Se encaminó hacia la salida de los bajos donde acababa de morir su cuarta víctima en pocos días. Pero con súbita sorpresa, la dama del vestido dorado se paró en seco en la escalerilla de acceso a las calles brumosas en que muy pronto iba a despuntar ya el día, y lanzó una imprecación.
— ¡Frank Cole! —Susurró para sí, con ira—. ¡Debí imaginar que sería demasiado listo para no sospechar algo...!
E inmediatamente, se lanzó a la carrera, calle adelante, al aire su rubia melena, lanzando lejos sus dorados zapatos, y pisando sus desnudos pies, con una agilidad pasmosa, el negro asfalto callejero.
Por el otro extremo de la calle, acababa de emerger un automóvil cuyos faros barrieron un momento la figura de la mujer en fuga. Era el coche de Frank Cole, y ella lo había reconocido sin dificultad. Por eso emprendía ahora la fuga, desapareciendo rápidamente en una esquina, en uno de aquellos angostos callejones inmediatos al dédalo tortuoso de Chinatown, más complejo aún, en medio de la niebla nocturna.
Frank detuvo su automóvil y se precipitó fuera de él, avisando a Lena Tiger y a Kwan Shang, que le acompañaban:
— ¡Bajad del vehículo! ¡No podría maniobrar por esas calles! ¡Es más práctico perseguirla a pie!
Y corrió con la velocidad de centella, que él podía desarrollar.
Al doblar el recodo del callejón, vislumbró en la distancia, doblando otra esquina, a la dorada figura lanzada en vertiginosa fuga. Aceleró más aún su paso, y cuando llegó a la siguiente esquina, observó que había cobrado ventaja sobre su perseguida. La dama rubia estaba más cerca de él.
Tras de Cole iban Kwan y Lena. En algún punto cercano, aullaban las sirenas de la policía, acudiendo para dar caza a la temible criminal. Era una cacería desesperada, que cada vez les aproximaba más a Chinatown.
Cuando empezaban a elevarse los edificios de tejados de pagoda, y los carteles chinos Proliferaban por doquier, Cole observó síntomas de agotamiento en su perseguida. Aceleró cuanto le fue posible, mientras la fugitiva cedía terreno por momentos.
Un lívido clarear asomó por detrás de los edificios, dando una luz sucia y gris a las callejuelas mojadas. Algún chino madrugador, sorprendido, contemplaba a ambos corredores y se apresuraba a alejarse, con paso menudo, eludiendo cualquier posible problema ajeno a él.
— ¡Es inútil! —avisó Cole con voz potente, sin dejar de correr, flexibles sus piernas como las de una pantera en su carrera agotadora—, ¡Ya no puede ir a ninguna parte! ¡El juego ha terminado! ¡Es mejor que se detenga; que se rinda de una vez por todas!
Pero ella no cedió. Siguió corriendo, corriendo, como si no tuviera otra cosa que hacer en su vida. Cole no dejó, tampoco. La distancia se reducía más y más.
De pronto, desfallecida, tropezó la fugitiva en el borde de una acera. Se tambaleó, quiso incorporarse, con la falda de color oro desgarrada hasta un largo y bello muslo, pero no le fue posible. Frank Cole estaba ya junto a ella.
Se alargó su brazo, aferró el de ella, en una llave rápida, y la redujo contra el asfalto mojado. Contempló su rostro, bajo la rubia melena que se disponía a arrancar, como si estuviera convencido de que aquel cabello era falso, y otra clase de melena se ocultaba debajo.
Cole mostró su sorpresa al descubrir bajo el cabello rubio, firme y auténtico, los ojos azules, mirándole muy abiertos, y el rostro pálido, suave y bello de Dyan Nelson, la muchacha rubia.
—Usted... —dijo el joven budoka, reteniéndola con fuerza contra el asfalto—. Usted, Dyan...
En ese momento, un automóvil emergió de una calle lateral. Unos faros envolvieron a Cole y a ella en un cegador chorro de luz. Cole parpadeó, deslumbrado. Miró hacia el coche.
Luego, la calle fue un infierno, cuando las metralletas entraron en acción, barriendo la acera con sus ráfagas de proyectiles mortíferos.
Proyectiles para Frank Cole
y para la Dama del Vestido de
Oro.