EPÍLOGO
París, Francia. 2009
Las luces del auditorio se apagaron y un potente foco iluminó la figura solitaria que se erguía junto al atril metálico. El orador escrutó nervioso la abarrotada sala, tratando de descubrir, sin éxito, alguna cara conocida entre el público. No sabía con exactitud cuánta gente habría observándole, aunque el salón de actos de la Universidad de la Sorbona de París tenía capacidad para más de dos mil personas. El hombre se humedeció los labios, releyó brevemente sus notas y se dispuso a iniciar su discurso, rogando por que los nervios no le traicionaran.
―Buenas noches a todos, señoras y señores. Me gustaría comenzar este acto mostrando mi agradecimiento a esta ciudad que me acogió calurosamente hace ya más de diez años. Aquí mismo, en esta universidad en el corazón de París, acabé mis estudios de Medicina, e inicié un increíble proyecto que me ha llevado a recibir este galardón. También quería darle las gracias al Instituto Pasteur por este premio que me enorgullece y me llena de satisfacción personal. Y espero que los honorables miembros del comité no se ofendan por nombrarles en segunda posición. ―Se oyeron risas entre el público y el orador aprovechó para beber un sorbo de agua antes de continuar.
―No obstante, creo que es muy justo decir que hay mucha gente que se merece este premio mucho más que yo. Los avances en la lucha contra la malaria son solo posibles gracias a esos miles de médicos anónimos, que se dejan la piel a diario en los países poco desarrollados de África, Asia y América. Es por la memoria de los que murieron, por los enfermos actuales y por los que vendrán en un futuro por lo que tenemos que seguir luchando, investigando y avanzando sin tregua, cada uno con los medios que tengamos a nuestro alcance, hasta que erradiquemos este mal definitivamente.
El auditorio prorrumpió en sonoros aplausos y el galardonado esperó a que se hiciera de nuevo el silencio.
―Por último, quería dedicar un momento para recordar a la persona que hizo posible que yo esté hoy aquí, mi abuelo Buba Sarr. Él fue un hombre humilde y lleno de coraje, que me enseñó a no perderme en el camino fácil y a luchar por mis convicciones de la mejor forma posible, con su propio ejemplo. Sacrificó lo que más quería en esta vida para que su nieto pudiese tener un futuro mejor. Solo lamento que él no pueda estar aquí para ver el fruto de su esfuerzo, aunque de alguna forma creo que lo sabrá en alguna parte. Muchas gracias.
El auditorio rompió a aplaudir ardientemente y Amath abandonó el estrado cojeando ligeramente, cruzándose en su camino con el siguiente galardonado, un físico nuclear sueco que le dio un fuerte apretón de manos. Las tenía encharcadas en sudor.
«No soy el único que está nervioso», pensó, en parte aliviado por haber finalizado el discurso, y en parte compadeciendo al pobre hombre. Amath salió al pasillo y pudo respirar tranquilamente por un instante, y sobre todo rascarse allí donde las costuras del incómodo frac de alquiler le rozaban la piel. Más tarde tendría lugar la cena de gala, con lo que aún no podía desprenderse de aquel martirio de tela.
Al levantar la vista, vio a su mujer andando hacia él por el pasillo, con sus dos pequeños gemelos de la mano. Awa seguía exactamente igual de hermosa que cuando la vio por primera vez, hacía veinticuatro años, bañándose en unas pozas de un pueblecito perdido en el interior de Senegal.
―Cariño, has estado muy bien. Casi me haces llorar de la emoción.
―No exageres, si casi no me entendían con mi acento africano ―dijo con una sonrisa, marcando el acento característico de su país.
―Vamos, doctor Sarr, no sea falso modesto. Eres el médico más joven que consigue este premio.
―Treinta y seis años ya no es ser joven, tú tienes treinta y siete y estás hecha una vieja gruñona.
Awa se rió y trató de golpearle, pero Amath la esquivó y le dio un beso apasionado, que fue interrumpido por los dos gemelos, que se perseguían y jugaban por el pasillo.
―¿Ya estáis otra vez? ―les reprendió su madre―. Llevan todo el día igual, no sé a quién hicimos tanto mal en la otra vida para merecer esto.
Amath rió divertido y se unió por un momento a los juegos de sus hijos, hasta que la puerta del pasillo se abrió, y el físico sueco apareció con aspecto de haber asistido a su propio funeral.
―Buba, Tian, dejad de hacer el tonto ―les dijo su madre a los pequeños―. Y tú para también, que menudo ejemplo les estás dando.
―Está bien chicos, hagamos caso a vuestra madre. ―Amath se recompuso el traje, ligeramente arrugado por los juegos, y miró a sus hijos con orgullo.
