Capítulo 4

A Mellberg lo despertó una personita que le saltaba en la barriga. Por lo demás, era la única persona que podía permitirse despertarlo. O saltarle encima.

—¡Arriba, abuelo! ¡Venga, abuelo! —gritaba Leo, dando saltos en aquel barrigón. Mellberg hizo lo de siempre, empezó a hacerle cosquillas al pequeño.

—Madre mía, ¡mira que sois escandalosos! —protestó Rita desde la cocina. Como siempre, por otro lado, aunque él sabía que, en realidad, a ella le encantaba oírlos jugar por las mañanas.

—Chist —dijo Mellberg con los ojos muy abiertos, y Leo hizo lo mismo, tapándose la boca con el dedo regordete—. En la cocina hay una bruja mala. Se come a los niños, y yo creo que se ha comido también a tus mamás. Pero hay un modo de vencerla. ¿Sabes cuál?

Y aunque Leo lo sabía perfectamente, negó muy serio con la cabeza.

—Tenemos que acercarnos muy despacio y ¡matarla de risa haciéndole cosquillas! Solo que las brujas tienen muy buen oído, debemos ir con todo el sigilo del mundo para que no nos oiga, porque si no… si no… ¡estamos perdidos! —Mellberg se pasó el dedo por el cuello, y Leo lo imitó. Luego salieron los dos del dormitorio y entraron en la cocina, donde Rita aguardaba el ataque.

—¡Al ataqueeeee! —aulló Mellberg, mientras se abalanzaba con Leo para hacerle cosquillas a Rita donde podían.

—¡Ayyyyy! —gritaba Rita entre risas—. ¡Sois un castigo divino! —Tanto Ernst como Señorita, que estaban tumbados debajo de la mesa, salieron a la carrera meneando el rabo y se pusieron a ladrar.

—Madre mía, qué escándalo —dijo Paula—. Es un milagro que no os hayan echado de la casa ya.

Mellberg guardó silencio, igual que Rita y Leo. Ni siquiera habían oído la puerta.

—Hola, Leo. ¿Has dormido bien? —dijo Paula—. Se me ha ocurrido venir a desayunar con vosotros antes de ir a la guardería.

—Y Johanna, ¿va a venir también? —preguntó Rita.

—No, ya se ha ido a trabajar.

Paula entró a paso lento y se sentó a la mesa. Llevaba en brazos a Lisa, que, por una vez, dormía plácidamente. Leo se le acercó corriendo, le dio un abrazo y se puso a examinar a su hermanita. Desde que nació Lisa, Leo se quedaba muchos días a dormir en casa de la abuela y del abuelo Bertil, no solo para que no tuviera que sufrir las lloreras de la recién nacida, que tenía el cólico del lactante, sino, sencillamente, porque acurrucado y abrazado a Mellberg, Leo dormía de maravilla. Los dos eran inseparables desde el primer momento, puesto que Mellberg asistió al nacimiento de Leo. Y ahora que el pequeño había tenido una hermanita y que sus mamás estaban tan ocupadas, se quedaba de mil amores con el abuelo, que, muy oportunamente, vivía en el mismo edificio, pero en el piso de arriba.

—¿Hay café? —preguntó Paula, y Rita le sirvió enseguida una buena taza con un chorrito de leche, y le dio un beso a cada una en la cabeza.

—Tienes muy mala cara, esto no puede seguir así. ¿Por qué no le da algo el médico?

—No hay nada que le puedan dar, se le pasará solo; o eso esperan. —Paula tomó un buen trago.

—Ya, pero ¿tú has dormido algo?

—Pues, la verdad, no mucho. Ahora me toca a mí, digo yo. Johanna no puede ir al trabajo sin haber pegado ojo —dijo con un suspiro, y se dirigió a Mellberg—. ¿Cómo fue la cosa ayer?

Mellberg tenía a Leo sentado en la rodilla y estaba ocupadísimo untando mermelada en unas rebanadas de pan dulce. Cuando Paula vio lo que iba a desayunar su hijo, abrió la boca para decir algo, pero la cerró enseguida.

—A ver, no sé si eso es muy saludable —intervino Rita, que se había dado cuenta de que Paula no tenía fuerzas para batallar por ello.

—El pan dulce no tiene nada de malo —dijo Mellberg, y dio un buen mordisco en señal de rebeldía—. Yo me crie con él. Ni la mermelada. Total, son bayas y frutas. Y las bayas tienen vitaminas. Vitaminas y oxidantes, todo perfecto para un niño en edad de crecer.

—Antioxidantes —dijo Paula.

Pero Mellberg había dejado de escuchar. Tonterías. Mira que venir a enseñarle a él normas de alimentación.

—Vale, pero cuéntame, ¿cómo fueron las cosas ayer? —repitió al comprender que había perdido la batalla.

—Divino. Llevé la rueda de prensa con autoridad y rigor. Así que más vale comprar los periódicos de hoy. —Alargó el brazo en busca de otra rebanada. Las tres primeras eran solo para entrar en calor, más o menos.

—Sí, ya, seguro que estuviste sencillamente fantástico, eso lo daba por sentado.

Mellberg la miró suspicaz, para ver si podía rastrear un ápice de ironía, pero no percibió nada en su expresión, de una neutralidad absoluta.

—Pero, aparte de eso, ¿habéis averiguado algo? ¿Hay alguna pista, sabéis de dónde venía la chica o dónde la habían tenido encerrada?

—No, nada de nada.

Lisa empezó a retorcerse en sus brazos y Paula parecía de pronto cansada y frustrada a la vez. Mellberg sabía que no soportaba estar fuera de la investigación. Se diría que no le iba nada lo de estar de baja maternal y que las primeras semanas tampoco fueron un lecho de rosas de felicidad materna. Le puso la mano en la pierna y notó, a través del pijama de franela, lo delgada que se había quedado. Llevaba varias semanas sin quitarse aquel pijama…

—Te prometo que te mantendré al día. Pero es que ahora no sabemos casi nada… —Lo interrumpió el alarido de Lisa. Era extraordinario que un cuerpo tan pequeño emitiera un sonido tan penetrante.

—Gracias. —Paula se levantó. Como una sonámbula, empezó a pasear por la cocina tarareándole a Lisa una cancioncilla al oído para que se relajara.

—Pobre criatura —dijo Mellberg, y se sirvió otra rebanada—. Mira que tener ese dolor todo el rato… Yo tuve suerte, que nací con la barriga a prueba de bombas.

Patrik estaba delante de la pizarra blanca de la cocina de la comisaría. Al lado, en la pared, había colgado un mapa de Suecia y marcado con chinchetas los lugares en los que habían desaparecido las chicas. De pronto le vino a la memoria un caso de unos años atrás en el que también utilizaron un mapa con un montón de chinchetas… En aquella ocasión consiguieron resolver el caso. Esperaba que fuera así también esta vez.

Delante de la mesa tenía el material de investigación que Annika había reunido de los otros distritos, en cuatro montones, uno por cada chica.

—No tiene ningún sentido que trabajemos en la muerte de Victoria como si fuera un caso aislado, sino que tenemos que mantenernos al día en la investigación de las demás desapariciones.

Martin y Gösta asintieron. Mellberg había llegado a la comisaría y se fue casi enseguida a pasear a Ernst, lo que, normalmente, significaba que recalaría en la pastelería del barrio y estaría fuera una hora por lo menos. No era casualidad que Patrik hubiera elegido celebrar la reunión precisamente a aquella hora.

—¿Has sabido algo de Pedersen? —preguntó Gösta.

—No, pero me dijo que me llamaría en cuanto terminara la autopsia —dijo Patrik, con el primer expediente en la mano—. Hemos revisado esto antes, pero veamos de nuevo los datos de las otras chicas por orden cronológico. Puede que nos inspire, quién sabe.

Hojeó los documentos y se volvió para empezar a escribir en la pizarra.

