. Soy la madrina de su primer hijo.
M. T.: Hablarán de las Islas, claro…
L. A.: Pues ninguna de las dos somos de las que miran el pasado continuamente… la verdad es que no estamos muy al tanto de lo que pasa allí.
M. T.: Ella las abandonó muy pronto.
L. A.: Sí, al poco de graduarse se marchó a Estados Unidos. Estudió ingeniería naval, lo llevaba en la sangre. Acabó fundando su propia compañía en Half Moon Bay; su astillero construye los mejores catamaranes del mundo.
M. T.: Noto un cierto orgullo.
L. A.: No «un cierto», sino mucho: estoy muy orgullosa de Avanda.
M. T.: ¿Y su familia de aquí?
L. A.: Casi no nos vemos. Son muy buena gente, pero tenemos poco en común. Imagínese una reunión familiar hablando de parientes que nunca he conocido, de lugares y antepasados que no significan nada para mí… Mientras vivió mi padre mantuve algo de contacto, le llevaba a visitar a sus primas o a sus tías, y trataba de aprenderme los nombres de abuelos y tatarabuelos, pero lo cierto es que ahora nos vemos poco.
M. T.: Volvamos a su juventud, a los años salvajes.
L. A.: [Ríe.] ¿Salvajes? ¡Dios mío, no! Éramos bastante inocentes si nos comparamos con la juventud actual. Creo que esa fama proviene de la época, ya sabe, el rock, Rebelde sin causa y esas cosas. El mundo estaba encorsetado, salía de una guerra y ansiaba respirar aire fresco, liberarse de las rígidas normas de nuestros padres. Piense que los años veinte, con su fama de alocados, fueron en realidad una reacción a los horrores de la guerra europea, a una época demasiado triste, y eso se notó en la música, en la ropa, en los bailes…
M. T.: ¿En el sexo?
L. A.: ¿Se refiere a los años veinte o a mi juventud? [Ríe.]
M. T.: Ciñámonos, permítame el juego de palabras, a sus propios «alocados años veinte».
L. A.: No crea que lo fueron tanto. En las Islas había una extraña mezcla de pacatería y libertad sexual. El internado de Vanu era mixto, algo impensable entonces en Europa o en Estados Unidos, y el clima ayudaba a que la ropa fuera ligera, de manera que el cuerpo no era un tabú como en Occidente. Pero la moralidad de la sociedad polinesia es mayor que la nuestra, desde luego muy superior a la que había en California en esa misma época. Y en cualquier caso, éramos niños inocentes comparados con los muchachos de ahora: nuestras fiestas tenían un mucho de baile, un poquito de alcohol —rara vez algo más fuerte que cerveza— y un ligero toque de flirteo picante. No había drogas ni violencia.
M. T.: Háblenos de Tami Punkett…
(Vanity Fair, agosto de 1983)
1953 - 1954
¿No fueron años salvajes? Desde los trece a los veinte, Nikki se bebió hasta el agua de los floreros. Durante el último año de Avanda en el colegio, Nikki aprendió todos los trucos de los mayores: a robar cerveza y esconderla hasta la noche; a sobornar a los conserjes y cocineras para que se volvieran ciegos, sordos y mudos; a introducir en el internado, al regresar del fin de semana, frascos pequeños de bebidas espirituosas pegándolos con esparadrapo entre los muslos; a sortear las puertas abiertas y deslizarse por los pasillos sin hacer ruido. Hasta que ella misma, antes de tiempo, adquirió el prestigio propio de las mayores y se convirtió en objeto de admiración de sus compañeras.
Su cuerpo fue estilizándose, se convirtió poco a poco en una muchacha atractiva y pecosa, guapa como una actriz de cine. Le gustaba presumir de su melena pelirroja y revuelta, aunque los profesores la castigaran cada vez que la encontraban con el pelo suelto. Con el tiempo, los chicos babearían a su alrededor, suspirando por una mirada suya o por una sonrisa; y ella coquetearía, se dejaría querer, aceptaría sus regalos con indiferencia, a veces con desprecio, rompiendo corazones y alimentando esperanzas. Adquiriría en el colegio el título de reina de la moda, iba a decidir lo que estaba bien y lo que estaba mal, pero siempre con un punto de indiferencia, sin importarle demasiado quién la siguiese o quién se molestara, sin dejar de ser una outsider, una rebelde enamorada de Marlon Brando y de James Dean.
Aunque tuvo muchos novios durante esos años, ninguno le duró demasiado. Incluso algunos alumnos mayores perdieron la cabeza por ella, incapaces de dominarla, de imponerse una sola vez. Era, sin pretenderlo, demasiado sofisticada y sensual para unos chicos cuya ocupación principal era la pesca y el mar. Nikki, que no era consciente de la fama de mujer fatal que comenzaba a envolverla, parecía disfrutar devorando a sus parejas en un par de tardes.
La marcha de Tami había sido dolorosa, pero pronto descubrió que la distancia si bien no era el olvido, actuaba como un analgésico poderoso. Le escribía puntualmente, e imaginaba lo solo que debía de sentirse en aquella academia americana, sin más compatriotas que el príncipe, sufriendo las inocentadas de los veteranos y el hostigamiento de los sargentos. Cada semana le enviaba una larga carta para ponerle al corriente de los chismorreos del colegio, una caja de resonancia de cuanto se escuchaba en Vanu, pero evitaba cuidadosamente hablar de Avanda por no abrir más una herida que ella imaginaba todavía sangrando.
Avanda y Tami decidieron romper cuando él se marchó: cuatro años de ausencia era demasiado tiempo para jurarse el uno al otro una fidelidad que ninguno tenía ganas de mantener. Sin embargo, aunque en apariencia se habían dado mutua libertad para buscar otra compañía sin hacerse reproches, Nikki creyó firmemente que se trataba de una falsa ruptura, un «por si acaso» para salvaguardar las apariencias. Hasta que el aviador se cruzó en el camino y lo cambió todo.
Nahati, con un deje de tristeza en su voz, lo achacó a que su hermana era un pájaro enjaulado, a que la vida de las Islas le resultaba cada vez más vacía y estéril. Gente inconformista, como bien decía el reverendo, la hubo hasta en el paraíso, ésa era la raíz de la historia de Adán y Eva. «Debe de ser la sangre de algún antepasado pirata —decía burlona para ocultar su amargura, las noches de insomnio y soledad, la rabia que le producían los hombros cargados y la cabeza gacha del almirante…—. No es hermana mía, la encontramos en un cesto, a la puerta de casa», ironizaba cuando el dolor se hacía insoportable, y en otras circunstancias su tono cáustico habría resultado cómico, porque ambas se parecían casi como dos gotas de agua: si acaso, los ojos de Avanda se dirían levemente más rasgados, el corte de la cara un poco más duro y anguloso, lo que le proporcionaba un aspecto frío, altivo, carente de la dulzura del rostro de su hermana mayor.
Avanda ya había cambiado al dejar el colegio: salía a regañadientes al mar cuando se lo pedían Nikki o su hermana, prefería navegar sola buscando el viento en aguas profundas y pernoctar en algún islote, o acompañar a los jóvenes aventureros que probaban su valor dirigiéndose hacia las Farii, donde vivían los hombres blancos. Difícilmente podía explicar su desazón, su afán de hacer algo sin saber bien qué. Si Nahati le preguntaba, ella volvía la cabeza, entre avergonzada y molesta. Su carácter se volvía más arisco cada día, más montaraz. El almirante, añorando más que nunca a sus difuntas esposas, rehusó profundizar en la cuestión. «Necesita un marido», fue su diagnóstico, y lo habría dado todo porque la llegada del aviador no le hubiese dado la razón.
Chuck Forbes era americano, uno de esos soldados que se habían quedado en el Pacífico Sur con el afán de hacer fortuna después de licenciarse. Para un muchacho condenado a ser granjero en las praderas del Medio Oeste, aquellos mares de color turquesa se le antojaban espacios de libertad, un paraíso más prometedor que los campos de labranza. Tras la guerra, había dado unos cuantos tumbos antes de enrolarse en la Aeropostal y cubrir la Ruta Australiana, volado de isla en isla, muchas veces más allá de lo que la prudencia exigía y los tanques de combustible permitían. En condiciones normales nunca habría aterrizado en Vanu, demasiado apartada de las escalas habituales; su llegada se debió a una de esas circunstancias extraordinarias que, por romper la monotonía, tanto entusiasmaban a los isleños.
Una tormenta le había obligado a desviarse hacia el norte más de la cuenta y trataba de volver a su ruta cuando el motor de su avioneta comenzó a ratear. Era una vieja Piper Cub, un aparato pionero que había conocido días mejores, pero Forbes le tenía especial cariño, porque había aprendido a volar en una semejante. Cuando dejó atrás las nubes y pudo estimar su posición, un sudor frío le empapó la camisa: estaba en medio de un océano desconocido para él, lejos de la seguridad de los rosarios de archipiélagos que encadenaban la Polinesia Francesa desde las Tuamotus hasta las Fiji. Lanzó al éter su llamada de socorro y nadie respondió: estaba solo y quizá perdido, lejos de aeródromos y atolones salvadores. En sus gastadas cartas de navegación, su única esperanza parecía estar en las Islas, a sesenta millas al noroeste, donde todavía aparecía marcada una pista en desuso. «Chuck, viejo, es cara o cruz», susurró, y antes de que su voluntad tomara una decisión, sus manos ya habían puesto rumbo al cuarto cuadrante. Fue aquella hora la más larga de su vida, y diría de ella, parafraseando a Kipling, que fue una hora inolvidable, durante la que vivió plenamente cada uno de los sesenta minutos que recorrió en la esfera la aguja de su reloj.[5] Él mismo se sorprendería más tarde —rememorándolo desde el regazo maternal de Avanda— de haberse sobrepuesto al pánico, un error de una milla en su posición o de medio grado en el rumbo le habrían precipitado al inmenso vacío de las aguas. Durante aquellos interminables minutos, a despecho de las abrumadoras posibilidades en su contra, salvarse o perecer dependió sólo de su pericia y no de la fortuna. Cuando atisbó Vanu con el depósito casi vacío, no sintió una alegría desbordante, sino una sensación de orgullo por su habilidad; y también, en el fondo de su corazón, una cierta inquietud por esa ausencia de miedo; ¿podía apreciar la vida quien no temía perderla?
