Capítulo 7
Lasse iba silbando alegremente mientras paseaba por la calle. La satisfacción después del encuentro de ayer con la congregación aún le duraba. La sensación de pertenecer al grupo era como una borrachera en la sobriedad, y resultaba muy liberador evitar todas esas escalas grises y comprender que la respuesta a todas las preguntas se encontraba entre las cubiertas de la Biblia.
Por eso sabía que lo que estaba haciendo era lo correcto. ¿Por qué, si no, le habría dado Dios la oportunidad? ¿Por qué lo habría colocado tan oportunamente, justo en el momento en que era preciso castigar al pecador? El mismo día que sucedió, pidió a Dios que le ayudara a salir de aquella situación, que él mismo veía cada vez más difícil. Él creyó que la respuesta a sus plegarias se manifestaría en forma de contrato de trabajo, pero no fue así, y la salida se le presentó de otra manera. Y el que resultó afectado fue un pecador de la peor clase, un pecador que merecía el rigor de la justicia bíblica.
Terese había empezado a preguntar por la economía. Era él quien se encargaba de pagar las facturas, pero ella no se explicaba cómo era posible que el salario de su trabajo en el supermercado Konsum alcanzara para todo ahora que él no tenía trabajo. Él respondió evasivo hablando del paro, pero ella se mostró escéptica. En fin, ya se solucionaría. Ya vendrían las respuestas.
En estos momentos iba camino de la playa de Sälvik. Había elegido ese lugar como punto de encuentro porque estaría desierto en aquella época del año. En verano, la playa que se encontraba al lado del cámping de Fjällbacka era un hormiguero de gente; pero ahora estaba vacía y la vivienda más próxima se encontraba a un trecho de allí. Era un lugar perfecto para verse, y era el que proponía siempre.
El suelo estaba resbaladizo y bajaba con precaución por el camino que desembocaba en la playa. Una gruesa capa de nieve cubría la arena, y vio que el hielo se extendía mar adentro. Al final del embarcadero, alrededor de las escalerillas, habían hecho un agujero para los chiflados que se empeñaban en tirarse al agua en invierno. Él, por su parte, tenía clarísimo que el clima sueco no era apto para el baño en general, ni siquiera en verano.
Fue el primero en llegar. El frío le traspasaba la ropa y se arrepintió de no haberse puesto otro jersey. Pero le había dicho a Terese que iba a un encuentro de la congregación y no quiso despertar sospechas abrigándose demasiado.
Lleno de impaciencia, subió al embarcadero, que estaba mudo bajo sus pies, congelado y hecho un bloque con el hielo. Miró el reloj y frunció el ceño irritado. Luego caminó hasta el extremo, se asomó por la barandilla de la escalera y miró hacia abajo. Los locos de los bañistas debían de haber estado por allí recientemente, porque todavía no había empezado a formarse hielo en el agua del agujero. Sintió escalofríos. El agua no podía estar a muchos grados.
Oyó pasos en el embarcadero y se giró.
—Llegas tarde —dijo, señalando el reloj—. Dame el dinero y acabemos cuanto antes. No quiero que me vean aquí. Además, me voy a morir de frío.
Alargó el brazo y sintió la expectación en todo el cuerpo. Dios era bueno y había encontrado para él aquella solución. Y despreciaba al pecador que tenía delante con un ardor que le encendía las mejillas.
Pero el sentimiento no tardó en cambiar del desprecio a la sorpresa. Y al miedo.
No podía dejar de pensar en el libro. Cuando Patrik le dijo que tenía que trabajar, Erica se irritó un poco al principio, porque había planeado hacer otra visita al psiquiátrico. Pero luego se avino a razones. Por supuesto que tenía que ir a la comisaría aunque fuera sábado. La investigación de la desaparición de Victoria había entrado en una nueva fase que requería un trabajo intenso, y sabía que Patrik no se rendiría hasta haber resuelto el caso.
Por suerte, Anna podía echarle una mano y hacer de canguro, así que Erica se encontraba una vez más en la sala de visitas del psiquiátrico. No sabía cómo iniciar la conversación, pero el silencio no parecía molestar a Laila, que miraba pensativa por la ventana.
—El otro día estuve en la casa —dijo Erica al fin. Observó a Laila para ver cómo reaccionaba a sus palabras, pero aquellos ojos azul hielo no desvelaron nada—. Creo que debería haber ido antes, pero puede que lo fuera rehuyendo inconscientemente.
—No es más que una casa. —Laila se encogió de hombros. Toda su persona irradiaba indiferencia y a Erica le entraban ganas de inclinarse y zarandearla. Después de haber vivido en aquella casa en la que permitió que un hijo suyo permaneciera encadenado en un sótano como un animal, ¿cómo podía mostrarse indiferente ante semejante crueldad, por terrible que fuera el tormento al que la tuviera sometida Vladek, y por mucho que la hubiera anulado?
—¿Con cuánta frecuencia te agredía? —dijo Erica, tratando de mantener la calma.
Laila frunció el entrecejo.
—¿Quién?
—Vladek —dijo Erica, preguntándose si Laila se estaría haciendo la tonta. Había leído la historia clínica de Uddevalla y conocía las lesiones.
—Es fácil juzgar —dijo Laila, y clavó la vista en la mesa—. Pero Vladek no era malo.
—¿Cómo puedes decir una cosa así después de lo que os hizo a Louise y a ti?
A pesar de que conocía algo de la psicología de las víctimas, Erica no comprendía que Laila siguiera defendiendo a Vladek. Si incluso lo había matado en defensa propia o en venganza por la violencia a la que los había sometido a todos, a los niños y a ella misma.
—¿Le ayudaste a encadenar a Louise? ¿Te obligó a hacerlo? ¿Por eso no quieres hablar, porque te sientes culpable? —Erica presionaba por primera vez a Laila. Quizá fue la charla del día anterior con Nettan, su desesperación por la desaparición de su hija, lo que ahora la indignaba tanto. No era normal permanecer tan indiferente ante el sufrimiento de un hijo.
Sin poder dominarse, abrió el bolso que siempre llevaba consigo y sacó la carpeta con las fotografías.
—¡Mira! ¿Es que has olvidado el aspecto que tenía todo cuando la policía llegó a vuestra casa? Pues mira, ¡míralo bien! —Erica empujó una foto por encima de la mesa hacia Laila, que la miró a su pesar al cabo de un rato. Erica le mostró otra—. Y mira. Aquí está el sótano, tal y como lo encontraron ese día. ¿Ves la cadena y los cuencos de comida y agua? ¡Como si fuera un animal! Era una niña la encadenada, ¡tu hija! Y tú permitiste que Vladek la tuviera prisionera en un sótano oscuro. Comprendo que lo mataras, yo también lo haría si alguien tratara así a un hijo mío. Pero ¿por qué lo defiendes?
Guardó silencio y recobró el aliento. El corazón le martilleaba en el pecho, y recordó que la vigilante que había fuera la estaba viendo a través del cristal de la puerta. Erica bajó la voz.
—Perdona, Laila, es que… No pretendía ofenderte, pero me ha afectado mucho la casa.
—Tengo entendido que la llaman la Casa de los Horrores —dijo Laila, y le devolvió las fotos empujándolas sobre la superficie de la mesa—. Le va bien el nombre. Era una casa de los horrores. Pero no por lo que todos piensan. —Se levantó y llamó a la puerta para que la dejaran salir.
Erica se quedó allí maldiciendo para sus adentros. Ahora Laila no querría hablar más con ella, y no podría terminar el libro.
Pero ¿a qué se refería Laila con lo último que dijo? ¿Qué no era como todos creían? Recogió las fotos refunfuñando y las guardó otra vez en la carpeta.
Notó una mano en el hombro, que vino a interrumpir tan rabiosos pensamientos.
—Ven, quiero enseñarte algo. —Era la vigilante que había al otro lado de la puerta.
—¿Qué? —preguntó Erica, mientras se ponía de pie.
—Ya lo verás. Está en la habitación de Laila.
—¿Es que ella no está?
—No, ha salido al jardín. Cuando se altera, siempre sale a dar un paseo. Seguro que se queda ahí un rato, pero date prisa, por si acaso.
Erica leyó el nombre en la camisa de la mujer: Tina. La siguió, cayendo en la cuenta de que era la primera vez que vería la habitación en que Laila pasaba la mayor parte de su tiempo.
Tina abrió una puerta que quedaba al fondo del pasillo y Erica entró. No tenía ni idea de cómo eran las habitaciones de los internos, y, probablemente, había visto demasiadas series americanas, porque esperaba encontrarse algo así como una sala acolchada. Sin embargo, aquella era una habitación agradable y tan acogedora como era posible. Una cama impoluta, una mesita con un despertador y un elefantito rosa monísimo, de porcelana, que estaba dormido, una mesa con un televisor encendido. En la ventana, que no era grande y estaba en alto, pero que, aun así, dejaba entrar bastante luz, colgaban unas cortinas amarillas.
—Laila cree que no sabemos nada. —Tina se acercó a la cama y se puso de rodillas.
—¿Te está permitido hacer esto? —preguntó Erica, y miró hacia la puerta. No sabía si estaba más nerviosa por si apareciera Laila o por si venía algún jefe que pensara que estaban violando los derechos de la interna.
—Tenemos derecho a ver todo lo que haya en las habitaciones —dijo Tina, y alargó el brazo por debajo del colchón.
—Ya, pero yo no formo parte del personal —objetó Erica mientras trataba de dominar la curiosidad.
Tina sacó una cajita, se levantó y se la dio a Erica.
—¿Quieres verlo o no?
—Claro que sí.
—Pues me quedo vigilando, yo ya sé lo que hay. —Tina se fue hacia la puerta, la dejó entreabierta y se puso a observar el pasillo.
