CASTIGO DE DIOS

 

 

CAPÍTULO 1

 

Peter abrió los ojos y se enfrentó a la inquietante oscuridad. La cabeza le retumbaba y una gota caliente y espesa se deslizó por su frente hasta rozarle los labios. Se trataba de su propia sangre que manaba de una herida abierta en la frente.

―¿Dónde estoy? ―dijo en voz baja, solo para comprobar que aún podía hablar.

Se incorporó mareado y sus ojos se fueron adaptando lentamente a la negrura reinante. Le dolían los antebrazos y, al frotárselos, contempló asombrado cinco cicatrices que surcaban cada muñeca de lado a lado. Parecían muy recientes aunque no recordaba cómo se las había hecho. Toda su ropa, desde la camisa negra hasta los zapatos, estaba empapada.

Peter miró a su alrededor. Se encontraba tendido en la cama de una habitación desconocida aunque vagamente familiar. No sabía que hacía allí ni se acordaba de cómo había llegado. La estancia era austera y el mobiliario anticuado, a excepción de una televisión de plasma y un reproductor de DVD, que parecían fuera de lugar en aquel ambiente decadente. En general, el lugar tenía el aspecto de una habitación de motel barato de carretera. La puerta a su izquierda permanecía entreabierta y permitía ver un baño vestido con baldosas gastadas. Al otro lado estaba la puerta principal, la que probablemente daría al pasillo y, en alguna parte, a la salida.

Se levantó haciendo un esfuerzo y se dirigió hacia allí. Se sentía débil y la sensación de peligro no le había abandonado. Quería salir de aquella habitación cuanto antes.

Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada con llave. Entonces, pegó el oído a la madera pero no logró escuchar nada. Estaba apunto de aporrear la puerta cuando algo llamó su atención en una esquina de la habitación, junto al techo. Había una cámara de video que enfocaba hacía la cama y al cuarto de baño. Estaba apagada.

Peter se acercó al reproductor con un presentimiento inquietante. En su interior había un DVD sin ninguna etiqueta. Casi sin controlar sus movimientos, cogió el mando y pulso el botón de reproducción. Al instante el televisor mostró la imagen de la habitación en la que se encontraba encerrado. Un hombre alto y de pelo oscuro paseaba nervioso de espaldas a la cámara.

Al reconocerle, se le hizo un nudo en el estómago. Aquel hombre era el propio Peter. Llevaba un traje negro de sacerdote, rematado por un alzacuello blanco; el mismo que vestía empapado en aquel instante. En realidad eso no era algo anormal, ya que Peter Jessy Sifo era sacerdote y profesor de medicina de la prestigiosa Universidad católica de Coldshire.

Pero Peter se sintió muy extraño al verse a sí mismo en aquella imagen.

El Peter del televisor, cerró la puerta con llave y se dirigió al otro extremo de la habitación. A continuación, guardó las llaves junto con un sobre en el primer cajón de la mesilla.

Peter paró inmediatamente el video y abrió aquel cajón. Un llavero con dos llaves yacía en el fondo pero no había ni rastro del sobre. Peter cogió las llaves y se dirigió hacia la puerta. La herida de la cabeza aún sangraba y sentía que debía abandonar urgentemente aquel lugar, pero su propia imagen congelada en la pantalla le hizo detenerse. Peter se apoyó en la cama y volvió a pulsar el botón de reproducción.

De nuevo se vio a sí mismo paseando nervioso de un lado a otro y hablando sólo. En una mano portaba su agenda roja y en la otra, un objeto metálico que no llegó a distinguir. En un momento dado el Peter del televisor tuvo una arcada y pareció que iba a vomitar, pero se recuperó. Después entró en el baño y se quedó quieto. La bañera parecía estar llena de agua turbia, aunque no se podía apreciar correctamente. A continuación, aquella réplica de sí mismo, se santiguó, dejó la agenda sobre el borde de la bañera y se metió completamente vestido en el agua.

Peter palpó sus ropas mojadas como en un sueño, incapaz de separar su mirada del televisor. Se sentía desconcertado al contemplarse a sí mismo realizando acciones que ni siquiera recordaba.

