Capítulo 8

Terese había llamado a todas las personas que se le ocurrieron. A los escasos parientes de Lasse, la mayoría de ellos, lejanos. A sus viejos amigos de borrachera, a los amigos más recientes, a los antiguos compañeros de trabajo, a aquellos miembros de la congregación cuyo nombre conocía.

Los remordimientos le provocaban náuseas. Ayer, mientras hacía bollos en la cocina, sintió algo parecido a la alegría solo de pensar que había tomado la decisión de dejarlo. No empezó a preocuparse hasta las siete y media de la tarde, cuando vio que no llegaba a casa para la cena y que no contestaba al teléfono. Lasse iba y venía a su antojo y, por lo general, cuando no estaba en casa, estaba en la iglesia. Pero esta vez no fue así. No lo habían visto en la iglesia en todo el día, lo que la preocupó muchísimo. En realidad, Lasse no tenía otro sitio al que ir.

El coche tampoco estaba. Terese le pidió prestado al vecino el suyo y se pasó la mitad de la noche buscándolo, aunque la policía le había dicho que se encargarían del asunto al día siguiente. Después de todo, Lasse era un adulto y podía haberse ido voluntariamente. Pero no podía quedarse en casa muerta de preocupación y sin hacer nada. Mientras Tyra se quedaba con los chicos, buscó por toda Fjällbacka y fue incluso a Kville, donde tenía su sede la congregación. Sin embargo, por ninguna parte vio el Volvo Combi de color rojo. Al menos la policía se había tomado en serio su llamada, menos mal. Quizá al oír el pánico con que les dio el parte de la desaparición. Incluso en los períodos en los que más bebía, Lasse siempre volvía a casa por la noche. Y ahora llevaba mucho tiempo sin probar ni una gota.

El policía que fue a casa a hablar con ella le preguntó por el alcohol, como era de esperar. Aquel era un pueblo pequeño y todo el mundo conocía el pasado de Lasse. Ella aseguró con firmeza que Lasse no había vuelto a beber, pero que, pensándolo bien, sí que había notado algún cambio los últimos meses. No era solo la obsesión con el tema religioso, había algo más. De vez en cuando lo sorprendió sonriendo satisfecho para sus adentros, como si guardara un secreto fantástico, algo que no quería que ella averiguase.

No sabía cómo explicarle algo tan vago a la policía, a ella misma le parecía un disparate. Aun así, de pronto lo vio clarísimo: Lasse tenía un secreto. Y lo que más temía Terese aquella mañana, mientras la luz del sol ahuyentaba la oscuridad de la cocina, era la certeza de que aquel secreto lo había llevado por el camino equivocado.

Marta guiaba a Valiant por el sendero del bosque. Una bandada de pájaros levantó el vuelo asustada cuando ella pasó con el caballo, y Valiant reaccionó saliendo nervioso al trote. Se dio cuenta de que el animal quería correr, pero lo obligó a seguir al paso en aquella mañana apacible. Hacía frío, pero ella no lo notaba. La caldeaba el cuerpo del animal y, además, sabía cómo vestirse, con varias capas. Con la ropa adecuada podía estar montando fuera varias horas seguidas incluso en invierno.

El entrenamiento de Molly había ido bien el día anterior. Su hija no paraba de evolucionar como jinete y Marta se sentía un tanto orgullosa, la verdad. Por lo demás, siempre era Jonas el que alardeaba de su hija, pero tal vez estuviera tan claro de dónde procedía ese talento que era como si la elogiara a ella.

Espoleó a Valiant y disfrutó de la sensación cuando el caballo empezó a moverse más rápido. Nunca se sentía tan libre como a lomos de un caballo. Era como si el resto del tiempo estuviera representando un papel, y solo fuera su verdadero yo en la relación con el caballo.

La muerte de Victoria lo había cambiado todo. Lo notaba en el ambiente en la escuela de equitación, lo notaba en casa e incluso en Einar y Helga. Las chicas andaban taciturnas y amedrentadas. Varias fueron al picadero directamente después del minuto de silencio. Jonas y ella habían llevado a algunas en el coche. Iban calladas en el asiento trasero, sin hablar, sin reír, sin alborotar como solían. Y la rivalidad entre ellas parecía haberse recrudecido. Se peleaban por los caballos, luchaban por obtener la atención de Marta y fulminaban con miradas llenas de envidia a Molly, cuya posición sabían que nunca se vería amenazada.

Era un espectáculo fascinante. A veces no podía resistir la tentación de fomentarlo. Permitía que alguien montara demasiadas veces seguidas a alguno de los caballos favoritos, dedicaba más tiempo de la cuenta a una de las chicas durante un par de clases, mientras que a otras no les hacía caso… Y siempre funcionaba. Enseguida surgían las intrigas y empezaba a bullir el descontento. Marta veía las miradas, los grupitos, y eso la divertía. Era facilísimo aprovecharse de su inseguridad y prever sus reacciones.

Siempre había tenido esa capacidad, y quizá por eso le resultó tan insoportable cuando su hija era pequeña. Los niños pequeños son imprevisibles y no podía hacer que se acomodaran a sus deseos con la misma facilidad. Al contrario, se vio obligada a acomodarse a las necesidades de Molly, a cuándo quería dormir y comer, o de repente se ponía penosa, sin que hubiera ninguna razón lógica. En honor a la verdad, lo de ser madre ya no era para tanto. A medida que Molly se hacía mayor, era más fácil controlarla, prever sus reacciones y actitudes. Y, al descubrir el talento que tenía para los caballos, empezó a tener con ella otra relación. Como si de verdad fueran familia, y Molly no fuera un ser extraño que un día se le alojó en las entrañas.

Valiant corría y galopaba ya raudo y feliz. Marta conocía tan bien el camino que se atrevió a dejarlo correr tan rápido como quería. Alguna que otra rama la obligaba a bajar la cabeza y, a veces, cuando pasaban retumbando, les caían encima puñados de nieve. La nieve se arremolinaba alrededor de las pezuñas y era como cortar el viento sobre las nubes. Jadeaba y sentía el esfuerzo de cada músculo. La gente que no montaba creía que no era más que ir tranquilamente sentado a lomos del caballo. No sabían que trabajaban todos y cada uno de los músculos. Después de una buena carrera, Marta solía sentir un agotamiento maravilloso.

Jonas había salido a atender una urgencia aquella mañana. Siempre tenía el teléfono encendido, las veinticuatro horas del día, y lo llamaron de una de las granjas cercanas poco antes de las cinco. Una vaca que estaba muy mal; unos minutos después, Jonas se había vestido y se había sentado al volante. Marta se despertó al oír el teléfono y se quedó en silencio observando en la penumbra su espalda mientras se vestía. Después de tantos años como llevaban juntos, la conocía bien y, aun así, le resultaba extraña. Vivir juntos no siempre resultaba fácil. Tenían sus peleas, y había momentos en los que sentía deseos de gritar y de golpearlo de pura frustración. Pero la certeza de que eran el uno para el otro persistía siempre.