Después de lanzarle a Tina una mirada llena de inquietud, Erica se sentó en el borde de la cama con la caja en las rodillas. Si Laila apareciera en ese momento, la poca confianza que aún tuviera en ella se esfumaría en el acto. Pero ¿cómo iba a poder resistir la tentación de ver lo que había en la caja? Tina parecía creer que podía parecerle interesante…
Abrió la tapa con expectación. No sabía qué esperaba, pero el contenido la sorprendió. Fue sacando uno a uno los recortes de periódico, y las ideas empezaron a bullirle en la cabeza sin orden ni concierto. ¿Por qué había guardado Laila los recortes de las chicas desaparecidas? ¿Por qué le interesaba aquello? Erica fue revisando rápidamente los artículos y constató que Laila había debido de recortar la mayoría de lo que se había publicado sobre las desapariciones en la prensa local.
—Puede presentarse en cualquier momento —dijo Tina con la mirada fija en el pasillo—. Pero estarás de acuerdo en que es raro, ¿verdad? Se abalanza sobre los periódicos en cuanto llegan y, cuando todo el mundo los ha leído, los pide. No sabía para qué los quería hasta que encontré la caja.
—Gracias —dijo Erica, y dejó otra vez los artículos en su sitio—. ¿Dónde estaba?
—Al lado de la pata de la cama, al fondo, en la esquina —dijo Tina, tratando de no perder de vista el pasillo por si veía a Laila.
Erica empujó la caja despacio y la devolvió a su lugar. No sabía exactamente cómo seguir con lo que acababa de averiguar. Quizá no significara nada. Quizá a Laila simplemente le interesaban los casos de las chicas desaparecidas. La gente podía obsesionarse por las cosas más extrañas. Al mismo tiempo, no creía que fuera así. En alguna parte existía una relación entre la vida de Laila y unas chicas a las que de ninguna manera pudo conocer. Y Erica estaba resuelta a averiguar cuál era la conexión.
—Bueno, tenemos bastante información que repasar —dijo Patrik.
Todos asintieron. Annika estaba preparada, con el cuaderno y el bolígrafo en la mano, y Ernst, tumbado debajo de la mesa, esperaba a que le cayeran algunas migajas. Es decir, todo como siempre. Solo la tensión reinante en la cocina revelaba que aquella no era una de las habituales pausas para el café.
—Martin y yo estuvimos ayer en Gotemburgo. Hablamos con Anette, la madre de Minna Wahlberg; pero también con Gerhard Struwer, que nos dio su punto de vista sobre el caso a partir del material que le enviamos.
—Chorradas —masculló Mellberg como por encargo—. Una pérdida de recursos.
Patrik hizo caso omiso de sus comentarios y continuó:
—Martin ha pasado a limpio las notas que tomó, os pasaremos una copia a cada uno.
Annika empezó a repartir un montón de papeles que había en la mesa.
—Había pensado resumir los puntos más importantes, pero luego me gustaría que leyerais el informe completo, por si se me escapa algo.
Lo más sucintamente posible, Patrik les refirió las dos conversaciones.
—De lo que dijo Struwer hay dos cosas que creo que debemos tener en cuenta. Para empezar, observó que Minna se distingue de las otras chicas. Tanto su entorno como el modo en que desapareció son diferentes. La cuestión es si existía alguna razón para elegirla a ella pese a todo. Yo creo que Struwer tiene razón, y que debemos estudiar más de cerca su secuestro; y por ese motivo quería ver a la madre de Minna. Puede que el secuestrador tuviera una relación personal con ella. Lo que, a su vez, nos acercaría a la solución del caso de Victoria. Como es lógico, en colaboración con la Policía de Gotemburgo.
—Claro —saltó Mellberg—. Pero como ya he mencionado, estas cosas pueden ser delicadas y…
—No vamos a pisarle el terreno a nadie —lo interrumpió Patrik, y se asombró al comprobar que Mellberg tenía que decir las cosas dos veces por lo menos—. Espero que tengamos ocasión de verlos a ellos también. Por otro lado, Struwer nos aconsejó precisamente que nos reuniéramos con representantes de los demás distritos para revisar juntos toda la información. No es fácil, pero creo que deberíamos tratar de organizar una reunión conjunta.
—Costará una barbaridad. Los viajes, el alojamiento, las horas extra. La jefatura no lo aceptará en la vida —dijo Mellberg, y le dio a Ernst un trozo de bollo por debajo de la mesa.
Patrik tuvo que contenerse para no resoplar alto y claro. Trabajar con Mellberg podía ser como que te sacaran una muela, pero muy despacio. O sea, nunca era indoloro.
—Resolveremos ese problema cuando se nos plantee. No me extrañaría nada que a este caso le concedan tanta prioridad que nos manden recursos desde la comisaría general.
—Deberíamos poder reunirnos todos. Podríamos lanzar la propuesta de celebrar la reunión en Gotemburgo, ¿no? —Martin se inclinó hacia delante en la silla.
—Sí, es una idea excelente —dijo Patrik—. Annika, ¿podrías encargarte de coordinarlo? Ya sé que es fiesta y que puede resultar difícil localizar a algunos de ellos, pero me gustaría dejarlo cerrado cuanto antes.
—Claro. —Annika lo anotó en el cuaderno y remató la frase con un signo de exclamación enorme.
—¿Es verdad que también te encontraste con la parienta en Gotemburgo? —dijo Gösta.
Patrik levantó la vista al cielo.
—En fin, está visto que aquí es imposible mantener nada en secreto.
—¿Qué? ¿Erica estaba en Gotemburgo? ¿Y a qué había ido? ¿Ya está otra vez metiéndose donde no debe? —Mellberg se había indignado tanto que se le cayó el mechón en la oreja—. Tienes que aprender a controlar a esa mujer. No se puede consentir que ande interfiriendo en nuestro trabajo.
—Ya he hablado con ella y no lo volverá a hacer —dijo Patrik tranquilamente, pero sintió la irritación del día anterior latiéndole por dentro. Era inexplicable que Erica no terminara de entender hasta qué punto podía complicar las cosas y dificultar el trabajo policial con sus ocurrencias.
Mellberg lo miró escéptico.
—Ya, pero no puede decirse que te haga mucho caso, ¿no?
—Lo sé, pero prometo que no volverá a pasar. —Patrik se dio cuenta de lo poco creíble que resultaba y, por si acaso, se apresuró a cambiar de tema—. ¿Por qué no nos cuentas otra vez lo de ayer, Gösta? Lo que me dijiste por teléfono.
—¿El qué? —dijo Gösta.
—Las dos visitas, pero la segunda me parece más interesante.
Gösta asintió. Sin prisas y en orden, refirió la visita a Jonas y la conversación sobre la ketamina que habían robado poco antes de que secuestraran a Victoria. Luego expuso cómo había relacionado la denuncia de Katarina con el caso de Victoria y, finalmente, el hallazgo de la colilla en el jardín.
—Buen trabajo —dijo Martin—. En otras palabras, el dormitorio de Victoria se ve perfectamente desde el jardín de esa mujer, ¿no?
Gösta se irguió orgulloso: no elogiaban su capacidad de iniciativa todos los días.
—Sí, eso es, y yo creo que la persona en cuestión estuvo allí espiándola; y fumando. Encontré la colilla exactamente en el sitio en el que Katarina vio a alguien.
—¿Y has enviado la colilla al laboratorio? —intervino Patrik.
Gösta asintió otra vez.
—Sí, señor. Torbjörn ya la tiene, y si hay ADN, podremos compararlo y ver si coincide con el de algún sospechoso.
—Bueno, no nos precipitemos, pero yo creo que sí, que fue el secuestrador el que estuvo allí vigilando. Seguramente, para hacerse una idea de los hábitos de Victoria y luego poder llevársela. —Mellberg entrecruzó los dedos encima de la barriga con cara de satisfacción—. Podríamos hacer lo mismo que en ese pueblo de Inglaterra, ¿no? Tomar el ADN de todos los habitantes de Fjällbacka y luego comparar los resultados con el ADN de la colilla. Y, en un santiamén, tenemos a nuestro hombre. Sencillo y genial.
—Para empezar, no sabemos si es un hombre. —Patrik hizo un esfuerzo por ser paciente—. Y para continuar, y teniendo en cuenta dónde desaparecieron las demás chicas, no sabemos si el culpable es de la zona. Al contrario, hay varios datos que indican que la conexión está en Gotemburgo, en el caso de Minna Wahlberg.
—Que siempre tengas que ser tan negativo… —dijo Mellberg contrariado al ver que aquel plan, brillante en su opinión, quedaba descartado de inmediato.
—Realista, más bien —objetó Patrik, pero se arrepintió enseguida. Era absurdo enfadarse con Mellberg. Y si cedía a esa tentación, no tendría nunca tiempo de hacer otra cosa—. Creo que Paula estuvo ayer por aquí, ¿no? —preguntó cambiando de tema. Mellberg asintió.
—Sí, estuvimos hablando un poco del caso y el asunto de la lengua cortada parece que le recordó a algo que había visto en un informe antiguo. El problema es que no recuerda qué ni dónde. Ya se sabe, el cerebro de la recién parida.
Mellberg se llevó el dedo a la sien y empezó a moverlo en círculos, pero paró enseguida al oír el resoplido de protesta de Annika. Si había alguien en el mundo a quien Mellberg no quería irritar era a la secretaria de la comisaría; y quizá tampoco a Rita, cuando se ponía rara.
—Estuvo en el archivo un par de horas —dijo Gösta—. Pero me parece que no encontró lo que buscaba.
—No, pensaba volver hoy. —Mellberg sonrió mirando sumiso a Annika, que seguía irritada.
—Siempre y cuando sea consciente de que no cobrará horas extra —dijo Patrik.
—Sí, sí, lo sabe. Si he de ser sincero, creo que necesita salir de casa un poco —añadió Mellberg con una lucidez insólita.
Martin sonrió.
—Bueno, si prefiere el archivo a estar en casa es que debía de estar subiéndose por las paredes.
La sonrisa le iluminó la cara y Patrik cayó en la cuenta de lo raro que eso era últimamente. Tenía que estar más pendiente de Martin. No podía ser fácil llevar el duelo por la muerte de Pia, haberse quedado solo con la niña y, además, participar en una investigación de aquella envergadura.