La siguiente escena le dejó helado; simplemente aquello era imposible.

El objeto metálico que había visto antes era un estilete quirúrgico. El Peter de la pantalla se santiguó y a continuación, se hizo una incisión profunda en cada muñeca. La sangre empezó a manar de las heridas, tiñendo de rojo la bañera. Mientras se desangraba, aquel hombre idéntico a él comenzó a repetir una extraña letanía, como si estuviese rezando.

El padre Peter apartó la vista del televisor y vomitó en el suelo. Cuando se hubo recuperado, se levantó las mangas de la camisa y se santiguó. Ahora conocía el origen de aquellas cicatrices finas y rectas que recorrían sus brazos.

En medio de aquel horror, fue consciente de algo que no llegaba a encajar del todo en aquella escena. Tenía cinco cicatrices en cada antebrazo, pero acababa de ver con sus propios ojos cómo se había hecho un único corte por muñeca.

Además, si su ropa estaba aún mojada los cortes tendrían que haberse producido hacía poco tiempo. Pero sus heridas estaban casi cicatrizadas, como si fuesen de hacía semanas.

Su mente analítica trató de abrirse paso entre la maraña de confusión pero un grito procedente del televisor cortó sus pensamientos y devolvió su atención a la pantalla. El Peter de la imagen miraba a la cámara fijamente y la apuntaba con el índice, mientras la sangre de las heridas resbalaba por sus brazos.

―¡Es una trampa! ―gritó con los ojos desorbitados.

Después cogió la libreta roja del brazo de la bañera, y comenzó a pasar las hojas como un poseso mientras balbuceaba algo incomprensible.

El padre Peter subió el volumen de la televisión, pero el sonido era de muy baja calidad y sólo logró entender una palabra repetida en varias ocasiones:

‘Black’.

Entonces el Peter del televisor comenzó a escribir en la agenda con manos temblorosas. Pero la libreta se le escapó y cayó al suelo en medio de un charco de sangre y agua. Trató de recuperarla en un desesperado intento, pero las fuerzas le fallaron y se golpeó la frente contra el borde de la bañera perdiendo el conocimiento. Su cuerpo cedió y se fue hundiendo en el agua rojiza hasta desaparecer.

La pantalla mostró la misma imagen fija durante otros tres minutos, en los que el padre Peter no apartó la vista ni un segundo. Su alter ego al otro lado del plasma no volvió a emerger del agua. Finalmente, la grabación se paró y una niebla gris, acompañada de un zumbido lo cubrió todo.

El padre Peter se tocó la frente ensangrentada, allí donde se había golpeado con la bañera. Esa herida no había cicatrizado milagrosamente como las de la muñeca, sino que seguía abierta y estaba cubierta de restos de sangre coagulada.

Y lo que era mucho más importante e inquietante.

¿Por qué no estaba muerto?

Peter trataba de entender, sin conseguirlo, lo que acaba de ver. Aparentemente había intentado suicidarse cortándose las venas, aunque desconocía el motivo. No sabía como había llegado a aquel lugar y su último recuerdo nítido era del día anterior, o eso creía. Había salido de la reunión del consejo de la Universidad, en la que había sido elegido para conducir el discurso inaugural. Era una calurosa tarde de finales de agosto y había decidido regresar a casa dando un paseo por el parque. Al llegar, se había tumbado un rato en el sofá frente a la televisión y había cerrado los ojos. No tenía intención de dormir, pero había trabajado intensamente las últimas noches y el sueño le había vencido mientras veía las noticias.

Después se había levantado empapado en aquella habitación desconocida, con la frente sangrando y las muñecas desgarradas.

¡Dios santo! Había tratado de suicidarse.

Algo terrible debía haber pasado entre las tres de la tarde de ayer y el momento actual para que cometiese semejante acto. Ni siquiera sabía que hora era, pero a juzgar por la escasa luz que se filtraba por las ventanas debía de estar amaneciendo.

Peter recordó el grito desgarrador que su alter ego había proferido en la televisión y se estremeció.

‘Es una trampa’ había gritado.