—Sandra Andersson. Catorce años. Iba a cumplir quince cuando desapareció dos años atrás. Vivía en Strömsholm, con la madre, el padre y una hermana pequeña. Los padres tienen una tienda de ropa. Una familia sin problemas, por lo que parece, y según todas las declaraciones, Sandra era una jovencita ejemplar, que sacaba buenas notas y aspiraba a entrar en medicina.

Patrik les mostró una foto. Sandra tenía el pelo castaño claro, era mona sin exageraciones y tenía una mirada seria e inteligente.

—¿Aficiones? —preguntó Martin. Dio un sorbito al café, pero puso cara de disgusto y dejó la taza en la mesa.

—Ninguna en particular. Parece que se concentraba al cien por cien en los estudios.

—¿Y nada sospechoso de la época anterior a la desaparición? —preguntó Gösta—. ¿Llamadas anónimas? ¿Alguien que merodease por los arbustos del jardín? ¿Alguna carta?

—¿Cartas? —dijo Patrik—. A la edad de Sandra serían más bien correos electrónicos o mensajes de móvil. A esas edades yo creo que ni saben lo que es una carta o una postal.

Gösta refunfuñó.

—Ya lo sé, como comprenderás, no soy tan antiguo. Pero ¿quién dice que el secuestrador está tan al día en nuevas tecnologías? El que hizo esto podría pertenecer a la generación del correo del caracol. Eso a ti no se te había ocurrido, ¿a que no? —Gösta se cruzó de piernas con expresión triunfal.

Patrik comprendió a su pesar que su colega tenía razón.

—Bueno, no hay ninguna información al respecto —dijo—. Y los policías de Strömsholm han sido tan exhaustivos como nosotros. Hablaron con los amigos, con los compañeros de clase, registraron minuciosamente su habitación, revisaron el ordenador, investigaron a sus contactos… Pero no encontraron nada fuera de lo normal.

—Pues eso ya me parece bastante extraño, una adolescente que no se trae ninguna cosa rara entre manos —masculló Gösta—. Lo veo casi patológico, si quieres saber mi opinión.

—A mí me parece un sueño, vamos —dijo Patrik, que pensaba con horror en lo que les esperaría a él y a Erica cuando Maja llegara a la adolescencia. Había visto tantas cosas en el trabajo que se le hacía un nudo en el estómago ante la sola idea.

—¿Y ya está? ¿No hay más? —Martin miraba preocupado los escasos renglones que había en la pizarra—. ¿Dónde estaba cuando desapareció?

—Iba camino a casa de una amiga. Al ver que no volvía los padres llamaron a la policía.

Patrik no tenía ni que mirar los documentos. Los había leído varias veces. Dejó el expediente de Sandra y echó mano del siguiente.

—Jennifer Backlin. Quince años. Desapareció en Falsterbo, hace año y medio. Procedía de una familia normal, igual que Sandra. Gente de clase alta de Falsterbo, más o menos. El padre tiene una empresa de inversiones, la madre es ama de casa, y tiene una hermana. En el instituto sacaba unas notas normales, pero era una promesa del deporte, estaba apuntada a gimnasia y quería hacer el bachillerato deportivo. —Mostró la foto de una chica morena, con una amplia sonrisa y los ojos azules.

—¿Algún novio? En el caso de Sandra también, por cierto —dijo Gösta.

—Jennifer salía con un chico, pero quedó totalmente descartado de la investigación. Sandra no. —Patrik bebió un poco de agua del vaso que tenía en la mesa.

—Y la misma historia: nadie vio nada, nadie oyó nada. Ningún conflicto familiar ni en el círculo de amistades, ni datos de ningún sospechoso, ni antes ni después de la desaparición, nada en la red…

Patrik escribió en la pizarra unas notas que se parecían de forma inquietante a las de Sandra. Sobre todo, en lo que a la ausencia de pistas y datos interesantes se refería. Era extraño. La gente oía y veía cosas continuamente, pero a estas chicas parecía que se las hubiera tragado la tierra.

—Kim Nilsson. Un poco mayor que las demás, dieciséis años. Desapareció de Västerås hace un año aproximadamente. Los padres tienen un restaurante de los buenos y Kim les ayudaba de vez en cuando, igual que su hermana. No tenía novio. Buenas notas, ninguna afición en particular, aparte del instituto, que, como a Sandra, parecía importarle mucho. Según sus padres, soñaba con estudiar economía y fundar su propia empresa, como ellos.

Otra foto de una chica morena.

—Puedes parar un momento, tengo que vaciar la vejiga —dijo Gösta. Le crujieron las articulaciones cuando se levantó, y Patrik cayó en la cuenta de lo poco que le faltaba a su colega para jubilarse. Pensó con sorpresa en lo mucho que lo echaría de menos el día que se fuera de la comisaría. Durante años se había enfadado cada vez que su colega seguía la ley del mínimo esfuerzo y hacía solo lo imprescindible. Sin embargo, también había visto otras facetas, momentos en los que Gösta demostraba lo buen policía que podía ser. Además, debajo de aquella fachada brusca tenía un corazón de oro.

Patrik meneó la cabeza mirando a Martin.

—Vale, mientras esperamos a Gösta, me puedes contar si sacaste algo de la conversación con Marta.

—Pues no, nada de nada. —Martin dejó escapar un suspiro—. No había visto ningún coche ni a ninguna persona en el lindero del bosque, hasta que apareció Victoria. Y tampoco vio a nadie después. Ella y el conductor esperaron en la ambulancia junto con Victoria. Tampoco aportó ninguna novedad sobre la desaparición en sí, ni ningún episodio en la escuela de equitación que haya recordado desde la última vez.

—¿Y Tyra?

—Igual que antes. Y, a pesar de todo, me dio la sensación de que había algo que no quería contar, como si tuviera una sospecha que le costara desvelar.

—Vaya —dijo Patrik, y miró con el ceño fruncido las notas, garabateadas con su letra garrapatosa—. Pues esperemos que se atreva pronto. Quizá podamos presionarla un poco más, ¿no?

—¡Listo! —anunció Gösta, y volvió a su sitio—. Esa maldita próstata me obliga a salir disparado a todas horas.

Patrik respondió con las manos en alto:

—Vale, gracias, no necesitamos más detalles.

—¿Hemos acabado con Kim? —preguntó Martin.

—Sí, estamos igual que en los dos casos anteriores. Ni huellas, ni sospechoso, nada. Pero con la cuarta chica, la cosa es algo diferente. Es el único caso en el que un testigo ha visto a un sospechoso.

—Minna Wahlberg —dijo Martin.

Patrik asintió, escribió el nombre y expuso la foto de una chica de ojos azules, con el pelo castaño recogido en una coleta despeinada a propósito.

—Sí, Minna Wahlberg. Catorce años, de Gotemburgo. Desapareció hace poco más de siete meses. Tiene un entorno distinto de las otras. Madre soltera, muchas denuncias de discusiones en casa cuando Minna era pequeña: los novios de la madre eran los elementos discordantes. Luego Minna empezó a aparecer en los registros de los servicios sociales; hurtos, hachís…, bueno, por desgracia, la clásica historia de un niño cuya vida se tuerce. Alto absentismo escolar.

—¿Hermanos? —preguntó Gösta.

—No, vivía sola con su madre.

—No has añadido cómo desaparecieron Jennifer y Kim —señaló Gösta, y Patrik se volvió hacia la pizarra y constató que tenía razón.

—Jennifer también desapareció cuando volvía a casa del entrenamiento de gimnasia. Kim, cerca de su casa. Había salido a ver a una amiga, pero no llegó. En los dos casos, la policía recibió la denuncia de la desaparición muy pronto.

—A diferencia de lo que pasó con Minna, ¿no? —dijo Martin.

—Exacto. Minna llevaba tres días sin aparecer por el instituto ni por casa cuando su madre llamó para avisar a la Policía. Al parecer, no tenía mucho control de lo que hacía su hija, y Minna entraba y salía más o menos a su antojo. Se quedaba a dormir en casa de varias amigas y de algunos chicos… Así que no sabemos con exactitud qué día desapareció.

