CAPITULO III 
VUELVEN LOS REFLEJOS DE ORO


Abner Carruthers estaba asustado. Muy asustado.

Ya lo estuvo aquella mañana, apenas se enteró de la muerte de su amigo Lew Marston en el chamizo donde se alojaba. Yue Lew podía terminar mal cualquier día, no era ninguna novedad ni para Abner Carruthers ni para mucha gente que le conociera lo suficiente. Pero terminar de aquella manera, súbita e imprevisible había logrado amedrentar a más de uno.

Entre esos más, estaba, desde luego, el propio Carruthers.

Hacía aún muy poco tiempo que había telefoneado apremiante a uno de los enlaces de Carlyle, para suprimir su inmediata visita a uno de los centros proveedores de heroína donde debía recoger la mercancía semanal. Su preocupación por aquella muerte violenta e inexplicable, era demasiado grande para arriesgarse.

La voz del esbirro de Douglas Carlyle El Mandarín Blanco, o El Zar del Vicio, como le llamaban los chinos de los bajos fondos, que se negaban a admitir que un hombre de raza blanca fuese apodado de mandarín, había sido especialmente dura en su respuesta:

—Por esta vez, pase, Abner. Pero al patrón no va a gustarle nada que te asustes y no quieras distribuir. No olvides que debes pasar, mañana, por las oficinas para hablar con el patrón sobre ello. Y la semana que viene no queremos excusas. O vienes, o quedas fuera del negocio. Y ya sabes lo qué significa aquí quedar fuera, a rudos los efectos.

Pese a su temor, Carruthers so había estremecido al oír las palabras del otro. Sí, claro que lo sabía. Y lo sabía muy bien. Significaba el fin. No sólo como distribuidor de la mercancía, sino como todo. Como persona, incluso, si temían que pudiera irse de la lengua. No encontraría ningún otro trabajo en Chinatown. So lo vigilaría estrechamente. La menor sospecha sobre su actividad, significaría su ejecución inmediata. A Carlyle o al Mandarín Amarillo, el siniestro Loo Wong, le sobraban esbirros perfectamente adiestrados para matar. Nunca fallaban el golpe.

Claro que uno de esos esbirros había sido, precisamente, Lew Marston. Y alguien le había cortado limpiamente el cuello con un maldito chisme de acero, parecido a un abanico y que, según rumores por las callejas de Chinatown, confirmados luego por los periodistas, era un artilugio de Aires Marciales Orientales.

Abner Carruthers tenía miedo por todos lados. Temía a Loo Wang y a Carlyle. Temía, también, a quien fue capaz de sorprender a Marston y asesinarlo fríamente. Sobre todo, a esa persona.

No importaba que dijeran que era una mujer. Tal vez lo fuese, o tal vez no. El sabía de muchos hombres que podían disfrazarse de mujer, sin necesidad de ser travestís. De noche, con niebla, y en las callejuelas de Chinatown, era posible engañar a cualquiera.

Por todo ello, Abner no saldría esta noche de su casa. No le haría por nada del mundo, ni tan siquiera para embolsarse los doscientos dólares por la distribución de la mercancía entre los minoristas de Chinatown. La idea de que aquella figura cruel y sanguinaria del traje dorado pudiera moverse por entre sus sombras y brumas, era demasiado amenazadora para él.

Por un momento, aquella información sobre una figura de mujer con vestido de oro le había provocado un violento escalofrío. Viejos y casi olvidados recuerdos volvieron, por un instante, a su mente, y su pánico fue irrefrenable. Luego, lo pensó mejor y se dijo que esos terrores eran absurdos, que el presente no podía tener nada que ver con aquella parcela de su tumultuosa vida. Eso le tranquilizó algo, no mucho. Pero se dijo que si había muerto Marston, era mejor no dejarse ver demasiado por las calles durante unos días, a la espera de acontecimientos. Si el trágico fin del drogadicto había sido un hecho aislado, sus vagos presagios se difuminarían, y le volvería la tranquilidad.

Pero por si acaso, era mejor esperar, estar seguro por completo. Aun así, tuvo la idea de telefonear a Rod Travis, pese a que hacía años que no hablaba con él. El teléfono sonó repetidas veces, pero nadie cogió el aparato. Evidentemente, Rod no estaba en casa. Optó por no insistir y olvidar el asunto. Estaba dándole demasiada importancia, sin duda, a algo que no la tenía. Travis, sin duda, se hubiera reído de él y de sus preocupaciones.

Abner tomó un trago largo de whisky, sin hielo. Se sintió bastante mejor. Miró con expresión pensativa los pies sobres de plástico con polvo blanco que le faltaban por entregar a sus minoristas. Ni siquiera iría a repartir eso, al menos durante veinticuatro horas.