¿Una trampa de quién? ¿Quién y porqué querría su mal? El padre Peter creía no tener enemigos. Desde luego no en su círculo más cercano. En los últimos años se había convertido en una cara conocida para el público al aparecer en varios programas y debates televisivos, pero no se había granjeado ninguna enemistad importante.

―Ahora eres un personaje famoso ―le dijo en una ocasión el rector de la Universidad, el padre O’Brian―. Y lo que es más importante para nosotros, tu imagen de intelectual moderado y cercano a la gente, es la mejor campaña publicitaria que ha tenido la iglesia en mucho tiempo.

Peter era un hombre alto y apuesto, y a sus cuarenta años mantenía una figura atlética esculpida a golpe de remo. Impartía las clases vestido con ropa informal y, en muchas ocasiones, se había divertido al percibir una mirada de extrañeza en sus nuevos alumnos cuando le veían vistiendo sotana o con alzacuello.

Sinceramente, no creía que su imagen pública tuviese algo que ver con todo aquello. No parecía demasiado probable que un loco anticatólico estuviese intentando enredarle en algún tipo de plan para acabar con él en menos de doce horas. Tenía que haber otra explicación.

Peter pensó en la única palabra que había logrado entender en aquel monólogo, tratando de darle algún sentido. El Peter de la pantalla la había repetido con insistencia entre una maraña de murmullos incomprensibles

‘Black’.

Por más que lo intentaba, no sabía a que se podría estar refiriendo, pero tenía la certeza de que era una pieza importante en aquel rompecabezas.

Otra pieza clave descansaba en el suelo del baño; Su agenda. Peter se incorporó trabajosamente y se dirigió hacía allí.

Se trataba de una libreta en la que apuntaba todo lo concerniente a sus clases y su programación de actividades. Pero en el video, había escrito algo en ella justo antes de hundirse en la bañera.

Sus esperanzas se desvanecieron en cuanto abrió la puerta; no había rastro de la agenda. Peter estaba seguro de haber visto como la libreta caía junto a un pequeño charco en el suelo. Tal vez la memoria le habría jugado una mala pasada y la agenda cayó en la bañera.

Peter miró el agua teñida de rojo y atisbó una sombra en el fondo. El corazón le dio un vuelco. Parecía una mata de pelo oscuro y frondoso, como el suyo. Peter respiró profundamente, metió la mano en el agua y agarró el objeto sumergido sacándolo a la superficie.

Se trataba de una vieja esponja empapada. Peter revolvió el agua con el brazo pero no halló rastro de la libreta.

La alternativa más probable era que alguien habría entrado en la habitación mientras él permanecía inconsciente y se habría llevado la agenda. ¿Pero quién? ¿La misma persona que le sacó de la bañera y le tendió en la cama? ¿O había salido por sus propios medios y no lo recordaba?

Peter salió del baño y se sentó en la cama. Tenía frío y la ropa mojada se le pegaba incómodamente a la piel. Hasta ahora se había preocupado por los elementos más sencillos del misterio, aquellos a los que se podía encontrar una explicación racional, pero no podía demorar por más tiempo enfrentarse a lo que más le preocupaba.

Se había visto a sí mismo desvanecerse y sumergirse en la bañera durante varios minutos. Aún en el caso de que alguien hubiese entrado en la habitación nada más terminar la grabación y le hubiese sacado de la bañera, debería estar muerto. Nadie podía aguantar tanto tiempo bajo el agua sin ahogarse, sin mencionar el hecho de que parecía haber perdido el conocimiento.

Y luego estaban las cicatrices de sus brazos. Cinco largas marcas muy juntas en cada muñeca. El había visto como se hacía un solo corte, de eso estaba seguro. Además era absolutamente imposible que aquellas heridas se hubiesen cerrado de esa manera en solo unas horas. Las cinco cicatrices tenían distintos colores, como si tuviesen distintas antigüedades. Una de ellas aparecía casi blanca, mientras que otra, con un aspecto mucho más reciente, aparecía enrojecida.

No era posible, nadie se curaba tan rápido.

Peter recordó las imágenes de santos y mártires de sus viejos libros. Muchos de ellos aparecían con estigmas y heridas de origen desconocido a los que atribuían carácter divino. El padre Peter creía firmemente en Dios y en la importancia de su concepto para la humanidad. Pero era un hombre de ciencia, catedrático y médico de reconocido prestigio, y dejaba el terreno de los milagros y supersticiones para otros.