Enfiló la pista sin preocuparse de lo que hubiera en ella. Más tarde confesaría que, puestos a jugarse la vida, de haber sabido cuál era el estado del aeródromo, habría preferido amerizar y perder la avioneta en el agua. Tomó tierra dejando atrás una negra estela de humo y después sorteó como pudo los animales que se cruzaban a su paso, una proeza que tuvo más mérito, si cabe, que haber sobrevivido al ataque de los zeros japoneses.
Forbes descendió del avión abrigado con su chaqueta de cuero y sudando a mares después de haber volado por encima de los cuatro mil metros, a temperaturas bajo cero. Se sentó en el estribo de la aeronave sin quitarse sus gafas de estilo MacArthur y allí mismo, sin importarle las emanaciones del depósito de combustible, encendió un cigarrillo con las manos temblorosas. Era alto y delgado, con el rostro ancho, de luna llena, y un pelo pajizo que acentuaba aún más su aspecto de niño bueno.
El campesino que acudió a su encuentro no hablaba ni entendía inglés. Forbes se desesperó intentando hacerle comprender que necesitaba un mecánico o, como mal menor, una radio desde la que pedir socorro a Tuamotu o al aeropuerto de Papéete. Viendo que el diálogo era imposible, el lugareño le guió a la ciudad tirándole de una manga. Forbes se resistía a abandonar el avión, su único nexo con el mundo civilizado; imaginaba que una cuadrilla de pequeños caníbales iba a desguazar su aeronave en cuanto él se diera la vuelta. Acabó encogiéndose de hombros y se avino a cerrar la cabina y seguir al isleño en busca de algún auxilio.
El recibimiento en Vanu no fue muy prometedor. La cabaña a la que le condujo el campesino era sucia y destartalada, y el aspecto de los hombres que la habitaban no ayudó a tranquilizarle. En cuanto comprendieron que no iban a entenderse con el extranjero, entablaron una sonora discusión. Forbes se preguntó si el debate no trataría sobre cómo cocinarle; ya se veía ensartado en un largo palo sobre la lumbre.
En realidad, habían adivinado que era americano y la disputa versaba sobre cómo conseguir un intérprete: unos proponían enviarlo directamente a presencia del canciller y que allá se las apañara él solo, que se comiera su orgullo y tuviera que pedir ayuda al viejo Cuomi; otros preferían mandar aviso al reverendo o, incluso, sacar a su hija del internado por unas horas. La controversia se prolongó un buen rato, mientras Forbes, sentado en una esquina, sentía un escalofrío en la columna cada vez que uno de los guardias le señalaba, pues a pesar de llevar algunos años en el Pacífico Sur, nunca había sufrido el afán de los isleños por discutir durante horas cualquier nadería e ignoraba el placer que les proporcionaban las polémicas, cuyas brasas avivaban en cuanto parecían apagarse.
Habrían estado horas así de no haber llegado un guardia grueso y barbudo, de mirada bravía, que impuso silencio con un gesto. Escuchó los argumentos de tirios y troyanos y, en lugar de tomar partido, recordó que también las hermanas Chulhu sabían un poco de inglés, quizá lo suficiente para averiguar quién era y qué hacía allí aquel aviador. Mandó buscar a Nahati, pero como en su casa sólo encontraron a Avanda, la llevaron al cuartel, y así fue como ella conoció a Chuck Forbes y, al convertirse en su intérprete, dio un vuelco a su vida.
Avanda apareció como un ángel salvador, y él juraría después que al entrar en la cabaña la vio rodeada de un halo luminoso. Con el aplomo de su linaje, acostumbrada a las dotes de mando del almirante, recriminó a los guardias haber olvidado la hospitalidad de las Islas, les acusó de tener al viajero sentado en un rincón, tal vez muriéndose de hambre y sed; y tomándole de la mano, se lo llevó hacia su casa, dispuesta a alojarle.
—Tendrás sed, ¿verdad? —le dijo, sonriendo.
—¿Hablas inglés? ¿Me entiendes?
—Sí, claro —asintió ella, sin detenerse, aún con la mano de él entre las suyas.
—¿Hay alguna radio en la isla? Necesito enviar mi posición.
—Ay, claro, pobre. Estarás preocupado por tu esposa.
—No, no estoy casado. Dime, ¿hay alguna radio?
—Entonces, novia. Creerá que te ha pasado algo.
—Tampoco tengo novia. ¿Me puedes responder, por favor? Necesito una radio.
—Hum, ni novia ni esposa —maquinaba Avanda, comiéndoselo con los ojos—. Qué triste vivir solo, ¿no?
Forbes suspiró y aceptó ponerse en manos de aquella muchacha —¿cuántos años podía tener, dieciséis, diecisiete?— capaz de manejar con aplomo a un puñado de salvajes. No es que él supiese mucho de mujeres —había pasado sin transición de tirar de las coletas a las chiquillas de las granjas vecinas a las prostitutas de Manila—, pero Avanda era de una especie distinta e inclasificable, bastaba un vistazo para darse cuenta. Era una princesa de cuento, un espíritu libre, una monja, una incógnita…, qué sabía él.
—Te prepararé algo de comida y una cama —le tranquilizó—, luego, seguramente el rey querrá verte.
En realidad, Avanda no pretendía atormentarlo haciéndole creer que estaba en un lugar incomunicado, ni le ocultaba la existencia de la radio de Cuomi porque fuese un secreto; de hecho, no era capaz de explicar su propio comportamiento, por qué razón se saltaba tantas normas no escritas para apropiarse de ese hombre de apariencia frágil y dulce como el agua de coco. Lo correcto hubiese sido llevarlo de inmediato ante el mahat Matené para que lo interrogase y no, como se proponía, presentarse ante el rey Ghanu como su valedora y solicitar la protección real. «Caprichos de una niña», dirían luego, sin saber que en su decisión de ignorar al ministro había influido la vieja enemistad de su hijo Yaunu con Tami; y que así se cobraba una pequeña venganza por los desaires a su antiguo novio, al mismo tiempo que reivindicaba su posición en la corte, su derecho a hablar con su primo, sobre cuyas rodillas había jugado tantas veces, sin solicitar el permiso de un valido.
Mientras el aviador descansaba, agotado por la tensión de su odisea, Avanda asumió el papel de ángel guardián e intercedió por él para que el viejo Cuomi pusiera a su disposición la emisora de radio, y durante la cena que le ofreció después el rey, adornó sus respuestas para presentarlo como un hombre más valiente e importante de lo que realmente era.
Forbes estuvo en las Islas un mes largo, el tiempo que tardaron sus jefes en embarcar los repuestos en el barco correo de Numea. Desde su primer encuentro con Avanda, consideró su accidente como una bendición encubierta, y hubiese hecho cualquier cosa para demorar su marcha. No lo necesitó, porque las piezas de repuesto no cabían en otra Cub, el único avión capaz de aterrizar en aquella pista estrecha y bacheada, demasiado corta para aeronaves más grandes.
Cada dos días hablaba con su base, pero el resto del tiempo no se separaba de su protectora. Salían juntos al punto de la mañana, y aprovechaban las primeras brisas para practicar viradas y ceñidas. Comían en alguna playa y holgaban durante largas horas a la sombra de las palmeras, haciéndose carantoñas y mimos, planeando un futuro imposible. Regresaban con las estrellas en el cielo, fatigados, hambrientos, quemados por el sol, ahítos de sexo y felicidad. Avanda ya sólo tenía ojos para él; apenas escuchaba a su hermana y no podía evitar un mohín de disgusto cuando, durante la comida del domingo, Nikki y Chuck llenaban la charla con un bagaje común, tan ajeno a las Islas. Por hacerles rabiar, ella les cantaba, con un punto de sorna:
What did you do with your halo?
Where did you leave your wings?
Do they miss you?
Could you get back in?
If I kissed you, would it be a sin? [6]
Nikki sabía que no eran celos, de eso estaba segura, aunque intuía que a su amiga no le gustaban esas largas conversaciones en un inglés demasiado elevado para sentirse cómoda; ella creía ver en los ojos de Nikki un ligero reproche por haber olvidado tan pronto a Tami.
Nadie se sorprendió de que Avanda acabara marchándose con el aviador, escondida en la carlinga. Sólo Nahati, demasiado tarde, cuando el avión ya enfilaba la pista, comprendió por qué razón su hermana no había acudido a despedir a Forbes. De nada sirvió que corriera tras el aeroplano y gritara, intentando detenerlo mientras la nefasta premonición se volvía real. Poco le importó que todos la tomaran por loca: continuó agitando los brazos, reclamando que el americano regresara a tierra y le devolviera lo robado. Cuando se detuvo, cayó de rodillas creyendo que su corazón desbocado se había desgarrado de dolor. Sus labios mudos apenas podían articular el nombre de su hermana, trémulos por los sollozos, mientras se preguntaba cómo se lo diría a su padre.
El rey Ghanu la cogió en brazos, intentó tranquilizarla mientras ella, abrazada a su cuello, le confesaba sus temores. Las malas noticias se confirmaron cuando el séquito llegó a casa del almirante: Avanda había hecho un hatillo apresurado con sus cosas y había dejado una nota que su padre aún sostenía en la mano intentando comprenderla. Cien años parecieron caer de pronto sobre los hombros del viejo Chulhu: acuclillado en un rincón, como solían hacer los guerreros durante el luto, el almirante movía la cabeza, sin atreverse apenas a alzar sus ojos húmedos y sostener la mirada de su primogénita, herido por un dolor que se le antojaba mayor que el de haber visto morir a todos sus hijos varones.