Le devolvió la sonrisa.
—Esperemos que saque algo en claro. Y nosotros también.
Gösta levantó la mano.
—¿Sí? —dijo Patrik.
—No puedo dejar de pensar en el robo en casa de Jonas. Tal vez valiera la pena preguntar a las chicas de las caballerizas, después de todo… Puede que alguna viera algo.
—Buena idea. Puedes hacerlo después del minuto de silencio de hoy, ve con tiento, seguro que estarán muy afectadas.
—Claro, y Martin podría venir conmigo, así será más fácil.
Patrik echó una ojeada a Martin.
—No sé, ¿de verdad crees que haría fal…?
—Por mí, estupendo, voy contigo —lo interrumpió Martin.
Patrik dudó un instante.
—De acuerdo —dijo, y se volvió hacia Gösta—. ¿Te encargas también de mantener el contacto con Torbjörn por lo de los resultados del análisis de ADN?
Gösta asintió.
—Perfecto. Además creo que deberíamos hablar con los vecinos de Katarina, para saber si alguien más recuerda haber visto a alguien merodeando por allí. Y con la familia de Victoria, por si notaron que alguien los vigilara.
Gösta se pasó la mano por el pelo entrecano, que se le quedó de punta.
—De ser así, ya lo habrían dicho. Yo creo que les preguntamos si habían visto a alguien merodeando por la casa, pero puedo consultar los informes de los interrogatorios.
—Bueno, de todos modos, habla con ellos otra vez. Ahora sabemos que, de hecho, alguien estaba vigilando la casa. Yo puedo hablar con los vecinos. Y Bertil, ¿podrías tú tener esto controlado y ver si, con la ayuda de Annika, puedes organizar la reunión conjunta?
—Por supuesto. ¿Quién iba a hacerlo si no? A quien querrán ver es al jefe y al responsable de la investigación.
—Estupendo, entonces, tened cuidado ahí fuera —dijo Patrik, pero se sintió un tanto ridículo, como si aquello fuera un episodio de Canción triste de Hill Street. De todos modos, valió la pena, porque vio que Martin sonreía otra vez.
—Dentro de una semana hay otra competición. Olvida la que te has perdido y piensa en la siguiente. —Jonas acariciaba la melena de Molly. Siempre lo llenaba de asombro lo mucho que se parecía a su madre.
—Pareces el doctor Phil ese de la tele —refunfuñó Molly con la cara hundida en la almohada. La alegría por la promesa del coche ya se le había pasado, y ahora estaba otra vez enfadada por la competición a la que no había podido ir.
—Te arrepentirás si no entrenas lo suficiente. Y no tendrá ningún sentido que vayamos allí. Y quien más se enfadará si no ganas eres tú, no yo, ni mamá.
—A Marta le importa poco —dijo Molly en voz baja.
Jonas detuvo la mano en el aire y dejó de acariciarla.
—O sea que todos los kilómetros que hemos recorrido y todas las horas que hemos dedicado no cuentan. Mamá… Marta ha invertido un montón de dinero y de tiempo en tus competiciones, y es muy desagradecido por tu parte hablar así. —Jonas se dio cuenta de que le estaba hablando con aspereza, pero su hija tenía que madurar de una vez.
Molly se incorporó despacio. Toda ella irradiaba estupefacción ante el tono con el que le había hablado su padre, y abrió la boca como para protestar. Pero luego bajó la vista.
—Perdón —se disculpó en voz baja.
—Perdona, ¿cómo has dicho?
—¡Perdón! —El llanto se le agolpó en la garganta, y Jonas la abrazó. Sabía que la había mimado siempre, y era consciente de que había contribuido a sus virtudes, también a sus defectos. Pero ahora lo había hecho bien. Tenía que aprender que, a veces, la vida exigía que uno se amoldara.
—Venga, preciosa, vamos… ¿No vamos a bajar a montar? Tienes que entrenar si quieres acabar con Linda Bergvall. No se vaya a creer que tiene el trono asegurado.
—No… —dijo Molly, y se secó las lágrimas con la manga.
—Vamos. Hoy no tengo trabajo, así que he pensado que podría acompañarte mientras entrenas. Mamá está esperándote abajo con Scirocco.
Molly bajó las piernas de la cama y Jonas advirtió el instinto competitivo como un destello en los ojos. En eso se parecían como dos gotas de agua. A ninguno de los dos le gustaba perder.
Cuando entraron en la pista, Marta los esperaba con Scirocco, que ya estaba ensillado y listo. Miró el reloj con un gesto elocuente.
—Así que la señora ha tenido a bien bajar por fin. Hace media hora que deberías estar aquí.
Jonas le lanzó a su mujer una mirada de advertencia. Una palabra imprudente y Molly volvería corriendo a la cama y se pondría a lloriquear otra vez. Vio que Marta deliberaba consigo misma. No soportaba tener que adaptarse a los deseos de su hija y, aunque ella así lo había elegido, detestaba no formar parte del equipo padre e hija. Pero también le gustaba ganar, aunque fuera a través de una hija que nunca quiso tener y a la que nunca comprendió.
—He preparado la pista —dijo, y le entregó el caballo a Molly.
Molly montó de un salto y se hizo con las riendas. Con los muslos y los talones, espoleó a Scirocco, que obedeció como siempre. En cuanto Molly subía a lomos de un caballo, era como si la adolescente y sus rabietas desaparecieran. Allí era una joven fuerte, segura de sí misma, tranquila y llena de confianza. A Jonas le encantaba presenciar aquella transformación.
Subió a las gradas y se sentó para poder observar el trabajo de Marta. Iba instruyendo a su hija con sabia maestría, y sabía a la perfección cómo conseguir que tanto el jinete como el caballo dieran el máximo. Molly tenía un talento natural para todas las disciplinas ecuestres, pero era Marta quien perfeccionaba ese talento. Estaba fantástica en la pista mientras, con breves instrucciones, conseguía que caballo y jinete volaran por encima de los obstáculos. Le iría bien en la competición. Formaban un equipo imbatible: Marta, Molly y él. Poco a poco sintió cómo le crecía dentro aquella expectación que tan bien conocía.
Erica estaba en su despacho, repasando la larga lista de cosas que debería hacer. Anna le había dicho que ella y los niños podían quedarse todo el día si hacía falta, y Erica no dudó en aceptar la oferta. Eran tantas las personas con las que debería hablar y tenía tanto material por leer… Y quisiera haber avanzado más. Así quizá comprendería por qué había reunido Laila todos aquellos artículos. Por un instante pensó en preguntárselo directamente, pero luego comprendió que no serviría de nada. Así que dejó el psiquiátrico y fue a casa para tratar de averiguar algo más.
—¡Mamáaaaaa! ¡Los gemelos se están peleando! —Se llevó un susto al oír la voz de Maja. Según Anna, los niños se habían portado de un modo ejemplar, pero ahora parecía que estuvieran matándose allá abajo.
Bajó la escalera de dos zancadas y entró como una tromba en el salón. Allí estaba Maja, mirando con inquina a sus hermanos, que, efectivamente, se estaban peleando en el sofá.
—No me dejan ver la tele, mamá. Se han empeñado en que les dé el mando a distancia y la apagan todo el rato.
—Pues nada —atajó Erica, un poco más enfadada de lo que pretendía—. Entonces será mejor que nadie vea la tele y punto.
Se acercó al sofá y echó mano del mando a distancia. Los niños se la quedaron mirando asombrados y empezaron a llorar a coro. Erica contó despacio hasta diez pero, a pesar de todo, notó aflorar el sudor y la irritación. Jamás se imaginó que ser madre exigiera tantísima paciencia. Y se avergonzaba de, una vez más, haber castigado a Maja por algo de lo que no era culpable.
Anna, que estaba en la cocina con Emma y Adrian, apareció también en el salón. Al ver la expresión de Erica, sonrió a medias.
—Yo creo que te sentaría bien salir un poco más. ¿No tienes que ir a ningún otro sitio, aprovechando que estoy aquí?
Erica iba a responder que se alegraba de poder trabajar en paz un rato cuando se le ocurrió una idea. Sí que había una cosa que tenía que hacer. Un punto de la lista que le interesaba más que ningún otro.
—Mamá tiene que irse a trabajar un rato más, pero Anna se queda con vosotros. Y si os portáis bien, os preparará una merienda.
Los niños se callaron en el acto. Estaba claro que la palabra merienda surtía en ellos un efecto mágico.
Erica le dio un abrazo a su hermana. Fue a la cocina para llamar y asegurarse de que no hacía el viaje en balde y quince minutos después estaba en camino. A aquellas alturas, lo niños ya se sentían más que satisfechos, sentados alrededor de una mesa llena de bollos y galletitas. Tomarían un montón de azúcar, pero ya se ocuparía de eso después.
No fue difícil encontrar la casita adosada a las afueras de Uddevalla donde vivía Wilhelm Mosander. Parecía lleno de curiosidad cuando Erica llamó por teléfono, y de hecho le abrió la puerta antes de que hubiera puesto el dedo en el timbre.
—Adelante —dijo un hombre mayor, y Erica se sacudió un poco la nieve de las botas antes de entrar.
Era la primera vez que veía a Wilhelm Mosander en persona, pero lo conocía muy bien. Ya en su juventud fue una leyenda como periodista del Bohusläningen, y el más célebre de sus reportajes fue precisamente el que trataba del asesinato de Vladek Kowalski.
—Así que estás escribiendo otro libro. —El hombre se adelantó y entró en la cocina. Erica miró alrededor y constató que era pequeña pero limpia y ordenada. Acogedora. No había indicios de presencia femenina, así que supuso que Wilhelm era soltero. Como si le hubiera leído el pensamiento, el hombre dijo:
—Mi mujer murió hace diez años, entonces vendí el viejo caserón que teníamos y me mudé aquí. Es mucho más fácil de mantener, pero claro, resulta un tanto espartano, porque no hay ni cortinas ni otros adornos.
