Capítulo VI 
JAQUE A LA DAMA DE ORO

 

Frank Cole y Kwan Shang se miraron largamente, con expresión de sorpresa y desorientación.

—Es la misma respuesta... en todos los casos, Frank —comentó el joven chino.

—Lo sé. Exactamente la misma: «No saben nada. Absolutamente nada. No tienen motivos para atacarme. No me conocen personalmente, salvo de nombre o por los periódicos. Todas ellas estudian Artes Marciales en un mismo dojo de Nob Hill, que está de moda, propiedad de un tal Maestro Hashumi. Y, ciertamente, serían incapaces, en situación normal, siendo conscientes, no sólo de desear la muerte de alguien, sino ni tan siquiera de causarle un daño intencionado.»

—Sí, eso resume sus declaraciones. Sometidas al detector electrónico de mentiras, han confirmado exactamente lo que dijeron bajo la acción hipnótica —Kwan desconectó el ingenio cibernético para detectar la verdad en el interrogatorio de las cuatro hermosas mujeres aún en trance de hipnosis—. Además, son todas de buena familia y excelente posición económica. Sin relación alguna con los bajos fondos o con la gentuza de Chinatown. No lo entiendo, Frank.

—Yo creo que entiendo algo, no mucho —suspiró el joven budoka—. Han sido programadas para matar.

— ¿Cómo? —Kwan le miró, perplejo—. Son mujeres, Frank, no computadoras.

—Lo sé. Pero es la frase que mejor explica la realidad extraña a que nos enfrentamos. Alguien, conocedor de sus habilidades de luchadoras, las utilizó para enviarlas contra mí, con orden de muerte. Tenían que asesinarme. Y obedecieron.

— ¿Sugieres una orden... hipnótica, o algo así?

—Exacto. Una orden mental. Hipnosis colectiva o individual. Las cuatro han sido sensibles a tal manipulación. Se las convirtió en autómatas humanos, en asesinas involuntarias. Al despertar, ni siquiera sabrán lo que hicieron. Ni tampoco quién las manipuló por medios hipnóticos.

—Pero eso es monstruoso...

—Creo que hay alguien que no se detiene ante nada, con tal de llegar a alcanzar sus fines.

— ¿Loo Wang y Douglas Carlyle, los amos de Chinatown, quizás?

—No lo sé. Juraría que esto viene de otra parte, que es un golpe planeado por otras personas... o una sola persona.

— ¿La dama vestida de oro?

— Pudiera ser —Cole pasó frente a las cuatro mujeres recién interrogadas a través de un trance hipnótico y de un computador detector de mentiras, con resultado totalmente negativo. Examinó la rubia belleza de Dyan Nelson, la pelirroja, graciosa faz de Sybil Dan- ton, la morena gracia de Kathy Jordán, y el suave marco de cabellos color de miel que rodeaba la belleza serena, y la vez agresiva, de Ivy Lukas.

Cuatro mujeres. Cuatro bellezas. Jóvenes, de buena posición social en San Francisco, como acababa de descubrir. Las cuatro, practicantes de Artes Marciales en un mismo dojo de la ciudad, precisamente en su mejor y más elegante distrito, Nob Hill.

La idea pasó por su mente. Brusco, se volvió a Kwan y se la manifestó:

—Creo que una de ellas miente, amigo mío.

— ¿Qué? —se extrañó el joven chino—. ¿Puede mentir, estando hipnotizada y sometida a un detector de mentiras tan sensibles como ése?

—Si tiene una gran fuerza de voluntad y un autodominio suficiente, puede mentir. Incluso puede fingir estar hipnotizada antes, y estarlo ahora. Puede mantenerse fríamente serena ante el detector, y no acusar alteración psíquica alguna.

— ¿Por qué una de ellas tan sólo, Frank?

—No es más que un presentimiento. Intuyo que una de esas cuatro mujeres hipnotizó a las otras tres. Lo difícil es saber cuál de las cuatro...

— ¿Por qué haría una de ellas tal cosa?

—Muy sencillo —suspiró Cole—. Porque esa mujer, precisamente. . sería la dama vestida de oro, Kwan.

 

* * *

 

—La dama vestida de oro... ¡Ella, maldita sea! Y ahora, esos tres diablos... Todo son problemas... —Douglas Carlyle se hubiera levantado violentamente, de haberle sido humanamente posible tal cosa, pero su adiposa, enorme figura, que necesitaba de asientos especiales donde acomodarse, y el volumen y peso de su humanidad, le hacían un hombre lento, incapaz de hacer movimientos intensos. Era como una enorme masa de carne aposentada en el sillón, tras la mesa de trabajo. Más de trescientas libras de peso distribuidas en un cuerpo humano no demasiado alto.