La huida de Avanda fue dolorosa. «Es como si la serpiente hubiese entrado en el paraíso —escribió Nikki a Tami—, como si todos nosotros hubiésemos perdido de pronto la inocencia». Una docena de veces comenzó la carta, porque alguien tenía que contárselo, y pensaba que ese penoso deber le correspondía a ella. Si Avanda hubiera muerto no habría sido tan difícil, se decía al romper cada borrador; al menos, la tragedia habría dotado a su ausencia de un punto de fatalidad y la noticia se hubiese desprendido del aroma vergonzoso de aquel trasfondo de infidelidad. Sin embargo, decidió guardarse la gélida mirada del almirante, como si le recriminase, por su tez blanca y su pelo cobrizo, las culpas de Forbes. «Son cosas de mi imaginación», se decía para consolarse, aunque estaba convencida de que esa inquina era cierta.
Cuando Tami recibió la carta ya estaba al corriente: la propia Avanda le había escrito. No sabía qué decirles a su padre y a su hermana para justificar su fuga, pero no le supuso un esfuerzo contárselo a un hombre con quien ya no tenía otra obligación que el cariño y una sólida amistad. De manera que fue él quien dio la noticia de que los amantes habían huido a la Samoa Americana con la intención de contraer matrimonio después de que Avanda falsease su edad. No contó nada de los reproches que Forbes recibió de su familia por casarse con una polinesia; ni tampoco de las penalidades para fundar su propia compañía en Honolulu, una modesta aerolínea de cargo que recorría el archipiélago de un extremo a otro y que, en aquellos felices primeros días, apenas les permitía el sustento.
Avanda y Tami hablaban por teléfono ocasionalmente, unos minutos escasos en los que ambos buscaban en el otro una tabla de salvación, un recuerdo de días más felices que mitigara sus penas. Estaban solos en un mundo extraño y hostil, obligados a madurar a una edad en la que otros sólo se preocupaban por el baile del gimnasio, y cuando la nostalgia les arrebataba el aire de los pulmones y los sumía en la desesperación, su único consuelo era escuchar una voz amiga que hablara la lengua de las Islas, pese a saber que estaba al otro extremo del país. Aquellos minutos cimentaron su amistad como no lo habían hecho los besos en el internado. Libres de la obligación de gustarse, convencidos de que no volverían a verse, intercambiaban inquietudes y consuelos, preguntas y consejos, con una honestidad que hubiese sido imposible en otras circunstancias.
Fue Tami, después de varios meses, quien se empeñó en que escribiera a su familia. Fue una carta parca, pero tuvo la virtud de animar al almirante y hacerle entender —aunque jurara a gritos que nunca la leería— las razones de su marcha, su afán de nuevos horizontes, su corazón de guerrero encadenado.
Chulhu siempre había abominado del francés, jamás había encontrado ninguna utilidad en la escritura porque los antepasados, solía decir, nunca habían necesitado de un trozo de papel para guardar sus pensamientos ni para rememorar en el põ las historias de los ancestros, pero aunque se habría dejado arrancar una muela antes de reconocerlo, sabía que ni sus padres ni sus tatarabuelos se habían visto en una situación parecida, con una hija perdida en oriente, huida a la tierra de los papalagi, adonde no llegaban los barcos de los kweivei. Chulhu estudió a escondidas la carta y transcribió minuciosamente palabras sueltas que mostraba al padre Isern para que se las tradujera.
—Almirante, ¿no sería mejor que me trajera la carta y se la leyera toda de una vez? —le preguntó el viejo misionero, con su voz apagada.
Chulhu gruñó y sacudió la cabeza; se sentía pillado en falta y era demasiado orgulloso para pedir ayuda y compartir el dolor que le causaba el vacío en las entrañas. Durante semanas siguió subiendo al internado para mostrar al anciano cura esos garabatos que su pulso sin práctica volvía casi ilegibles. Con la memoria prodigiosa de quien siempre había tenido que fiarlo todo a la capacidad de recordar, reconstruyó una a una las frases, repitiéndoselas cada noche con la mirada perdida en el fuego del hogar.
Tampoco habría reconocido nunca que el corazón le daba un vuelco cuando escuchaba el nombre de Avanda en las cartas que Tami enviaba a Nahati y que ésta simulaba traducir a Nikki delante del almirante, como si la invitada no fuese capaz de entender mejor que nadie la mezcolanza de inglés y francés; y aunque el viejo marino volvía el rostro o simulaba hacer otra cosa para que pareciese que no le importaba nada cuanto se hablara delante de él, memorizaba cada párrafo que se refería a Avanda y sus labios lo repetían luego por la noche delante del fuego, paladeando cada frase como un mantra. Él y ellas sabían que todo era una comedia, que él aparentaba no escuchar y que ellas pretendían no darse cuenta de su interés; pero Nahati jugaba feliz a ese juego, pues sabía que detrás de la máscara de indiferencia, el interés de su padre era la señal de que continuaba queriendo a su hija pequeña, que se alegraba con las buenas noticias y que se preocupaba con las malas, igual que lo habría hecho si no hubiese abandonado las Islas.
Cada vez más, Nahati volcaba en Nikki el afecto por su hermana perdida. Subía al internado todas las semanas para llevársela y se volvió tan normal que se hospedara en casa del almirante que el señor Usai dejó de pedir permiso al reverendo para autorizar sus salidas. Nikki, a pesar del respeto que le causaba la hosca mirada de Chulhu, se sentaba junto a él y le servía la comida en el plato, como lo hubiese hecho la hija ausente, con una naturalidad que estaba muy lejos de sentir.
Continuaban saliendo a navegar cada domingo. Cuando el reverendo celebraba los oficios en Vanu, Nikki le ayudaba sin ocultar su impaciencia, contando los minutos que faltaban para echarse a la mar, imaginando con envidia a su maestra aparejando cuidadosamente su catamarán o, excepcionalmente, el barco de Tami, midiendo el viento en el horizonte y decidiendo si tomar algún rizo, comprobando la firmeza de las jarcias, adujando las drizas… haciendo cien tareas superfluas hasta que, con el eco del último himno aún sonando en el aire, Nikki podía escaparse en dirección el puerto.
Fue entonces cuando Chulhu comenzó a beber más de la cuenta. No es que no lo hubiese hecho antes: como guerrero y marino, había vaciado muchas veces un coco entero lleno de paatsi, capaz de tumbar al Santo Bebedor. El almirante recordaba orgulloso su bautismo de fuego, cuando apenas era un niño y tuvo que defender Kuan de los invasores samoanos; y también la última gran pelea, a principios de siglo, en la que él y sus muchachos habían hundido la patrullera alemana que intentara reclamar las Islas como colonia. Cada batalla, cada victoria, había concluido así: vaciando las reservas de paatsi sin importar la monumental resaca que le esperaba al día siguiente. La cuestión era menos cuánto había bebido hasta entonces como la manera de beber desde que su hija huyera con el aviador. Ahora vaciaba las botellas con la mirada perdida en el fuego, murmurando palabras ininteligibles que, sólo mucho después, relacionarían con la carta de Avanda.
El almirante comenzó a descuidar sus viajes por las Islas para impartir justicia en nombre del rey, revisar las defensas, asegurar que los guardias no cometieran abusos y mantener alerta una milicia que muy difícilmente entraría de nuevo en combate. El sol del mediodía lo encontraba en el patio, junto a las cenizas de la hoguera, con la cabeza pesada y los músculos fláccidos, incapaz de levantarse y, mucho menos, de razonar.
Nahati, sin pedir la venia al rey, suplantó a su padre. Cada mañana tomaba la lanza del almirante y se desplazaba en la torpedera grande a las islas que debía visitar él. El primer día, los marineros se miraron entre ellos, debatiéndose entre el deber y la lealtad. Su obligación era pedirle al rey que refrendara las órdenes de Nahati, porque nunca una mujer había hecho uso de las prerrogativas de un almirante; nunca una mujer se había atrevido a escuchar las querellas de los habitantes y dictar sentencias, y tampoco nunca una mujer había osado reprender a los guardias por su indolencia, por su prepotencia, por sus abusos, con una autoridad y firmeza muy superiores a la del príncipe heredero. Si hubo alguna duda duró un instante; de niña aquellos hombres la habían llevado en brazos, admiraban secretamente su arte para navegar, habrían dado la vida por ella… y no ignoraban la debilidad de Chulhu, su dolor, su inoperancia, su estado de ruina. Desobedecer a Nahati habría significado revelar que el almirante era incapaz de cumplir su cometido, permitir que cayera en la deshonra, y eso sus hombres no podían consentirlo.
Sustituyó a su padre durante diez semanas antes de que Ghanu se enterara. Era inevitable y estaba dispuesta a aceptar el castigo cuando llegase. Suponía que cualquier guerrero con ánimo de medrar —si no el propio Matené— protestaría tarde o temprano, escandalizado por una usurpación que no constaba en los anales de las Islas.
Nunca imaginó, en cambio, que la acusación partiera de Panuke, la esposa del rey, la que tantas veces había sido huésped de su casa; fue ella la primera en verter ponzoña en el oído de Ghanu, para que un cortesano desvelara la falta, y pronto encontró voces que la secundaron: el almirante era un viejo caduco, un borracho incapaz de levantarse por las mañanas y cumplir con su deber; su hija era arrogante y había traicionado la confianza del rey, necesitaba un marido que la domara y la colocara en su sitio. El monarca no tuvo otro remedio que inmiscuirse.
—Y Ghanu, ¿qué dijo? —no pudo evitar preguntarle a un amigo fiel que había presenciado la discusión.
—Que hay tanta sangre real en ti como en su propio hijo.
Lo que, en el sutil lenguaje del rey, significaba que era una cuestión privada, un asunto familiar, y que no toleraría que nadie volviera a hablar de ello en su presencia. Sin embargo, Nahati no se hizo ilusiones; seguramente Panuke se habría pasado el día refunfuñando, insinuando que el pueblo le perdería el respeto si no castigaba a su prima, que le tomarían por un barril de sebo, blando e indigno de llevar la corona. Por eso, la noche que Ghanu se presentó en casa de Chulhu, Nahati apenas esbozó una sonrisa. Había llegado el momento de rendir cuentas y aceptaría la penitencia, pero no iba a rebajarse a pedir perdón ni a suplicar clemencia, porque nada tenía que hacerse perdonar: entre sus obligaciones como súbdita y su deber como hija, sabía bien qué estaba primero.