Hubo un tiempo en que tuvo miedo. Nunca lo reconoció, ni siquiera quería pensar en ello, pero a lomos del caballo, cuando la libertad permitía que el cuerpo y los sentidos se relajaran, acudían los pensamientos. Habían estado a punto de perderlo todo: su relación, su existencia, la lealtad y la unión que sintieron desde el momento en que se vieron por primera vez.

Había un toque de locura en su amor. Tenía los bordes carbonizados por aquel fuego siempre ardiente, y los dos sabían cómo mantenerlo con vida. Habían explorado su amor de todas las maneras posibles, habían puesto a prueba los límites para ver si aguantaba. Y así era. Tan solo una vez estuvo a punto de romperse, pero en el último momento, todo se arregló y volvió a la normalidad. El peligro pasó, y Marta había optado por pensar en ello lo menos posible. Era lo mejor.

Espoleó un poco más a Valiant y, casi sin hacer ruido, cruzaron el bosque a la carrera. Hacia la nada, hacia todo.

Patrik se sentó en la cocina y aceptó agradecido el café que Erica le ofrecía. La cena romántica de la noche anterior tuvo un final decepcionante cuando Terese Hansson llamó preocupadísima por Lasse, su marido. Patrik fue a verla y estuvo hablando con ella y, cuando volvió a casa, Erica había recogido y ya no quedaba ni rastro de la cena. Había dejado la cocina reluciente, seguramente de pura rabia, dado que Kristina y Gunnar vendrían el domingo a tomar café.

Miró de reojo el cuadro que había apoyado contra la pared. Llevaba allí un año por lo menos, y nadie lo colgaba. Si no lo remediaba, Bob el Chapuzas no tardaría en presentarse con el martillo. Patrik sabía que era algo infantil, pero no se sentía a gusto con la idea de que otro hombre arreglara cosas en casa. Debería hacerlo él o, al menos, pagar a alguien que lo hiciera, añadió enseguida, consciente de sus limitaciones con las manualidades.

—Olvídate del cuadro —dijo Erica sonriendo, como si le hubiera leído el pensamiento—. Puedo quitarlo del medio si temes que te lo cuelgue otro.

Por un instante, Patrik sopesó la posibilidad de aceptar la propuesta, pero luego se sintió ridículo.

—No, déjalo. He tenido tiempo de sobra para colgarlo y no lo he hecho; exactamente igual que hay un montón de cosas que debería haber hecho. Así que me aguantaré y me alegraré si alguien me echa una mano.

—Bueno, no eres el único que habría podido colgar el cuadro o arreglar lo demás. Yo también sé manejar un martillo. Pero hemos dado prioridad a otras cosas. El trabajo, los niños, incluso nosotros, diría yo. Así que, ¿qué importa un cuadro sin colgar? —Erica se le sentó en las rodillas y lo abrazó. Él cerró los ojos y aspiró con fruición aquel olor del que nunca se cansaba. Claro que la vida cotidiana había hecho su trabajo y había matado el enamoramiento voraz del principio, pero, en su opinión, había venido a sustituirlo algo mejor. Un amor apacible, firme y fuerte, y había momentos en que sentía por su mujer la misma atracción que en la pasión primera. Era solo que ahora le ocurría más de tarde en tarde, lo cual, quizá, era el modo en que la naturaleza procuraba que la humanidad hiciera algo de provecho en lugar de pasarse el día en la cama.

—Ayer tenía yo unos planes… —Erica le mordisqueó el labio. A pesar de que estaba hecho polvo después del trabajo intenso de los últimos días y de una noche en que le había costado conciliar el sueño, Patrik notó que una parte de él reaccionaba.

—Ajá… y yo… —dijo.

—¿Qué hacéis? —Se oyó una voz desde la puerta, y los dos se sobresaltaron con sentimiento de culpa. Estaba claro que en una casa llena de niños pequeños no podían meterse mano tranquilamente.

—Nada, nos dábamos un beso —dijo Erica, y se levantó.

—Puaj, qué asco —dijo Maja, y salió corriendo de vuelta al salón.

Erica se sirvió un café.

—Dentro de diez años no pensará lo mismo.

—Ay, ni lo menciones. —Patrik se estremeció de espanto. Si hubiera podido, habría detenido el tiempo para que Maja no llegara a la adolescencia en la vida.

—¿Qué vais a hacer ahora? —preguntó Erica, y tomó un poco de café apoyada en el borde de la encimera. Patrik bebió un par de sorbitos antes de responder. La cafeína surtía un efecto mínimo sobre su cansancio.

—Acabo de hablar con Terese y Lasse sigue sin aparecer. Se ha pasado la mitad de la noche buscándolo, y creo que ahora tenemos que intervenir.

—¿Ninguna teoría de qué puede haber ocurrido?

—No, no exactamente. Pero Terese me ha dicho que los últimos meses notaba algo extraño en él, algo diferente, aunque no sabía decir qué con exactitud.

—¿No tenía ni idea? La mayoría se huelen si es una amante, problemas con el juego…

Patrik negó con la cabeza.

—No, pero haremos una ronda de preguntas entre los conocidos, y le he pedido a Malte, el director del banco, que me pase los extractos de la cuenta para ver si ha hecho algún pago o una compra que explique dónde se ha metido. Malte me ha dicho que se llegaría al banco de un salto para hacerlo enseguida. —Miró el reloj. Eran casi las nueve y la luz empezaba a salir por el horizonte. Detestaba el invierno con aquellas noches eternas.

—Una de las ventajas de vivir en un pueblo tan pequeño: que el director del banco puede «llegarse de un salto» a la oficina.

—Pues sí, por suerte, eso simplifica el proceso. Y espero que nos proporcione alguna pista. Según Terese, era Lasse el que llevaba las riendas de la economía.

—Comprobaréis si ha pagado algo con tarjeta o si ha sacado dinero en un cajero desde que desapareció, ¿verdad? Puede que se haya hartado y decidiera largarse en el primer avión a Ibiza. Por cierto, también deberíais mirar los vuelos. No sería la primera vez que un padre de familia en el paro huye de la vida cotidiana.

—Desde luego, a mí se me ha pasado por la cabeza muchas veces, aunque no esté en el paro. —Patrik sonrió y se ganó un manotazo en el hombro.

—¡No serías capaz! Largarte a Magaluf a beber chupitos con jovencitas.

—Me dormiría después del primer trago. Y llamaría a los padres para que vinieran a recoger a sus hijas.

Erica soltó una risotada.