Su mente empírica se negaba a introducir cualquier variable sobrenatural en aquella ecuación, aunque no era capaz de encontrar ninguna explicación racional a lo que había sucedido. De forma instintiva se llevó la mano al crucifijo de plata que pendía de su cuello, regalo del rector O’Brian. No sabía que había pasado pero estaba firmemente decidido a averiguar la verdad, fuese cuál fuese.

Peter se levantó e introdujo la llave más grande en la cerradura. La puerta se abrió sin ofrecer resistencia, mostrando un pasillo alargado y desconocido. En un lado de la puerta, pegado a la jamba, pendía un trozo de plástico rasgado de color rojo.

Al fondo unas escaleras le condujeron a la planta baja. A medida que se alejaba de la habitación, el frío se hacía más intenso a su alrededor. Al bajar el último peldaño, Peter vio la puerta de cristal del edificio. El sol había salido ya y algunos rayos débiles se escapaban entre la cortina de niebla matinal, despuntando brillos blancos en el exterior. Tenía mucho frío y aunque al principio lo achacó a sus ropas mojadas, Peter observó extrañado la pequeña columna de vaho blanco que formaba su aliento. Aquella temperatura no era normal para finales de verano. Fuera, la calle se veía anormalmente resplandeciente como si una cortina blanca tamizase los rayos del sol. Peter se acercó a la puerta y contempló el exterior.

Su cerebro no podía comprender la imagen que le trasmitían sus ojos.

Un manto nieve de medio metro de espesor se extendía por la ciudad hasta donde alcanzaba la vista. Un par de niños jugaban embutidos en sus trajes de invierno junto a un muñeco de nieve. Cerca de allí, había un abeto decorado con luces de colores, coronado por una estrella dorada. Unos copos grandes y sedosos comenzaron a caer del cielo.

Era evidente que no estaban en agosto.

 

 

CAPÍTULO 2

 

Susan Polansky estaba profundamente disgustada. Aun así mostró su sonrisa más encantadora y declinó la invitación amablemente con la cabeza.

―No tiene por qué molestarse ―dijo Susan.

―Por favor, en su estado es lo mejor ―insistió el hombre.

―Muchas gracias. ―Susan acabó cediendo ante la cortesía del hombre y se sentó en el asiento que le ofrecía.

El autobús estaba abarrotado y la abultada barriga de Susan gritaba a los cuatro vientos que estaba embarazada. Además, sus pechos, que ya de por sí tenían un tamaño considerable, amenazaban ahora con salirse del sujetador y traspasar la frontera de su blusa. Al parecer, el amable pasajero que le había cedido su asiento también lo había notado, ya que no paraba de mirárselos como si fueran dos pasteles de arándanos recién horneados. Solo le faltaba relamerse.

Ese hecho no hizo más que aumentar su disgusto, aunque en realidad era otra la causa real del enorme malestar que sentía en aquel instante. Susan estaba allí para resolver un asesinato cuya naturaleza y circunstancias le repugnaban profundamente.

―Sea lo que sea, seguro que estará orgulloso ―dijo el desconocido con una sonrisa estúpida en los labios.

―¿Cómo dice? ―replicó Susan ausente.

―Decía que su marido estará orgulloso. Tanto si es un chico como si es una chica ―añadió el hombre manoseando una cadena con un pequeño crucifijo.

A juzgar por el brillo de sus ojos, aquel tipejo libidinoso tendría que rezar muchos padrenuestros si se confesase esa semana. Susan optó por devolver una sonrisa cortés como respuesta, y se concentró en resistir a los gases que pugnaban por abandonar su cuerpo. Ese era otro gran fastidio de aquel estado, tras seis meses de embarazo se había convertido en un condensador de gas metano ambulante.

Además, si aquel tipo supiese la verdadera historia de su vida, probablemente se habría apeado en la próxima estación escandalizado, o quizá habría sacado una botellita de agua bendita y se la habría esparcido por encima con intención de exorcizarla. Coldshire era uno de los pueblos más conservadores y retrógrados de Inglaterra, así que una joven y futura madre soltera, fecundada de forma artificial, no era el modelo ideal para aquel lugar.