—¿Y tu padre? —preguntó el rey.
—Junto al fuego —respondió Nahati, orgullosa y desafiante.
—Bien, porque vengo a emborracharme con él.
Sin decir otra palabra, Ghanu salió al patio y se sentó junto a su tío, sirviéndose un tazón de paatsi y vaciándolo de un trago antes de llamar a su prima para que les trajera más. Nahati acercó una botella llena con bastante aprensión y se retiró al interior de la casa, desconcertada.
Con la cuarta taza, tras haber cantado canciones ancestrales y rememorado cien anécdotas, unas veces a gritos y otras cuchicheando como chiquillos, Ghanu llamó a Nahati a voces.
—¿Dónde está la lanza de tu padre? —inquirió.
Ella sintió que el momento había llegado, que el rey estaba a punto de pronunciar su sentencia, y su única preocupación fue la vergüenza que sentiría su padre, el dolor de ser relegado, de perder la lanza que pasaba de un general a otro como símbolo de caudillaje, la humillación de ver retirada la confianza otorgada por tres reyes.
—Éste es el símbolo de mi ejército —proclamó Ghanu, sosteniéndola entre las manos—, ¿quién la llevará cuando tú no puedas, Chulhu?
El almirante no respondió inmediatamente; tenía la mirada perdida y la cabeza enturbiada por el alcohol y la pena de una hija perdida.
—¿Qué importa quién lleve esa lanza? —dijo al fin—. Se acabaron las guerras como las hacían nuestros antepasados.
Los americanos poseían un arma que podía barrer una ciudad con un soplo de viento, podían provocar que el océano engullera las Islas, que el aire se volviera venenoso durante trece generaciones. ¿Qué guerrero iba a dejarse guiar por una lanza, qué podía hacer una lanza contra un avión o una cañonera?
—Depende de quién la lleve —replicó Ghanu—. Tú venciste a los blancos con ella.
Chulhu se encogió de hombros y apuró su cuenco. Eran otros tiempos y eran otros hombres, susurró, ya no quedaban guerreros como aquéllos, capaces de navegar durante cinco días para raptar mujeres en las Kindi, de enfrentarse a pecho descubierto contra los fusiles de alemanes y franceses, de saltar sobre las brasas de un volcán en Tanatu para demostrar su valor. Ya, hasta los pescadores dudaban si salir a la mar cuando las nubes ennegrecían el horizonte, y cuando sucedía eso y los guerreros mostraban tantos remilgos, ¿qué diferencia había entre los mayeye y los europeos? Muy pronto no sólo su hija, sino todas las mujeres de las Islas, buscarían a los hombre blancos para amancebarse con ellos, abominarían de los tatuajes y las cicatrices, preferirían la belleza afeminada de los occidentales a las marcas y las pinturas de guerra, abandonarían a sus padres y hermanos o, aún peor, los arrinconarían para entregar las Islas como dote a sus nuevos maridos. Lo habían hecho bien, enviando a sus misioneros y reverendos, hablándoles del dios de los blancos, enseñándoles su idioma y sus cánticos, privándoles de los viejos ritos, llevándoles películas de blancos para suscitar su envidia, para convertirlos en blancos de corazón, que no de piel. ¿Quién recordaba ya cómo se volaba sobre las olas sobre una tabla, como hicieron antaño los antepasados?
—¿Y entonces?
—Entonces, nada, seremos como perros, felices de que no nos majen el lomo a palos.
—¿Y cuál es la solución?
—Ninguna, ya está todo perdido.
—Pues sólo nos queda beber hasta el amanecer recordando a nuestros héroes.
Ghanu hizo una señal a Nahati y ella se acercó con más paatsi, creyendo que eso es lo que pedía, pero se encontró con la lanza en sus manos y éstas en las del rey.
—Si mañana no hemos despertado a tiempo, viajarás en nombre de tu padre y en el mío —dijo—. Tienes sangre de Chulhu, nadie lo hará más dignamente.
Nahati se quedó callada sin saber qué responder, e hizo lo único que podía: contuvo el orgullo que le subía por el pecho, inclinó la cabeza y tomó la lanza como hacían los jóvenes cuando se iniciaban en el arte de la guerra.
—Ahora trae la última botella y vete a dormir —la despidió—. Mañana irás a palacio y me rendirás cuentas.
Nahati tardó en conciliar el sueño: conocía bien a su primo y sabía cuánto le había costado tomar aquella decisión tan radical, tan ajena a las costumbres de su pueblo, y cuán extraordinario era que se enfrentara a su esposa. Imaginaba a los enemigos, esperando el menor traspié para pedir su cabeza y menguar así el prestigio de Ghanu. Notó que la cabeza se le hundía sobre los hombros; una sensación que, en otra persona, habría tomado por miedo.
Pero Nahati salió bien de aquella apuesta, y no sólo porque fuera la hija de Chulhu; tenía la cabeza bien ordenada y sabía entrever las añagazas de los postulantes, discernir la verdad de la mentira, no se dejaba engañar por el aplomo de los caraduras. Predicaba con el ejemplo entre sus marineros, era la primera en llegar a la vieja embarcación y comprobar el estado del motor y el depósito de combustible, jamás ordenaba nada que no pudiera hacer por sí misma y no le importaba bajar a la sentina y achicar agua cuando le llegaba el turno, como le había enseñado el almirante.
Las primeras veces que se enfrentó a casos complicados, demoró su decisión para consultarla con Cuomi, el viejo mahat caído en desgracia, y mantuvo esa costumbre hasta que al anciano le falló el entendimiento. Acudía a su casa antes del alba, porque él ya apenas dormía, le relataba el caso, describía a los protagonistas y escuchaba, con el primer té de la mañana, los consejos del antiguo ministro, en general desinteresados. Sólo en lo relativo a la familia Matené, Cuomi dejaba a un lado la ecuanimidad y mostraba una inquina visceral, aunque era lo bastante honesto para reconocer que le vencía el odio contra quien había causado su ruina, y Nahati era lo bastante inteligente para no hacerle caso cuando se le escapaba una diatriba.
El entorno del canciller aprovechó aquella amistad para cuestionarla, intentando sembrar la duda en el rey; así lo hacía Panuke en privado a la menor ocasión. En las audiencias ante el Consejo, Ghanu escuchaba sin tomar partido, sin defenderla, sin intentar detener aquellos golpes mordaces ni hacer callar las lenguas aceradas que, día tras día, criticaban sus actos. Nahati se defendía como podía, unas veces bien y otras a duras penas, siempre sorprendida por la capacidad de interpretar torcidamente cada acción, de magnificar las consecuencias adversas y obviar las favorables. Durante aquellos meses aprendió de las intrigas de la corte más que en las innumerables visitas que hizo a palacio durante su infancia, y aprendió también a ocultar sus emociones, a mantener el rostro impasible aunque las palabras hiriesen como puñales, igual que hacía Ghanu, que escuchaba sin arquear una ceja, sin mover un músculo, como si aquellas escaramuzas no fueran con él.
Y cuando más virulentos se hicieron los ataques de sus enemigos, cuando pensó que no podría resistir más, Nahati demostró por qué su primo no se había equivocado, por qué había vindicado su linaje noble, y que otros no merecían siquiera arrastrarse a sus pies.
Fue a finales de abril, cuando ya creían que la estación de los ciclones pasaría sin daños. Gruesos cirros surgieron en el horizonte por el este, y la visión de aquellas nubes altas y deshilachadas llenó de desasosiego a la gente de las Islas, que presentía una tempestad.
Con los primeros cúmulos, el viento se volvió más fuerte y Chulhu sintió en sus gastados huesos la caída del barómetro. Sin perder un instante se presentó ante Ghanu acompañado de su hija y todavía con la cabeza pesada y la mirada turbia por los excesos de la noche anterior. Las palabras salían pastosas de sus labios y se arrastraban entre los dientes, pero la advertencia fue clara: había que avisar a la población de la amenaza, aconsejar que se alejaran de la costa y buscasen refugio en sótanos y cuevas.
—¿Y la gente de las islas de Barlovento? —preguntó el rey a su ministro.
—No podemos hacer nada por ellos —respondió Matené con voz neutra.
—¿Cuántos vivirán en los atolones?
—Bah, no muchos.
Ghanu devolvió al mahat una mirada glacial, porque le había contestado como lo hubiese hecho cualquier europeo, confundiendo el número con el valor de las personas. Eran súbditos suyos, cada año recibía de ellos un tributo, y cuando las circunstancias se volvían adversas, se esperaba que el rey les diera protección. «Deberíamos haber instalado esa emisora en Kuan —se reprochó Ghanu—; desde allí habrían podido salir a buscarlos».
Chulhu alzó los ojos amarillentos, enfocando a duras penas la mirada sobre su sobrino.
—Yo iré a los atolones —gruñó con una voz salida de ultratumba—. Ya soy viejo y, si sale mal, mi pérdida no será un drama.
Ghanu le denegó su permiso con la cabeza; le necesitaba a su lado, le dijo, para no sacar a colación que, en su estado, difícilmente encontraría la ruta de barlovento.
—Entonces iré yo —suspiró Nahati—, yo los llevaré a Kuan.
Chulhu sintió que se le desgarraba el corazón al imaginar el impacto del ciclón sobre los atolones del noreste, sus palmerales arrasados, las pequeñas chozas derribadas por el viento huracanado, las familias dispersas, los habitantes arrastrados, la isla inundada por las olas, y el barco, la pequeña patrullera de Nahati, luchando contra la galerna, zarandeada como una cáscara de nuez por la mar montañosa antes de volcar y hundirse a plomo en un océano extrañamente gris. Todo eso vio en su imaginación durante un instante, pero apretó los labios y no dijo nada, ocultó el miedo a perder a su hija porque era su deber y nadie lo haría mejor que ella.
—Si Chulhu te pierde a ti, lo perderá todo —se negó el rey—. ¿No hay aquí algún otro navegante que quiera ganarse mi gratitud?