—¿Y el testigo? —Martin tomó un sorbo de café, y Patrik sonrió al ver la cara que puso cuando probó el café, que estaba amargo después de tantas horas como llevaba recalentándose en la jarra.

—Venga, hombre, pon otra cafetera, Martin —dijo Gösta—. Yo me tomaría uno. Y seguro que Patrik también.

—¿Y por qué no la pones tú? —replicó Martin.

—Bueno, entonces no. De todos modos, no es sano tanto café.

—Me parece que no he conocido en la vida a nadie tan vago como tú —dijo Martin—. Será la edad.

—Eh, venga ya. —Gösta podía bromear y quejarse de su edad, pero no le sentaba nada bien que otro le viniera con alguna puya sobre el tema.

Patrik se preguntaba cómo vería alguien desde fuera aquellos desvaríos con los que interrumpían unos temas de conversación tan serios. Pero lo necesitaban. De vez en cuando, el trabajo se les hacía tan duro que hacía falta un momento para tomárselo con calma, bromear y reír. Para poder resistir todos los momentos de dolor, muerte y desesperación.

—Bueno, ¿seguimos? ¿Por dónde íbamos?

—El testigo —dijo Martin.

—Ah, sí. Eso es, se trata del único caso en el que ha habido un testigo, una señora de ochenta años. Pero los datos no están nada claros. A la mujer le costaba recordar el día con exactitud, aunque, seguramente, fue el primer día que Minna faltó de casa. Al parecer, la muchacha se subió a un turismo blanco no muy grande en Hisingen, delante de un supermercado ICA.

—¿Y no reconoció el modelo? —preguntó Gösta.

—No, claro. La Policía de Gotemburgo ha tratado de averiguar más detalles sobre el aspecto del coche, pero sin resultado. Sin otra descripción que la de «un coche blanco viejo», resulta casi imposible dar con él.

—¿Y la testigo no vio quién había dentro? —preguntó Martin, aunque conocía la respuesta.

—No, decía que podía ser que hubiera un joven sentado al volante, pero no estaba nada segura.

—En fin, esto es increíble —dijo Gösta—. ¿Cómo es posible que desaparezcan sin más hasta cinco adolescentes? Alguien más tiene que haber visto algo.

—Nadie que sepamos, al menos —dijo Patrik—. Y, desde luego, no ha sido por falta de difusión en los medios. Después de las ristras y más ristras de artículos que se han escrito sobre la desaparición de las chicas, si alguien hubiera visto u oído algo, debería haberse puesto en contacto con nosotros.

—Pues o es un sujeto demasiado listo, o tan irracional que no deja ningún rastro claro. —Martin pensaba en voz alta.

Patrik meneó la cabeza.

—Yo creo que hay una pauta. No puedo deciros por qué creo que es así, pero la intuyo, y cuando la tengamos… —Hizo un gesto de resignación—. En fin, ¿cómo va el asunto del perfil psicológico? ¿Hemos encontrado a quien pueda hacerlo?

—Pues parece que no es tan fácil… —dijo Martin—. No hay tantos expertos, y los que hay, están muy ocupados. Pero Annika acaba de decirme que tiene a uno, un tal Gerhard Struwer. Es criminólogo y profesor en la Universidad de Gotemburgo, donde puede recibirnos esta tarde. Annika ya le ha enviado toda la información que tenemos. En realidad, es raro que la Policía de Gotemburgo no haya hablado con él a estas alturas.

—Claro, porque seguramente somos los únicos tan tontos como para creer en esas cosas. Será casi como una adivinadora de feria —murmuró Gösta, que, en este asunto, compartía la opinión de Mellberg.

Patrik hizo caso omiso del comentario.

—Quizá no pueda hacernos un perfil, pero sí orientarnos un poco, por lo menos. Y puede que debiéramos aprovechar para ver a la madre de Minna, ya que vamos a Gotemburgo, ¿no? Si quien conducía el coche era el sujeto, es posible que Minna tuviera una relación personal con él; o con ella. Teniendo en cuenta que parece que se subió al coche por propia voluntad.

—La Policía de Gotemburgo habrá interrogado ya a la madre, ¿no? —dijo Martin.

—Sí, claro, pero me gustaría hablar con ella personalmente y ver si podemos sacarle algo más de…

El sonido estridente del móvil interrumpió a Patrik. Sacó el teléfono del bolsillo, miró la pantalla y luego a los demás.

—Es Pedersen.

Einar se incorporó en la cama quejándose hasta quedar sentado. Tenía la silla de ruedas allí mismo, pero se contentó con sacudir un poco el cojín que tenía en la espalda y permanecer sentado donde estaba. De todos modos, no había dónde ir. Aquella habitación era su mundo, y bien estaba, porque él podía vivir en los recuerdos.

Oyó a Helga trajinar en la planta baja, y sintió tal repugnancia que notó un sabor metálico en la boca. Era horrible depender de alguien tan patético como ella, que el equilibrio de poder se hubiera alterado de tal modo que ella fuese ahora la fuerte, la que podía dirigir su vida, en lugar de lo contrario.

Helga era una persona especial. Tenía una alegría de vivir, un brillo en los ojos que él disfrutó apagando poco a poco. Ya hacía mucho que había desaparecido, pero cuando el cuerpo lo traicionó, cuando quedó recluido en aquella prisión que era su propio cuerpo, algo cambió. Ella seguía siendo una mujer rota, pero últimamente había visto un destello de rebeldía en sus ojos. No mucho, pero sí lo suficiente para irritarlo.

Miró de reojo la foto de boda que Helga había colgado en la pared, encima de la cómoda. Era un retrato en blanco y negro en el que ella le sonreía llena de felicidad, sin saber lo que iba a significar la vida con el hombre del frac que aparecía a su lado. En aquella época era un hombre guapo. Alto, rubio, con la espalda ancha y la mirada azul firme y serena. Helga también era rubia. Ahora tenía el pelo gris, pero entonces lo tenía largo y rubio, y en la foto lo llevaba en un recogido con una corona de mirto y un velo. Y sí, ella también era bonita, y él se había dado cuenta, aunque empezó a verla más guapa después, cuando ya la había modelado tal y como él quería. Un jarrón resquebrajado era para él más hermoso que uno entero, y las grietas se habían ido abriendo sin mayor esfuerzo por su parte.

Alargó la mano en busca del mando a distancia. Aquella barriga enorme le estorbaba y sintió un odio tremendo por su cuerpo. Se había convertido en algo que no guardaba el menor parecido con lo que fue. Pero si cerraba los ojos, era siempre el yo de su juventud. Todo era tan vívido como entonces: la piel suave de las mujeres, el tacto del pelo largo y liso, los jadeos al oído, aquellos sonidos que lo excitaban y lo encendían. Los recuerdos lo liberaban de la cárcel del dormitorio, cuyo papel pintado había perdido el color y donde las cortinas no habían cambiado desde hacía décadas. Las cuatro paredes que cercaban aquel cuerpo inútil.

Jonas le ayudaba a veces a salir de allí. Lo sentaba en la silla de ruedas y lo llevaba abajo por la rampa de la escalera. Jonas era fuerte, igual que lo fue él. Pero los breves paseos no eran ningún consuelo. Era como si, estando fuera, los recuerdos se evaporasen y desapareciesen, como si el sol, al darle en la cara, le robara la memoria. Así que prefería quedarse allí dentro. Allí recibía la ayuda necesaria para mantener vivos aquellos recuerdos.

En el despacho había una luz penumbrosa, aunque era por la mañana, y Erica estaba sentada mirando al infinito, sin hacer nada. Aún se le imponían los recuerdos del día anterior: el sótano oscuro, la habitación con aquel cerrojo. Tampoco podía dejar de pensar en lo que Patrik le había contado de Victoria. Estaba al corriente del trabajo ímprobo que él y sus colegas llevaban tiempo haciendo por encontrar a la chica desaparecida, y ahora no sabía qué sentir ante el desenlace. Le dolía el corazón ante la sola idea de la pérdida que su muerte había supuesto para su familia y sus amigos, pero ¿y si no la hubieran encontrado nunca? ¿Cómo podían unos padres vivir así?