—Bueno, a mí me parece muy bonito. —Erica se sentó a la mesa de la cocina y el hombre sirvió enseguida el obligado café—. Sí, trata sobre la Casa de los Horrores —dijo respondiendo a su pregunta.
—¿Y qué crees que puedo aportar yo? Doy por hecho que has leído la mayor parte de lo que escribí.
—Sí, Kjell Ringholm, del Bohusläningen, me facilitó los artículos. Y, como puedes suponer, he reunido datos sobre cómo sucedió y sobre el juicio. Lo que querría más bien es oír las impresiones de alguien que estuvo allí. Supongo que observaste y averiguaste cosas de las que luego no pudiste escribir. Quizá tienes alguna teoría propia sobre el caso, no sé. Según me han dicho, nunca lo dejaste del todo.
Erica tomó un sorbito de café, sin dejar de observar a Wilhelm.
—Sí, bueno, había mucho de lo que escribir. —Wilhelm la miraba sin apartar la vista, y Erica le vio un destello en los ojos—. Ni antes ni después me encontré con un caso más interesante. Todo aquel que se relacionara con el caso por una u otra vía se veía afectado.
—Ya, es una de las historias más terribles de las que he tenido noticia en la vida. Y me gustaría tanto saber qué pasó exactamente aquel día…
—Pues ya somos dos —dijo Wilhelm—. Aunque Laila confesó el asesinato, nunca me libré de la sensación de que había algo que no encajaba. No tengo ninguna teoría, pero yo creo que la verdad era mucho más complicada.
—Exacto —dijo Erica ansiosa—. El problema es que Laila se niega a hablar del tema.
—Ah, pero ¿ha accedido a verte? —preguntó Wilhelm interesado—. Jamás lo habría imaginado.
—Sí, nos hemos visto unas cuantas veces. Me pasé un tiempo intentándolo, envié cartas, llamé por teléfono…, y había empezado a perder la esperanza cuando, de repente, dijo que sí.
—Mira tú por dónde. Con todos los años que llevaba guardando silencio y ahora resulta que quiere hablar contigo… —Movía la cabeza como si no diera crédito—. Yo he intentado que me conceda una entrevista no sé cuántas veces y nunca lo he conseguido.
—Ya, bueno, de todos modos, no es que diga gran cosa. En realidad, no he conseguido sacarle nada interesante. —Hasta a Erica le pareció pesimista lo que acababa de decir.
—Cuéntame, ¿cómo es? ¿Cómo la has visto?
Erica sintió que la conversación estaba tomando un giro equivocado. Era ella quien tenía que hacer las preguntas, no al contrario, pero decidió ser un poco complaciente, dar y recibir, ese debía ser el juego.
—Está serena. Tranquila. Pero, al mismo tiempo, parece preocupada por algo.
—¿Dirías que tiene sentimiento de culpa por el asesinato? ¿Y por lo que le hizo a su hija?
Erica hizo memoria.
—Pues sí y no. No puede decir que esté arrepentida, aunque, al mismo tiempo, se responsabiliza de lo que ocurrió. Es difícil de explicar. Puesto que, en realidad, no dice nada al respecto, lo único que puedo hacer es leer entre líneas y, claro, es posible que me equivoque al interpretarla y que me deje llevar por mis sentimientos ante lo que hizo.
—Pues sí, fue horroroso. —Wilhelm asentía—. ¿Has estado en la casa?
—Fui el otro día. Está muy deteriorada, con el tiempo que lleva vacía es normal. Pero era como si algo hubiera impregnado las paredes… Y el sótano. —Se le erizó el pelo solo de acordarse.
—Sé a qué te refieres. Es un misterio, cómo puede uno tratar a un niño como lo hizo Vladek. Y cómo Laila pudo permitir que sucediera. Personalmente, considero que ella es tan culpable como él, aunque viviera aterrorizada por lo que él pudiera hacer. Siempre hay alguna salida, y yo creo que el instinto materno debería ser más poderoso.
—Al hijo no lo trataban así. ¿Por qué crees que Peter salió mejor parado?
—Pues la verdad, nunca logré aclararlo. Seguro que has leído la entrevista que mantuvo al respecto con algunos psicólogos.
—Sí, decían que la misoginia de Vladek lo impulsaba a ser violento únicamente con las mujeres de la familia. Pero eso no es del todo cierto. Según la historia clínica, Peter también tenía lesiones. Le habían dislocado el brazo, una profunda herida de arma blanca…
—Sí, pero no se puede comparar con lo que le hicieron a Louise.
—¿Tienes idea de lo que fue de Peter? Yo no he conseguido dar con él. Todavía.
—Yo tampoco. Si lo localizas, te agradeceré que me avises.
—¿Tú no estás jubilado? —preguntó Erica, y cayó en la cuenta de que era una pregunta absurda. Hacía mucho que el caso Kowalski había dejado de ser para Wilhelm un simple encargo periodístico, si es que alguna vez lo fue. Le vio en la mirada que, con los años, se había convertido más bien en una obsesión. Y el hombre no respondió a la pregunta, sino que siguió hablando de Peter.
—Es algo así como un misterio. Como sabrás, después del asesinato tuvo que irse a vivir con la abuela materna, y allí parecía estar bien. Pero cuando tenía quince años, la abuela murió asesinada durante un robo en su casa. Peter estaba en Gotemburgo el día que ocurrió, en un campamento para jugar al fútbol; a partir de entonces, fue como si se lo hubiera tragado la tierra.
—¿Y si se suicidó? —preguntó Erica, pensando en voz alta—. De algún modo extraño y el cadáver nunca apareció, no sé.
—Quién sabe. Sería una tragedia más en la familia.
—¿Estás pensando en la muerte de Louise?
—Sí, se ahogó cuando vivía con una familia de acogida que, según pensaban, le daría el mejor apoyo después del trauma que había sufrido.
—Fue un accidente inexplicable, ¿verdad? —Erica trataba de recordar los detalles de lo que había leído.
—Sí, tanto Louise como la otra niña acogida por la familia, que tenía más o menos la misma edad, corrieron la misma suerte extraña y nunca las encontraron. Un final trágico para una vida trágica.
—O sea, el único pariente cercano que sigue vivo es la hermana de Laila, que vive en España, ¿no?
—Sí, pero las hermanas no tenían mucha relación, ni siquiera antes del asesinato. Traté de hablar con ella varias veces, pero no quería tener nada que ver con Laila. Y Vladek había dejado a su familia y su vida anterior cuando decidió quedarse en Suecia con Laila.
—Qué mezcla más extraña de amor y… maldad —dijo Erica, a falta de otra manera mejor de describirlo.
De repente, le pareció que Wilhelm estaba muy cansado.
—Bueno, lo que yo vi en aquel salón y en aquel sótano es lo más próximo al mal que he visto en mi vida.
—¿Estuviste en el lugar del crimen?
Wilhelm asintió.
—Supongo que, en aquella época, era más fácil entrar en sitios donde uno no debía. Yo tenía buenos contactos en la Policía, así que me dejaron entrar y echar un vistazo. Había tanta sangre en aquel salón… Y al parecer, cuando la Policía llegó, Laila estaba allí sentada sin más. No se inmutó; simplemente, se fue con ellos.
—Y Louise estaba encadenada cuando la encontraron —recordó Erica.
—Sí, en el sótano, flaca y magullada.
Erica se imaginó la escena y tragó saliva.
—¿Llegaste a ver a los niños?
—No. Peter era muy pequeño cuando ocurrió. Los periodistas fuimos lo bastante sensatos como para dejar en paz a los niños. Además de que tanto la abuela como la familia de acogida los mantuvieron fuera del foco de atención.
—¿Por qué crees que Laila confesó inmediatamente?
—Bueno, no tenía muchas opciones, la verdad. Ya te digo, cuando llegó la policía estaba sentada al lado del cuerpo de Vladek, con el cuchillo en la mano. Y fue ella quien llamó para dar el aviso. Y eso fue lo que dijo por teléfono: «He matado a mi marido». Por lo demás, es lo único que consiguieron sobre el asesinato. Lo repitió durante el juicio y, desde entonces, nadie la ha hecho romper su silencio.
—¿Y por qué crees que ha accedido a hablar conmigo? —preguntó Erica.
—Pues sí, la verdad, no lo entiendo… —Wilhelm la miró meditabundo—. A la policía tenía que verla, igual que a los psicólogos; pero en tu caso es totalmente voluntario.
—Bueno, puede que necesite compañía y que se haya cansado de ver siempre las mismas caras —dijo Erica, aunque ella misma no se creía del todo esa explicación.
—No es propio de Laila. Tiene que haber otra razón. ¿No ha dicho nada que te haya llamado la atención, nada que te hiciera reaccionar, ninguna pista de que haya cambiado algo, de que haya ocurrido algo? —Se inclinó acercándose más todavía, ya sentado en el filo de la silla.
—Bueno, hay una cosa… —Erica dudó un instante. Luego respiró hondo y le habló de los artículos que Laila tenía escondidos en su habitación. Ella misma oía lo rebuscado que parecía que eso tuviera relación con sus encuentros, pero Wilhelm la escuchaba con interés y Erica le vio en los ojos que ponía los cinco sentidos.
—¿No has pensado en la fecha exacta? —dijo.
—¿Qué fecha?
—La fecha en la que Laila accedió por fin a verte.
Erica rebuscaba febrilmente en la memoria. Fue hacía unos cuatro meses, pero no recordaba el día. Hasta que de pronto cayó en la cuenta: fue la víspera del cumpleaños de Kristina. Le dijo la fecha a Wilhelm, que, con una sonrisa se agachó y recogió del suelo una pila de números antiguos del Bohusläningen. Empezó a hojearlos, estuvo buscando unos instantes, luego asintió satisfecho y le mostró a Erica un periódico abierto. Maldijo su idiotez. Pues claro. Tenía que ser eso. La cuestión era qué significaba.