Los cortesanos bajaron la cabeza para no cruzar su mirada con la del rey; aquella misión no era cuestión de arrojo, sino de inconsciencia, porque tendrían el tiempo justo para llegar a los atolones y alcanzar Kuan antes de que los primeros vientos embistieran contra la embarcación.
—Yo iré —repitió Nahati cuando era evidente que nadie se presentaría voluntario.
Ghanu sintió la tentación de ir él mismo. Llevaba razón Chulhu cuando decía que los mayeye no eran ya guerreros, sino perrillos falderos. Miró a su tío y se le cerró la garganta: ¿qué sería del viejo si Nahati moría, cómo se podría disculpar con él?
—Sea, entonces —dijo al fin, con rabia—, pero que nadie vuelva a levantar la voz contra mi prima.
Nahati salió sin perder un instante, calculando el tiempo que disponía para cumplir con su tarea. El ciclón debía de estar a unas doscientas millas, y alcanzaría las Islas en doce horas, quince si tenían suerte. La verdadera cuestión era si la gastada torpedera sería capaz de navegar con vientos de cuarenta nudos, como los que soplaban en el borde del ciclón.
En Vanu la noticia corrió como la pólvora y pronto llegó hasta el internado, donde el señor Usai ordenó bajar los colchones al sótano. «Los mayores tienen que cuidar de los pequeños», gritaba la señora Wu, tratando de hacerse oír sobre el vocerío de los niños. Fue la primera vez que Nikki sintió que la trataban como adulta y se movió por el colegio con una íntima satisfacción, realizando encargos, ayudando a trasladar colchones, a acomodar a los menores, a bajar provisiones y agua.
—Nikki —la llamó el director—, ve a buscar al padre Isern.
El cielo se había encapotado con un color ceniciento que le causó un escalofrío, pero el misionero continuaba sentado al pie de la palmera, absorto en sus rezos, sin otro movimiento que el de sus labios musitando oraciones y sus dedos recorriendo las cuentas del rosario.
—No se preocupe, padre —intentó tranquilizarlo Nikki—, estaremos a salvo en los sótanos.
—No estoy rezando por nosotros, querida —le sonrió el cura, con una mirada de infinita tristeza—, sino por la gente de los atolones y por Nahati, que ha salido a rescatarlos.
Nikki sintió una sacudida en su espalda, un latigazo eléctrico, al recordar que el reverendo Sanders estaba en el norte, tal vez en esos mismos islotes. Casi a rastras, llevó al misionero a la puerta de la escuela y salió corriendo hacia Vanu.
—Dígale al director que he bajado a la playa —gritó, sin molestarse en volverse para comprobar si la había oído.
Cuando llegó al pantalán las olas batían contra los pilares de madera con una fuerza que Nikki nunca había visto en el mar. La playa estaba desierta y sólo el viejo Chulhu seguía allí, estudiando el horizonte con el miedo en los ojos de quien había contemplado antes temporales semejantes.
—Se ha marchado sin mí —protestó Nikki, ajena al peligro—. ¿Quién va a ayudarla ahora?
Chulhu no respondió, pero la miró como si la contemplara por primera vez. El viento ululaba, el aire se volvía más cálido y húmedo por momentos.
—Ha ido en mi lugar —suspiró el almirante, y se apoyó en Nikki camino del palacio real, sin intentar ocultar la angustia que padecía, el horror a perder también a su hija mayor— porque yo estaba borracho y me creen un inútil.
Las ventanas y las puertas fueron tapadas con tablones y chapas, confiando en la resistencia de los sillares de piedra de los albañiles franceses. En las habitaciones se hacinaban viejos y niños, todos los que no podrían subir a tiempo hasta las cuevas de la montaña. En los sótanos, más abrigados, esperaban los privilegiados, la reina y sus herederos, los criados y cortesanos; pero Ghanu se había quedado en su trono, esperando no sabía bien qué. Al ver a su tío y a la pequeña Takinoa, los llamó a su lado.
—Ya se han ido.
Chulhu asintió con una mueca triste. La sala se iba poblando de refugiados y el ruido crecía por momentos.
—¿Y tu padre? —le preguntó a Nikki, arrepintiéndose inmediatamente al recordar que estaba en los atolones de Sotavento, demasiado pequeños para que nadie se hubiese preocupado hasta entonces de acudir en su ayuda.
El reverendo y los pocos isleños de aquellos lugares estaban condenados a depender de sí mismos, sin más protección que los hoyos que cavaran en la arena con sus propias manos.
—Espero que tu Dios le proteja —susurró.
Se hizo entre ellos un silencio incómodo y Chulhu, para romperlo, le contó al rey que Nikki se había escapado del internado para embarcar con Nahati. Y habló con una sonrisa que estaba, más que en los labios, en la dulzura de esos ojos normalmente tan fieros.
—¿Con quién ha ido? —quiso saber Ghanu.
—Con Miat.
—Buena elección —aprobó el rey—, aunque dudo que tu hija encuentre nunca un marinero más fiel que esta muchacha. Será mejor que bajéis ya al sótano, pronto se llenará y será imposible refugiarse allí. Yo bajaré después.
Chulhu hizo una ligera reverencia y se llevó a Nikki del brazo. Sus ojos parecían haber despertado de un largo letargo y volvían a brillar como los del vigoroso soldado que ella recordaba.
—¿Te ha enseñado bien mi hija?
—He aprendido mucho de las dos, señor.
—¿Y te atreves a navegar con un viejo borracho en medio de un ciclón?
—¿Adónde, señor?
—A las islas de Sotavento, ¿adónde si no?
—Le prometo que no encontrará marinero mejor.
—No sé si lo serás, muchacha, pero valor sí tienes… o no sabes lo que nos espera.
Regresaron al pantalán, donde una herrumbrosa patrullera —una MTB pequeña que la Royal Navy había donado a las Islas para ahorrarse el coste del desguace— subía y bajaba al capricho de un mar revuelto. Chulhu saltó a bordo con una agilidad sorprendente; de repente, el hombre vencido por la melancolía había dejado paso al almirante, al último de los grandes guerreros de las Islas. Con la práctica de muchos años, su mirada experta revisó los cabos y el estado de la embarcación. Oreó el motor y comprobó que el depósito de combustible estuviese lleno.
—¿Estás segura? —preguntó, para darle la última oportunidad, y cuando ella asintió, Chulhu forzó una sonrisa y giró la llave de contacto. Después de todo, ella tenía la disculpa de la inexperiencia; él, en cambio, era un loco irresponsable, porque sabía bien lo que era navegar durante una tempestad, conocía esas olas altas como montañas que se abatirían sobre el barco, anegando su cubierta, sumiéndolo en el fondo del océano para después, si había mucha, mucha suerte, devolverlo a la superficie durante unos breves segundos antes de repetir de nuevo la agonía.
Salieron a la mar con rumbo noroeste. Nikki no se atrevió a preguntar las intenciones del almirante, a qué isla se acercaría primero, cuánto tardarían en llegar, dónde se refugiarían y, sobre todo, si tendrían la oportunidad de hacerlo.
«No le hemos dicho a nadie adónde vamos», pensó de pronto, y la sacudió una ráfaga de angustia. Cuando todo hubiese concluido, cuando el huracán hubiera amainado y las aguas se tranquilizaran, convertidas en una balsa de aceite, el señor Usai, Ghanu, el padre Isern, todos se preguntarían qué habría sido de ellos dos, por qué no aparecían por ningún lado, y la desaparición de la patrullera sería sólo un amargo indicio de su locura, un rastro incierto de su absurda heroicidad.
A punto de llorar, su mirada se cruzó con la del Chulhu y éste pareció comprender su temor, porque volvió a sonreír y alzó la voz para hacerse oír sobre el ruido del motor:
—Ya estamos hundidos; ahora todo consiste en volver a salir a flote.
Sin saber por qué, su miedo se desvaneció y Nikki se recostó contra la pared de la cabina. El mar se encrespaba y el cielo se oscurecía, pero allí dentro, resguardados de la espuma de las olas y de las molestas ráfagas de viento, se dijo que nada malo podía ocurrir con el almirante al timón. Ató un cabo a la cintura del Chulhu y otro a la suya como le había enseñado Nahati, como un arnés, y repasó mentalmente la maniobra de hombre al agua, pese a la convicción de que llegado el caso no le serviría de nada.
—¿Sabes gobernar un ciclón? —preguntó él.
—No.
—Pues hoy es un buen día para aprender.
La primera regla, la regla de oro, era evitarlo, porque una tempestad no seguía las normas de los humanos, sino las suyas propias; ni era tampoco como una roca o un bajío, aguardando inmóviles al incauto. El huracán tenía vida propia en sí mismo, era malvado y caprichoso, nada podía detenerlo o desviarlo, excepto cuando lo determinaba su voluntad malévola. Para los ciclones, los hombres eran pequeñas moscas molestas que había que barrer.
—Si alguna vez te encuentras un ciclón, huye lejos —le advirtió, mientras intentaba ocultar la mueca burlona que asomaba a sus labios, porque ellos iban directamente a su encuentro.
De haber estado allí Tami, le hubiese hablado del ojo del ciclón y de la ley de Buy’s Ballot para ubicar el centro de una borrasca, del semicírculo manejable —si es que había alguno— y del cuadrante peligroso, de la necesidad de vigilar el viento, comprobando si rolaba conforme a las agujas del reloj o lo hacía en sentido inverso, del riesgo de atravesarse a la mar o recibir las olas por la popa… Y el almirante, con la sabiduría del navegante polinesio, se habría burlado de la ciencia de los blancos. «Los huracanes sólo tienen dos caras, la mala y la peor —habría replicado—, y la única cosa sensata que se puede hacer es poner el alma en paz».
Nikki no consideró esa conversación un buen augurio, pero se cuidó de revelar su inquietud. Chulhu manejaba el timón con mano firme, manteniendo el rumbo sin mirar apenas el compás ni preocuparse por corrientes o abatimientos. Fueron dejando a un lado pequeñas islas montañosas y cada una de ellas, cuando quedaba atrás, le parecía a Nikki como una estrella que se apagara en el firmamento, un lugar menos en donde cobijarse si la situación se agravaba.