—Un punto para ti. Pero bueno, mira los vuelos, nunca se sabe. No todos están tan cansados como tú, ni tienen tu ética.

—Ya le he dicho a Gösta que lo mire. Y Malte me dará la información sobre los pagos con tarjeta y los reintegros en cajero. Además de que comprobaremos las llamadas al móvil en cuanto podamos, como es lógico. Así que tengo la cosa controlada, tranquila. —Le guiñó un ojo—. ¿Y qué planes tienes hoy?

—Kristina y Gunnar van a venir luego. Y, a menos que tengas algo en contra, pensaba dejarles a los niños un rato mientras yo trabajo un poco. Tengo muchas ganas de seguir avanzando, o no conseguiré averiguar por qué Laila se ha interesado tanto por las desapariciones. Si encuentro la conexión, puede que termine contándome por fin qué pasó cuando Vladek fue asesinado. Todo el tiempo he tenido la sensación de que quiere contarme algo, pero no sabe cómo o no se atreve.

La luz de la mañana inundaba ya toda la cocina. El pelo rubio de Erica resplandecía delante de la ventana y Patrik volvió a pensar en lo mucho que quería a su mujer. Tanto más en momentos como aquel, en que irradiaba entusiasmo y pasión por su trabajo.

—Por lo demás, el hecho de que se haya llevado el coche indica que Lasse no sigue por aquí —dijo Erica cambiando de tema.

—Puede. Terese ha estado buscándolo, pero hay muchos sitios en los que puede haber dejado el coche. Algún camino en medio del bosque, por ejemplo, y si lo tiene en algún garaje de cualquier granja, no será fácil de encontrar. Esperemos que la opinión pública coopere, así será más fácil dar con él, si es que sigue por la comarca.

—¿Qué coche es?

Patrik se levantó después de apurar el café.

—Un Volvo Combi rojo.

—¿Uno como ese? —preguntó Erica, y señaló hacia el gran aparcamiento que había delante de la playa, frente a la casa.

Patrik miró en la dirección en que ella señalaba con el dedo. Se quedó boquiabierto. Allí estaba: el coche de Lasse.

Gösta colgó el teléfono. Malte lo había llamado para comunicarle que acababa de enviar a la comisaría un fax con la documentación del banco, así que se levantó para ir a buscarla. Todavía le resultaba extraño que alguien pudiera meter un papel en una máquina y que ese mismo papel apareciera en otra máquina de otro sitio como por arte de magia.

Soltó un gran bostezo. Se habría quedado remoloneando en la cama un rato más. O incluso se habría tomado el domingo libre, pero no estaban las cosas para esos lujos. Poco a poco fueron saliendo los documentos, y cuando pareció que no había más, los reunió y se dirigió a la cocina. Aquello era más agradable que su despacho.

—¿Quieres que te eche una mano? —preguntó Annika, que ya estaba allí, sentada a la mesa.

—Sí, te lo agradecería. —Dividió el montón en dos mitades y le dio una.

—¿Qué ha dicho Malte del uso de la tarjeta?

—Pues sí, que Lasse no ha usado la tarjeta desde antes de ayer, y tampoco ha sacado dinero del cajero.

—De acuerdo. He enviado una consulta a las compañías aéreas, tal y como me pediste. Pero no parece verosímil que se haya ido al extranjero sin usar la tarjeta, a menos que tuviera una gran cantidad de dinero en efectivo.

Gösta empezó a hojear los documentos, que estaban en la mesa.

—Bueno, eso podemos verlo en los reintegros, si ha sacado alguna suma reseñable en los últimos días.

—Aunque, la verdad, no parece que tuvieran margen para eso —señaló Annika.

—No, claro, Lasse estaba sin trabajo, y no creo que Terese gane mucho. Más bien deberían andar cortos de dinero. O no… —dijo lleno de asombro, al ver las cifras que tenía delante.

—¿Qué pasa? —Annika se inclinó para ver a qué se refería Gösta. Él giró el documento y señaló la última línea de saldo.

—Anda —dijo Annika asombrada.

—En esta cuenta hay cincuenta mil coronas. ¿Cómo demonios pueden tener tanto dinero? —Ojeó rápidamente los asientos del extracto bancario—. Hay bastantes ingresos. Ingresos al contado, según parece. Cinco mil coronas cada vez, una vez al mes.

—Pues los ingresos debía de hacerlos Lasse, si era él quien se encargaba de la economía.

—Sí, seguramente. Pero tendremos que preguntarle a Terese.

—¿De dónde ha podido sacar ese dinero? ¿Del juego?

Gösta tamborileaba con los dedos en la mesa.

—No he oído nada de que jugara, no creo. Habrá que revisar su ordenador, por si jugaba por internet, pero claro, en ese caso deberían haberse registrado ingresos de alguna casa de apuestas. Puede ser el pago de algún trabajo que haya hecho, algo turbio que no pudiera contarle a Terese.

—¿No te parece un poco rebuscado? —Annika frunció el entrecejo.

—No, si tenemos en cuenta que ahora está desaparecido. Y que Terese dice que puede que le estuviera ocultando algo.

—Pues no va a ser fácil averiguar de qué trabajo se trata. Es imposible rastrear ese dinero.

—Claro, antes tenemos que encontrar a quien le haya dado el trabajo. Entonces podremos investigar la cuenta de esa persona y ver si hay reintegros por las mismas cantidades.

Gösta repasó otra vez todos los números, con las gafas en la punta de la nariz, pero no encontró nada raro. Aparte de los ingresos al contado, efectivamente, la familia llegaba a fin de mes a duras penas, y tomó nota de que parecían controlar mucho los gastos.

—Es un tanto preocupante que haya desaparecido y que no haya sacado nada de todo ese dinero —dijo Annika.

—Sí, a mí también me lo parece. No presagia nada bueno.

Se oyó un móvil en la cocina, Gösta echó mano de su teléfono. Vio en la pantalla que era Patrik y respondió enseguida.

—Hola. ¿Qué? ¿Dónde? Vale, vamos ahora mismo.

Colgó, se levantó y se guardó el teléfono.

—El coche de Lasse está en Sälvik. Y hay sangre en la playa.

Annika asintió despacio. No parecía sorprendida.

Tyra miraba a su madre desde la puerta de la cocina. Le partía el corazón verla tan preocupada. Llevaba allí, como paralizada, sentada en la cocina, desde que volvió a casa después de haberse pasado casi toda la noche buscando a Lasse.

—Mamá —dijo Tyra, pero no obtuvo ninguna reacción—. ¡Mamá!

Terese levantó la vista.

—¿Sí, cariño?

Tyra se le acercó, se sentó a su lado y le dio la mano. Aún la tenía fría.

—¿Cómo están los chicos? —preguntó Terese.