El aire del cobertizo no se movía y le salía vaho de la boca al respirar. Helga se cerró más el abrigo. Sabía que Jonas y Marta consideraban una obligación lo de la cena de los viernes. Se les veía en la cara de sufrimiento. Pero aquellas cenas eran su punto de anclaje en la existencia, el único momento en que, por unos minutos, se veía como parte de una familia de verdad.
Ayer fue más difícil que de costumbre mantener la ilusión. Porque eso era exactamente, una ilusión, un sueño. Había albergado tantos sueños… Cuando conoció a Einar, él se impuso en su mundo y lo colmó entero con aquellos hombros anchos, aquel pelo rubio y una sonrisa que ella tomó por cálida, pero cuyo verdadero significado vio después.
Se detuvo delante del coche del que hablaba Molly. Sabía perfectamente cuál era y, si ella hubiera tenido su edad, también habría elegido ese. Helga paseó la mirada por los vehículos que había en el cobertizo. Allí estaban todos olvidados, cada vez más corroídos por el óxido.
Recordaba exactamente de dónde había salido cada coche, cada viaje que hizo Einar para comprar la pieza adecuada. Y todas las horas de trabajo que empleaba hasta que podía vender el coche. En realidad, no conseguía grandes ingresos, pero sí lo suficiente para vivir bien, y Helga nunca tuvo que preocuparse por el dinero. Eso, al menos, lo había cumplido bien Einar: los había mantenido a ella y a Jonas.
Muy despacio, dejó el coche de Molly, como ya había empezado a llamarlo en el pensamiento, y se dirigió a un viejo Volvo negro con la carrocería muy oxidada y una ventanilla rota. Habría quedado muy bonito si a Einar le hubiera dado tiempo de arreglarlo. Si cerraba los ojos, veía perfectamente su cara cuando llegaba a casa con un coche nuevo. Se le notaba si le había ido bien. A veces estaba fuera un par de días; en otras ocasiones, los viajes lo llevaban a regiones remotas de Suecia y se pasaba fuera de casa una semana. Cuando entraba en la explanada con el brillo del triunfo en los ojos y las mejillas encendidas, Helga sabía que había encontrado lo que quería. Luego se pasaba días o semanas inmerso en el trabajo. Y ella podía dedicarse a Jonas, a la casa. Se libraba de los accesos de ira, del odio helado de su mirada, del dolor. Eran sus momentos de mayor felicidad.
Tocó el coche y se estremeció al notar en la mano la fría chapa. En el cobertizo, la luz se había ido desplazando despacio mientras ella caminaba entre los coches, y los rayos de sol que entraban por las rendijas de la pared se reflejaron de pronto en la pintura negra. Helga retiró la mano. Aquel coche no volvería a andar nunca. Era un objeto inerte, algo que pertenecía al pasado. Y ella pensaba encargarse de que siguiera siendo así.
Erica se echó hacia atrás en la silla. Había ido directamente desde casa de Wilhelm hasta el psiquiátrico. Tenía que hablar con Laila otra vez. Por suerte, parecía que se había tranquilizado después de la visita de aquella mañana y accedió a verla. Tal vez no se había enfadado tanto como temía Erica.
Ya llevaban un rato en silencio y Laila la examinaba con cierta preocupación en la mirada.
—¿Por qué querías verme hoy otra vez?
Erica deliberó consigo misma. No sabía qué decir, pero tenía la certeza de que Laila se cerraría como una ostra si mencionaba los recortes y le daba a entender que sospechaba que existía una conexión.
—No he podido dejar de pensar en lo que dijiste esta mañana —respondió al fin—. Lo de que era la casa de los horrores, pero no por lo que creían todos. ¿Qué querías decir exactamente?
Laila miró por la ventana.
—¿Y por qué iba a querer yo hablar de eso? No es nada que uno quiera recordar.
—Lo comprendo, pero como quieres verme, supongo que en realidad sí quieres. Y puede que te sentara bien contárselo a alguien y poder hablar del tema.
—La gente exagera con eso de hablar. Van a terapeutas y psicólogos, machacan a los amigos, tienen que analizar cualquier cosa que pase. Hay cosas que puede que estén mejor encerradas.
—¿Te estás refiriendo a ti misma o a lo que ocurrió? —preguntó Erica con tono discreto.
Laila apartó la vista de la ventana y la miró con aquellos ojos suyos de un azul helado.
—A las dos cosas, puede —dijo. Tenía el pelo más corto si cabe; se lo acabarían de cortar poco antes.
Erica decidió cambiar de táctica.
—No hemos hablado mucho del resto de tu familia, ¿te parece que lo hagamos? —Intentaba encontrar una grieta en el muro de silencio que había levantado alrededor.
Laila se encogió de hombros.
—Por qué no.
—Tu padre murió cuando eras pequeña, pero ¿tenías buena relación con tu madre?
—Sí, mi madre era mi mejor amiga. —Una sonrisa le afloró a la cara y la rejuveneció varios años.
—¿Y tu hermana mayor?
Laila guardó silencio un instante.
—Vive en España desde hace muchos años —dijo al fin—. Nunca nos llevamos muy bien, y se distanció de mí por completo cuando…, cuando ocurrió aquello.
—¿Tiene familia?
—Sí, está casada con un español y tiene un hijo y una hija.
—Tu madre se hizo cargo de Peter. ¿Por qué de él, pero no de Louise?
Laila soltó una risotada fría.
—Mi madre jamás habría podido cuidar de la Niña. Pero con Peter era distinto. Él y mi madre se querían mucho.
—¿La Niña? —Erica miró a Laila extrañada.
—Sí, la llamábamos así —dijo Laila en voz baja—. O, bueno, fue Vladek quien empezó a llamarla así, y ya se quedó con el nombre.
Pobre criatura, pensó Erica. Trató de contener la rabia y concentrarse en las preguntas que tenía que hacerle.
—¿Y por qué no podía Louise, o la Niña, quedarse a vivir con tu madre?
Laila la miró irritada.
—Pues porque era una niña que exigía mucha atención. Es todo lo que puedo decir al respecto.
Erica tuvo que aceptar que no conseguiría sonsacarle más y cambió de tema.
—¿Qué crees que le pasó a Peter cuando tu madre… murió?
Un halo de tristeza le empañó la cara.
—No lo sé. Simplemente, desapareció. Yo creo que… —Tragó saliva, parecía que le costara pronunciar las palabras—. Yo creo que no pudo más. Nunca fue muy fuerte. Era un niño sensible.
—¿Quieres decir que crees que se quitó la vida? —preguntó Erica, con toda la consideración de que fue capaz.
Al principio, Laila no reaccionó, pero luego asintió despacio, bajando la vista.
—Pero nunca encontraron el cadáver —dijo Erica.
—No.
—Debes de ser una persona muy fuerte para haber soportado tantas pérdidas.
—Uno es capaz de soportar más de lo que cree. Si no le queda otro remedio —añadió Laila—. No soy creyente, pero dicen que Dios no nos pone sobre los hombros más carga de la que podemos soportar. Seguramente, sabrá que yo aguanto mucho.
—Hoy habrá un minuto de silencio en la iglesia de Fjällbacka —dijo Erica, y observó a Laila con atención. Era arriesgado introducir el tema de Victoria en la conversación.
—¿Ah, sí? —Laila la miró extrañada, pero Erica se dio cuenta de que sabía perfectamente de qué le hablaba.
—Es por la chica que desapareció y que luego murió. Seguro que has oído hablar de ella. Se llamaba Victoria Hallberg. Sus padres deben de estar pasándolo fatal. Igual que los padres de las chicas que siguen desaparecidas.
—Sí, desde luego. —Laila parecía estar luchando por conservar la calma.
—Figúrate, sus hijas están desaparecidas, y ahora que saben lo que le pasó a Victoria, deben de estar padeciendo todos los tormentos del infierno ante la sola idea de que les haya pasado lo mismo.
—Yo solo sé lo que he leído en los periódicos. —Laila tragó saliva—. Pero sí, tiene que ser horrible.
Erica asintió.
—¿Has seguido el caso de cerca?
Laila hizo una mueca ambigua.
—Bueno, aquí leemos el periódico todos los días. Así que lo he seguido igual que los demás.
—Ya veo —dijo Erica, pensando en la caja llena de recortes cuidadosamente doblados que Laila tenía en su cuarto, debajo del colchón.
—Mira, estoy muy cansada. No tengo ganas de hablar más hoy, tendrás que venir otro día. —Laila se levantó bruscamente.
Por un segundo, Erica sopesó si debía ponerla entre la espada y la pared, decirle que conocía la existencia de esos recortes y que sospechaba que tenía una relación personal con esos casos, aunque no sabía cuál. Pero se contuvo. Laila tenía una expresión hermética en la cara y se aferraba tan fuerte al respaldo de la silla que se le habían puesto los nudillos blancos. Fuera lo que fuera lo que quería decirle, no se atrevía.
Erica se dejó llevar por un impulso, dio un paso al frente y le acarició la mejilla. Era la primera vez que la tocaba, y tenía la piel de una suavidad sorprendente.
—Nos veremos otra vez —dijo con dulzura. Después se dirigió a la puerta con la mirada de Laila clavada en la nuca.
Tyra oía a su madre canturrear en la cocina. Cuando Lasse salía siempre estaba mucho más contenta. Y tampoco parecía enfadada por lo que había pasado el día anterior. Había aceptado la explicación de Tyra de que se despistó y se fue a casa de una amiga. Lo mejor era no contarle nada; si averiguaba la verdad, sería un tostón. Tyra fue a la cocina.
—¿Qué estás haciendo?
Su madre estaba delante de la mesa, con las manos llenas de harina. También tenía algunas manchas en la cara. La pulcritud nunca fue su fuerte, y cuando preparaba la cena, Lasse siempre se quejaba de que aquello se convertía en un campo de batalla.
—Bollos de canela. He pensado que podríamos tomarlos hoy para merendar, después de la ceremonia en la iglesia, y también pensaba congelar algunos.
—Y Lasse, ¿está en Kville?