Después de un tiempo interminable alcanzaron el laberinto de islotes que llamaban de Sotavento, en el extremo noroeste del archipiélago. Eran lenguas de tierra que apenas se levantaban unos metros sobre el mar, rara vez ocupadas por más de dos o tres familias; normalmente pescadores pobres que vivían de lo que encontraban en las lagunas interiores o de los ralos palmerales que contenían la erosión. El almirante había puesto proa a Tuam, imaginando que los habitantes de los atolones más desprotegidos, al ventear el peligro, habrían intentado agruparse allí, por ser el único cuya altura permitía albergar la esperanza de que no lo engulleran las olas.
Nikki, que no había navegado más allá de Zule, suspiró de alivio al acercarse a tierra. «Valiente rescatadora estoy hecha», pensó avergonzada, pues se sentía más necesitada de ayuda que las gentes de Sotavento a quienes pretendía socorrer. Chulhu, mientras, contemplaba la barra de arrecifes de Tuam con rostro sombrío y estudiaba las aguas más tranquilas que se extendían tras ella.
—Bien, vamos allá —dijo en voz alta, como para darse ánimos.
Dio gas y subió sobre la espalda de una gran ola, manteniéndose sobre ella incluso después de que rompiera, cuidando de no dejarse cazar por la siguiente. Sólo después de cruzar la barrera, cuando se calmó el oleaje, el viejo marino sintió el dolor de sus manos, aferradas a la rueda del timón como cepos dotados de vida propia. La boca le sabía a la sangre de sus labios, se los había mordido inadvertidamente durante los dos minutos escasos que había durado la maniobra. Resopló sin darse cuenta, liberado de un enorme peso.
—Sólo existe una cosa más peligrosa que pasar una barra para entrar.
—¿Cuál es?
—Salir luego.
Por un instante, lo que tardó en interpretar la mirada del almirante, Nikki pensó que era una chanza; pero no tuvo tiempo de asustarse, porque Chulhu ya estaba aproximando la torpedera todo lo posible a la playa, buscando un sitio donde fondear mientras enumeraba las tareas que debería acometer.
—Echa ya el ancla —ordenó, y a ella le pareció que había un mundo de distancia hasta la orilla—, toda la cadena que puedas.
»¿Podrás llegar? —dudó el viejo.
Había recordado de pronto que era una muchacha blanca y que, aunque hubiese vivido la mayor parte de su vida con los kweivei, no tenía por qué poseer sus habilidades.
Nikki no respondió, ofendida; se desanudó el cabo y saltó desde proa. Chulhu la vio alejarse, sufriendo cada vez que las ondas ocultaban su cabeza, diciéndose que había dejado en manos de una chiquilla una responsabilidad que un hombre bragado habría aceptado con reparos. En esos interminables segundos, conteniendo la respiración, maldecía a los mayeye, a esos navegantes cobardes que habían escurrido el bulto en la hora de los valientes; hasta que volvía a avistarla, con el corazón en un puño, angustiado por si era la última vez.
Al llegar a la playa, exhausta, saludó con la mano y se adentró en la maleza, sin saber bien hacia dónde dirigirse, pero espoleada por la necesidad de no perder un minuto que, tal vez, al final de la jornada pudiera resultar vital.
Los habitantes de Tuam y los refugiados se habían cobijado en las cabañas. Los encontró sentados contra la pared, abrazados, contando las horas que faltaban para que la tempestad lo destruyera todo. Fue una aparición extraordinaria, dirían luego; e igual que la ostra baña de nácar poco a poco a la perla, la extravagante llegada de Nikki se iría adornando en el põ año tras año, adquiriendo tintes épicos, legendarios. Aquella niña menuda se había plantado en la puerta con la autoridad de un pandi, gritando a todos que corrieran hacia la playa, que salieran rápido, que el almirante no había abandonado la seguridad de Vanu para naufragar mientras esperaba a unos cuantos «culoplomo» de los atolones. Ellos no acababan de comprender ni de decidirse, no se atrevían a salir ni a quedarse.
—¿Dónde está vuestro jefe? —les gritó al fin, harta de tantas dudas.
Si salieron tras ella, no fue por convencimiento, sino por los ademanes fieros de la muchacha, que era como una leona dispuesta a comerse a un cabritillo; y también por no perderse su enfrentamiento con el jefe Banghi, pues sospechaban que aquel encuentro daría de sí muchas horas de conversación en futuras veladas. El cacique no era el hombre más listo de las Islas y su posición la debía a su rebaño más que a la autoridad de su juicio, así que no fue fácil hacerle entender lo que se esperaba de él.
Cuando se agolparon todos en la playa, Nikki temió por un momento que intentaran tomar la patrullera al asalto.
—Pon orden o la hundirán —le gritó al jefe, y algo en su voz debió recordarle a éste el furor de Chulhu, porque pareció despertar de un sueño y golpeó a su gente con el bastón para que se echaran atrás, para que se agruparan y conservaran la calma. Banghi miraba a su alrededor, superado por los acontecimientos, incapaz de organizar y decidir quiénes viajarían primero y quiénes tendrían que esperar—. ¿No está aquí el reverendo Sanders? —le preguntó.
—Partió ayer hacia Puko.
Nikki se sintió morir. Recordaba haberle oído a su padre hablar de aquel atolón, liso como una piedra excepto por unos cocoteros en el interior, cruzado por una docena de canales y manglares. El pastor siempre se había sorprendido de la tenacidad de aquella gente para sobrevivir en ese lugar, sin más medios que unas redes de pesca y el agua de un minúsculo manantial. Ocho almas, decía con orgullo, y las ocho se habían convertido al cristianismo, eran sus ovejas más queridas. ¿Qué sería de todos ellos cuando el mar se los tragara?
Al hacer recuento de la gente que esperaba en la playa, tuvo que realizar un esfuerzo para contener las lágrimas: había mantenido la secreta esperanza de llevarlos a todos en un solo viaje y poder acudir al rescate de Puko a continuación, pero eran demasiados para una sola travesía. La patrullera no era ya la nave orgullosa de antaño, con sus dos toberas para lanzar torpedos y su cañón en la proa. Hacía mucho, mucho tiempo que había pasado la época gloriosa en que la nave alcanzaba casi los cincuenta nudos; si todavía funcionaba uno de los motores Perkins, era porque los mecánicos habían canibalizado las piezas de sus dos gemelos. Llevar a la mitad cada vez parecía una apuesta demasiado arriesgada, en el barco a duras penas cabría tanto pasaje. Era una locura, y el almirante pondría el grito en el cielo con razón.
—Pon la mitad de las familias a un lado y la otra mitad al otro —le ordenó a Banghi, porque así se vigilarían y sujetarían unos a otros.
Sabía que en aquellas circunstancias, hombres, mujeres y niños serían todos iguales para Chulhu; eran carga, peso muerto que había que estibar, y que el viejo navegante no arriesgaría la vida del colectivo por la improbable salvación de un náufrago; si alguno caía al agua, no podrían dar la vuelta para buscarle.
¿Y no era eso lo que estaba haciendo ella? ¿No estaba poniendo en peligro la vida de los habitantes de Tuam, la de Chulhu y la de ella misma, para darse una oportunidad de rescatar a su padre? Mientras nadaba con el primer grupo hacia la embarcación, se sintió miserable. «¿Qué habría hecho Tami?», pensó, y sólo entonces comprendió que estaba haciendo lo correcto, que él también habría apurado el riesgo al máximo, intentando salvarlos a todos mientras fuera posible. Aún no estaban muertos, se animó, aquella brava torpedera había vivido momentos peores, había sobrevivido a las bombas alemanas, a la aciaga huida de Dunkerque, a las galernas del mar del Norte; ¿por qué no a un tercer envite esa misma noche?
Se dejó aupar por la popa y ayudó a los demás a subir, envió a las cabinas a las mujeres y a los niños y agrupó a los hombres sobre cubierta. Luego se situó a proa para levar el ancla y, al recibir el viento en el rostro, se extrañó de no sentir miedo, sino orgullo, la sensación de estar viviendo una película, de ser una heroína como Madeleine Carroll.
—¿Y ahora? —le preguntó, con un ligero temblor en la voz, al volver al puente.
—Hay marea entrante —respondió él; y Nikki, sin saber de qué se trataba, concluyó que eso no parecía ser del todo malo.
El almirante aguantó con el timón y el motor, dando avante y marcha atrás para mantenerse en el sitio, buscando las rompientes del canal porque eran olas ya rotas que no se levantarían de nuevo para lanzar el barco hacia atrás. De repente, con la misma determinación que empleó antes para entrar, Chulhu aceleró y cruzó la barra, sacando de nuevo la nave al mar tempestuoso.
Tardaron una hora larga en llegar a Kuan. Nikki pasó la travesía mirando el reloj, haciendo cálculos del tiempo que restaba hasta la llegada del huracán. En tres horas, pensó, para cuando arribaran a Kuan por segunda vez, el cielo estaría negro como la brea y el viento soplaría como un gigante, la mar se alzaría enfurecida y ella apenas tendría el valor de pedirle al almirante que arriesgara una vez más la vida y saliera de nuevo en busca del pastor y su rebaño desvalido.
Se decidió a hacerlo durante el regreso a Tuam, otra vez a solas con él en la cabina. Chulhu la miró sin decir nada, pero ella supo que lo haría porque estiró la espalda, asió el timón con más fuerza, hasta que los nudillos se le volvieron blancos, y dio unos golpes al indicador del combustible, como si ese gesto hubiera de rellenar el maltrecho depósito. Nikki rebuscó en los entrepaños para ver si había alguna carta náutica y ubicar Puko, preguntándose si no le habría pedido al almirante un imposible.
—Total, ya estamos hundidos, ahora sólo hay que salir a flote —susurró al darse por vencida, y se sorprendió al escuchar la risa contenida de Chulhu.