—Están bien. Se han ido a jugar a casa de Arvid. Oye, mamá…

—Sí, perdona, querías decirme algo. —Terese parpadeó con gesto cansino. Apenas podía mantener los ojos abiertos.

—Es que quería enseñarte una cosa, ven.

—¿Ah, sí? —Terese se levantó y siguió a Tyra hasta el salón.

—Lo descubrí hace algún tiempo. Y no he… No sabía si contarlo o no.

—¿El qué? —Terese la miró extrañada—. ¿Tiene algo que ver con Lasse? Porque, en ese caso, deberías contármelo ahora mismo.

Tyra asintió despacio. Luego, tomó impulso.

—Lasse tiene dos biblias, pero solo lee una. Me preguntaba por qué nunca usaba la otra. Y un día fui a leerla. —Sacó una de las biblias de la estantería y la abrió—. Mira.

El interior estaba hueco y era un escondite.

—¿Qué es esto…? —dijo Terese.

—Lo descubrí hace unos meses, y he mirado de vez en cuando. A veces había dinero, y siempre la misma cantidad. Cinco mil coronas.

—No lo entiendo. ¿De dónde habrá sacado Lasse tanto dinero? ¿Y por qué lo escondía?

Tyra meneó la cabeza. Notó que se le hacía un nudo en el estómago.

—No lo sé, pero debería haberlo dicho. ¿Y si le ha pasado algo que tiene que ver con el dinero? Será culpa mía, porque si te lo hubiera contado, puede que… —Y ya no pudo aguantar más las lágrimas.

Terese la abrazó y la consoló acariciándola.

—No es culpa tuya, comprendo perfectamente que no dijeras nada. Yo tenía la sensación de que Lasse me estaba ocultando algo, y seguramente tiene que ver con este dinero, pero nadie podía prever lo que iba a pasar. Y ni siquiera sabemos si ha pasado algo de verdad. Puede que haya recaído y esté borracho tirado en algún sitio, y en ese caso, la policía lo encontrará pronto.

—Ni tú misma te lo crees, mamá… —sollozó Tyra, apoyada en el hombro de su madre.

—Vamos, vamos, no sabemos nada; y es una tontería andar con especulaciones. Llamo a la policía ahora mismo y les cuento lo del dinero, a ver si les ayuda a averiguar algo. Y nadie te va a recriminar nada. Has sido leal con Lasse, no querías causarle problemas sin necesidad, y me parece bien. ¿De acuerdo? —Terese le enmarcó la cara entre las manos: tenía las mejillas ardiendo y el frescor de las manos de su madre le resultó agradable.

Después de darle un beso en la frente, fue a llamar por teléfono. Tyra se quedó sola, secándose las lágrimas. Luego fue detrás de su madre. Pero no había llegado a la cocina cuando la oyó gritar.

Mellberg miraba al fondo del agujero desde el borde del muelle.

—Bueno, pues ya lo hemos encontrado.

—Eso todavía no lo sabemos —dijo Patrik. Estaba a unos pasos del lugar, a la espera de que llegaran los técnicos. Pero Mellberg no se había dejado retener.

—El coche de Lasse está aparcado ahí arriba. Y aquí hay sangre. Claro como el agua, lo han matado y lo han soltado en el agujero. No creo que le veamos el pelo hasta que emerja a la superficie para la primavera. —Mellberg dio otro par de pasos hacia el borde del muelle y Patrik se mordió la lengua.

—Torbjörn viene de camino, estaría bien que tocáramos lo menos posible hasta que llegue —dijo con tono de súplica.

—No tienes que decírmelo. Sé perfectamente cómo hay que moverse en el escenario del crimen —dijo Mellberg—. Yo creo que tú ni habías nacido cuando yo hice mi primera investigación, y deberías mostrar algo de respeto por…

Dio un paso atrás y, cuando se dio cuenta de que tenía el pie en el aire, cambió la expresión altanera por otra de sorpresa. Con gran estruendo, cayó en el agujero, y arrastró consigo otro trozo de hielo.

—¡Nooo! —gritó Patrik, y echó a correr hacia él.

Por poco le da un ataque de pánico cuando se dio cuenta de que no había salvavidas ni ninguna otra herramienta cerca, y sopesó la posibilidad de tumbarse boca abajo en el hielo y tratar de izar a Mellberg. Pero justo cuando iba a hacerlo, el jefe logró agarrarse a la escalerilla y subir por sus propios medios.

—¡Joder, qué fría está! —Se tumbó jadeando en los tablones cubiertos de nieve. Patrik observaba el desastre con pesadumbre. Torbjörn sería el hombre de los milagros si encontraba algo útil en aquella escena del crimen después de que Mellberg hubiera pasado por encima.

—Vamos, Bertil, tienes que entrar en calor. Vamos a mi casa —dijo, y tiró de Mellberg para ponerlo de pie. Con el rabillo del ojo, vio que Gösta y Martin bajaban corriendo hacia la playa mientras él iba empujando a Mellberg.

—¿Pero qué…? —Gösta miraba perplejo a su jefe que, empapado, pasó tiritando delante de ellos para subir la empinada pendiente que conducía al aparcamiento y a la casa de Patrik.

—No digáis nada —suspiró Patrik—. Esperad a que lleguen Torbjörn y su equipo. Y avisadles de que el lugar del crimen no está en condiciones óptimas. Tendrán suerte si pueden obtener una sola huella.

Jonas llamó al timbre con cuidado. Nunca había estado antes en casa de Terese, y tuvo que comprobar la dirección en la red.

—Hola, Jonas. —Tyra se quedó asombrada al abrir la puerta, pero lo invitó a pasar.

—¿Está tu madre en casa?

Tyra asintió y señaló al interior. Jonas miró alrededor. Todo estaba limpio y era acogedor, sin pretensiones, tal y como él se había imaginado. Entró en la cocina.

—Hola, Terese. —Vio que también ella se asombraba—. Solo quería ver cómo estabais Tyra y tú. Sé que hace mucho que no nos vemos, pero las chicas de la escuela de equitación me han contado lo de Lasse. Que ha desaparecido.

—Ya no. —Terese tenía los ojos hinchados por el llanto, y hablaba con voz monótona y quebrada.

—¿Lo han encontrado?

—No, solo el coche. Pero lo más probable es que esté muerto.

—¿Es eso verdad? ¿No quieres llamar a alguien? Puedo llamar yo si quieres, no sé, un sacerdote, algún amigo… —Jonas sabía que sus padres habían fallecido hacía unos años, y sabía que no tenía hermanos.

—Gracias, tengo a Tyra conmigo. Y los pequeños están en casa de unos buenos amigos. Todavía no saben nada.

—Ya. —Se quedó en la cocina sin saber qué hacer—. ¿Prefieres que me vaya? Querréis estar solas, claro.

