Capítulo Primero 
REFLEJOS DORADOS


Era una de las típicas noches de San Francisco. Una noche de densa niebla, formando en las calles de la ciudad aquel velo pegajoso y húmedo que difuminaba las formas y convertía en furtivas sombras cualquier presencia humana sobre el asfalto, negro y charolado por esa misma humedad.

Acostumbraba a haber noches así. La contaminación ciudadana, las brumas portuarias y la climatología de la costa californiana en la época otoñal, contribuían a formar aquella pastosa cortina gris, que llegaba a penetrar, incluso, en las ropas y en el cuerpo de las personas, agobiándolas con su viscosidad.

En algunos lugares de la ciudad, la niebla no hacía sino dificultar la visibilidad, irritar a los automovilistas y despoblar las zonas menos frecuentadas, por temor a los delincuentes habituales.

Pero en otros puntos de la bella urbe californiana, la niebla era algo más importante para ciertas personas. Sobre todo, para quienes podían servirse de ella en su propio beneficio. Y ¿quién mejor que los criminales para moverse cautelosa e impunemente en su grisáceo y sucio vapor?      

Especialmente para quien en esa noche tenía que matar.

En Chinatown, dédalo a veces brillante y pintoresco, a veces tortuoso e inquietante, una figura se deslizaba en esa bruma. La figura de un asesino. De un temible y despiadado asesino.

Un asesino que despedía reflejos de oro en la niebla. Leves, fugaces, sorprendentes y extraños reflejos de oro... restallando acá y allá, en el gris de la niebla de San Francisco.

Emergió de la niebla como si ésta misma hubiera materializado su figura elástica, silenciosa, que a veces se fundía con las sombras o con la bruma, desapareciendo tan absolutamente como si fuese invisible.

Pero, aun entonces, de tanto en tanto, un relampagueo fugaz de color dorado señalaba su emplazamiento. Á pesar de que el merodeador nocturno se cubría con una especie de manto o capa negra, capaz de mezclarse con la oscuridad de la noche, debajo asomaba de vez en cuando el color intensamente dorado de otra indumentaria mucho menos comprensible, si pretendía pasar desapercibido.

Cierto que la gente de Chinatown no acostumbraba prestar demasiada atención a los demás, siguiendo la saludable táctica de no mezclarse nunca en asuntos ajenos. Y muchos chinos llevaban habitualmente vistosos atavíos dorados o plateados, cuando no rojos o verdes, originarios de las tierras de sus antepasados, y que se encontraban fácilmente en cualquier establecimiento del pintoresco barrio oriental.

Pero aquella persona no parecía, siquiera, ser de raza china. El cabello que asomaba debajo de una especie de gorro o boina negra, propio de una dama, era largo y rubio. Su cascada ondulante, asomaba por encima del cuello de la capa o manto en que se cubría.

Según todas las apariencias, el merodeador que se movía pegado a los muros de Chinatown, buscando en apariencia las zonas más oscuras y poco frecuentadas del barrio, era una mujer.

Una mujer vestida de color oro.

Llegó a un punto de las proximidades de Stockton Street, y pareció vacilar un momento, contemplando desde la sombra el tráfico de la calle. Los faros de los automóviles eran como ráfagas de luz lechosa en la niebla, conjugándose con los farolillos de colores y los distintivos luminosos, de exóticos caracteres chinos, de salones de té, restaurantes y establecimientos abiertos durante la noche.

No llegó hasta allá. Parecía poco decidida a aventurarse en tan populosa zona, quizá para no ser vista. En vez de ello, retrocedió y se fundió de nuevo en la viscosa neblina, sus ojos escudriñando cada rincón de las callejuelas adyacentes a Stockton.

Tras una nueva vacilación, se aventuró por un angosto pasaje, en el que lucían los carteles chinos, en luces verdes y amarillas, de un pequeño restaurante típico y un dancing occidentalizado, a pesar de su fachada típicamente oriental.

Se detuvo junto al restaurante. Leyó con ojos inquisitivos el nombre, en inglés y en chino, extendido verticalmente sobre el vidrio verde luminoso:

 

«EL DRAGON APACIBLE»

 

En su escaparate, se anunciaban las delicias del chow-mein, la sopa de aletas de tiburón, el chop-suey y otras delicias culinarias chinas. Pero, aparentemente, no había mucho público dentro.