—Claro, como de costumbre. —Terese se apartó un mechón de pelo con la mano enharinada, y se manchó la cara aún más.
—Como sigas así te vas a parecer al Joker —dijo Tyra, y notó un cosquilleo en el estómago cuando vio reír a su madre. Ocurría tan rara vez últimamente… Casi siempre la veía cansada y triste. Pero la sensación se esfumó como había llegado. El recuerdo de Victoria estaba siempre presente y apagaba todos los sentimientos alegres en cuanto aparecían. Solo de pensar en la ceremonia se le hacía un nudo en el estómago. No quería despedirse de verdad.
Observó a su madre en silencio unos instantes.
—Dime, ¿cómo era Jonas de novio? —dijo al fin.
—¿Por qué lo preguntas?
—No sé. De repente pensé que habíais sido pareja.
—Pues era un poco difícil saber qué se le pasaba por la cabeza, la verdad. Un tanto cerrado y retraído. Y, en cierto modo, un pánfilo. Tuve que esforzarme mucho para que se atreviera a meterme la mano por debajo de la camisa siquiera.
—¡Mamá! —Tyra se tapó los oídos con las manos y censuró a Terese con la mirada. Era el tipo de cosas que una chica no quería oír de su madre. Prefería pensar en Terese como en una muñeca Barbie, totalmente asexuada.
—Pero si es verdad, era un pánfilo. Su padre era del tipo dominante, y tanto él como su madre parecían tenerle miedo a veces.
Terese extendió la masa y la cubrió de mantequilla.
—¿Tú crees que los maltrataba?
—¿Quién? ¿Einar? Mmm, no sé, yo nunca vi nada de eso. Siempre andaba gruñendo y sentenciando. Yo creo que es uno de esos hombres que ladra más que muerde. Tampoco lo veía mucho, si he de ser sincera. O estaba fuera comprando coches, o trabajando en el cobertizo.
—¿Y cómo se conocieron Jonas y Marta? —Tyra pellizcó la masa y se llevó el trozo a la boca.
Terese dejó de hacer lo que estaba haciendo y tardó unos segundos en responder.
—Pues mira, la verdad es que nunca lo he sabido. Un buen día, apareció sin más. Todo fue muy rápido. Yo era joven e ingenua y creía que estaríamos juntos para siempre, pero Jonas cortó de buenas a primeras. Y a mí nunca se me ha dado muy bien discutir, así que me retiré y punto. Claro que estuve triste una temporada, pero luego se me pasó. —Empezó a espolvorear canela sobre la masa cubierta de mantequilla y la enrolló.
—¿Y no ha hablado la gente de Jonas y Marta desde entonces? ¿Algún cotilleo?
—Ya sabes lo que pienso de los cotilleos, Tyra —dijo Terese con tono severo, y cortó la masa en rodajas—. Pero te diré: no, nunca he oído nada, salvo que están bien juntos. Y luego yo conocí a tu padre, así que… El destino no tenía planes de que Jonas y yo fuéramos pareja. Además, éramos muy jóvenes. Ya verás, tú también tendrás algún amor adolescente.
—Anda ya —dijo Tyra, y notó que se ruborizaba. Detestaba que su madre quisiera hablar con ella de chicos y esas cosas. De todos modos, no se enteraba de nada.
Terese la miró como estudiándola.
—Pero ¿por qué me haces tantas preguntas sobre Jonas y Marta?
—No, por nada en particular. Curiosidad… —Tyra se encogió de hombros, continuó con cara de indiferencia y cambió de tema—. A Molly le van a dar uno de los coches que hay en el cobertizo, un Escarabajo. Jonas le ha prometido que se lo va a arreglar.
No pudo evitar que le resonara en la voz la envidia que sentía y, por la cara que puso su madre, supo que se le había notado.
—Siento mucho no poder darte todo lo que quisiera darte. Nosotros… Bueno, yo… En fin, que la vida no siempre resulta como uno la había imaginado. —Terese respiró hondo y espolvoreó azúcar cristalizada sobre los rollos de masa que tenía en la bandeja del horno.
—Ya lo sé, no pasa nada —dijo Tyra enseguida.
No era su intención parecer desagradecida. Sabía que su madre hacía todo lo que estaba en su mano. Y se avergonzaba de poder pensar siquiera en un coche en aquellos momentos. Ahora Victoria jamás podría tener un coche.
—¿Cómo le va a Lasse con la búsqueda de trabajo? —preguntó.
Terese resopló.
—Parece que Dios no es capaz de encontrarle uno en tan poco tiempo.
—Vaya, puede que Dios tenga otras cosas que hacer que buscarle un trabajo a Lasse.
Terese dejó lo que estaba haciendo y se la quedó mirando.
—Tyra… —Parecía estar buscando las palabras adecuadas—. ¿Cómo crees que nos las íbamos a arreglar solos, sin Lasse?
Por un instante se hizo el silencio en la cocina. Lo único que se oía en el apartamento era el jaleo del cuarto de los niños. Luego Tyra respondió con calma:
—Bien. Yo creo que nos las arreglaríamos muy bien.
Dio un paso adelante y le dio a su madre un beso en la mejilla llena de harina, antes de ir a su cuarto a cambiarse. Todas las chicas de la escuela de equitación iban a ir a la iglesia. Casi parecía que les resultara emocionante. Las había oído susurrar alteradas e incluso deliberar sobre qué iban a ponerse. Idiotas. Idiotas superficiales, tontas. Ninguna había conocido a Victoria como ella. Muy despacio, fue sacando del armario su vestido favorito. Había llegado el momento de decir adiós.
Había sido maravilloso tomarse un descanso de la casa e ir a cuidar a Maja y a los gemelos. Anna no le había mentido a Erica, habían tenido un comportamiento ejemplar todo el día, como solían hacer los niños. Solo con los padres mostraban su peor cara. Y además, seguro que facilitó las cosas el hecho de que Emma y Adrian estuvieran con ella. Ellos eran los ídolos de los tres pequeños por el simple hecho de tener la codiciada condición de ser «niños graaaandes».
Sonrió para sus adentros mientras limpiaba la encimera. Llevaba mucho tiempo sin sonreír, había perdido la costumbre. Ayer, cuando Dan y ella estuvieron hablando en la cocina, se le encendió en su interior una chispa de esperanza. Sabía que no tardaría en apagarse, porque después Dan volvió a retirarse a su silencio. Pero tal vez hubieran dado un pasito de acercamiento, a pesar de todo.
Hablaba en serio cuando le dijo que estaba dispuesta a mudarse si él quería. De hecho, había estado mirando en internet un par de veces, buscando un apartamento para ella y los niños. Pero no era eso lo que quería. Quería a Dan.
A pesar de todo, los últimos meses habían hecho algunos intentos de superar la distancia que los separaba. En un momento cargado de vino y de angustia, él llegó incluso a tocarla, y ella se aferró a él como si se estuviera ahogando. Se acostaron, pero después lo vio tan atormentado que lo único que Anna quería era irse lejos. Desde aquel día, no habían vuelto a tocarse. Hasta el abrazo de ayer.
Anna miró por la ventana de la cocina. Los niños jugaban en la nieve. Aunque hasta los pequeños empezaban a ser mayores, todos disfrutaban haciendo muñecos y jugando a la guerra con bolas de nieve. Se secó con un paño de cocina y se puso la mano en el vientre, tratando de recordar cómo se sintió cuando esperaba al que habría sido hijo suyo y de Dan. No podía disculpar lo que había hecho con el dolor de la pérdida, no era posible cargar una culpa así a un niño inocente. Pero la añoranza se mezclaba con la culpa, y Anna no podía por menos de pensar que todo habría sido distinto si el hijo de ambos no hubiera muerto. Ahora estaría jugando en la nieve con sus hermanos mayores, como un muñeco de Michelin, forrado de ropa, como siempre cuando eran pequeños.
Sabía que Erica se había preocupado pensando que los gemelos le recordarían al hijo que había perdido. Y así fue al principio. Anna sentía envidia, y pensaba cosas horribles y que era una injusticia. Pero luego se le pasó. En este mundo no existía ninguna balanza que repartiera las cosas con equidad, como tampoco existía ninguna explicación lógica de que Dan y ella no pudieran conservar al hijo que tanto querían. Lo único que podía esperar ahora era que fueran capaces de encontrar el camino hacia una rutina común.
Una bola de nieve dio en la ventana, y Anna vio el terror en los ojos de Adrian, que se llevó a la boca la mano enguantada. Se le encogió el estómago al verlo, y tomó una decisión. Se encaminó al vestíbulo decidida, se puso el anorak y abrió la puerta, imitó lo mejor que supo a un monstruo horrendo y rugió: «¡Ahora veréis lo que es una guerra de bolas de nieve!».
Al principio los niños se la quedaron mirando perplejos. Luego, los gritos de alegría subieron al cielo invernal.
Gösta y Martin se sentaron en los últimos bancos de la iglesia. Gösta decidió que iría a la ceremonia en memoria de Victoria en cuanto se enteró de que se iba a celebrar. El cruel destino de la joven había sembrado el miedo y la desazón en Fjällbacka, y amigos y familiares se habían reunido a la espera de que se celebrase el entierro. Necesitaban hablar de Victoria, recordarla, procesar el dolor que les había provocado saber lo que le habían hecho. Que Martin y él estuvieran allí como representantes de la comisaría era lo mínimo, por supuesto.
Le costaba mantener a raya sus propios recuerdos mientras estaba allí sentado. En ese mismo lugar había celebrado dos entierros: el del niño y, muchos años después, el de su mujer. Gösta daba vueltas al anillo de casado, que aún llevaba. Nunca le pareció el momento adecuado para quitárselo. Maj-Britt fue el amor de su vida, su compañera; y nunca se planteó sustituirla por nadie.