Otras cuatro chicas seguían desaparecidas. No había ni rastro de ellas. Quién sabía si no estarían ya muertas y tal vez no las encontraran nunca. Sus familias vivían las veinticuatro horas con ese vacío, preguntándose angustiadas, abrigando esperanza, aunque presentían que no había nada que esperar. Erica sintió escalofríos. De repente le entró frío y fue al dormitorio a buscar unos calcetines de lana. Decidió no prestar atención al lío que había allí dentro. La cama estaba sin hacer y había ropa esparcida aquí y allá. En las mesillas de noche, vasos vacíos; la férula dental de Patrik acumulaba bacterias en su mesilla y, en la de ella, se amontonaban los frascos de spray para la nariz. Desde que se quedó embarazada de los gemelos había tenido que usarlo de continuo, tenía dependencia del mucolítico y nunca parecía ser buen momento para dejarlo. Lo había intentado en varias ocasiones y sabía que eso significaba tres días infernales en los que apenas podría respirar; y luego era facilísimo volver a caer. Desde luego, comprendía lo difícil que debía de ser dejar de fumar o, peor aún, dejar las drogas, cuando ella no podía liberarse de algo tan banal como la dependencia de los sprays para la nariz.

Solo de pensarlo sintió que tenía la nariz hinchada, así que fue a la mesilla de noche, agitó varios de los frascos hasta que encontró uno que no estaba vacío y se aplicó ansiosa unas dosis en los dos agujeros. La sensación que experimentó cuando se le despejó la nariz fue casi orgiástica. Patrik solía bromear diciendo que si la obligaran a elegir entre el spray y el sexo, él tendría que buscarse una amante.

Erica sonrió. La idea de Patrik con una amante le parecía ridícula, como siempre. De entrada, no tendría fuerzas. Luego, sabía cuánto la quería, aunque la vida cotidiana casi siempre se cargaba el romanticismo, y ya hacía mucho que ese deseo ardiente de los primeros años había languidecido y, en su lugar, palpitaba ahora una llama más apacible. Los dos sabían que podían confiar en el otro y a Erica le encantaba esa seguridad.

Volvió a la habitación minúscula que era su despacho. Ya se le habían calentado los pies, gracias a los calcetines de lana, e intentó concentrarse en lo que tenía en la pantalla. Solo que hoy parecía uno de esos días imposibles.

Hojeó con apatía el documento. Le costaba seguir adelante, en gran medida, por la poca voluntad de Laila a la hora de colaborar. Sin la colaboración de los familiares, no podía escribir libros sobre casos reales de asesinato; al menos, no como ella quería. Describir un caso partiendo solamente de los sumarios judiciales y los informes policiales daría como resultado un relato sin vida. A ella le interesaban los sentimientos, los pensamientos, todo lo que no se decía. Y en este caso, Laila era la única que podía contar lo que ocurrió. Louise había muerto, igual que Vladek, y Peter, desaparecido. A pesar de sus múltiples intentos, Erica no había conseguido localizarlo, y dudaba de que tuviera nada que contar de aquel día. Él solo tenía cuatro años cuando su padre murió asesinado.

Erica cerró el documento irritada. Volvía sin cesar con el pensamiento al caso de Patrik, a Victoria y las demás chicas. Quizá no fuera ninguna tontería pensar en ello: por lo general, dejar un tiempo el trabajo para dedicarse un rato a algo radicalmente distinto la llenaba de energía. Pero ponerse con la ropa sucia no le atraía nada.

Abrió el cajón del escritorio y sacó un bloc lleno de notas adhesivas. Le habían ayudado en muchas ocasiones cuando necesitaba estructurar las cosas. Después de abrir el navegador, empezó a buscar artículos. La desaparición de las chicas había ocupado la primera página de los diarios más de una vez, y no era difícil encontrar la información. Erica escribió los nombres en cinco papelitos, cada uno de un color, para que todo estuviera más claro. Luego añadió más papelitos para anotar el resto de la información: ciudad natal, edad, padres, hermanos, hora y lugar de la desaparición, aficiones. Pegó las notas en la pared, una hilera por cada chica. Se le encogió el estómago mientras las miraba. Detrás de cada hilera se escondía un dolor y un vacío indescriptibles. La peor pesadilla de unos padres.

Se dio cuenta de que faltaba algo, de que tenía que añadir caras al escaso texto de las notas. Así que imprimió una foto de cada una de las chicas, que tampoco fueron difíciles de encontrar en las páginas web de los diarios de la tarde. Erica se preguntaba cuánto ascendieron las ventas cuando publicaron los artículos sobre las desapariciones, pero prefirió olvidar el cinismo. Los periódicos hacían su trabajo, y ella, precisamente, era la persona menos indicada para criticarlos, teniendo en cuenta lo bien que vivía de escribir acerca de las tragedias ajenas dedicándoles mucha más extensión y con más detalle de lo que los diarios harían jamás.

Al final, imprimió un mapa de Suecia en varios folios, que pegó con cinta adhesiva. Luego lo puso al lado de las notas y señaló con un lápiz rojo las ciudades en las que habían desaparecido las chicas.

Dio un paso atrás. Ya tenía una estructura básica, un esqueleto. Después de todo el trabajo de documentación que hacía para escribir sus libros, había aprendido que, muchas veces, uno encontraba las respuestas conociendo a las víctimas. ¿Qué tenían esas chicas para que las eligieran? Ella no creía que fuera casualidad. Las unía algo más que la edad y el aspecto físico, algún rasgo de su personalidad o de sus condiciones de vida… ¿Cuál sería el denominador común?

Contempló las cinco caras que había en la pared. Cuánta esperanza, cuánta curiosidad sobre qué les depararía la vida… Fijó la mirada en una de las fotos y enseguida supo por dónde iba a empezar.

Laila extendió los recortes sobre la mesa y notó que el corazón empezaba a latirle con más fuerza. Una reacción física a la angustia psíquica. Le latía más y más rápido, y la sensación de impotencia le aceleró el pulso hasta que notó que le faltaba el aire.

Trató de respirar hondo, tomó todo el aire viciado que pudo en aquella habitación minúscula, obligó al corazón a calmarse. Había aprendido mucho a lo largo de los años sobre cómo controlar los ataques de ansiedad sin ayuda de terapeutas ni de fármacos. Al principio se tomaba todas las pastillas que le daban, se tragaba todo lo que pudiera ayudarle a desaparecer en una bruma de olvido, donde no pudiera ver el mal allí delante. Pero cuando las pesadillas empezaron a horadar también la niebla, lo dejó de golpe. Porque con las pesadillas se las apañaba mejor sobria y despierta. Si perdía el control, podría ocurrir cualquier cosa. Y entonces se le escaparían todos los secretos.

Los recortes más antiguos habían empezado a amarillear. Estaban doblados y arrugados porque los tenía guardados en una caja minúscula que había conseguido esconder debajo del colchón. Cuando tocaba limpieza, la ocultaba entre la ropa.

Deslizaba la mirada por las palabras. En realidad, no tenía que leerlas. Se sabía el texto de memoria. Solo las palabras de los artículos más recientes, que no había podido leer tantas veces, se resistían a resonarle solas en la cabeza. Se pasó la mano por el pelo cortado a cepillo. Todavía le resultaba extraño. Se había cortado la larga melena el primer año que ingresó en el psiquiátrico. Pero la verdad, no sabía por qué. Quizá un modo de marcar una distancia, o un punto final. Ulla seguro que tenía una buena teoría que lo explicara, pero Laila no le había preguntado. No había razón para hurgar en nada que le afectase a ella. Conocía prácticamente todas las razones de que las cosas hubieran salido como salieron. De hecho, era ella la que tenía todas las respuestas.