Se echó otro vaso de licor. Esta era su única droga. Whisky y mujeres eran sus grandes debilidades. Whisky bourbon, muy seco, y sin hielo ni soda. Mujeres bien llenitas, de grandes pechos y buen trasero. Esos eran sus gustos. La heroína, el ácido y los demás, para los chillados que se metían en tales aficiones asquerosas. Había visto hombres como castillos convertirse en piltrafas nauseabundas, acribillados a pinchazos o saturados de LSD, cuando no enloquecidos por el exceso de opio o marihuana. Le daba asco esa gentuza, pero formaba parte de su negocio, y bien venida fuera al mercado habitual. Con imbéciles así, los grandes del vicio se llenaban los bolsillos, y él cobraba su parte.

Puso la televisión, pero no le gustó el programa, pese a que sólo hacía dos meses que tenía su pequeño portátil de TV en color, y lo cerró, sin buscar más. En vez de ello, conectó la radio, quizás porque la música relajaba más sus nervios y no le producía tensiones. Miró su reloj y torció el gesto. Era demasiado pronto. Sólo las seis de la tarde, aunque la luz del exterior diese la impresión de pertenecer ya a plena noche. Las luces del alumbrado callejero se habían encendido pronto, a causa de la espesa niebla, a la que se había unido, recientemente, una llovizna menuda y persistente.

Iba a hacerse muy larga aquella noche, pero, aun así, no pensaba salir a la calle absolutamente para nada. Encendió la cocina de gas y puso a calentar una lata de judías, mientras preparaba tocino para freír en la sartén. Esa sería toda su cena, junto con una lata de cerveza del frigorífico.

Cenó la ventana, por cuya rendija entraba el húmedo aire de la tarde lluviosa y gris. Se estremeció, no supo si de trío o de inquietud. Contempló el teléfono, diciéndose que debía telefonear a Carlyle para disculparse por su renuncia a trabajar aquella semana. Pero lo pensó mejor, y se dedicó a consumir su frugal comida, sentado en un ángulo de la mesa, mientras la radio emitía música retro, a base de Glenn Miller, Elvis Presley y Judy Garland. Esa música logró entristecerle, no supo si por nostalgia o aburrimiento, y cambió de emisora. Los ritmos de Pink Floyd le resultaron más gratos.

Bostezó, intentando releer alguna noticia del periódico. Pero al encontrarse con las noticias sobre la muerte de Marston, en grandes titulares, optó por olvidarse de eso y buscar una vieja y arrugada revista ilustrada, con abundancia de mujeres desnudas y exuberantes de formas. Resopló, pasando las hojas. De buen grado saldría para buscar a una chica e invitarla a pasar la noche con él. Disponía de dinero para ello, y eso endulzaría notablemente aquel encierro voluntario en tan deprimente noche.

Pero la idea de de que pudiera verle algún agente de Carlyle, o que una criminal de traje dorado apareciera, de repente, en la calle, cortándole el cuello, le alejó semejantes tentaciones de la cabeza.

Tiró la revista, también, para no excitarse más, y bostezó otra vez, encaminándose a la cama para acostarse de una vez, e intentar dormir lo más posible.

Entonces golpearon suavemente la puerta. Con un respingo ele sobresalto, Abner se volvió, clavando sus ojos en la hoja de madera. Esperó, conteniendo el aliento. La llamada se repitió.

Abner Carruthers se movió lentamente hacia su chaqueta, colgada del respaldo de una silla. Preguntó, al tiempo que hundía la mano en un bolsillo interior, extrayendo un revólver de calibre 32, de chato cañón y metal negro, pavonado:

— ¿Quién es?

—Soy la señora Dekker, del apartamento 37 B —dijo, una voz educada y cortés—. Su vecina, señor Carruthers. Por error, han dejado en mi casa un paquete postal dirigido a usted. Es urgente, y he creído que era mejor traérselo cuanto antes.

— ¿Un paquete? ¿Para mí? —Receló Abner, aproximándose a la puerta sin soltar su arma—. ¿Seguro, que es usted la señora Dekker?

— ¡Por Dios, claro que sí! —se oyó una suave risa tras la puerta—. Soy la señora Cynthia Dekker. Pero si no quiere, o no puede, abrir, ahora, no se preocupe, señor Carruthers. Le dejaré el paquete aquí, o bien lo bajaré a la portería, al conserje. El señor Webb podrá entregárselo luego, o mañana. Y disculpe si le molesté...
— ¡Oh, no es nada, señora! —se calmó Abner, guardando su revólver en el bolsillo del pantalón y yendo rápido a abrir—. Lamento haberla importunado con mis recelos, Voy a abrir. No tiene que molestar al señor Webb. Como tengo tan poco trato con todos ustedes, mis vecinos, al principio no podía saber si era usted, o alguien que venía a visitarme, usando un truco. Espero a una chica con quien no deseo verme y...