La figura de relampagueos dorados, se envolvió mejor en su capa. El color oro no brilló ahora a la claridad del restaurante ni ante los guiños amarillos y rojos del pequeño dancing situado al fondo de la callejuela.

Luego, súbitamente, se adentró en una angosta puerta, situada justamente al lado de la del restaurante. La oscuridad de una escalera estrecha, que subía a los tres o cuatro pisos situados sobre El Dragón Apacible, engulló a la dama del pelo y el vestido dorados.

Cuando reapareció, haciéndose visible en las sombras, fue ya en la primera planta de la vivienda, a la claridad amarillenta de una sola bombilla colgada del techo de un corredor salpicado de puertas cerradas.

Sus pisadas no produjeron el menor ruido sobre el pavimento, a medida que avanzaba por aquel rellano, en busca de algo. Era como si pisara sobre unas suelas de esponjosa goma, incapaz de producir sonido alguno.

Se detuvo ante una de las puertas. Esta tenía el número 13 sobre una chapa de porcelana desconchada. Ningún nombre aparecía escrito sobre ella. Pero la misteriosa figura de la noche, parecía saber muy bien adónde iba. Y, sin duda, ese lugar era justamente éste.

No llamó al timbre. En tez de ello, extrajo de entre los pliegues de su negra prenda envolvente un juego de delgadas agujas de acero curvado. Eran útiles ganzúas dignas de un especialista en robar viviendas ajenas. Le bastó probar sigilosamente tres de ellas para dar con la que necesitaba. Chascó suave el pestillo de la cerradura, al ceder. Probó el picaporte. La puerta cedía. Estaba abierta.

Las ganzúas desaparecieron en la negrura de la prenda. Las manos enguantadas actuaron con rapidez y sigilo. Cedió la hoja de madera sin el más leve ruido, y Fa intrusa empezó a deslizarse dentro de la vivienda. Una de sus manos desapareció, un momento, bajo los negros pliegues. Esta vez reapareció con un instrumento muy especial.

Era una especie de abanico plegable, totalmente de metal cada varilla, al desplegarse con un levísimo chirrido en sus dedos enguantados, era una fina lámina de acero de filo agudísimo. Una vez desplegado completamente, presionó un resorte y quedó lijo. Se parecía más que nunca a un abanico, extrañamente metálico.

Pero no era un abanico, ciertamente. Era algo infinitamente más peligroso y mortífero. Se trataba de un tessen(1).

Una terrorífica arma oriental, utilizada en las Artes marciales.

Con aquel singular objeto en su mano, la figura se adentró en la vivienda. La capa negra se abrió de nuevo. La luz arrancó destellos de oro de su indumentaria.

Los dedos hábiles aseguraron con firmeza aquella especie de abanico metálico, cuyas afiladas láminas mostraban sus bordes centelleantes, en número superior a la docena. El objetivo final de aquella prenda, era un misterio. Pero no lo fue por mucho tiempo.

La figura sigilosa llegó junto a la puerta de una habitación. Del interior de ella emergía un fuerte hedor a alcohol y a tabaco. También a sudor y abandono.

Había una tenue claridad, y ni siquiera procedía del interior de la habitación, sino de la ventana asomada al callejón, por cuyos vidrios entraba un reflejo de luces verdes, amarillas y rojas, salpicadas de guiños y parpadeos intermitentes. Una persiana a medio caer, impedía, en muy escaso grado, que esa claridad llegara hasta una cama desordenada, sobre la cual yacía tendido un individuo de aire indolente, camiseta sucia y piernas desnudas, velludas y musculosas, sin otra prenda que un braslip tampoco demasiado limpio.

 

(1) Tessen: abanico plegable con varilla:» de hierro o acera, de borde muy afilado. Antigua arma oriental, que se podía utilizar para golpear a corla distancia o para arrojar a cierta distancia. Al tener sus varillas muy afiladas podía degollar fácilmente a una persona, si alguien la manipulaba era un experta. Actualmente se utiliza muy poco, dada su peligrosidad, al contrario del nunchaku a el hambo.