Hablar con Erica era jugar con fuego. No se le habría ocurrido nunca ponerse en contacto con nadie, pero dio la casualidad de que Erica contactó con ella cuando acababa de añadir un recorte más a la colección de la cajita, y seguramente ese día estaba vulnerable. No lo recordaba con exactitud. Lo único que recordaba era que, para su sorpresa, aceptó que la visitara.

Erica se presentó ese mismo día. Y, aunque Laila ignoraba entonces, igual que ahora, si algún día sería capaz de responder a las preguntas de Erica, la veía, hablaba con ella y escuchaba sus preguntas, que quedaban siempre sin respuesta en aquella sala de visitas. A veces la invadía la angustia cuando Erica se iba, la certeza de que empezaba a ser tarde, de que tenía que hablar de aquella maldad con alguien, y de que Erica era, seguramente, la persona más indicada para hacerse cargo de su historia. Pero era tan difícil abrir una puerta que llevaba tanto tiempo cerrada…

Aun así, estaba deseando que llegara el día de la visita. Erica hacía las mismas preguntas que todo el mundo, pero las hacía de otra forma. Sin ansias de curiosidad sensacionalista, sino con interés sincero. Quizá esa fuera la razón por la que Laila seguía viéndola. O porque el secreto que guardaba tenía que salir a la luz, porque había empezado a tener miedo de lo que pudiera pasar si no.

Erica volvería mañana otra vez. El personal le había avisado de que había solicitado otra cita, y Laila dijo que sí.

Dejó otra vez los recortes en la caja. Los dobló como estaban, para que no se estropearan más, y cerró la tapa. El corazón comenzó a latirle despacio de nuevo.

Patrik se acercó a la impresora con las manos temblorosas en busca de los documentos. Sentía náuseas y tuvo que serenarse un instante antes de cruzar el pasillo hasta el despacho de Mellberg. La puerta estaba cerrada, así que llamó antes de entrar.

—¿Qué pasa? —Se oyó irritada la voz de Mellberg. Acababa de volver de lo que él llamaba su paseo, y Patrik sospechaba que ya se había acomodado para echarse una siestecita.

—Soy Patrik. Tengo el informe de Pedersen y he pensado que querrías conocer los resultados de la autopsia. —Contuvo un impulso de abrir la puerta de un tirón. Una vez lo hizo, y se encontró al jefe de la comisaría roncando sin nada más que unos calzoncillos viejos. Era el tipo de error que solo se comete una vez.

—Entra —dijo Mellberg pasados unos instantes.

Cuando Patrik entró, su jefe empezó a cambiar de sitio los documentos que tenía en la mesa, para que pareciera que estaba ocupadísimo. Patrik se sentó enfrente y Ernst salió enseguida de debajo de la mesa para saludar. El perro se llamaba así por un antiguo colega ya fallecido y, por mucho que a Patrik le costara hablar mal de los muertos, pensaba que el perro era mucho más agradable que el que le dio el nombre.

—Hola, campeón —dijo, y rascó un poco al animal, que gruñó encantado.

—Estás blanco como la cera —dijo Mellberg. Una observación de lo más perspicaz, tratándose de él.

—Pues sí, es que no es una lectura agradable. —Patrik dejó las copias encima de la mesa—. ¿Quieres leerlo o prefieres que te lo cuente?

—Venga —dijo Mellberg, y se retrepó en la silla.

—Casi no sé por dónde empezar. —Patrik tosió un poco para aclararse la garganta—. A Victoria le sacaron los ojos vertiéndole ácido. Las heridas ya habían curado y, por el estado de las cicatrices, Pedersen piensa que lo hicieron poco después del secuestro.

—Joder. —Mellberg se adelantó y apoyó los codos en la mesa.

—Le cortaron la lengua con una herramienta afilada. Pedersen no ha podido establecer cuál exactamente, pero cree que un cúter grande, una podadera o algo parecido. Más que un cuchillo. —Patrik oía el tono de repugnancia con el que lo contaba y, en cuanto a Mellberg, parecía que le estuvieran dando arcadas.

—Luego resulta que le clavaron un objeto puntiagudo en los oídos, causándole tales lesiones que también perdió el oído. —Se dijo que tenía que contárselo a Erica. Su idea de la chica en una burbuja resultó muy cierta.

Mellberg se lo quedó mirando un buen rato.

—Quieres decir que no podía ni ver ni oír ni hablar, ¿no? —dijo despacio.

—Exacto —dijo Patrik.

Se quedaron un rato en silencio. Los dos intentaban imaginarse cómo se sentiría uno al perder tres de los sentidos más importantes, al verse cautivo en una oscuridad compacta y silenciosa, sin posibilidad de comunicarse.

—Joder —repitió Mellberg. El silencio se prolongó algo más, las palabras no eran suficientes. Ernst soltó un ladrido y los miró preocupado. El animal notaba el ambiente, pero no era capaz de interpretarlo.

—Lo más seguro es que esas lesiones también se las infligieran después del secuestro, muy poco después. Además, parece que la mantuvieron atada. Tenía marcas de cuerdas en las muñecas y en los tobillos. Cicatrizadas y recientes. Y tenía llagas por presión, por haber estado tumbada mucho tiempo.

A aquellas alturas, Mellberg también estaba blanco como la cera.

—El análisis toxicológico también está listo —añadió Patrik—. Había restos de ketamina en la sangre.

—¿Keta qué?

—Ketamina. Es un anestésico. Está catalogado como estupefaciente.

—¿Y por qué lo tenía en la sangre?

—No es fácil de explicar. Según Pedersen, porque puede tener distintos efectos, dependiendo de la dosis. Una dosis más alta te deja insensible al dolor e incluso inconsciente, una más baja provoca psicosis alucinatoria. Quién sabe qué efecto perseguía el secuestrador. Puede que los dos.

—¿Y dónde se consigue?

—Pues como las demás drogas, solo que esta se considera un tanto exclusiva. Hay que saber cómo usarla y en qué dosis. Los tíos que la consumen en los pubs no quieren echar a perder la noche durmiendo, que es lo que se consigue si tomas mucha. Suelen mezclarla con éxtasis. Aunque se utiliza sobre todo en el ámbito hospitalario. Y como anestésico para animales. Sobre todo, caballos.

—Joder —dijo Mellberg en cuanto hizo la conexión—. ¿Hemos investigado al veterinario, el tal Jonas?

—Sí, por supuesto. Victoria desapareció después de haber estado en las caballerizas. El veterinario tenía una coartada sólida, estaba atendiendo una emergencia. Los propietarios del caballo enfermo certificaron que llegó un cuarto de hora después de que vieran a Victoria dentro de las caballerizas, y se quedó allí varias horas. Además, no encontramos ninguna conexión entre él y las otras chicas.

—Ya, pero después de este hallazgo, deberíamos investigarlo a fondo otra vez, ¿no?

—Desde luego. Cuando les he contado esto a los demás, Gösta se acordó de que a Jonas le robaron en la consulta hace un tiempo. Decía que iba a buscar la denuncia, por si dice algo de que se llevaran ketamina. La cuestión es si Jonas denunciaría el robo si él mismo quisiera utilizar la droga. En todo caso, hablaremos con él.

Patrik guardó silencio un instante, y luego se armó de valor.

—Hay otra cosa. He pensado que Martin y yo vamos a hacer hoy una excursión.

—¿Ah, sí? —dijo Mellberg con cara de estar oliéndose un gasto extra.

—Me gustaría ir a Gotemburgo a hablar con la madre de Minna Wahlberg. Y ya que estamos allí…

—¿Sí…? —Mellberg sonó ahora más suspicaz todavía.

—Pues sí, ya que estamos allí, podemos hablar con un hombre que quizá nos ayude a hacer un análisis de la conducta del secuestrador.

—Ya, un psicólogo de esos —dijo Mellberg, y demostró con todo su repertorio de gestos lo que pensaba de esa categoría profesional.

—No es nada seguro, lo sé, pero al menos no supondrá un gasto extra, ya que tenemos que ir a Gotemburgo de todos modos.