Al saber que iban a tener gemelos, no tuvo ninguna duda de los nombres que quería ponerles, Buba y Tian, aunque tuvo que convencer a su madre, que no estaba muy conforme con la elección. Y ahora que tenían cinco años, hasta Awa tenía que reconocer que los nombres eran muy apropiados para los gemelos. Los dos niños no paraban de discutir mientras jugaban, como si fuesen una réplica en miniatura de su bisabuelo y su buen amigo.
Amath sonrió al recordar al viejo Tian. A sus noventa y cuatro años de edad, aún se mantenía lúcido y bien de salud. Se había acabado casando con la señora Clarisse, quince años más joven que él, y desde entonces vivían juntos regentando la casa de huéspedes de Dakar. Amath, Awa y los chicos iban a verle todos los años y siempre acababan recordando el increíble viaje que cambió sus vidas.
Su mujer le trajo de nuevo al presente con cuestiones mucho más prácticas.
―Tendríamos que ir a por el coche. La cena de gala es en el centro y a estas horas habrá mucho tráfico ―dijo Awa.
―Claro, vamos yendo. ¿Y dónde está el canijo, al final no le has traído? ―preguntó Amath, mientras abandonaban el edificio, camino al aparcamiento.
―Le he dejado en casa con la nana. Lamín es muy pequeño para todo este ajetreo.
Para cualquiera que conociese su infancia, podía resultar muy extraño que su tercer hijo se llamase Lamín, pero tenía su explicación. Durante los primeros años, tras la muerte de Buba, Amath no había querido oír hablar de su primo y Tian nunca le había vuelto a mencionar. Pero el día de su graduación en el instituto, le pareció ver fugazmente a su Lamín entre el público asistente. Cuando se acercó, nervioso, se había evaporado. No fue la única ocasión en la que creyó ver a su primo observándole en la distancia, aunque cuando se lo contaba a Tian, este le miraba extrañado y cambiaba de tema.
Una noche, años más tarde, la policía llegó a casa de la señora Clarisse. Querían hablar con Tian, que les hizo pasar a una estancia privada. Cuando los agentes abandonaron el lugar, el anciano salió al patio y se sentó en el banco junto a la fuente. Amath se acercó a preguntar por lo ocurrido y se lo encontró con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta. El anciano se derrumbó y le confesó que habían venido a comunicarle la muerte de Lamín. Le habían encontrado en un callejón de Dakar, tendido en un charco de sangre con dos tiros en la cabeza. La policía le había dicho que probablemente fuese un ajuste de cuentas entre bandas rivales. En el momento de su muerte, portaba un sobre sellado repleto de dinero, con el nombre de Tian y la dirección de aquel lugar, listo para ser enviado por correo.
En aquel instante de debilidad, el anciano le contó la parte de la historia que él no conocía, y cómo gracias a Lamín, nunca les había faltado de nada. En un primer momento, el pensamiento de Amath no cambió, seguía culpando a su primo de la muerte de Buba. Pero, poco a poco, Tian le fue contando que su primo se había preocupado continuamente de él desde el anonimato. Todos los meses, Lamín llamaba a Tian por teléfono y hablaban sobre sus progresos, y se alegraba por cada éxito de su joven primo, cada curso aprobado y cada reto superado.
Tal vez, sentía que así estaba contribuyendo a hacerle vivir la vida que él habría deseado para sí y que nunca tuvo. De esta forma, Amath fue cambiando de opinión con respecto a su primo, y al tener su tercer hijo, quiso rendirle un pequeño homenaje llamándole Lamín. Esta vez no tuvo problemas con Awa, ese nombre le encantaba, aunque su mujer se reservó el derecho exclusivo de decidir el siguiente. Y Malik era su nombre preferido.
Al llegar al coche, Amath ayudó a Awa a sentar a los niños y luego abrió la puerta a su mujer. Cuando todos estuvieron dentro, él permaneció aún unos instantes en el exterior, contemplando el automóvil con emoción. No era un vehículo impresionante, sino un sencillo y cómodo monovolumen familiar. Lo que le hacía especial era la vieja placa de metal colocada encima de la matrícula: «Marie, mil novecientos cincuenta y siete».
Amath había dado con el coche años más tarde, a punto de ser desguazado, y logró rescatar aquella chapa que encerraba el amor que Buba había sentido por Marie. Desde ese día, todos sus coches habían vestido aquel emblema. Aunque sabía que era una tontería, Amath creía que le traía buena suerte y protegía a su familia.
Y de vez en cuando, cuando se quedaba a solas en el coche, charlaba animadamente con Buba de los progresos de sus bisnietos.
FIN
A continuación, los tres primeros capítulos de la novela 'Castigo de Dios'