Los caminos de la vida eran en verdad inescrutables, se dijo. A veces casi dudaba de que existiera un poder superior que dispusiera los destinos de los hombres. Antes nunca creyó en ese tipo de cosas; la verdad, se consideraba ateo, pero cuanto más envejecía, tanto más notaba la presencia de Maj-Britt. Era como si todavía estuviera a su lado. Y el que, después de tantos años, Ebba ocupara un lugar tan prominente en su vida y en su corazón era casi un milagro.
Miró alrededor. Era una iglesia muy bonita. Construida con ese granito por el que la región de Bohuslän era famosa, con altas ventanas que dejaban entrar ríos de luz, un púlpito de color azul a la izquierda y el altar al fondo, detrás de la balaustrada semicircular del reclinatorio. Familia, parientes y muchos jóvenes de la edad de Victoria. Algunos serían del instituto, pero Gösta reconoció también a varias de las chicas de la escuela de equitación. Se habían sentado juntas en dos de los bancos centrales, y algunas sollozaban ruidosamente.
Gösta miró a Martin de reojo y comprendió que no debería haberle propuesto que lo acompañara. No hacía tanto que la que estaba en el ataúd era Pia y, a juzgar por la palidez de la cara de su colega, estaba pensando en eso precisamente.
—Oye, si quieres me encargo yo solo. No tienes que quedarte.
—No pasa nada —dijo Martin con una sonrisa forzada, pero luego mantuvo la vista al frente durante el minuto de silencio.
Fue todo muy emotivo y, cuando resonó el último salmo, Gösta pensó que ojalá hubiera consolado a la familia. En la primera fila se levantaron penosamente los padres de Victoria. Helena iba apoyada en Markus. Empezaron a andar por el pasillo central y los demás los fueron siguiendo despacio.
Delante de la iglesia se reunieron en grupitos amigos y familiares. Era un día frío pero hermoso y la nieve reflejaba el sol reluciente. Llorosos y helados de frío, todos hablaban con discreción de lo mucho que echaban de menos a Victoria y de lo espantoso que era lo que le había ocurrido. Gösta vio también el miedo en la cara de algunas de las muchachas. ¿Sería su turno? ¿Seguiría en la comarca el que se había llevado a Victoria? Decidió esperar un poco antes de hablar con ellas, hasta que todos empezaran a separarse para ir a sus casas.
Markus y Helena iban de grupo en grupo con la mirada vacía, intercambiando unas palabras con todos y cada uno. Ricky, en cambio, se quedó solo y apartado. Se miraba los zapatos y apenas respondía cuando le dirigían la palabra. Algunas de las amigas de Victoria se congregaron a su alrededor, pero no parecía que pudieran sacarle nada más que algún que otro monosílabo y, al final, lo dejaron solo otra vez.
De pronto, Ricky levantó la vista y se encontró con la mirada de Gösta. Parecía dudar, pero luego se les acercó.
—Tengo que hablar contigo —dijo en voz baja—. Donde nadie pueda oírnos.
—Claro. ¿Puede venir mi colega?
Ricky asintió y se les adelantó hasta un rincón solitario del cementerio.
—Hay una cosa que tengo que contaros —dijo, y pateó el suelo con la bota. Había nieve en polvo y la patada levantó una nube a su alrededor, antes de posarse otra vez brillando en el suelo—. Es algo que, seguramente, debería haberos contado hace mucho tiempo.
Gösta y Martin se miraron extrañados.
—Victoria y yo nunca tuvimos secretos entre nosotros. Nunca jamás. Es difícil de explicar, pero siempre estuvimos muy unidos hasta que, un día, noté que me ocultaba algo. Además, empezó a esquivarme, y entonces me preocupé. Yo intentaba hablar con ella, pero me evitaba cada vez más. Hasta que… hasta que comprendí a qué se debía.
—¿Qué era? —preguntó Gösta.
—Ella y Jonas. —Ricky tragó saliva. Tenía los ojos llenos de lágrimas y se diría que le doliera físicamente pronunciar aquellas palabras.
—¿Qué pasaba con Victoria y Jonas?
—Que estaban juntos —dijo Ricky.
—¿Estás seguro?
—No, seguro no estoy, pero todo indicaba que era así. Y ayer vi a Tyra, la mejor amiga de Victoria; y me contó que ella también tenía sus sospechas.
—De acuerdo, pero, de ser así, ¿por qué crees que no te habló de Jonas?
—No lo sé. O bueno, sí, sí que lo sé. Creo que se sentía avergonzada. Seguramente, sabía que a mí no me parecería bien, pero no tenía por qué sentir vergüenza conmigo. Nada de lo que hiciera habría cambiado mi opinión sobre ella.
—¿Cuánto tiempo crees que se prolongó la relación? —preguntó Martin.
Ricky meneó la cabeza. No llevaba gorro y se le habían puesto las orejas coloradas por el frío.
—Ni idea, pero yo empecé a notarla un tanto… rara antes del verano.
—Rara, ¿en qué sentido? —Gösta se balanceaba sobre los dedos de los pies. Habían empezado a dormírsele.
Ricky hacía memoria.
—Tenía un halo de misterio que no le había visto antes. Por ejemplo, estaba fuera un par de horas y, cuando le preguntaba dónde había estado, me respondía que no era asunto mío. Nunca me había dicho algo así. Además, estaba contenta y, al mismo tiempo…, no sé ni cómo describirlo, se la veía contenta y deprimida a la vez. Le cambiaba el humor completamente, como de la noche al día, y muy rápido. Pensé que sería la adolescencia, pero no, había algo más. —Gösta se asombraba de lo maduro que parecía, a pesar de que solo tenía dieciocho años.
—¿Y no sospechaste que estuviera saliendo con alguien? —preguntó Martin.
—Sí, claro que sí. Pero ni se me pasó por la cabeza que pudiera ser Jonas. Madre mía, Jonas es… ¡un vejestorio! ¡Y está casado!
Gösta no pudo por menos de sonreír un poco. Si Jonas, que tenía unos cuarenta años, era un vejestorio, él debía de ser una momia a ojos de Ricky.
El chico se secó una lágrima que le rodaba por la mejilla.
—Me enfadé tanto cuando me enteré que era como si me ardiera la cabeza. Era algo así como… pederastia.
Gösta meneó la cabeza.
—En principio, estoy de acuerdo contigo, pero el límite legal de edad son los quince. Claro que la opinión que nos merezca es otra historia. —Hizo una pausa e intentó poner un poco de orden en el relato de Ricky—. Pero cuéntanos, ¿cómo te diste cuenta de que tenían una relación?
—Como os decía, me figuraba que Victoria estaba con alguien que no nos iba a gustar ni a mis padres ni a mí. —Ricky dudó un segundo—. Pero no sabía con quién, y se negó a contarme nada cuando le pregunté. Era tan raro en ella… ¡Me lo contaba todo! Luego, un día, fui a recogerla a la escuela de equitación y entonces los vi discutiendo. No oí lo que decían, pero lo comprendí enseguida. Eché a correr hacia ellos y le grité a Victoria que por fin lo entendía todo y que me parecía asqueroso, pero ella me respondió también a gritos que no entendía nada y que era un idiota. Luego se fue corriendo. Jonas se quedó allí como un pasmarote, y yo estaba tan furioso que le eché una bronca.
—¿Os oyó alguien?
—No, no creo. Las chicas mayores habían salido a montar con las más jóvenes, y Marta tenía clase con Molly en la pista de entrenamiento.
—Pero ¿Jonas no reconoció nada? —Gösta notó que la ira también se adueñaba de él.
—Qué va, nada de nada. Trató de calmarme y seguía diciendo que no era verdad, que nunca había tocado a Victoria, que eran imaginaciones mías. Un montón de patrañas. Y luego le sonó el móvil y tuvo que irse. Seguro que solo fue una excusa barata para no seguir hablando del tema.
—O sea que no lo creíste, ¿no? —A aquellas alturas, a Gösta se le habían dormido por completo los dedos de los pies. Con el rabillo del ojo vio que Markus los estaba mirando y pensó que, seguramente, se estaría preguntando de qué hablaban con su hijo.
—¡Desde luego que no! —Ricky escupió las palabras—. Estaba tan tranquilo, pero yo vi por el modo en que discutían que aquello era algo personal. Y la respuesta de Victoria no hizo más que confirmarlo.
—Pero ¿por qué no nos lo dijiste? —preguntó Martin.
—No lo sé, todo era un verdadero caos. Victoria no volvió a casa aquella noche y, cuando comprendí que la habían secuestrado cuando volvía de la escuela de equitación, llamamos a la policía. ¡Lo peor es que yo sabía que había sido por mi culpa! Si no le hubiera gritado y no hubiera discutido con Jonas, si la hubiera llevado a casa en el coche, según los planes, no la habría secuestrado ningún psicópata de mierda. No quería que mis padres supieran nada de su relación con Jonas, ni que, además de la preocupación, sufrieran la tortura del escándalo y las habladurías. Sobre todo, cuando yo estaba convencido de que Victoria iba a volver a casa. Y, como no lo conté enseguida, se me hacía casi imposible contarlo después. He tenido unos remordimientos horribles y… —Ya no pudo contener las lágrimas y Gösta se le acercó instintivamente y lo abrazó.
—Venga, venga… No es culpa tuya, no pienses así. Y nadie te acusa de nada. Querías proteger a tu familia, lo comprendemos. No es culpa tuya —repitió Gösta, y al final, notó que Ricky empezaba a relajar los músculos y dejaba de llorar poco a poco.
Ricky lo miró a los ojos.
—Lo sabía alguien más —dijo en voz baja.
—¿Quién?
—No lo sé. Pero encontré un montón de cartas muy raras en el dormitorio de Victoria. Un montón de disparates de no sé qué de Dios y los pecadores y de arder en el infierno.
—¿Conservas las cartas? —preguntó Gösta, temeroso de la respuesta.
Ricky negó con la cabeza.
—No, las tiré. Es que… eran tan repulsivas… Y tenía miedo de que mis padres las encontraran. Habría sido un dolor para ellos. Así que me deshice de ellas. ¿Cometí una tontería?
Gösta le dio una palmadita en el hombro.