—Bueno, bueno, pero siempre y cuando no me traigas aquí a ninguna adivina —masculló Mellberg; lo cual le recordó a Patrik lo mucho que se parecían él y Gösta en algunas cosas—. Y no les pises los callos a los colegas de Gotemburgo, por Dios. Sabes tan bien como yo lo mucho que les gusta marcar el territorio por allí, así que ten cuidado.

—Me llevaré los guantes de seda —dijo Patrik, y salió y cerró la puerta de su jefe. Los ronquidos no tardarían en oírse otra vez en el pasillo.

Erica sabía que era muy impulsiva. A veces, en exceso. Al menos, eso era lo que pensaba Patrik cuando ella se inmiscuía una y otra vez en cosas que, en realidad, no le incumbían. Pero al mismo tiempo, le había ayudado más de una vez en sus investigaciones, así que no debería quejarse tanto.

Aquella era una de esas ocasiones en que él pensaría que estaba metiéndose donde no la llamaban. Y precisamente por eso, no pensaba decirle nada aún, sino que esperaría a ver si su excursión daba resultado. Si no era así, podría utilizar la misma excusa que con Kristina, su suegra, a la que llamó para que fuera a buscar a los niños con poquísimo margen: le diría que iba a ver a su agente literario en Gotemburgo por una propuesta de contrato con una editorial alemana.

Se puso el chaquetón y contempló con disgusto el espectáculo. Parecía que hubieran dejado caer una bomba. Kristina tendría mucho que decir al respecto y, seguramente, le daría a Erica una larga conferencia sobre lo importante que era mantener un hogar limpio y ordenado. Curiosamente, nunca le daba la misma charla a su hijo, sino que parecía considerar que, por ser el hombre de la casa, estaba por encima de ese tipo de tareas. Y Patrik no parecía tener nada en contra.

Bueno, eso había sido un poco injusto. Patrik era fantástico en montones de cosas. Hacía su parte de las tareas domésticas sin protestar y, lógicamente, se ocupaba de los niños tanto como ella. Sin embargo, no podía decir que el reparto fuera del todo igualitario. Era como si tuviera que ser la directora del proyecto; ella era la que tenía en cuenta cuándo se les quedaba pequeña la ropa a los niños y había que comprarles otra nueva; la que sabía cuándo tenían que llevar merienda a la guardería o cuándo tenían que ponerse la vacuna en el centro de salud. Y mil cosas más. Ella era la que se daba cuenta de cuándo se estaba acabando el detergente, cuándo había que ir a comprar pañales; ella sabía qué crema funcionaba cuando les daba la dermatitis del pañal y la que sabía siempre dónde había dejado Maja el peluche favorito de turno. Todo ello lo llevaba ella en la sangre, pero para Patrik parecía imposible tenerlo presente. Ni queriendo. Era una sospecha que siempre había abrigado de forma más o menos latente, pero en la que había optado por no pensar más de la cuenta, sino que con la mayor naturalidad había asumido el papel de directora de aquel proyecto, y daba las gracias por tener un compañero que realizaba gustoso las tareas que se le asignaban. Muchas de sus amigas no tenían ni eso.

El frío casi la hizo retroceder cuando abrió la puerta. Menudo invierno de perros. Esperaba que no hubiera mucho hielo en la carretera. No es que le entusiasmara conducir, precisamente, y solo lo hacía cuando no tenía más remedio.

Cerró con llave al salir. Para bien y para mal, Kristina tenía su propia llave, puesto que solía recoger a los niños cuando la cosa se complicaba. Erica frunció el ceño mientras se encaminaba al coche. Kristina le había preguntado si podía ir acompañada, dado que le habría avisado con tan poco tiempo. Su suegra tenía una vida social de lo más intensa con sus numerosas amigas, y a veces la acompañaban cuando venía a quedarse con los niños, así que aquello no tenía nada de extraño. Pero el modo en que dijo que iba a ir «acompañada» dio que pensar a Erica. ¿No sería que, por primera vez desde que se separó del padre de Patrik, Kristina había conocido a otro hombre?

La idea alegró a Erica, que arrancó el coche sonriendo. A Patrik le daría un ataque. No tuvo ningún inconveniente a la hora de aceptar que su padre tuviera otra mujer desde hacía muchos años, pero, por alguna razón, cuando se trataba de su madre, era diferente. Cada vez que Erica le tomaba el pelo diciéndole que iba a dar de alta a Kristina en algún portal de citas de internet, Patrik se echaba a temblar. Pero ahora quizá hubiera llegado el momento de aceptar que su madre tenía vida propia. Erica se rio para sus adentros y tomó la carretera de Gotemburgo.

Jonas estaba limpiando la consulta con movimientos bruscos. Todavía lo irritaba la idea de que Marta hubiera suspendido la competición. No debería haberle negado esa posibilidad a Molly. Sabía lo importante que era para ella, y le dolía haberla decepcionado.

Cuando Molly era pequeña, tener la consulta en casa constituía una ventaja enorme. No confiaba en que Marta la cuidara adecuadamente; y cuando estaba en la consulta, podía ir a echar un vistazo casi entre un paciente y otro para asegurarse de que la niña estaba bien.

A diferencia de Marta, él sí quería tener hijos, alguien que transmitiera su herencia. Quería verse a sí mismo en ese hijo, y siempre se imaginó que sería un niño. Pero tuvieron a Molly, y ya en el parto lo sorprendió una serie de sentimientos cuya existencia desconocía.

Marta, en cambio, le dejó a la recién nacida en los brazos con una cara inexpresiva. Los celos que asomaron a los ojos de Marta desaparecieron en el acto. Jonas esperaba que ella se sintiera así, era lo normal. Marta era suya, y él era de ella, pero, llegado el momento, comprendería que su hija no cambiaba nada, sino que más bien reforzaba su unión.

Jonas supo que Marta le iría de perlas desde el instante en que la vio. Su media naranja, su alma gemela. Eran palabras gastadas, clichés, pero en su caso, totalmente ciertas. Lo único en lo que tenían opiniones diferentes era Molly. Aun así y solo por él, Marta lo había hecho lo mejor posible. Había educado a la hija de ambos como él quería, y había permitido que él y Molly tuvieran su relación paternofilial en paz, al tiempo que invertía toda su energía en la relación de pareja.

Esperaba que Marta fuera consciente de cuánto la quería, de lo importante que era para él. Jonas intentaba demostrarlo, era tolerante y le permitía compartirlo todo. Tan solo en una ocasión había dudado. Por un instante, sintió un abismo entre los dos, una amenaza contra la simbiosis en la que tanto tiempo llevaban viviendo. Pero aquel atisbo de duda estaba ya erradicado.

Jonas sonrió y colocó bien la caja de guantes de látex. Tenía mucho por lo que estar agradecido. Y lo sabía.

Mellberg le puso la correa a Ernst y el perro empezó a saltar de felicidad y salió corriendo hacia la entrada de la comisaría. Annika levantó la vista de su puesto en la recepción, y Mellberg le dijo que iba a almorzar en casa y salió aliviado al aire libre. En cuanto se cerró la puerta, respiró hondo. Después de lo que le acababa de contar Hedström, el despacho se le antojó asfixiante como una prisión.

La calle Affärsvägen estaba desierta. En invierno no había mucho movimiento en el pueblo, lo que, por lo general, implicaba que él podía echarse un sueñecito de vez en cuando. En verano, en cambio, los despropósitos de la gente no tenían límite, bien por pura necedad, bien por un consumo excesivo de alcohol. Los turistas eran una plaga, y Mellberg preferiría que Tanumshede y las localidades de la comarca estuvieran igual de desiertas todo el año. Cuando por fin terminaba el mes de agosto, él estaba por lo general al borde de la extenuación de tanto trabajar. Desde luego, era una profesión terrible la que había elegido, pero claro, tenía un talento innato para el trabajo policial, lo cual era su perdición. Y despertaba no pocas envidias, además. No le pasaban inadvertidas las miradas envidiosas que Patrik, Martin y Gösta le lanzaban a veces. Paula, en cambio, no parecía tan impresionada, pero seguramente no era nada extraño. No era tonta, no sería él quien dijera tal cosa, y en alguna ocasión se le había encendido la bombilla y se le había ocurrido algo. Pero le faltaba la lógica masculina y, con ello, la capacidad para apreciar al cien por cien su agudeza mental.