Recoger al resto de isleños fue más fácil, aguardaban en la playa la llegada de la patrullera como un regalo de los dioses. No necesitaron echar el ancla; hombres, mujeres y niños se habían arrojado al agua, nadando a su encuentro. Por sus rostros frenéticos, intuyó que no habían confiado demasiado en el regreso del barco.
—Y la marea, ¿cómo es ahora? —preguntó Nikki, temiendo lo peor.
—Todavía no es vaciante —gruñó Chulhu, pero su voz no parecía aliviada, quizá pensaba en lo que les aguardaba—. En cuanto lleguemos a Kuan van a tener que saltar, ahora cada instante es crucial.
¿Y si no estaba allí?, se preguntó Nikki cuando, otra vez solos, tomaron la ruta del noroeste, mirando de reojo el rostro sombrío de Chulhu. ¿Qué dirían Nahati y Avanda de ella por haber llevado a su padre a la muerte? Poco importaría, pensó, no sería aquél un naufragio con supervivientes y ella no lo habría de escuchar. Pero habría en esa muerte algo bonito, se consoló: la rehabilitación del viejo marino, el afán de superación, el sacrificio de la propia vida para salvar la de otros. En las largas noches de invierno, frente a las hogueras, se hablaría del último viaje de Chulhu y la pequeña Takinoa, de cómo por tres veces habían desafiado la violencia del huracán y acudido al rescate de los miserables pescadores de los atolones. Su padre, si acaso lograba sobrevivir al maremoto que anegaría Puko, se sentiría orgulloso de ella. Un viejo acabado y una niña, eso dirían de ellos, pero con más valor que cien mayeye, porque se habían enfrentado a los elementos a sabiendas de que eran un enemigo imposible de batir. Nikki descubrió un par de lágrimas corriendo por sus mejillas, emocionada al imaginar que cien, doscientos años más tarde, aún se contaría la historia de la valiente Pelo de Fuego, que su nombre formaría parte de las leyendas de las Islas para siempre.
—¿Estás preocupada por tu padre? —se inquietó el almirante, malinterpretando el llanto.
—No, señor, sé que lo vamos a conseguir.
El viejo asintió, orgulloso de su compañera. Naturalmente que regresarían sanos y salvos, ¿no había sido él capaz de llegar a las Farii en medio de una espesa niebla que no dejaba ver las estrellas? Con mayor motivo volverían de Puko, que estaba ahí cerca.
Nikki se preguntó cómo había sido capaz Chulhu de encontrar la isla sin ayuda del compás, cómo se había orientado en aquellos cielos oscuros, en la negrura creciente, qué veían sus ojos cansados que pasaba desapercibido para otros más jóvenes.
—Navegar es un arte —fue la única explicación del marino, ya en las proximidades del islote.
La cala en la que se asentaba el poblado no ofrecía ninguna protección. Al menos, se consolaba el marino, estaba orientada a Sotavento y no había barra que cruzar, lo que no era poco dadas las circunstancias.
—Ahora tienes que volar, niña —la apremió.
Nikki no recordaría más tarde qué había hecho ni cómo. Se lanzó al agua y braceó sin mirar hasta que la arena le raspó las piernas y los brazos. Entonces se levantó y corrió como una posesa hacia la playa, luchando contra el viento que la empujaba de vuelta al agua. Distinguió a duras penas la pequeña casa de madera, cada vez más temblorosa, que se alzaba junto a la laguna. Algunas tablas comenzaban a moverse y separarse, y a Nikki le vino a la mente el cuento de los cerditos que le contara su padre. «Soplaré, soplaré y la casita derribaré», parecía decir el huracán.
Abrió la puerta de un empujón, sin miramientos.
—Vámonos, vámonos —gritó, por encima del ruido estruendoso del mar y del gemido aterrador del viento.
Los isleños, apretados contra la pared junto al reverendo, tomados de la mano y musitando una plegaria con los ojos cerrados para no ver el final, tardaron en comprender que no era un ángel bajado desde el cielo, ni un pequeño demonio que quisiera llevárselos antes de tiempo.
—Muévete de una vez, papá —le gritó—, no hay tiempo.
—Pero Nicole… —El reverendo abrió los ojos como platos.
—Fuera, fuera, el barco no aguantará mucho —chilló, tirando de ellos para levantarlos.
El pastor diría después a sus fieles que se trató de un milagro, una respuesta a su fe, pero fue incapaz de precisar cómo habían llegado hasta la patrullera ni cómo habían escalado por el cabo hasta la borda. Contó tres veces a sus feligreses y, cuando estuvo seguro de que habían subido todos, intentó abrazar a su hija.
—Luego, papá —le esquivó ella—, ahora todos abajo.
La mar empeoraba por momentos. El cielo se volvió negro como la noche y las olas eran grandes como montañas. Nikki comenzó a perder la noción del tiempo, la cuenta de aquellos toboganes siniestros que lanzaban la nave hacia las alturas y se empeñaban después en hundirla en las profundidades con un roción de agua que barría la cubierta. Alcanzaban diez, doce metros, ella no las había visto tan altas, mayores que el mayor de los cocoteros. El rostro grisáceo del reverendo Sanders contenía apenas las arcadas y los isleños rezaban agachados en popa, encogidos por la magnitud de ese mar enfurecido, resignados a morir. Nikki se sentó junto al almirante, exhausta, con fuerza apenas para sujetarse.
—¿Lo conseguiremos, señor? —le preguntó con un hilo de voz.
—Disfruta de esto, muchacha, nunca vas a tener tanta vida en las venas.
El viento entraba por la amura de babor y comprendió que estaba navegando a la capa, que el barco no avanzaba ni retrocedía, pero evitaba así las rompientes y reducía el peligro de irse a pique; recordó lo que el viejo le había enseñado antes, y al ver las olas muy por encima de un palo imaginario le preguntó si no era ya el momento de correr el temporal. Chulhu lanzó una carcajada.
—Bravo, pequeña, has aprendido bien —respondió, sin hacer ademán de maniobrar, limitándose a señalar la manecilla del depósito que daba las últimas bocanadas.
Cuando se acabara la gasolina, el barco se quedaría sin gobierno, se aproaría y sería un juguete para las olas. Sus esperanzas durarían lo mismo que el último galón de combustible.
Nikki se sorprendió de no sentir miedo aunque Chulhu le estuviera diciendo que iban a morir. Pensó en toda la vida que dejaría de vivir, en todo cuanto podría haber visto y no vería, en los hombres que podrían haberla amado y ya no lo harían, en los hijos que no tendría, en las canciones que no cantaría. Después de todo, se convertiría en una bonita historia para contar en las noches de invierno; lástima que nadie sabría nunca cuán cerca habían estado de lograrlo ni con cuánta serenidad había afrontado ella esos últimos instantes. Pudo haberse sentado junto al reverendo y compartir con él la última oración, pero prefirió quedarse junto al anciano marino: su lugar estaba en la cabina. El almirante y la pequeña Takinoa, pensó, y de repente se sintió orgullosa del apodo: suponía para ella más que el apellido Sanders, porque éste era una anécdota y aquél, en cambio, era su nombre de guerra, con el que se la recordaría en las leyendas. Pálida como la nieve, pero serena, se abrazó a Chulhu y se dispuso a morir, recitándole unos versos clásicos que tantas veces había oído a su padre:
… de nuevo por su destreza,
en el vinoso mar, el piloto endereza
la rápida nave zarandeada por los vientos.[7]
—Ahí está, lo sabía —gritó entonces el almirante, riendo.
Nikki miró hacia donde indicaba la barbilla del marino, por la amura de estribor. Entre dos gigantescas olas, alcanzó a ver una pared rocosa, alta como el cielo, a poco más de una milla; pero tras la primera alegría, comprendió que era tan inalcanzable como el mismo firmamento. Además, ¿no le había repetido Nahati cien veces que era una locura acercarse a tierra durante un temporal? Y ¿cómo iban a aproximarse sin ser engullidos por las olas? Y los arrecifes, la barrera de coral que rodeaba las islas, ¿cómo la sortearían? Hubiera dado lo mismo que Kuan se hallara a un par de cables, iban a morir ahogados en la playa.
—Es hora de salir a flote —chilló excitado Chulhu, y al encontrarse en el seno de dos olas dio un golpe de motor y viró con el tiempo justo de recibir la siguiente por la aleta de babor.
La patrullera pareció despertar del letargo con un impulso que le permitió recortar la mitad de la distancia hasta la punta. Sólo entonces adivinó Nikki la intención del almirante: resguardarse del viento tras la isla y encontrar aguas más navegables. No desesperó, estaba convencida de que llegarían a puerto; casi ni percibió que el embate de las olas se reducía por momentos, a medida que la isla se interponía entre ellos y el huracán.
—¿Y ahora?
—Tendremos que encallar.
Ordenó que se sentaran con la espalda apoyada en cualquier mamparo, vueltos hacia popa, y él se asió con firmeza al timón, a sabiendas de que se llevaría la peor parte del impacto. Enfiló la playa, era probable que se rompiese la quilla y se abriese alguna vía de agua, pero la nave ya estaba perdida desde que salieron del abrigo de Kuan; sabía que le iban a doler como propios los daños que sufriese aquella patrullera que se había comportado con tanta bravura.
La roda y la quilla crujieron con el golpe y la nave se quedó clavada a pocos metros de la playa, ladeada hacia estribor. Los cuerpos salieron volando, pero el almirante se mantuvo firme, de pie, sin importarle la herida que se le abrió en la frente al romper de un cabezazo el cristal de la cabina.
—Fuera todos —les gritó, y esperó a que el último de los pasajeros abandonara el barco para saltar él también.
Nunca, nunca, ni con la más cálida de las caricias, sintió Nikki mayor felicidad que en el sublime instante en que volvió a pisar tierra. Aquella arena húmeda era un nuevo mundo, una nueva vida, y a pesar de la tensión, del miedo, de las horas terribles de sacudidas y esfuerzos, comprobó que era dueña de sus nervios. «Tami estará orgulloso de mí», se dijo, mientras se ponía en pie.