―¿Ya han decidido el nombre? ―preguntó cansinamente el desconocido.

―Aún no.

―Si me permite un consejo, si es chico le podrían llamar José. Como el padre de nuestro Señor.

Susan no contestó, así que el hombre lo consideró como una negativa y continuó con su oferta.

―¿Qué le parece Jorge? San Jorge es nuestro patrón. En mi familia tenemos al menos un Jorge en cada generación. Yo mismo me llamo Jorge y tengo un hijo con el mismo nombre ―dijo orgulloso.

Definitivamente, aquel individuo estaba gobernado por un gen recesivo heredado de alguna antigua unión entre parientes cercanos. Tal vez su abuelo Jorge se casó con su prima Georgina y de resultas salió aquel engendro. Y lo triste era que podría ser cierto. Durante sus años de universidad allí, Susan había hecho un estudio sobre el inusual índice tumoral de la región y su relación con el alto grado de consanguinidad de la población local. Habría que añadir también la imbecilidad como efecto colateral.

En cualquier caso, su pequeña se llamaría Paula, como su abuela.

―Jorge es un gran nombre. Es muy sonoro ―contestó mientras contenía de nuevo una ventosidad.

Susan se esforzaba por seguir el consejo de su psicóloga de no replicar lo primero que se la pasase por la cabeza, especialmente si había más de tres palabras ofensivas en la respuesta. Así que optó por concentrarse en las oscuras calles al otro lado del cristal, con la esperanza de que la dejasen en paz.

La nieve caía con fuerza y los transeúntes se refugiaban bajo sus negros paraguas. Todo era oscuro allí. Los edificios, las calles, los habitantes y hasta sus paraguas, que parecían apéndices deformes de sus cuerpos. Pero no era algo de extrañar teniendo en cuenta que aquella triste población se llamaba Coldshire. No sabía si la ciudad había heredado el nombre de la universidad religiosa que albergaba, o si había sido al revés. En realidad no le importaba. Susan había estudiado Medicina durante siete años entre los oscuros muros de aquella prisión y ya había tenido más que suficiente.

El solo hecho de estar allí ya le traía sensaciones incómodas. Hacía tiempo que había abandonado aquel lugar húmedo y triste por la mucho más animada y cosmopolita Brighton. Cierto que no se trataba de la costa de Málaga, pero al menos veían el sol de vez en cuando.

Aquella misma mañana, cuando la designaron para un caso en Coldshire, le pidió a su responsable que le asignara otro destino. Pero el carácter de Susan había ido dejando diversas cuentas pendientes en el departamento y parecía que empezaban a cobrárselas. Oficialmente se la requería allí porque conocía el terreno y tal vez conociese a gente que podría estar involucrada en el suceso.

―¿Usted no es de por aquí verdad? ―zumbó de nuevo el abejorro, interrumpiendo sus pensamientos. La mirada del hombre se debatía nerviosa entre el canalillo de los pechos de Susan y la falda algo corta.

―¿Cómo lo ha averiguado?

―Por el color de su piel, tiene un moreno muy bonito, ¿sabe? ―dijo con la baba a punto de caérsele―. ¿Y qué hace una chica tan guapa en nuestra pequeña ciudad? ¿Está de vacaciones?

―Estoy aquí por trabajo ―respondió cortante.

―Déjeme adivinar. ¿Es modelo? ¿Viene a un desfile?

Ya estaba bien, al infierno los consejos de su psicóloga. Aquel «inframental» lo estaba pidiendo a gritos.

―No, soy inspectora de policía forense. Disecciono cadáveres y meto a los asesinos entre rejas. ―Susan sacó una placa reluciente de su bolso y se la mostró. En el proceso dejó deliberadamente a la vista la pistola.

El hombre la miró boquiabierto.

―Y como no deje de mirarme las tetas le llevaré detenido a comisaría por acoso sexual. Seguro que a su mujer y al pequeño Jorge les encantaría escuchar la historia.