Ante él, humilde, casi medroso, el oriental de rostro áspero y feroz, llamado Tchun-Tsao, bajó la cabeza, tratando de disculparse lo mejor posible:

—Señor, lo intentamos todo. Pero ellos dos se bastaron. Luchan como demonios...

—Lo sé, lo sé. He leído lo suficiente sobre ellos para saber cómo son los Dragones de Oro. Tal vez fue un error atacarles. Tengo que discutir eso con mi socio. Ahora es posible que nos hayamos echado encima a esa gente, y eso resultaría peligroso.

—Todos pensamos que podían estar mezclados en la muerte de Marston. Y luego en la de Carruthers... Ahora, es un hombre a quien no conocemos, un tal Rick. Starrett, el que ha sido ajusticiado por esa maldita mujer vestida de oro... También hay una chica malherida...

—Sí. Jade Lo. Una muchacha inteligente y bella. Demasiado inteligente, creo —el adiposo ser se agitó en su asiento, con un temblor de sus grasas fofas—. Siempre pensamos que estaba con nosotros en el asunto de las drogas. Es amiga de Rod Trevis. Muy buena amiga. Últimamente, temamos la sospecha de que trabajaba secretamente para el FBI y la División de Narcóticos. Se la vigilaba Rod Travis había ido, a veces, a su casa. ¿Te das cuenta de eso? Anoche fue otro hombre el que visitó el domicilio de Jade. Y le mataron. Eso me hace pensar que no era a él a quien querían asesinar... sino a Rod Travis.

— ¡A Travis! —el oriental tragó saliva, asustado—. Entonces... va a por todos nosotros, esa maldita asesina.

—Parece evidente —resopló Carlyle con un destello de ira en sus pequeños ojillos, perdidos entre los bultos informes de su ancho rostro de luna llena—. Cuando menos, a por algunos de nosotros. Y siempre usa armas extrañas... La verdad, no entiendo muy bien lo que sucede. Pero he intentado comunicar con Travis esta mañana, y su teléfono suena sin que nadie lo coja. Me temo que está asustado y anda oculto por ahí.

— ¿Qué podemos hacer, entonces?

De momento, esperar. No ataquéis de nuevo a esos budokas. Tal vez ellos nada tienen que ver con la mujer del vestido dorado.

— ¡Pero tienen mi llavero! Y la tarjeta de Golstein, para entrar a los fumaderos Zeleste... Puede sernos fatal, todo eso en sus manos.

—Estudiaremos ese asunto adecuadamente. De momento, no creo que ellos utilicen el llavero ni la tarjeta codificada, ni se la entreguen a la policía. Lo más grave, de momento, es esa serie de crímenes de la mujer vestida de oro. Hablaré de ello, personalmente, con el propio Loo Wang. Y encontraremos un medio de combatirla... Estoy seguro de ello.

 

* * *

 

Los pebeteros despedían aromáticas nubecillas azules. Los muros decorados con paisajes y dragones, formaban un ambiente fantástico, realzado por la peculiar iluminación.

En medio de todo ello, la larga, altísima figura de Loo Wang, El Mandarín Amarillo de Chinatown, era como la reencarnación misma del mítico Fu-Manchú. Delgado, envuelto en el kimono negro, estampado, que llegaba hasta su calzado chino, de largas uñas engarriadas, de rostro hermético > apergaminado, fríos los ojos oblicuos, cubierta la cabeza con el gorro de seda negra, era como el símbolo mismo de la China milenaria, en los tiempos en que el mundo occidental se estremecía con el mito del peligro amarillo.

Frente a él, enjugándose el sudor pesadamente, se movía con dificultades aquella especie de enorme masa de carne y grasa que era Douglas Carlyle, su rico socio occidental. Los dos hombres se contemplaban astuta y fríamente.

— ¿No estaremos ambos perdiendo un poco la serenidad, mi honorable y estimado socio?

La pregunta, suave, casi melosa, surgió de entre los apretados labios del chino, con una entonación susurrante, como si no fuera él quien hablase. El hombre gordo sacudió enérgicamente la cabeza. Tal vez el cargado ambiente, perfumado y exótico, ejercía sobre sus glándulas una acción excitante. Sudaba más que nunca, y se pasó el pañuelo por el rostro, sin lograr quitarle la humedad que hacía brillar su piel como si estuviera engrasada.

—Loo Wang, deja tu maldito modo untuoso de hablar, y presta atención a lo que te digo —farfulló—. Sabes que no me gusta moverme de mi butaca y deambular por ahí con esta maldita humedad. Cuando he venido al Santuario, es por algo. Y por algo muy grave.

