Fjällbacka, 1983
Cuando vio los carteles que anunciaban que el Cirkus Gigantus venía a Fjällbacka, no se lo pensó dos veces. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Era una señal. El circo se había convertido en una parte de ella. Sabía cómo olía y cómo sonaba, y era como si conociera a las personas y a los animales que lo poblaban. Habían jugado a ese juego infinidad de veces. Ella era la princesa circense que conseguía que los caballos obedecieran entre los aplausos y los silbidos del público.
Habría querido que hubieran podido ir juntos, y así habría sido si las cosas no se hubieran torcido de aquel modo. Pero tuvo que ir sola.
La familia de Vladek la recibió con los brazos abiertos. La recibieron como a una hija. Decían que habían pensado ir a buscarlo, pero ella les contó que había muerto de un infarto. A nadie le extrañó, no era el primer miembro de la familia que padecía del corazón. Ella comprendió que había tenido suerte, pero existía el riesgo de que algún habitante de Fjällbacka empezara a hablar sobre Vladek y desvelara lo que había ocurrido en realidad. Pasó tres días de nervios, que se le hicieron eternos, hasta que el circo recogió sus cosas y dejó Fjällbacka. Entonces se sintió segura.
En aquel entonces no contaba más de quince años, y le preguntaron también por su madre y se lamentaron de lo mal que lo había hecho al marcharse y dejarla sola. Ella agachó la cabeza y se las arregló incluso para soltar una lagrimita. Y les dijo que no, que Laila había muerto de cáncer hacía muchos años. La cuñada de Vladek le puso una mano huesuda en la mejilla y le secó las lágrimas de cocodrilo. Y dejaron de hacer preguntas, simplemente, le indicaron dónde podía dormir y le dieron ropa y comida. Jamás pensó que sería tan sencillo, pero no tardó en convertirse en un miembro más de la familia. Para ellos los vínculos de sangre eran lo primero.
Esperó dos semanas, y entonces fue a hablar con el hermano de Vladek y le dijo que quería aprender algo y convertirse en parte del circo para perpetuar la herencia de la familia. Tanto él como todos los demás se pusieron contentísimos, tal y como ella había supuesto, y les sugirió que le permitieran ayudar con los caballos. Quería ser como Paulina, la hermosa joven que en cada sesión actuaba haciendo cabriolas y trucos a lomos de los caballos, luciendo un vestido de lentejuelas.
Así que empezó como ayudante de Paulina. Se pasaba todas las horas de vigilia cerca de los caballos, viendo entrenar a Paulina. Ella la odió desde el primer momento, pero no era de la familia y, tras una conversación con el hermano de Vladek, empezó a enseñarle, aun a su pesar. Y resultó ser muy buena alumna. Entendía a los caballos, y ellos la entendían a ella. No le llevó más de un año aprender los rudimentos, y al cabo de dos, era tan buena como Paulina. Así que, cuando se produjo el accidente, pudo sustituirla.
Nadie lo vio, pero una mañana, Paulina apareció muerta entre los caballos. Supusieron que se habría caído y se habría golpeado en la cabeza, o que uno de los caballos le habría dado una coz fatal. Para el circo era una catástrofe, pero, por suerte, ella se puso sin problemas uno de los preciosos vestidos de Paulina y la sesión de esa noche pudo celebrarse como si no hubiera pasado nada. A partir de aquella noche, ella se quedó con el número que antes realizaba Paulina.
Pasó tres años viajando con el circo. En un mundo donde convivían lo raro y lo fantástico nadie se dio cuenta de que ella era diferente. Para alguien como ella era el lugar idóneo. Pero ya se había terminado el circo, tenía que regresar. Al día siguiente, el Cirkus Gigantus volvería a Fjällbacka, y ya era hora de abordar aquello que tanto había tenido que postergar. Se había permitido el lujo de convertirse en otra persona, de ser una princesa circense que, a lomos de un caballo blanco, se lucía entre plumas y brillos. Había vivido en un mundo de fantasía. Y ahora debía volver a la realidad.