El hombre cerró la boca y negó con la cabeza. Se bajó en la siguiente parada sin siquiera levantar la mirada y se perdió bajo la nieve. Se había dejado el paraguas junto al asiento. Susan sonrió divertida y continuó hasta la parada que se encontraba frente a la comisaría.

Llegaba tarde a una reunión con el teniente Nielsen, el encargado local del caso. Apenas habían cruzado unas palabras por teléfono, pero fueron más que suficientes para que surgiese una antipatía mutua. Era un tipo engreído y pagado de sí mismo al que le encantaba escuchar el sonido de su propia voz. Y como en las malas películas de policías, le disgustaba profundamente que hubiesen mandado a alguien de homicidios a meterse en su jardín y más tratándose de una mujer. Susan esbozó una sonrisa traviesa al anticipar la cara que pondría el teniente cuando viese su barriga de embarazada.

Susan se bajó del autobús, abrió el paraguas del desconocido y cruzó la calle en dirección a la comisaría. Volver a pasear por aquel lugar le hizo revivir viejas sensaciones, ninguna de ellas agradable. Pero ahora tenía que concentrarse y dejar a un lado los fantasmas del pasado. No tenía más remedio que estar allí. Tenía un caso importante que resolver, con o sin ayuda del teniente Nielsen.

Susan recordó las fotos de la joven asesinada y un escalofrío le recorrió de arriba abajo. La habían violado en un parque cercano al campus universitario y después le habían rajado el cuello con saña. Antes de morir le habían marcado con un hierro al rojo vivo un extraño símbolo con forma de ocho sobre la piel. La pobre chica tenía solo veinticuatro años, los mismos que tenía Susan cuando se marchó huyendo de aquella sórdida universidad.

Estaba decidida a descubrir quién había hecho aquello y a meterle entre rejas. Además, cuanto antes lo hiciese, antes podría volver a su soleada Brighton y seguir con su vida. Una patadita de la pequeña Paula pareció corroborar sus pensamientos. Susan miró hacia ambos lados, y al comprobar que estaba sola, descargó aliviada el gas acumulado.

 

 

CAPÍTULO 3

 

Peter contempló a través del cristal del taxi el espectáculo blanco que se extendía ante él. El vacío en su cerebro no se limitaba a unas pocas horas, sino a más de cuatro meses. De camino a casa, aún aturdido, había hecho parar al taxista junto a un quiosco y había comprado un periódico. Estaban a veintidós de diciembre. Era increíble pero eso significaba que habían pasado cuatro meses exactos desde su último recuerdo.

La laguna en su memoria era extrañamente selectiva; recordaba todo lo sucedido antes del veintidós de agosto como si hubiese sido ayer, de hecho, para él, ese día era su ayer. Pero era incapaz de recordar absolutamente nada de lo sucedido después.

El padre Peter descendió del taxi y subió como un sonámbulo los tres escalones que conducían al portal. Su pequeño apartamento estaba situado en un barrio obrero próximo a la universidad. Era uno de los pocos profesores que vivían fuera del campus y casi el único entre los eclesiásticos. Al principio la idea no había seducido demasiado al consejo de dirección, pero el rector O’Brian había intercedido por él y Peter se salió con la suya. Nunca le había gustado demasiado el ambiente cerrado de la universidad, ni el control casi militar que se imponía en el campus.

―Buenos días, padre Peter. ―La vecina de al lado, la señora Nolan, asomó su cabeza repleta de rulos, como una hidra de andar por casa―. Anoche no le oí llegar.

Peter se quedó desconcertado un instante antes de contestar. Estuvo a punto de entablar conversación con ella para obtener más información, pero finalmente desistió. La señora Nolan era una viuda sesentona cuyo pasatiempo principal consistía en controlar los horarios y compañías de sus vecinos de escalera. Peter estaba convencido de que guardaba una ficha completa de cada uno de ellos.

―Buenos días, señora Nolan. Ayer tuve mucho trabajo y volví muy tarde.

La señora Nolan enarcó una ceja y le miró con una sonrisa que no supo descifrar.

―Lo digo porque su gato no ha parado de maullar... otra noche más ―añadió.

―Lo siento, señora Nolan. Tanon se habrá quedado sin comida ―dijo precipitadamente―. Buenos días.