—Entiendo, si —suspiró la voz—. De todos modos, puedo bajar y...

— Ni lo piense, señora —deslizó el pestillo y abrió—. Yo me haré cargo del paquete. Y muchas gracias por...

Se quedó inmóvil, mudo. Como petrificado, repentinamente. Clavó sus ojos en el rostro que le contemplaba desde el pasillo. Una imprecación de asombro y horror escapó de sus labios, repentinamente trémulos:

— ¡Oh, no, no! —jadeó—. ¿Qué significa:..?

Y buscó desesperadamente el revólver en su bolsillo.

Desde el corredor, la figura femenina, envuelta en una graciosa capa negra, dejando ver el centelleante tejido de lamé dorado que se ceñía a su esbelta y alta figura, se limitó a seguir erguida, mientras unos ojos ardientes, y gélidos a la vez, contemplaban extraña, fatalmente, a Abner Carruthers.

Nunca llegó a extraer su revólver del pantalón. Ella parecía dispuesta a afrontar cualquier posibilidad adversa. Venía preparada para actuar. Y actuó.

Una mano enguantada de la mujer se alzó, rápida. Fue hacia el rostro de Abner, con la celeridad increíble de una centella. Hubiera sido imposible frenar aquel ataque, porque incluso a la vista le era difícil seguir la rapidez del movimiento, preciso y seguro.

No fue la mano de la visitante la que toco el rostro de Abner, sino algo que la envolvía, otra especie de guante de fuerte cuero y metal, provisto de una serie de púas o aristas de acero afiladísimo, que desgarraron brutalmente el rostro del hombre.

El alarido que brotó de labios de Abner fue estremecedor, agudo y rabioso, sobre todo cuando aquellas terroríficas puntas de acero se incrustaron en sus párpados y ojos, reventándoselos en el acto.

Ciego, sacudido por un dolor intolerable, la faz bailada en sangre, colgándole a trozos las mejillas y pómulos, retrocedió unos pasos, emitiendo aullidos de fiera herida, golpeando los muebles torpemente.

La visitante avanzó, implacable, y ahora le aplicó un feroz golpe de su mano erizada de púas incisivas contra la garganta, especialmente sobre la nuez, que desgarró en mortal herida.

Abner cayó de rodillas en el centro de su apartamento, exhalando ahora estertores horripilantes, en la agonía, bañado en escarlata violento. Luego, se desplomó de bruces, mientras un rápido taconeo, marcaba el distanciamiento de la visita mortífera.

Tras el feroz ataque criminal, se marchaba la figura furtiva, ágil, dejando en el corredor regularmente alumbrado, los destellos de oro de un vestido que luego cubrió totalmente la negra capa, cuando la visitante se tundió con la niebla y la oscuridad de la noche, en los entresijos urbanos de Chinatown.

 

* * *

 

El teniente Dobkin pegó un salto en su asiento, cuan do escuchó la noticia por teléfono. Su oscuro rostro reveló estupor y disgusto, mientras mordisqueaba su cigarro nerviosamente.

— ¿Qué mil diablos...? —Comenzó, abrupto—, ¿Está claro de lo que dice?

—Totalmente, señor—respondió la voz del patrullero que informaba—. Un vecino telefoneó histéricamente a la policía. Acudimos rápidamente, puesto que nuestro coche cubría el servicio de esa zona, y aún estaba el cadáver caliente, y la sangre brotando de sus terribles heridas. Los vecinos tenían poco trato con él, pero el conserje le ha identificado como Abner Carruthers, sin ocupación conocida, aunque él decía ser comisionista o algo así.

— ¿Cómo dice que le mataron? —indago Dobkin, que había creído oír mal la primera vez que el patrullero le mencionara ciertos detalles del macabro hallazgo.

—Bueno, desgarrado horriblemente en rostro y garganta, como si una fiera gigantesca le hubiese matado a zarpazos. Pero mi compañero conoce bien Chinatown y las cosas orientales. Incluso ha practicado Artes Marciales. Insiste en que parecen heridas producidas por un Shuko.

— ¿Un... qué? —farfulló Dobkin, airadamente.

—Shuko puede traducirse por garra de tigre —explicó pacientemente el patrullero—. Es un medio de lucha oriental, que usaban antiguamente ciertos guerreros japoneses, unos tipos llamados ninjas o algo así. Según mi compañero, consiste en un guantelete erizado de fuertes púas de acero, que se aplica a la mano, para atacar.

—Comprobaremos eso —rezongó el teniente de Homicidios, con disgusto—. ¿Más detalles, agente?