Cuando llegó a su casa, se sentía un poco más animado. El aire fresco le había permitido pensar de nuevo con claridad. Aunque bien era verdad que lo de la muchacha era una tragedia horrible que, además, generaba un montón de trabajo en una estación del año por lo general de lo más tranquila, le parecía un tanto emocionante. Y le ofrecía, por añadidura, una excelente oportunidad de lucirse.

—¿Hola? —gritó al entrar. Vio que los zapatos de Paula estaban en la entrada, lo que significaba que había ido a verlos con Lisa.

—¡Estamos en la cocina! —respondió Rita, y Mellberg soltó a Ernst para que corriera a saludar a Señorita. Se sacudió la nieve de los zapatos en la alfombra, se quitó el abrigo y entró detrás del perro.

En la cocina, Rita estaba poniendo la mesa, y Paula rebuscaba algo en un armario, con la niña en una mochila que llevaba colgada en la barriga.

—Se nos ha terminado el café —dijo.

—Está al fondo a la derecha —dijo Rita señalando—. Pongo un plato para ti también, ya que estás aquí, así comes algo, hija.

—Gracias, mamá. Bueno, ¿y qué pasa en el trabajo? —preguntó Paula, y se volvió hacia Mellberg con el paquete de café en la mano. Lo había encontrado allí donde le había dicho Rita, ni más ni menos. En su cocina reinaba un orden militar.

Mellberg sopesó si de verdad debía hablarle del resultado de la autopsia a aquella mujer agotada que estaba aún amamantando a su hija. Pero sabía que Paula se pondría furiosa si luego se enteraba de que le había ocultado información, así que le resumió lo que Patrik acababa de contarle en la comisaría. Delante del fregadero, Rita se quedó helada, aunque siguió sacando los cubiertos.

—Madre mía, qué barbaridad —dijo Paula, se sentó a la mesa y empezó a acariciar a Lisa con gesto ausente—. ¿Dices que le habían cortado la lengua?

Mellberg aguzó el oído. A pesar de todo, Paula había demostrado de vez en cuando tener cierta aptitud para el trabajo policial, además de una memoria increíble.

—¿Por qué lo dices? —Se sentó a su lado, mirándola con interés.

Paula meneó la cabeza.

—No sé, me recuerda a algo… ¡Ayyy, este cerebro inundado de leche materna! ¡No lo soporto!

—Es transitorio —dijo Rita desde la encimera, donde estaba preparando la ensalada.

—Ya, pero ahora mismo es muy irritante. Lo de la lengua me resulta familiar…

—Te acordarás si dejas de pensar en ello, siempre pasa —dijo Rita para consolarla.

—Ya… —respondió Paula, mientras Mellberg casi podía verla rebuscar en la memoria—. Me pregunto si no será algo que leí en un viejo informe policial. ¿Te parece bien que me pase luego un rato por la comisaría?

—¿De verdad que piensas ir a la comisaría con Lisa, con el frío que hace fuera? Y encima, a trabajar, con lo cansada que estás —protestó Rita.

—Lo mismo da que esté cansada aquí o allí —dijo Paula—. Y a Lisa… igual puedo dejártela un rato, ¿no? No voy a tardar mucho, solo voy a echar un vistazo en el archivo.

Rita murmuró algo inaudible por respuesta, pero Mellberg sabía que no tenía absolutamente nada en contra de quedarse con Lisa, a pesar de que existía el riesgo de que la pequeña sufriera uno de sus ataques y se pusiera a llorar. La verdad, le pareció que a Paula le mejoraba un poco la cara ante la sola idea de pasar por la comisaría.

—Pues entonces, me gustaría poder ver el informe de la autopsia —dijo—. Espero que no haya inconveniente, aunque oficialmente esté de baja maternal, ¿no?

Mellberg soltó un resoplido. Qué más daría que estuviera de baja maternal o no. En realidad, no tenía ni idea de cuál era la norma, pero si tuviera que seguir todas las normas y preceptos que regulaban los lugares de trabajo en general y la profesión de policía en particular, no tendría tiempo de hacer nada más.

—Annika lo tiene entre el material de la investigación. No tienes más que pedírselo cuando llegues.

—Estupendo. En ese caso y por el bien de todos, voy a ver si me adecento un poco antes de ir.

—Ya, pero antes tienes que comer —dijo Rita.

—Claro, mamá.

De la encimera se difundían aromas que le arrancaban al estómago de Mellberg rugidos de placer. La cocina de Rita lo superaba casi todo. El único fallo era lo tacaña que se mostraba con los postres. Mellberg recreó la imagen de los dulces del horno del barrio. Ya se había pasado por allí, pero quizá podía asomarse otra vez luego, camino de la comisaría. Ninguna comida podía considerarse completa sin algo dulce con lo que coronarla.

Gösta ya no le pedía mucho a la vida. «Si consigues tener calientes los pies y la cabeza, ya puedes estar satisfecho», solía decir su abuelo. Y Gösta empezaba a comprender a qué se refería: todo consistía en no tener grandes pretensiones. Y ahora que Ebba había vuelto a su vida, después de los sucesos extraordinarios del verano, estaba más que satisfecho con su existencia. La joven se había mudado otra vez a Gotemburgo y, durante un tiempo, Gösta temió que volviera a desaparecer, que no le interesara mantener el contacto con un vejete al que conoció muy poco tiempo cuando era pequeña. Pero Ebba lo llamaba de vez en cuando, y cuando iba a Fjällbacka a ver a su madre, aprovechaba siempre para hacerle una visita también a Gösta. Claro que estaba muy afectada después de todo lo que había sufrido, pero cada vez que se veían parecía más fuerte. Deseaba con todas sus fuerzas que sus heridas sanaran y que recuperase la fe en el amor. ¿Quién sabe, quizá en el futuro encontrara otro hombre y pudiera volver a ser madre? Y, quién sabe, con un poco de suerte, Gösta podría hacer de abuelo de apoyo y mimar otra vez a un pequeñín. Era su mayor sueño: acercarse a los arbustos de frambuesa del jardín de su casa con un niño agarrado de la mano encantado de ayudarle a recoger los frutos más dulces.

Pero ya estaba bien de soñar despierto. Ahora tenía que concentrarse en la investigación. Le daban escalofríos ante la sola idea de lo que Patrik le había contado sobre las lesiones de Victoria, pero hizo un esfuerzo por dejar a un lado esas sensaciones desagradables. No debía obsesionarse con ellas. Había visto muchos horrores a lo largo de los años en la Policía, y aunque esto superaba a todo lo demás, el principio era el mismo: no quedaba otra que hacer el trabajo.

Ojeó el informe que tenía delante y reflexionó unos minutos. Luego, se levantó y fue al despacho de Patrik, que estaba pared con pared.

—Jonas denunció el robo unos días antes de que Victoria desapareciera. Y la ketamina es una de las sustancias robadas. Yo puedo ir a Fjällbacka a hablar con él mientras que Martin y tú vais a Gotemburgo.

Observó la mirada de Patrik y, aunque le dolía un poco, comprendía la sorpresa que expresaba. Gösta no siempre fue el policía más dispuesto a trabajar de la comisaría y, en honor a la verdad, tampoco lo era ahora. Pero era capaz y, últimamente, albergaba un sentimiento nuevo. Quería que Ebba se sintiera orgullosa. Además, lo sentía por la familia Hallberg, de cuyo sufrimiento llevaba meses siendo testigo.

—Desde luego, parece que existe alguna conexión, es estupendo que te hayas dado cuenta —dijo Patrik—. Pero ¿quieres ir tú solo? Si no, podemos ir juntos mañana.

Gösta rechazó la oferta con un gesto.