Peter cerró la puerta tras de sí con el mínimo de cortesía exigido y suspiró aliviado. Muchas noches trabajaba hasta tarde y, en vez de volver a casa, dormía en un pequeño sofá cama que tenía en su despacho. Pero la señora Nolan prefería fantasear con alguna otra explicación extravagante.

Tanon se acercó maullando y se enredó en sus pantalones. Peter le acarició la cabeza y el gato le olisqueó las muñecas. El dolor no había desaparecido pero comenzaba a mitigar. Peter le puso su comida favorita a Tanon y se encaminó al dormitorio. Se quitó la ropa húmeda y pospuso la ansiada ducha por el momento. Su mente era un hervidero y aún tenía muchas cosas que hacer antes de relajarse bajo un chorro de agua caliente.

Ahora, mucho más despejado, estaba decidido a establecer un plan de acción. Tenía que recabar toda la información que pudiese sobre lo que había sucedido en aquellos cuatro meses. Debía averiguar qué le había llevado a intentar suicidarse y a qué se refería el Peter de la grabación cuando habló de aquella «trampa». Si había una conspiración contra él, tendría que encontrar a los responsables.

El padre Peter cogió el teléfono del salón y marcó un número de memoria. Una voz áspera y desagradable sonó al otro extremo.

―Ha llamado a la residencia privada de Michael O’Brian. En este momento no está en casa o se encuentra ocupado. Deje su mensaje al oír la señal.

Ni un solo «por favor». Era el estilo frío y autoritario de Marta Miller, la asistente personal y secretaria del rector O’Brian. El rector también tenía la cátedra de Medicina Forense, y la señora Miller, como su ayudante, era la responsable de la pequeña morgue de la universidad. Según las malas lenguas, la señora Miller cumplía otras funciones de carácter más íntimo, pero Peter nunca creyó esas habladurías.

Lo cierto era que la historia de Marta Miller y la suya propia corrían paralelas. Ambos eran hijos de un hogar roto y ambos habían sido acogidos de jóvenes por el padre O’Brian. Al principio no se habían llevado demasiado bien, ambos sentían una especie de celos mutuos con relación al padre O’Brian, pero con el tiempo sus caminos se fueron separando y su relación se hizo fría y distante, prácticamente inexistente.

Peter colgó el teléfono del salón importunado. Necesitaba desesperadamente contarle lo sucedido al padre O’Brian y recibir su sabio consejo. El rector era un gran hombre y lo más parecido a un padre y consejero que Peter había tenido jamás. A él le debía lo que se había convertido, y por mucho que tratase de devolvérselo, su deuda nunca estaría suficientemente satisfecha. Por eso se prestaba a seguir apareciendo en aquellos debates televisivos, defendiendo las tesis de la Iglesia con templanza y moderación, y donando la mayor parte de sus ingresos a la universidad.

Peter llamó al rector O’Brian a su número de móvil, pero estaba apagado.

Lo siguiente que hizo fue buscar su propio teléfono móvil. No lo usaba muy a menudo y casi nunca lo llevaba consigo. Además, después de aparecer en televisión había tenido que cambiar de número en varias ocasiones. No sabía cómo, pero la gente era capaz de encontrar su número y se sentían libres de llamarle o mandarle mensajes a todas horas. La mayoría era de apoyo y cariño, pero el efecto general acababa siendo incómodo. Así que compró un teléfono con tarjeta y solo les dio el número a sus más allegados. No más de treinta personas lo conocían.

Peter revisó el teléfono con manos inexpertas y tardó varios segundos en hallar lo que buscaba. La lista de llamadas se reducía a solo quince en los últimos días, la mayoría a la universidad y a su secretaria. Había varias al padre O’Brian y una al número particular de Marta Miller. No solía llamarla a ella directamente, pero tampoco era algo muy extraño.

Las llamadas recibidas tampoco aportaron demasiada luz. Procedían de la universidad, también su secretaria y el padre O’Brian. Ninguna de Marta. También había recibido llamadas de sus alumnos. Se trataba de Sarah Collin, Anna Newman y Richard Stevens, pero aquello entraba dentro de lo normal. Eran tres de sus mejores alumnos y le habrían contactado para despedirse antes de las vacaciones de Navidad.