—Lo hecho, hecho está. Pero ¿dónde las encontraste? ¿Podrías recordar con más exactitud lo que decían?
—Revisé su habitación de cabo a rabo antes de que llegarais vosotros. Pensé que quizá encontrara algo que desvelara su relación con Jonas. Las cartas estaban en el fondo de uno de los cajones. No recuerdo lo que decían exactamente, solo que me recordaban a citas de la Biblia. Hablaban de «pecadores» y «rameras» y cosas así.
—¿Y supusiste que aludían a la relación de Victoria con Jonas? —preguntó Martin.
—Sí, era lo más lógico. Que se trataba de alguien que lo sabía y que quería… asustarla.
—Ya, y no tienes ni idea de quién podría ser, ¿no?
—No, lo siento.
—De acuerdo, pues nada, muchas gracias por contárnoslo. Lo has hecho muy bien —dijo Gösta—. Anda, vete con tus padres, seguro que están empezando a preguntarse de qué estarás hablando con nosotros.
Ricky no respondió, agachó la cabeza y se alejó con pasos pesados en dirección a la iglesia.
Cuando Patrik llegó a casa hacía ya varias horas que había anochecido. En cuanto cruzó el umbral, notó el aroma de la cocina. Olía como si Erica hubiera hecho algo especial para la cena por ser sábado, y supuso que sería su solomillo de cerdo con Roquefort y patatas asadas, uno de sus platos favoritos. Fue a la cocina.
—Espero que tengas hambre —dijo Erica, y lo abrazó.
Se quedaron así un buen rato hasta que él se acercó a la encimera y levantó la tapa de la cocotte turquesa de Le Creuset, que Erica solo utilizaba en ocasiones señaladas. Tal y como pensaba, los filetes de solomillo burbujeaban en una exquisita salsa cremosa. Y las patatas ya se doraban en el horno. La ensalada estaba lista en una fuente, y Patrik advirtió que también era una variante lujosa con hojas de espinaca, tomate, queso parmesano y piñones, todo ello aderezado con un aliño a las finas hierbas que le encantaba.
—Me muero de hambre, literalmente —dijo, y era la pura verdad. De hecho, se le retorcía el estómago, y cayó en la cuenta de que no había comido nada en todo el día—. ¿Y los niños?
Señaló la mesa, que estaba puesta para dos, con la vajilla de porcelana y las velas encendidas. En la mesa se oxigenaba una botella de Amarone, y pensó que, después de unos días de trabajo horribles, aquella podía ser una noche de sábado extraordinaria.
—Ya han cenado, están viendo Cars. Y se me ha ocurrido que podríamos cenar tú y yo tranquilamente por una vez. A menos que quieras a toda costa que se sienten con nosotros mientras cenamos, claro —dijo Erica con un guiño.
—No, no, yo creo que lo mejor es que los niños se queden lo más lejos posible de la cocina. Amenazas, sobornos, lo que sea: esta noche quiero cenar solo con mi preciosa mujer.
Se inclinó y le dio un beso en la boca.
—Voy a decirles hola, enseguida vuelvo. Ya me dirás si quieres que haga algo en la cocina.
—Lo tengo todo controlado. —Erica removía el guiso—. Ve a darles un beso y nos sentamos a comer.
Patrik se dirigió al salón sonriendo. Las luces estaban apagadas y, como hipnotizados por la luz del televisor, los niños seguían el avance imparable de Rayo McQueen por la pista.
—Hala, qué rápido Rayo —dijo Noel, con la mantita de dormir bien agarrada, como siempre que se sentaban a disfrutar en el sofá.
—¡Pero no tanto como papá! —gritó Patrik, se abalanzó sobre ellos y empezó a hacerles cosquillas.
—¡Paraaaaa, paraaaaaa! —gritaban a coro, aunque a juzgar por sus movimientos y por la expresión de su cara estaban pensando «más, más».
Continuó jugueteando con ellos un rato, sintiendo esa energía, que parecía inagotable; la calidez de su aliento en la mejilla; las risas y los gritos, que subían hasta el techo. Y en ese momento olvidó todo lo demás. Lo único que existía eran los niños y aquel instante juntos. Al cabo de unos minutos, oyó un carraspeo discreto.
—Cariño, la cena…
Patrik paró.
—Muy bien, niños. Ahora a papá le toca ir con mamá. Acomodaos en el sofá, dentro de un rato os llevamos a la cama.
Los tapó con la manta y fue con Erica a la cocina, donde todo estaba dispuesto en la mesa, y el vino servido en las copas.
—Está espectacular. —Empezó a servirse y luego alzó la copa hacia Erica.
—Salud, querida.
—Salud —dijo Erica, y tomaron unos sorbos en silencio. Patrik cerró los ojos y paladeó el sabor.
Estuvieron hablando un rato, y Patrik le contó cómo había evolucionado la investigación a lo largo del día, que los vecinos no habían visto a nadie que anduviera espiando la casa de la familia Hallberg y que, después de la ceremonia en la iglesia, Gösta y Martin no habían logrado sonsacarles a las chicas de la escuela de equitación nada digno de mención sobre el robo en la consulta de Jonas, pero que sí habían averiguado algo muy interesante.
—Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie —dijo—. Ni siquiera a Anna.
—Claro, prometido.
—Bueno, pues según Ricky, el hermano de Victoria, la chica tenía una relación con Jonas Persson.
—Anda ya… —dijo Erica.
—Lo sé, es de lo más extraño. Él y Marta son la pareja perfecta. Parece ser que Jonas lo ha negado todo, pero si es verdad, tendríamos que plantearnos que puede estar relacionado con la desaparición.
—Puede que Ricky lo haya malinterpretado. Puede que tuviera una relación con otra persona, alguien a cuya casa se dirigía cuando desapareció. Puede que esa misma persona la secuestrara, ¿quién sabe?
Patrik reflexionaba sobre lo que acababa de decir Erica. ¿Tendría razón?
Al cabo de un instante, se dio cuenta de que su mujer quería hablar de otra cosa.
—Hay una cosa que me gustaría comentarte —dijo—. Es rebuscada y, por ahora, la tengo solo con alfileres y no sé si no me estaré colando del todo, pero quiero que la oigas, por si acaso.
—Cuéntame. —Patrik dejó los cubiertos. El tono serio de Erica le había despertado la curiosidad.
Empezó a hablarle de su trabajo con el libro, de sus conversaciones con Laila, de la visita que hizo a la casa y de toda la investigación que tenía en curso. Mientras hablaba, Patrik comprendió lo poco que se había interesado por su nuevo proyecto. Su única excusa era que la desaparición de Victoria le exigía tanta atención que, sencillamente, no había tenido fuerzas.
Cuando llegó al asunto de la caja de los recortes, aguzó el oído, pero seguía pensando que no era nada extraordinario. No era raro que a la gente le diera por un caso en concreto y que reuniera la información periodística relacionada con él. Pero luego, Erica continuó hablándole de la otra visita del día, la que le había hecho a Wilhelm Mosander, del Bohusläningen.
—Wilhelm investigó y escribió sobre el caso de Laila en su momento, y lleva años tratando de hablar con ella. No es el único, y soy consciente de lo importante que fue que, de pronto, accediera a verme a mí. Pero yo creo que no fue casualidad. —Erica hizo una pausa y tomó un trago de vino.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no fue casualidad? —dijo Patrik.
Su mujer lo miró fijamente.
—Que Laila accediera a hablar conmigo el mismo día que apareció el primer artículo sobre la desaparición de Victoria.
En ese momento sonó el móvil de Patrik y, con el instinto propio de un policía, supo que aquella conversación no traería nada bueno.
Einar estaba solo y a oscuras. Fuera, en los edificios de la explanada, había unas cuantas luces encendidas. Algo más allá oía algún relincho procedente de las caballerizas. Los animales estaban inquietos esa noche. Einar sonrió. Él siempre había disfrutado mucho más cuando no reinaba la armonía. Lo había heredado de su padre.
A veces pensaba en él y lo echaba de menos. No fue un hombre cariñoso, pero los dos se comprendieron, al igual que él y Jonas. Helga, en cambio, estaría siempre fuera de su alianza, tan tonta y tan ingenua como era.
Las mujeres eran seres simples, siempre se lo pareció, aunque tenía que reconocer que Marta era distinta. Con los años había llegado incluso a admirarla. Ella era totalmente diferente de aquella mosquita muerta de Terese, que se ponía a temblar en cuanto él la miraba. La detestó desde el primer momento, y eso que hubo un tiempo en el que Jonas y ella llegaron a hablar de compromiso. A Helga le encantaba Terese, claro. Era la típica jovencita a la que le habría encantado acoger bajo sus alas, y no le habría importado pasarse las horas muertas charlando con ella de cosas de mujeres mientras le daba consejos de ama de casa y les sonaba los mocos a los nietos.
Menos mal que eso no salió. Un buen día, Terese había desaparecido y Jonas se presentó con Marta. Le dijo que se quedaría a vivir con ellos y que Marta y él estarían siempre juntos; y Einar lo creyó. Marta y él intercambiaron una mirada, que fue más que suficiente para saber quién era quién. Dio su consentimiento con un simple gesto de cabeza. Helga se pasó varias noches llorando en silencio sobre la almohada, pero comprendió que no valía la pena decir nada, que estaba decidido.
Einar nunca habló con Helga de lo distinta que era su opinión sobre Marta. Ellos no hablaban así. Por un tiempo, cuando la pretendía, antes de la boda, se esforzó y charló con ella de las cosas de la vida, según sabía que se esperaba que hiciera. Pero lo dejó en cuanto pasó la noche de bodas, después de que la violara, tal y como había deseado hacer desde el primer día. Ya no había razón para seguir con aquel juego tan ridículo.
Notó cómo se le mojaba la entrepierna en la silla de ruedas. Se miró. Exacto, la bolsa de la sonda que había soltado unos minutos antes se había derramado bastante. Con gran satisfacción, llenó de aire los pulmones.
—¡Helgaaaaa!