—No, no, voy yo solo, no es nada del otro mundo; además, fui yo quien tomó nota de la denuncia. Que os vaya bien en Gotemburgo. —Se despidió y se dirigió al coche.

No le llevó más de cinco minutos llegar a la granja, a las afueras de Fjällbacka, y enseguida entró en la explanada y aparcó delante de la casa de Marta y Jonas.

—Toctoc —dijo al abrir la puerta de la parte trasera.

La consulta no era grande. Una sala de espera minúscula, no mucho mayor que un recibidor, una cocinita y la sala de curas.

—Nada de boas, arañas u otros bichos raros, espero —bromeó al ver a Jonas.

—Hola, Gösta. No, tranquilo, por suerte, no hay muchos ejemplares de esos en Fjällbacka.

—¿Puedo pasar un momento? —Gösta entró y se limpió los zapatos en la alfombra.

—Claro, el próximo paciente no llegará hasta dentro de una hora. Parece que hoy va a ser un día tranquilo, así que deja el abrigo. ¿Quieres un café?

—Sí, gracias, si no es molestia.

Jonas negó con la cabeza y se dirigió a la cocina, donde había una cafetera eléctrica y una caja con cápsulas de distintos colores.

—He invertido en una de estas, por mi propia supervivencia. ¿Fuerte o flojo? ¿Leche? ¿Azúcar?

—Fuerte, sí, y leche y azúcar, por favor. —Gösta se quitó el chaquetón y se sentó en una de las sillas.

—Pues aquí tienes. —Jonas le dio a Gösta una taza y se sentó enfrente—. Es por Victoria, supongo.

—Bueno, no, me gustaría preguntarte por el robo.

Jonas enarcó las cejas.

—Ah, creía que lo habíais archivado ya. Tengo que reconocer que me decepcionó un poco que no sacarais nada en claro de esa investigación, aunque comprendo que tuvisteis que dar prioridad al caso de Victoria. Supongo que no me podrás contar por qué, de repente, os interesa otra vez el robo, ¿no?

—Pues no, lo siento —dijo Gösta—. ¿Cómo descubriste que te habían robado? Ya sé que me lo dijiste en su momento, pero me gustaría oírtelo contar otra vez. —Hizo un gesto de disculpa y estuvo a punto de volcar la taza, pero consiguió evitarlo en el último momento y ya no la soltó, por si acaso.

—Pues, como os conté, la puerta estaba forzada cuando llegué por la mañana. Serían las nueve más o menos. Es la hora a la que suelo empezar, porque a la gente no le entusiasma venir antes. En fin, que me di cuenta enseguida de que la habían forzado.

—¿Y qué aspecto tenía la consulta?

—Pues nada desastroso, la verdad. Algunas cosas de los armarios estaban en el suelo, pero poco más. Lo peor es que el armario donde guardo los fármacos catalogados como estupefacientes estaba forzado, aunque yo siempre lo tengo bien cerrado. El índice de criminalidad en Fjällbacka no es alarmante, pero los pocos adictos que haya sabrán seguramente que aquí tengo material. Aunque hasta ese momento no había habido ningún incidente.

—Sí, sé a quiénes te refieres, y mantuvimos una charla con ellos inmediatamente después del robo. No les sacamos nada, pero yo no creo que hubieran podido mantener la boca cerrada si alguno de ellos hubiera conseguido entrar aquí. Además, tampoco encontramos huellas que coincidieran con las suyas.

—Ya, claro, creo que tienes razón, seguro que fue otra persona.

—¿Qué era lo que faltaba después del robo? Ya sé que figura en la denuncia, pero me gustaría que me lo recordaras.

Jonas frunció el entrecejo.

—Pues, la verdad, no lo recuerdo con exactitud, pero los preparados clasificados como estupefacientes que tenemos aquí son etilmorfina, ketamina y codeína. Además se habían llevado algún material de enfermería, como vendas, desinfectante y… guantes de látex, creo. Cosas normales y baratas que se pueden comprar en cualquier farmacia.

—A menos que uno no quiera llamar la atención por comprar un montón de material de enfermería —dijo Gösta como pensando en voz alta.

—Ya, claro. —Jonas tomó un trago de café. Era el último, y se levantó para preparar más—. ¿Quieres otro?

—No, gracias, todavía tengo —dijo Gösta, y se dio cuenta de que no había bebido nada—. Háblame de los fármacos, ¿alguno por el que los drogadictos se interesen en particular?

—Pues la ketamina, supongo. Tengo entendido que se ha puesto de moda en esos ambientes. Al parecer, en las fiestas la llaman Special K.

—¿Y tú cómo la usas en veterinaria?

—Tanto nosotros como los médicos la usamos como anestésico en intervenciones quirúrgicas. Al utilizar anestesia normal existe el riesgo de que se inhiban la actividad cardiaca y la respiración, y con la ketamina se evita ese efecto secundario.

—¿Y con qué animales lo usáis?

—Sobre todo con perros y caballos, para anestesiarlos de forma segura y eficaz.

Gösta estiró las piernas despacio. Cada vez le crujían más las articulaciones y cada invierno se sentía más rígido.

—¿Cuánta ketamina se llevaron?

—Si no recuerdo mal, cuatro frascos de cien mililitros cada uno.

—¿Y eso es mucho? ¿Cuánto hay que administrarle a un caballo, por ejemplo?

—Pues depende del peso —dijo Jonas—. Por lo general suele calcularse algo más de dos mililitros por cada cien kilos.

—¿Y para una persona?

—La verdad, no lo sé, eso tendrás que preguntárselo a un cirujano o a un anestesista. Ellos te podrán dar datos exactos. Hice un curso de medicina general, pero de eso hace ya mucho. Yo sé de animales, no de personas. Pero ¿por qué te interesa tanto la ketamina, precisamente?

Gösta dudaba. No sabía si debería decírselo y revelar así el verdadero motivo de su visita. Al mismo tiempo, sentía curiosidad por saber cómo reaccionaría Jonas. Si, contra todo pronóstico, fuera él quien hubiera usado la ketamina y hubiera denunciado el robo para despistar, quizá se le notaría en la cara.

—Tenemos el resultado de la autopsia —dijo al final—. Y Victoria tenía restos de ketamina en la sangre.

Jonas se sobresaltó y lo miró con sorpresa y con horror.

—¿Quieres decir que creéis que el que se llevó a Victoria usó con ella la ketamina robada en mi consulta?

—Bueno, eso no podemos asegurarlo todavía, pero teniendo en cuenta que la robaron poco antes del secuestro y cerca de donde la vieron por última vez, no es del todo inverosímil.

Jonas meneó la cabeza.

—Es espantoso.

—¿No tienes ninguna sospecha de quién pudo asaltar la consulta? ¿No viste nada raro los días previos, o poco después?

—No, la verdad, no tengo ni idea. Ya os dije que en todos estos años es la primera vez que me pasa. Siempre he sido extremadamente cuidadoso a la hora de mantenerlo todo bien cerrado.

—¿Y no crees que alguna de las chicas podría…? —Gösta señaló los establos.

—No, desde luego que no. Seguro que han probado el aguardiente a escondidas, y no te digo que no se hayan fumado algún cigarro, pero ninguna está ni de lejos tan espabilada como para saber que las drogas que tiene un veterinario se pueden usar para ir de fiesta. Habla con ellas si quieres, pero te puedo asegurar que ni siquiera han oído hablar de ello.

—Ya, seguro que sí —murmuró Gösta. No se le ocurría nada más que preguntar, y Jonas pareció advertir que vacilaba.

—¿Alguna otra cosa? —preguntó sonriendo con cierto apuro—. En todo caso, podríamos dejarlo para otra ocasión. Es que pronto tendré que atender al próximo paciente. Parece que el ratón Nelly ha comido algo que le ha sentado mal.

—Puaj, no me explico que la gente tenga esos animales en casa. —Gösta arrugó la nariz asqueado.

—Si tú supieras… —dijo Jonas, y le dio un apretón de manos de despedida.