Por último, revisó los mensajes. La carpeta de mensajes enviados estaba vacía y en la carpeta de entrada había un único mensaje recibido el día veintiuno de diciembre al mediodía. Era de su alumna Anna Newman. Peter lo abrió y lo leyó.

«Parque Cross, siete de la tarde».

Peter contempló el mensaje pensativo. Anna Newman era una alumna especial. En primer lugar, era una de las pocas mujeres que había en el campus y había tenido unos inicios difíciles. Ahora, solo le restaba un año para acabar la carrera, y se podía decir que había triunfado; era la timonel del equipo de remo y una de las estudiantes más brillantes del campus. Peter supuso que habrían quedado en el parque Cross para ir a correr. Varios miembros del equipo de remo solían citarse para entrenar, aunque aquel parque no era el sitio habitual. Quedaba un poco apartado y los caminos estaban algo descuidados.

Peter encendió entonces su ordenador portátil; tal vez encontrase algo en su agenda electrónica, aunque tampoco tenía demasiadas esperanzas. Estaba algo anticuado en aquel aspecto y prefería con mucho utilizar su agenda roja, aquella que había desaparecido en el baño. Aun así, el resultado le sorprendió. No había ni una sola anotación en su agenda electrónica, ni una reunión, ni un comentario desde el veintidós de agosto. Antes de esa fecha había algunas notas y citas actualizadas, pero desde ese día no había absolutamente nada.

Peter abrió el explorador de su portátil y ordenó los ficheros temporalmente. Todos tenían una fecha anterior al día veintidós. Había tres o cuatro de ese mismo día relacionados con el inicio del curso, pero nada más.

Entonces comprobó su correo electrónico. Los últimos correos electrónicos tenían fecha del veintidós de agosto, tampoco había nada posterior. Era como si su vida después de ese día hubiese quedado suspendida en la nada. Aunque existía otra explicación: alguien habría accedido a su portátil y habría borrado toda la información ¿Pero por qué hacerlo a partir de esa fecha? ¿Y cómo podría alguien saber que él perdería la memoria ese día?

Peter decidió que era el momento de darse una ducha. Necesitaba relajarse o al menos despejarse. Durante casi media hora, permaneció bajo el chorro de agua caliente, tratando de evadirse del mundo sin llegar conseguirlo. La herida de la cabeza le escocía y las muñecas le produjeron molestias al enjabonarse. Por mucho que lo intentase, no lograba alejar de su mente la imagen de sí mismo desangrándose en aquella bañera.

Peter cerró la ducha y se enfundó un albornoz y unas zapatillas de andar por casa. Se estaba preparando un café en la cocina, cuando escuchó un ruido en la entrada. Se acercó en silencio y vio como el picaporte de la puerta se movía ligeramente. Alguien estaba tratando de abrir desde fuera. Con el pulso acelerado, Peter cogió el atizador de hierro de la chimenea y se acercó a la puerta. La cerradura dejó de moverse de repente.

Peter levantó el atizador y abrió la puerta de golpe con la otra mano. El rellano estaba oscuro y vacío. No había rastro de nadie y el portal se hallaba cerrado. Había un objeto tirado en el suelo, sobre la alfombrilla de su descansillo. Peter lo cogió con recelo.

Se trataba de un sobre grande y amarillento con los bordes gastados. No pesaba demasiado y no tenía dirección de entrega ni remite. Un símbolo extraño decoraba el sobre en una de sus esquinas. Era como un ocho alargado, formado por eslabones que se entrelazaban entre sí, como si se tratase de una cadena de metal. Estaba dibujado a mano, probablemente a lápiz o a carboncillo, pero con una gran precisión. No sabía dónde ni tampoco cuándo, pero tenía la sensación de haber visto aquel mismo símbolo anteriormente. Peter se decidió a abrirlo y miró en su interior. El corazón le dio un vuelco y estuvo a punto de dejar caer su contenido.

Se trataba de su agenda roja.

 

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A continuación, los tres primeros capítulos de la novela 'Juicio Final. Sangre en el cielo'