—Te escucho —manifestó apaciblemente su interlocutor, sin aparentar inmutarse en exceso por la excitación del occidental.

—Sabes bien a lo que me refiero. Esa mujer, esa especie de Némesis que deambula por Chinatown... Esta asesinando a todos nuestros hombres... Marston, Carruthers...

— ¡Bah! —el chino se encogió de hombros, hundiendo sus largos dedos huesudos en las acampanadas mangas del largo kimono, y juntando éstas sobre su regazo, más parecido que nunca al diabólico personaje de Sax Rohmer que la novela y el cine inmortalizaran en otros tiempos—. Eran hombres de baja estofa, simples esbirros. Pueden ser sustituidos fácilmente, no hay temor.

—Tal vez —resopló el gordo Carlyle—. Pero podría ser sólo el principio.

— ¿El principio... de qué? —se interesó, con rostro hermético, el oriental, sin desviar sus pupilas almendradas del rostro fofo y sudoroso del visitante.

—De algo muy serio. Muy grave para nosotros. Tal tez un desastre.

— ¿Qué clase de desastre? —los delgados labios de Loo Wang, El Mandarín Amarillo de Chinatown, se curvaron en una especie de asomo de sonrisa.

—Mo lo sé. Pero no me gusta esto. Acabo de enterarme que en la vivienda de Jade Lo, un hombre que no vivía en San Francisco ha sido acuchillado con un arma oriental, y la propia Jade está internada en un hospital, con graves heridas.

— ¿Y qué?

—Jade Lo era amiga      de otro de nuestros      hombres.

Y      éste es importante,      porque es      el jefe de proveedores de la zona sur de la ciudad: Rod Travis. Jade estaba siendo vigilada por nosotros, a causa de ciertas sospechas sobre su posible relación con el FBI. Ahora, no sabemos qué hacer. Ella está en coma... y el muerto tenía que ser Travis, como esperaba la maldita mujer vestida de oro. Equivocó la víctima, pero su intención está clara. La próxima vez procurará no fallar, si dejamos que siga actuando sin darle caza. Y hasta podríamos ser uno de nosotros, Wang.

—Nosotros estamos muy arriba      para que esa dama los alcance —suspiró el Mandarín paseando con tranquilidad por su Santuario. Nubes de aromáticas hierbas quemándose en los pebeteros, teñían el aire de la estancia de un tono azulado. Dragones verdes y dorados parecían contemplar a ambos hombres desde sus muros tapizados. El aroma de los pebeteros, era dulzón y embriagador—. Pero tienes razón en algo: puede dejarnos sin personal importante en la organización. Y llevaría tiempo y dinero reorganizarlo todo. La asesina debe ser aprehendida. Viva o muerta. Me gustaría saber, por qué hace todo esto.

—También a mí —jadeó Carlyle, bailoteándole, su tripe papada, grotescamente—. Pero prefiero verla muerta, Wang.

—Yo también. Sin embargo, antes sería interesante poderla torturar de un modo refinado, hasta que nos revelara el misterio de su comportamiento... ¿No ha> sospecha alguna sobre su posible identidad?

—No, señor. Yo llegué a sospechar inicialmente de esa joven china, Jade Lo. Pero ahora está totalmente descartada, eso es obvio.

—Lo único cierto es que alguien nos odia lo suficiente como para tener el valor de enfrentarse de modo declarado a nosotros —silabeó el chino, meditativo, en pie junto a un enorme jarrón de porcelana verde, adornado con figurillas de jade y lapislázuli—. ¿Quién puede ser esa mujer, para hacer tal cosa?

—He estado examinando nuestros archivos de recuerdos —comentó secamente Carlyle con un destello de agudeza en sus pequeñas y malignas pupilas—. He descubierto algo.

— ¿Qué es ello, mi honorable socio? —volvió a mostrarse suntuoso el oriental.

—Hay dos mujeres capaces de odiarnos hasta ese punto.

— ¿Sus nombres? —enarcó las cejas Loo Wang, con expresión satánica.

— Dyan Nelson y Sybil Dentón. Son amigas, ambas, la primera, perdió a su hermano, víctima de una dosis excesiva de LSD, que le hizo arrojarse desde la azotea de un edificio, pensando que podía volar. La segunda, es viuda. Su marido, a poco de casarse ambos, le reveló que trabajaba para nosotros. Se trataba de Duke Dentón, ¿lo recuerdas?

—Duke Dentón... —los ojos almendrados brillaron—. Claro Era proveedor de una de las zonas más importantes de la ciudad. Quiso dejar el negocio, y habló demasiado por ahí. Tuve que ordenar su ejecución. Tú le enviaste a los chicos, para ello. Y le liquidaron. ¿Es esa mujer su viuda?