—No, quédate. —Terese señaló la cafetera—. Hay café, y tengo leche en el frigorífico. Creo recordar que lo tomabas con leche, ¿no?

Jonas sonrió.

—Vaya memoria. —Se sirvió una taza y puso otra para ella. Luego se sentó enfrente.

—¿Sabe la policía qué ha podido pasar?

—No. Tampoco querían decirme demasiado por teléfono. Solo que tenían razones para creer que Lasse está muerto.

—¿Es que suelen comunicar la muerte de un familiar por teléfono?

—No, yo había llamado a Patrik Hedström por… Por otro asunto. Y me di cuenta por su tono de voz de que había pasado algo, así que supongo que se sintió obligado a decírmelo. Pero iba a venir alguien de la Policía.

—¿Cómo se lo ha tomado Tyra?

Terese tardó un poco en responder.

—Bueno, Lasse y ella no tenían una relación muy estrecha que digamos —dijo al fin—. Los años en que él era alcohólico estaba siempre ausente, y luego se metió en otra cosa que a veces nos parecía más extraña todavía.

—¿Tú crees que lo que le ha pasado puede tener algo que ver con ese nuevo interés? ¿O con el antiguo?

Terese lo miró extrañada.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, alguna disputa que se haya disparado en la congregación. O que haya retomado el contacto con sus viejos amigos de borrachera y se haya metido en algo ilegal, no sé. Que alguien quisiera hacerle daño…

—No, me cuesta creer que haya vuelto al mundo de la bebida. Se diga lo que se diga, la iglesia lo mantenía alejado del alcohol. Y nunca le he oído una palabra sobre nadie de la congregación. Solo le aportaban amor y perdón, como él decía siempre. —Terese dejó escapar un sollozo—. Pero yo no lo había perdonado. Había decidido dejarlo. Y ahora que no está, lo echo de menos. —Ya no pudo contener más el llanto y Jonas le dio una servilleta del servilletero que había en la mesa. Terese se secó las mejillas.

—¿Estás bien, mamá? —Tyra apreció en la puerta y la miraba preocupada.

Terese le respondió entre lágrimas con una sonrisa forzada.

—Sí, hija, tranquila, no pasa nada.

—Bueno, puede que no haya sido muy acertado por mi parte presentarme aquí —dijo Jonas—. Pensé que quizá fuera de ayuda…

—Has sido muy amable, es un gesto muy bonito, Jonas —dijo Terese.

En ese instante llamaron a la puerta y los dos dieron un respingo. El timbre tenía un sonido chillón; se repitió otra vez, hasta que Tyra abrió la puerta. Al oír que alguien entraba en la cocina, Jonas se volvió a mirar y se encontró con otra cara de sorpresa.

—Hola, Gösta —dijo apresuradamente—. Estaba a punto de irme. —Se levantó y miró a Terese—. Si hay algo que yo pueda hacer, dímelo. No tienes más que llamar.

Ella le respondió con una mirada elocuente y le dio las gracias.

Cuando se dirigía a la puerta, notó una mano en el brazo. En voz baja, para que Terese no lo oyera, Gösta le dijo:

—Tengo que hablar contigo de una cosa. Me pasaré a verte en cuanto termine aquí.

Jonas asintió. Notó que se le secaba la garganta. No le había gustado el tono de Gösta.

Erica no podía dejar de pensar en Peter, el niño del que se hizo cargo la madre de Laila y que luego se esfumó. ¿Por qué se hizo cargo de él y no de la hermana? ¿Y se fue por voluntad propia después de la muerte de su abuela?

Había demasiados interrogantes en torno a la figura de Peter, y ya era hora de aclarar al menos alguno de ellos. Erica hojeó el cuaderno hasta que llegó a las páginas de los datos de contacto de todos los implicados. Siempre trataba de ser muy metódica y de anotarlos en la misma página. El único problema era su letra, que a veces no entendía ni ella misma.

Desde el piso de abajo llegaban las risas alegres de los niños, que estaban jugando con Gunnar. A pesar de lo poco que hacía que lo conocían, les gustaba el amigo de la abuela, como lo llamaba Maja. Los niños estaban bien, así que Erica podía trabajar un rato con la conciencia tranquila.

Se le fue la mirada hacia la ventana. Había visto a Mellberg llegar en coche, frenar derrapando y luego bajar a medio correr hasta la playa. Pero por mucho que estiraba el cuello, no alcanzaba a ver la orilla, y le habían dado órdenes muy estrictas de mantenerse lejos del lugar a la espera de que Patrik llegara a casa y le contara qué habían encontrado allá abajo.

Volvió a centrarse en el cuaderno. Junto al nombre de la hermana de Laila había garabateado un número de teléfono de España, y Erica alargó la mano en busca del teléfono mientras entornaba los ojos para descifrar lo que había escrito. ¿Lo último era un siete o un uno? Dejó escapar un suspiro y pensó que, en el peor de los casos, tendría que hacer varios intentos. Decidió probar primero con el siete y marcó el número.

Se oyó una señal sorda. El tono de llamada sonaba distinto cuando uno llamaba al extranjero, y Erica siempre había querido saber por qué.

—¡Hola! —respondió una voz masculina.

Hello. I would like to speak to Agneta. Is she at home? —dijo Erica. Había estudiado francés como segundo idioma en el colegio, así que sus conocimientos de español eran inexistentes.

May I ask who is calling? —preguntó el hombre en un inglés impecable.

My name is Erica Falck. —Dudó un instante—. I’m calling about her sister.

Se hizo un largo silencio en el auricular. Luego, la voz dejó el inglés y dijo con cierto acento:

—Soy Stefan, el hijo de Agneta. No creo que mi madre quiera hablar de Laila. Hace muchos años que perdieron el contacto.

—Lo sé, me lo ha dicho Laila. Pero para mí sería muy valioso hablar con tu madre. Puedes decirle que es por Peter.

Un nuevo silencio. Era capaz de notar la aversión a través del hilo telefónico.

—¿No te preguntas nunca cómo le irá a la familia que tienes en Suecia? —A Erica se le escapó la pregunta.

—¿Qué familia? —dijo Stefan—. Allí solo queda Laila, y yo ni siquiera la he visto en persona. Mi madre ya se había mudado a España cuando yo nací, así que no tenemos ningún contacto con esa parte de la familia. Y creo que eso es lo que quiere mi madre.

—¿No podrías preguntarle de todos modos, por favor? —Se oyó suplicarle al joven.

—De acuerdo, pero no cuentes con que vaya a aceptar.

Stefan dejó el auricular en la mesa y se lo oyó deliberar con alguien entre susurros. Erica pensó que hablaba bien el sueco. Tenía un acento muy leve y muy bonito, en el que se intuía el tenue ceceo que sabía que existía en el español.