En la villa de Kuan las casas estaban cerradas a cal y canto, y habían tapiado con tablones las puertas y las ventanas. Chulhu les condujo por las calles vacías hasta la gran casa del natni, el gobernador de la isla. Chandra, el abuelo de Suevi, se inclinó ante el almirante y le ofreció su casa; a los demás, dijo, se les buscaría acomodo inmediatamente.
—Ésta es mi tripulación y se queda conmigo —respondió—, o yo me iré con ellos.
Nikki nunca se molestó en averiguar si el gobernador se ofendió: le bastó con que los invitara a pasar hasta la estancia principal de la casa, donde Nahati y Miat descansaban en una esquina, agotados. Ella se levantó al verlos y rompió a llorar. Abrazó a su padre y luego a Nikki, con la voz temblorosa, incapaz de expresar los pensamientos que se agolpaban en su cabeza.
—Estáis locos —dijo al fin.
—Puede que sí —respondió Chulhu, cruzando una mirada cómplice con Nikki.
En la isla todos los habían dado ya por muertos y Nahati comenzaba a asimilar la noticia. No le sorprendió que su padre fuera incapaz de aguardar en Vanu, pero nunca le hubiese creído capaz de llevar a Nikki como tripulante, y ni en la peor de sus pesadillas los hubiera creído tan insensatos de renunciar tres veces a la seguridad que ofrecía la tierra firme y arrojarse de nuevo en brazos de la tempestad.
En cuanto pudo cambiarse la ropa húmeda, Nikki se acurrucó en una esquina, declinó la comida que le ofrecieron y cayó rendida, todavía con el movimiento del barco en la cabeza, mecida por los himnos eclesiásticos que canturreaba el reverendo y la áspera voz de Chulhu por encima del viento ensordecedor. Cuando se había navegado en el lado peligroso de un ciclón, cuando se había nadado casi cincuenta brazas en un mar encrespado, cuando se había capeado un temporal, cruzado el barco a la mar y puesto proa a tierra en medio de una tempestad, hasta la más dura de las maderas podía ser una excelente almohada.
Durmió más de doce horas, sin cambiar de postura ni borrar de su boca una sonrisa beatífica. El huracán había pasado a menos de cuarenta millas, calcularon, arrasando palmerales y poblados; sin la intervención de las patrulleras, muchos de los habitantes de los atolones habrían perecido.
De día, Kuan resultó ser una ciudad hermosa, mucho más que Vanu. Una gran montaña, el antiguo volcán Rakukura, se tendía suavemente desde el centro de la isla hasta el mar, formando una abrigada rada entre dos puntas. Nikki reconoció en una de ellas, con un sentimiento de gratitud, la que les sirviera de baliza la noche anterior. Las casas, la mayoría de dos plantas, eran de madera, estaban pintadas de vivos colores y rodeadas de árboles y pequeños huertos. Las cabañas cubrían toda la ladera hasta la playa y las calles de arena serpenteaban de un extremo a otro de la rada. Desde el mirador, Nikki vio aquel mar de jade por primera vez y sintió que le faltaba la respiración al contemplar tanta belleza. La brisa era fresca y llevaba aromas limpios, parecía como si el mundo hubiera regresado a su principio.
Una sirvienta le dio un cuenco de leche de cabra y un bollo de pan untado con mantequilla. Cerró los ojos y paladeó el sabor; de un remoto pasado surgió un recuerdo similar: una onza de chocolate con un sorbo de leche, un bocado de pan con mantequilla y azúcar… y por un instante recuperó el olor de su madre, el sonido cristalino de su voz. «Come, Nicole», escuchó en su interior, y su presencia se volvió tan real como el suelo que pisaba.
—Están todos en la playa —dijo la criada, rompiendo el encantamiento.
Se encogió de hombros, tenía agujetas en todo el cuerpo y se sentía culpable de no haber preguntado por su padre ni por el viejo Chulhu, de haberse olvidado de todos los hombres, mujeres y niños rescatados en los atolones. Habría querido que el tiempo se detuviera en ese instante; que todos los olores fueran el de aquella brisa fresca, todos los sonidos el trinar de las aves, todos los sabores el de aquella mantequilla…
—Arriba, dormilona —la saludó el reverendo, y se levantó de un salto para abrazarse a él y no volver a separarse; besó sus mejillas recién afeitadas y olió la colonia de romero que utilizaba como loción, demasiado cansada para preguntarse de dónde la había sacado—. Anoche fuiste mi ángel de la guarda, Nicole —le susurró al oído—, viniste a buscarme cuando ya no había casi salvación.
No pudo responder, se le había hecho un nudo en la garganta; tampoco habría sabido qué decir. Comenzó a llorar sin saber bien por qué y trató de retener en su memoria el olor que entraba por la ventana, el rumor sosegado del mar, el sabor de la mantequilla, la presencia etérea de su madre, el abrazo cálido de su padre.
—Llévame contigo, papá —susurró, o acaso sólo lo creyera, porque se le había cerrado la laringe ahogando cualquier sonido.
—Volveremos juntos a Vanu —dijo el reverendo Sanders.
Si le hubiesen dejado escoger, Nikki habría pedido no regresar nunca. ¿Qué le esperaba allí? ¿El colegio, las interminables clases de francés y matemáticas? Y desde que Nahati había asumido las obligaciones del almirante, ni siquiera le quedaba el consuelo de navegar con ella los domingos por la mañana. No, era mucho mejor permanecer en Kuan, dejarse sorprender cada alborada por el mar verde cristalino, respirar su aroma de vida y aventura. ¿Quién deseaba volver a Vanu y ponerse el uniforme del internado?
—¿Cómo ha quedado la patrullera? —preguntó de pronto.
—Mal, no creo que se pueda reparar.
No hubiese bajado a verla de no haber sabido que Chulhu estaba allí, sentado con su hija en la playa, contemplando los restos del naufragio. Nikki se acercó y se sentó junto al almirante. Volvía a ser el hombre serio, de ojos impenetrables tras los tatuajes, pero había simpatía en su mirada.
—Se portó bien. —Señaló la nave con la barbilla, como había hecho la tarde anterior con la punta salvadora—. Igual que tú.
—He tenido buenos maestros. —Sonrió, volviéndose hacia Nahati, que movía la cabeza sin acabar de creer que hubiesen salido bien de semejante travesía—. No le di las gracias por lo que hizo, señor.
—¿Y qué hice?
—Rescatar a mi padre.
—En realidad soy yo quien está en deuda contigo. Ahora somos leyenda.
—Entonces, a cambio, perdone a Avanda.
Fue un impulso; si hubiese reflexionado jamás se habría atrevido a hablarle así al almirante. Por cómo se le ensombreció el rostro, comprendió Nikki que una bofetada no le habría ofendido menos. Palmeó sus rodillas, como diciéndose que hasta ahí podía llegar la intromisión, e hizo ademán de levantarse, pero algo más fuerte que su orgullo lo mantuvo sentado.
—Mujeres —gruñó—, siempre defendiéndose entre ellas.
Recordó cada una de las noches ahogadas en paatsi, cada amanecer que le llegó deseando ser una piedra para no derramar más lágrimas. Maldijo su testarudez de viejo cascarrabias, su soberbia, que tantas veces le había impedido visitar al padre Isern y dictarle la carta que tanto deseaba… Su mirada se fijó en la quilla destrozada de la patrullera. Así estaría el corazón de su hija, así estaba el suyo. Qué dulce sería el pago de esa deuda, pensó, porque le devolvería lo que más podía querer en el mundo; tanto, que suponía en sí mismo una obligación mayor hacia Takinoa. «El círculo se cierra, yo te devuelvo a tu padre y tú me devuelves a mi hija, supongo que eso la convierte en tu hermana».
Nahati asió la mano de su padre y la estrechó con fuerza, liberándose de un peso que la agobiaba desde que el avión de Forbes se perdiera en el horizonte.
—Ahora soy yo quien está en deuda —susurró, y sólo entonces comprendió Nikki lo importante que era para esa familia perdonar a la hija descarriada, hasta qué punto su ausencia había carcomido su salud; y descubrió también que aquélla era su familia, tanto o más que el propio reverendo, tan preocupado por la salvación moral de los isleños que había dejado a un lado el bienestar terrenal de su propia carne.
Nikki suspiró, sorprendida por la extraña paz interior que sentía. Las cosas nunca volverían a ser como antes, Avanda no iba a volver, no navegaría con Tami hacia las playas de Zule, desafiándole a una carrera que sabía ganada de antemano; pero su nombre iba a dejar de ser tabú, su recuerdo volvería a ser alegre, iluminado por la esperanza de su regreso.
Un día antes, Nikki habría sentido una euforia incontenible si Chulhu la hubiese considerado una hermana de Avanda, hija suya, prima del rey.
—Pura vanidad —murmuró.
Después de haber navegado junto al almirante en el lado siniestro de un ciclón, codo con codo, estaban unidos por un vínculo más estrecho que el de la sangre: eran camaradas, hermanos de armas enfrentados a la muerte.
Días después, cuando el rey Ghanu la colmó de honores y la acompañó al internado para proclamar el valor de su hazaña delante de sus compañeros, Nikki regresó a las sensaciones de aquella mañana ventosa. Después de haber regresado de los abismos del mar, de haber besado los granos de arena de Kuan, todo lo demás parecería fútil y vano.
Nada podía ser más hermoso que aquella quilla rota, pensó, que una patrullera herrumbrosa varada en un arrecife de coral, herida de muerte pero orgullosa de haber salvado a sus tripulantes en el último esfuerzo. Viéndola, comprendió la indiferencia de Tami, su desprecio por los honores y alabanzas, su madurez. La madurez era haber vivido lo que los demás ni siquiera intuían, haber hollado tierras lejanas que nadie iba a pisar. La madurez era soledad, recuerdos, nostalgia; era, al mismo tiempo, un premio y un castigo: no poder compartir con los demás un pensamiento, una alegría o una tristeza. Había vencido a la tempestad; ¿quién de sus amigas entendería eso, cómo podría volver a jugar con ellas a ser el capitán Kidd o Madeleine Carroll?