— Exacto. Juró, entonces, vengar la muerte de su marido. He sabido que ambas mujeres toman lecciones de artes Marciales hace algún tiempo, en un determinado dojo de la ciudad. Extraño, ¿no?
— Muy extraño asintió, despacio, el chino—. Indaga mi paradero. Me interesa hablar con ellas lo antes posible. ¿Alguna es rubia?
— Dyan Nelson. Pero la asesina podría llevar peluca, eso no significa nada. He intentado localizarlas. Hasta altura, no he logrado nada. La rubia tiene un coche formidable, un «Volvo» rojo, deportivo. Siguen esa pista por el momento, sin resultado.

Que continúen con ella. Me interesa saber dónde están esas mujeres. Cualquiera de ellas podría ser nuestra misteriosa dama de oro. O ambas a la vez.

—Sí, no pienso dejar ese rastro. En cuanto a esos tres budokas que se han quedado con una tarjeta de los fumaderos y con mi llavero personal...

—Ese ha sido un grave error tuyo —le acusó, fríamente Loo Wang—. No debiste atacarles, sin antes estar seguro de su papel en esto. Ahora es tarea tuya recuperar esos objetos, antes de que ellos los utilicen para perjudicarnos. Aunque no tengan nada que ver con la dama criminal, como tu estúpida mente imaginó, ahora si pueden tener interés en nosotros, dado que nos hemos metido con ellos. Y su fama no me gusta nada en ese terreno. Acostumbran a ser muy eficaces.

—Nadie podría serlo ante tus servidores, Wang.

—Los míos los reservo para asuntos de suma importancia. Carlyle, no para estúpidas aventuras sin sentido —replicó, con sequedad, el oriental—. Son demasiado valiosos para...

Se interrumpió. Un gong había sonado suave, musicalmente detrás de los paneles y biombos de la estancia. Wang giró la cabeza. Hizo un gesto con su larga mano Je interminables uñas, y respondió pisando un baldosín de la estancia, junto a una mesa lacada en rojo, que sostenía unos recipientes de jade puro, tallado a mano siglos atrás. Carlyle escuchó, fascinado. De algún lugar oculto, emergió el tintineo de otro gong, en respuesta, desgranando hasta cuatro golpes suaves, Era, sin duda un sistema de señales, porque un chino silencioso, vestido enteramente de seda negra, apareció, inclinándose ceremonioso ante Wang y hablándole con una cantinela aguda, en su idioma natal. Asintió el Mandarín. Hizo un gesto. El servidor se ausentó, inclinada la cerviz, cuino un antiguo chino ante su amo feudal.

—Es para ti —dijo, con tono inexpresivo, Wang, señalando a un muro con largos dedos huesudos y aceitunados—. Urgente.

Carlyle pestañeó, desorientado, hasta ver que se deslizaba silenciosamente un panel en el muro, y emergía un teléfono rojo, brillante, como si fuese un rubí tallado. Una sofisticada incrustación en oro, mostraba las letras L. W., iniciales del Mandarín de Chinatown, bajo el contorno de un tradicional dragón chino, encima del aparato telefónico.

—Gracias —balbuceó Carlyle, lomando el auricular—. Dije a mi gente que llamara aquí si había novedades importantes. Tiene que ser algo realmente decisivo para que llamen... ¿Sí, Hchung-Tsao? Soy yo, el patrón. ¿Qué ocurre?

Escuchó atentamente. Su rostro chorreaba sudor. Resopló, excitado. Asintió, y colgó, después de avisar:

—Está bien. Espera órdenes. Estaré en seguida ah:

Se volvió al chino. El teléfono desapareció silenciosa mente en su receptáculo del muro, y el panel se corrió de nuevo en silencio. Loo Wang esperaba, sin revelar impaciencia alguna.

—Era muy importante —silabeó—. Y, en cierto modo confirmaba mis sospechas previas.

—Abrevia, Carlyle. ¿De qué se trata?

—Esas chicas, Dyan Nelson y Sybil Dentón. Yo tenía razón. Han hallado su coche mis hombres.

— ¿Dónde?

—Junto a una residencia de Telegraph Hill. Una residencia muy especial. La que ocupan Frank Cole, Lena y Kwan Shand. El santuario de los Tres Dragones de Oro. Ellas no estaban en el coche. Evidentemente, están dentro de la casa.

—Entiendo —se entornaron, lentamente, los ojos de Loo Wang. Su rostro se convirtió en una máscara siniestra y deshumanizada—. Si esos Dragones han pensado unirse a la dama del vestido de oro para limpiar la ciudad de estupefacientes, han cometido el mayor error de su vida Loo Wang no tolera intromisiones en su imperio... Por lo tanto, esta vez, van a intervenir mis