—Unos pocos, señor: el muerto yacía en el umbral de su puerta. Una visita debió sorprenderle. El conserje no recuerda haber visto a nadie. Pero unos chicos, en la calle, aseguran haber visto salir de la casa a una mujer occidental, rubia y con un abrigo o capa negra. Debajo, vieron brillar su traje de oro.

— Traje de oro... —se estremeció Dobkin—. Me lo temía...

—Sobre un mueble del apartamento de la víctima, encontramos tres bolsas de plástico conteniendo algo que parecía azúcar. Pero no lo era. Se trata de heroína, teniente. Tres pequeñas dosis, de las que acostumbran a vender individualmente los traficantes...

—Está bien, voy para allá en seguida. No toquen nada. Busquen huellas, si las hay.

—Ya hemos llamado a los expertos y a la ambulancia. Pero no haremos nada hasta que usted llegue, teniente.

—De acuerdo —asintió Dobkin. Colgó, ceñudo. Tuvo una breve duda. Luego, recordó algo, se frotó el mentón y marcó un número que conocía de memoria.

Al otro lado del hilo, zumbó el llamador dos o tres veces, antes de que una voz femenina, jovial, preguntara dulcemente:

— ¿Sí, quién llama?

— ¿Eres tú, Lena? —preguntó Dobkin.

—Claro. Usted debe ser el teniente...

—Acierto pleno. Soy Dobkin, sí. ¿Está Cole por ahí, ahora?

—No. Tiene un amigo en San Francisco, y creo que le ha llevado a algunos sitios. No dijo cuándo volvería. ¿Es algo importante?

—No lo sé. Quería pedirle información sobre algo.

—Si puedo ayudarle yo... O tal vez Kwan. Creo que anda por ahí...

—Tú misma, Lena, puedes ayudarme. ¿Conoces algo llamado Shitko?

L<i garra del tigre... —sonó, curiosa, la voz de la joven mulata, experta en aikido y tae-kwon-do, miembro del trío conocido como los Tres Dragones de Oro, los budokas al servicio del bien y de la justicia—. Claro que lo conozco. Es un arma japonesa del pasado. La Utilizaban los ninjas, unos feroces guerreros llenos de artilugios y armas ocultas, para vencer a enemigos superiores en fuerzas y en número...

—Sé lo que es un ninja —asintió Dobkin—. Recuerdo que Cole me habló de ellos, con motivo de un problema que resolvisteis en Centroamérica hace poco, frente a un misterioso ninja, ladrón de hoteles y patriota rebelde (1)... Pero es el arma lo que me preocupa, y mucho. Antes ha sido un tessen, ahora un shuko... Ambas, armas utilizadas en ciertas Artes Marciales de otros tiempos... ¿Por qué diablos ocurrirá eso? Y, en las dos ocasiones, el asesino era una mujer vestida de oro...

— ¿Se refiere a lo que viene hoy en los periódicos? Sólo leí de un tessen...

—Ha vuelto a ocurrir, Lena. Esta vez, con un shuko, según un patrullero nuestro. Voy a ver, ahora, lo ocurrido. Si quieres venir, estaré en esta dirección...

Se la dio, y Lena asintió con cierto entusiasmo:

—Iré, teniente. No tengo nada que hacer, ahora, y cuando Frank no está cerca de mí, me aburro y me siento triste. No se lo diga nunca a él, pero creo que no puedo vivir sin él. Como ve, no siempre los budokas sabemos dominar lodos nuestros sentimientos. Hay algunos que son más fuertes que nuestra preparación psíquica.

—Y si no tuera así, Lena, seríais máquinas, en vez de seres humanos —suspiró Dobkin—. Te espero. Posiblemente me seas de alguna ayuda. Si Kwan quiere venir, díselo.

—Lo haré, teniente. Hasta luego.

Dobkin colgó, exhaló un fuerte golpe de aire de sus pulmones y, sintiéndose algo mejor, se encaminó al lugar de Chinatown donde un tipo llamado Abner Carruthers había sido asesinado igual que Lew Marston. Ambos con armas orientales de extraño nombre y origen, y ambos relacionados, de un modo u otro, con las drogas.

Antes de salir del Departamento de Homicidios, encargó al fichero el mayor número de informes posibles sobre el hombre asesinado.

Frank Cole abandono a su amigo Rick después de cenar. Este había logrado entablar relación con una bella muchacha de raza oriental, en el último local donde tomaron algo, y Cole consideró que era el momento oportuno para dejar que su amigo viviera su exótica aventura en San Francisco.

 

(1) Léase, en esta misma colección, el título La noche de La Cobra, donde se desarrolla la aventura citada más arriba.