—Puedes hablar con ella unos minutos. Te la paso.

Erica dio un respingo al oír de nuevo la voz de Stefan, absorta como estaba en sus reflexiones lingüísticas.

—¿Hola? —dijo una voz de mujer.

Erica volvió en sí y se presentó brevemente, le dijo que estaba escribiendo un libro sobre el caso de su hermana y que le agradecería mucho que le permitiera hacerle unas preguntas.

—No sé qué podría aportar. Laila y yo interrumpimos la relación hace muchos años, y no sé nada ni de ella ni de su familia. No podría ayudarte ni aunque quisiera.

—Laila dice exactamente lo mismo, pero las preguntas que quería hacerte son sobre Peter, y esperaba que pudieras decirme algo.

—Ah, ¿y qué quieres saber? —preguntó Agneta con resignación.

—Pues una duda que me asalta es por qué vuestra madre no se hizo cargo también de Louise, solo de Peter. ¿No habría sido lo más natural que la abuela se quedara con los dos nietos, en lugar de separarlos? Louise fue a parar a una casa de acogida.

—Es que Louise necesitaba… cuidados especiales. Y mi madre no podía dárselos.

—Ya, pero ¿qué tenía la niña de especial? ¿Es por lo traumatizada que estaba? ¿Y nunca sospechasteis que Vladek maltrataba a su familia? Tu madre vivía aquí, en Fjällbacka, me figuro que debió de imaginarse que algo no iba bien, ¿no? —Las preguntas brotaban de sus labios como una tromba, y en un primer momento no oyó más que silencio al otro lado.

—De verdad, no quiero hablar de esto. Pasó hace muchos años. Fue una mala época y prefiero dejarla atrás. —La voz de Agneta sonaba débil y quebradiza a través de la conexión telefónica—. Nuestra madre hizo lo que pudo para proteger a Peter, es lo que puedo decir.

—¿Y Louise? ¿Por qué no la protegió a ella también?

—Vladek se encargaba de Louise.

—¿Porque era niña, por eso se llevó la peor parte? ¿Por eso la llamaban simplemente la Niña? ¿Acaso Vladek odiaba a las mujeres, pero trataba mejor a su hijo? Laila también tenía lesiones… —Continuó bombardeándola a preguntas, por miedo a que, en cualquier momento, Agneta concluyera la conversación.

—Era… complicado. No puedo responder a tus preguntas. Y no tengo nada más que decir.

Parecía que Agneta estaba a punto de colgar, y Erica se apresuró a cambiar de tema.

—Comprendo que es doloroso hablar de todo esto, pero ¿qué crees que ocurrió cuando murió vuestra madre? Según el informe policial, hubo un robo con violencia. Lo he leído, y he hablado con el policía responsable de la investigación. Pero me pregunto si es posible. Parece una casualidad extraordinaria que se den dos asesinatos en la misma familia, aunque pasaran tantos años entre uno y otro.

—Puede ser. Hubo un robo, tal y como constató la policía. Alguien, probablemente varias personas, entraron en la casa de noche. Mi madre se despertó y los ladrones se pusieron nerviosos y la mataron a golpes.

—¿Con un atizador?

—Sí, supongo que fue lo que encontraron a mano con las prisas.

—No había huellas dactilares, ningún rastro, nada. Tuvieron que ser unos ladrones muy cuidadosos. Resulta un tanto extraño que, a pesar de ser tan cuidadosos y haberlo planeado tan bien, se pusieran nerviosos cuando se despertó quien vivía en la casa.

—A la policía no le extrañó. Incluso tenían la teoría de que Peter estaba involucrado, pero luego lo descartaron por completo.

—Y después, Peter desapareció. ¿Tú qué crees que pasó?

—Quién sabe. Puede que ahora esté en alguna isla del Caribe. Es una idea reconfortante. Pero no lo creo. Yo creo que no pudo soportar el trauma de la infancia y el hecho de que otra persona a la que también quería muriera asesinada.

—O sea… o sea que tú crees que se suicidó.

—Sí —dijo Agneta—. Eso creo, por desgracia, aunque espero estar equivocada. En fin, lo siento, pero no tengo tiempo. Stefan y su mujer están a punto de irse y yo me quedo con sus hijos.

—Solo una pregunta más —le rogó Erica—. ¿Cómo era la relación con tu hermana? ¿Os llevabais bien? —Quería terminar con una pregunta neutral para que Agneta no se negara a hablar con ella si la llamaba otra vez.

—No —dijo Agneta, después de una larga pausa—. Éramos muy distintas y no teníamos mucho en común. Y yo no quise que se me relacionara con la vida de Laila y con los caminos que tomó. Ninguno de los ciudadanos suecos con los que me relaciono aquí sabe que soy su hermana, y preferiría que siguiera siendo así. Por eso no quiero que escribas sobre mí, y tampoco quiero que le cuentes a nadie que tú y yo hemos hablado, ni siquiera a Laila.

—Te lo prometo —dijo Erica—. Una última pregunta. Laila ha guardado todos los recortes de periódico de chicas que han desaparecido en Suecia en los dos últimos años. Una de ellas aquí, en Fjällbacka. Apareció esta semana, pero la atropelló un coche y murió. Sin embargo, presentaba lesiones graves ocasionadas durante el tiempo que estuvo en cautividad. ¿Se te ocurre por qué Laila podría estar interesada en esos casos? —Guardó silencio; solo se oía la respiración de Agneta.

—No —dijo brevemente y, acto seguido, se apartó del teléfono y gritó algo en español—. Tengo que ir a ocuparme de mis nietos. Pero, como he dicho, no quiero que se me relacione con este asunto de ninguna manera.

Erica le aseguró una vez más que no la nombraría, y concluyó la conversación.

Iba a pasar a limpio lo que acababa de garabatear cuando se oyó un tumulto procedente de la entrada. Se levantó a toda prisa de la silla de escritorio, salió corriendo de la habitación y miró por la barandilla de la escalera.

—¿Qué demo…? —dijo, y bajó a la carrera. Abajo estaba Patrik, quitándole como podía la ropa a un Bertil Mellberg iracundo, que tenía los labios morados y temblaba de frío.

Martin entró en la comisaría y pateó el suelo para sacudirse la nieve de las botas. Cuando pasó por delante de la recepción, Annika lo miró por encima de la montura de plástico de las gafas para el ordenador.

—¿Qué tal ha ido?

—Bueno, pues más o menos como siempre que Mellberg está presente.

Al ver la expresión interrogante de Annika, le dio cuenta de las hazañas de Mellberg con toda la calma de que fue capaz.

—Madre mía. —Annika meneaba la cabeza—. Ese hombre nunca dejará de sorprendernos. ¿Qué ha dicho Torbjörn?

—Que, por desgracia, no será fácil obtener huellas de pisadas ni nada parecido, después de que Mellberg haya pisoteado el escenario del crimen como lo ha hecho. Sin embargo, sí consiguió una muestra de sangre. Debería haber coincidencia con la de Lasse, y también con el ADN de los hijos, así sabremos si es suya.

—Bueno, pues menos mal. ¿Creéis que está muerto? —preguntó Annika.

—Había mucha sangre en el muelle, y también en el hielo, al lado del agujero, pero ningún rastro de sangre iba del agua a tierra, así que si la sangre es de Lasse, será lo más probable.

—Qué triste. —A Annika se le llenaron los ojos de lágrimas. Siempre había sido muy sensible, y desde que, junto con Lennart, su marido, adoptaron a una niña de China, se había vuelto aún más sensible a las injusticias.

—Pues sí, nunca pensamos que acabaría tan mal. Más bien creíamos que íbamos a encontrarlo como una cuba tirado en algún sitio.

—Qué destino más espantoso. Pobre familia. —Annika guardó silencio unos instantes, pero luego se serenó—. Por cierto, he conseguido localizar a todos los investigadores que se verían implicados si celebramos la reunión en Gotemburgo. Se lo he pasado a Patrik y, claro está, a Mellberg. ¿Qué vais a hacer Gösta y tú? ¿Participáis también?

Martin había empezado a sudar con la calefacción, y se quitó el chaquetón. Al pasarse la mano por el pelo rojizo notó que se le humedecía.

—A mí me habría gustado. Y yo creo que a Gösta también, pero no podemos dejar la comisaría desierta. Sobre todo ahora que, además, tenemos un caso de asesinato que investigar.

—Me parece sensato. Y a propósito de sensato, Paula está otra vez abajo, en el archivo. Podrías echarle un vistazo, ¿verdad?

—Claro, bajo ahora mismo —dijo Martin, pero antes pasó por su despacho para dejar allí la ropa de abrigo.

Una vez en el sótano comprobó que la puerta del archivo estaba abierta, pero dio unos golpecitos discretos, porque Paula parecía totalmente inmersa en el contenido de las cajas que tenía en el suelo.

—¿Todavía no te has rendido? —dijo al tiempo que entraba en la sala.

Paula levantó la vista y dejó a un lado una carpeta.

—Seguramente, no lo encontraré, pero al menos he estado sola un rato. ¿Quién iba a pensar que un recién nacido podía dar tanto que hacer? Con Leo no fue así para nada.

Hizo amago de ir a levantarse y Martin le dio la mano.

—Ya, ya me he dado cuenta de que Lisa es un tanto especial. Ahora estará con Johanna, ¿no?

Paula negó con la cabeza.

—Johanna se ha llevado a Leo. Iban a montar en trineo, así que Lisa se ha quedado en casa con la abuela. —Respiró hondo varias veces y estiró la espalda—. Bueno, y a vosotros, ¿qué tal os ha ido? Me han dicho que habéis encontrado el coche de Lasse, y que había sangre en la zona del hallazgo.

Martin le contó lo mismo que acababa de decirle a Annika sobre la sangre en el agujero, y también lo del baño involuntario de Mellberg.

—¡Estás de broma! ¿Cómo puede ser tan torpe? —Paula lo miraba perpleja—. Pero ¿se encuentra bien? —añadió después; y Martin sonrió para sus adentros al ver que, a pesar de todo, Paula se preocupaba por Mellberg. Sabía lo mucho que Bertil quería al hijo de Paula y de Johanna, y el hombre tenía algo que hacía que uno se encariñara con él, a pesar de lo trabajoso que era.

—Sí, sí, no le ha pasado nada. Ahora está descongelándose en casa de Patrik.

—Bueno, la verdad es que estando Bertil de por medio, siempre pasa algo. —Paula sonrió—. Cuando has llegado yo estaba pensando en tomarme un descanso. Me está doliendo muchísimo la espalda de estar sentada en el suelo. ¿Me acompañas?

Ya iban escaleras arriba y camino de la cocina cuando Martin se paró y le dijo:

—Voy a mi despacho un momento, tengo que mirar una cosa.

—Vale, voy contigo —dijo Paula, y echó a andar tras él.

Martin empezó a revolver entre sus papeles y Paula se puso a mirar la estantería mientras observaba de reojo lo que hacía. Como de costumbre, tenía la mesa hecha un verdadero lío.

—Echas de menos el trabajo, ¿verdad? —dijo Martin.

—Puedes estar seguro. —Ladeó la cabeza para leer los títulos—. Oye, ¿has leído todo esto? Libros de psicología, de técnica criminalística, madre mía, si hasta tienes… —Paula se interrumpió en mitad de la frase y se quedó mirando la colección de libros que Martin tenía primorosamente colocada en la estantería.

—Soy tonta de remate. No había leído sobre el asunto de la lengua en el archivo, sino ahí. —Señaló los libros y Martin se volvió extrañado a mirar. ¿Sería posible?

Gösta entró en la explanada de la escuela de equitación. Siempre resultaba difícil hablar con los familiares. En este caso, además, tampoco había podido dar ningún aviso claro de defunción. Existían indicios evidentes de que a Lasse le había ocurrido algo y de que, con toda probabilidad, no seguía con vida, pero Terese tendría que seguir en la incertidumbre por un tiempo todavía.

Se extrañó al ver a Jonas en su casa. ¿Qué había ido a hacer allí? Además, lo vio preocupado cuando le dijo que quería hablar con él. Y eso era bueno. Si Jonas estaba nervioso, a Gösta le resultaría más fácil conseguir que se delatara. O al menos, eso le decía la experiencia.

—Toctoc —dijo en voz alta al mismo tiempo que llamaba a la puerta de Jonas y Marta. Tenía la esperanza de poder hablar con Jonas a solas, así que si Marta o su hija estaban en casa, le propondría que fueran a la consulta.

Jonas abrió la puerta. Le ensombrecía la cara algo así como una película grisácea que Gösta no le había visto con anterioridad.

—¿Estás solo? Quería tratar contigo de un asunto.

Se hizo el silencio unos segundos mientras Gösta esperaba en la escalera. Luego, Jonas lo invitó a pasar con gesto de resignación, como si ya supiera lo que quería. Y quizá fuera así. Debía de saber que solo era cuestión de tiempo que la cosa llegara a oídos de la policía.

—Pasa —dijo—. Estoy solo.

Gösta miró a su alrededor. Habían decorado la casa sin sensibilidad y sin cariño, y no resultaba nada acogedora. Era la primera vez que iba a la casa de la familia Persson, y no sabía qué esperaba encontrarse, pero lo que sí se figuraba era que la gente guapa vivía en ambientes bonitos.

—Es horrible lo de Lasse —dijo Jonas. Señaló con un gesto el sofá del salón.

Gösta se sentó.

—Sí, y nunca es agradable presentarse con noticias así. Por cierto, ¿cómo es que estabas en casa de Terese?

—Fuimos pareja hace muchos años. Desde entonces habíamos perdido el contacto, pero cuando me enteré de que Lasse había desaparecido pensé que quizá podría ayudarle de alguna forma. Su hija viene mucho por la escuela y está muy afectada por lo que le pasó a Victoria. Solo quería que supieran que pueden contar conmigo ahora que lo están pasando tan mal.

—Comprendo —dijo Gösta. Luego se quedaron callados. Se dio cuenta de que Jonas esperaba en tensión a oír lo que tuviera que decirle.

—Bueno, yo quería preguntarte por Victoria. Por cómo era vuestra relación —añadió Gösta.

—Ya —dijo Jonas indeciso—. No hay mucho que decir al respecto. Era una de las alumnas de Marta. Una de las chicas que siempre andan por la escuela de equitación. —Retiró una mota invisible de los vaqueros.

—Según tengo entendido, esa no es toda la verdad —dijo Gösta sin apartar la vista de Jonas.

—¿Qué quieres decir?

—¿Fumas, Jonas?

Jonas se lo quedó mirando con el ceño fruncido.

—¿Por qué me lo preguntas? No, no fumo.

—De acuerdo. Volvamos a Victoria. Ha llegado a mis oídos que teníais… una relación más bien íntima.

—¿Quién ha dicho eso? Yo apenas hablaba con ella. Si coincidía con ella en el establo, quizá intercambiaba unas palabras, igual que con las demás chicas.

—Hemos hablado con su hermano, Ricky, y él asegura sin asomo de duda que Victoria y tú teníais una relación íntima. El mismo día que desapareció, os vio discutir delante de la escuela de equitación. ¿Cuál era el motivo de la discusión?

Jonas agitó la cabeza con vehemencia.

—Ni siquiera recuerdo que hubiéramos hablado ese día. Pero, en cualquier caso, seguro que no fue una discusión. A veces les llamo la atención a las chicas, cuando hacen lo que no deben en los establos, y seguro que era algo de eso. No siempre les gusta que les llame la atención; después de todo, son adolescentes.

—Pues si no me equivoco, acabas de decir que apenas tenías contacto con las chicas en el establo —dijo Gösta con calma, y se retrepó en el sofá.

—Claro, algo de contacto con ellas sí que tengo. Después de todo, soy copropietario de la escuela de equitación, aunque sea Marta quien esté al frente. A veces le ayudo con las cosas prácticas, y si veo que hay algo que no se está haciendo bien, lo digo, como es lógico.

Gösta reflexionaba. ¿Habría exagerado Ricky lo que vio? Sin embargo, aunque no fuera una discusión, Jonas debería acordarse del hecho en sí.

—Fuera o no una discusión, según Ricky, él te echó una bronca. Os vio de lejos, se acercó corriendo y empezó a gritaros a los dos; y después de que Victoria se fuera, siguió gritándote a ti solo. ¿De verdad que no te acuerdas de nada?

—Pues no, no sé de dónde se lo habrá sacado…

Gösta comprendió que no sacaría nada en claro, así que decidió avanzar por otro camino, por más que la respuesta de Jonas no lo hubiera convencido. ¿Por qué iba a mentir Ricky diciendo que se había enfrentado a Jonas?

—Además, Victoria había recibido cartas de amenazas que indicaban que, en efecto, mantenía una relación con alguien —dijo.

—¿Cartas? —Jonas lo miró con cara de tener un torbellino de ideas en la cabeza.

—Sí, cartas anónimas que le enviaban a su casa.

Jonas parecía sorprendido de verdad. Pero claro, eso no tenía por qué significar nada. No era la primera vez que Gösta se dejaba engañar por una apariencia de honradez.

—Yo no sé nada de ninguna carta anónima. Y, desde luego, no tenía ninguna relación con Victoria. Para empezar, estoy casado, y felizmente casado, por cierto. Y para continuar, Victoria era una niña. Ricky está muy equivocado.

—Bueno, pues muchas gracias por haberme atendido —dijo Gösta al tiempo que se levantaba—. Como comprenderás, debemos tomarnos en serio ese tipo de información, y lo examinaremos más a fondo, además de comprobar lo que otras personas tengan que decir al respecto.

—No podéis ir por ahí preguntando semejante cosa, ¿no? —Jonas también se puso de pie—. Ya sabes cómo es la gente de por aquí. Bastará con que formuléis la pregunta para que crean que es verdad. ¿No comprendes que se difundirán unos rumores de consecuencias nefastas para la escuela de equitación? Esto es un malentendido, una mentira. Por Dios, Victoria tenía la edad de mi hija. ¿Puede saberse por quién me tomáis? —Jonas tenía la cara descompuesta de ira, en lugar de la expresión afable y risueña que lo caracterizaba.

—Seremos discretos, te lo prometo —dijo Gösta.

Jonas se pasó la mano por el pelo.

—¿Discretos, dices? ¡Esto es un disparate!

Gösta se dirigió al vestíbulo y, cuando abrió la puerta, se encontró con Marta, que estaba allí mismo en la escalera. Dio un respingo de asombro.

—Hola —dijo—. ¿Tú por aquí?

—Pues… estaba comprobando unos detalles con Jonas, solo eso.

—¡Gösta quería hacerme unas cuantas preguntas más sobre el robo! —gritó Jonas desde el salón.

Gösta asintió.

—Sí, un par de cosas que se me olvidó preguntarle el otro día.

—Ya. Por cierto, qué horror, me he enterado de lo de Lasse —dijo Marta—. ¿Cómo está Terese? Según Jonas, parecía bastante serena, a pesar de todo.

—Pues… —Gösta no sabía qué responder.

—¿Qué ha pasado? Jonas me ha dicho que habéis encontrado el coche de Lasse.

—Por desgracia, no puedo hablar de una investigación en curso —dijo Gösta, y salió de la casa—. Lo siento, tengo que volver a la comisaría.

Fue agarrándose a la barandilla mientras bajaba la escalera. A su edad corría el riesgo de no levantarse otra vez si resbalaba y se caía al suelo.

—¡Avisad si podemos ser de alguna ayuda! —gritó Marta a su espalda mientras él se dirigía al coche.

Gösta le respondió con un gesto de la mano. Antes de sentarse en el coche miró hacia la casa, donde Marta y Jonas se perfilaban como sombras al otro lado de la ventana del salón. En el fondo, estaba seguro de que Jonas le había mentido sobre la discusión, y quizá también sobre la relación con Victoria. Había algo que sonaba falso en su declaración, pero no resultaría fácil demostrarlo.