CAPÍTULO 5
Amath se despertó de madrugada, envuelto en una fina película de sudor. No se sentía enfermo ni había tenido ninguna pesadilla, era simplemente la consecuencia del calor sofocante que les envolvía. Se habían adentrado en la zona menos habitada y más calurosa del país, y era casi julio, con lo que les quedaba una jornada asfixiante por delante.
Durante el desayuno, Tian no paró de quejarse de su reuma, del asma severo que supuestamente padecía, e incluso de la posibilidad de haber cogido alguna infección en el pajar donde habían pasado la noche. También mencionó algo relacionado con el alto riesgo de contraer botulismo por haber comido una lata de judías que a su entender estaba en malas condiciones. Lamín y Buba se despreocuparon, como de costumbre, del hipocondriaco hombrecillo, y Amath sonrió ante sus vehementes explicaciones. Poco después, se despidieron de Osmán y emprendieron la marcha a Dakar.
A medida que el sol ascendía, el calor se hacía más insoportable, contribuyendo a que los ocupantes del vehículo estuviesen bastante irritables. Poco antes del mediodía, el motor hizo un sonido extraño y la velocidad del coche comenzó a disminuir.
―Será mejor que paremos y le echéis un vistazo ―dijo Lamín secándose el sudor de la frente y apartando el vehículo a un lado de la carretera.
―Será cosa del radiador ―aventuró Tian.
―No creo, parece una avería de la caja de cambios o de una pieza del motor ―le corrigió Buba, bajando del coche para inspeccionarlo.
No había pasado ni un minuto cuando se escuchó un rugido. Buba apareció tras el capó con las manos manchadas de grasa y rojo de rabia.
―¡No me lo puedo creer, eres un enano miserable! ―gritó apuntando a Tian con una llave inglesa―. No cambiaste la tapa del distribuidor.
El anciano, instintivamente, se escondió detrás de Lamín, y al ver que Buba se acercaba blandiendo la herramienta, se alejó hasta colocarse al otro lado del coche.
―Sé razonable, esa pieza estaba en perfecto estado, hubiese sido una pérdida de tiempo y dinero cambiarla ―se defendió.
La cara de Buba se desencajó aún más y comenzó a perseguir al hombrecillo alrededor del coche mientras le increpaba. Lamín contemplaba divertido el espectáculo y Amath, sorprendido ante la reacción de su abuelo, no sabía muy bien qué hacer.
―¡Serás rata de cloaca! No cambiaste la pieza y encima te quedaste con el dinero.
―Eso no es cierto, lo invertí en algo más útil. ¿Cómo crees que compré el champán? ¿Con mi sueldo de ministro?
Buba recordó las botellas que su amigo trajo consigo para celebrar el inicio de su aventura. Le había parecido muy extraño que su amigo consiguiera aquel producto de lujo con su escasa renta. Extenuado, dejó de perseguir a Tian y tomó aliento.
―Pues mira cómo estamos ahora, imbécil, tirados en medio del desierto y sin pieza de recambio.
―Si no hubiésemos hecho tanto kilómetros con tanto calor, no se habría estropeado ―trató de disculparse Tian.
Buba estuvo tentado de tirarle la llave inglesa, pero logró contenerse y se sentó en el suelo, llevándose las manos a la cabeza. Por un instante, Amath pensó que su abuelo se echaría a llorar, pero el hombre se volvió a levantar y habló más calmado.
―La única solución es reponer la pieza. El próximo pueblo importante está a más de cincuenta kilómetros, así que tendremos que retroceder hasta el que pasamos hace un rato. La buena noticia es que podemos usar el coche siempre que no pasemos de los veinte por hora.
Invirtieron algo más de una hora y media en hacer un trayecto de unos quince kilómetros, bajo un sol abrasador. Buba no pronunció palabra y Tian parecía estar realmente arrepentido, acurrucado en su lado del asiento sin apenas levantar la cabeza ni tararear sus canciones. Al llegar al pueblo, preguntaron por el mecánico, y lo hallaron en un pequeño taller no más grande que un cuarto de baño. Las noticias no fueron mucho mejores que el aspecto del destartalado local. El mecánico, un tipo feo y peludo, les informó de que no tenía la pieza, pero que la podía pedir previo pago a la ciudad vecina. Eso sí, como pronto le llegaría con el reparto de la mañana siguiente.
Pagaron lo convenido y dejaron el coche aparcado en frente del taller. Buba, como todos los días al acabar el viaje, le pidió las llaves a Lamín, que se las entregó incómodo. Algo más tarde, hallaron un pequeño bar con pensión donde alquilaron dos habitaciones, una con dos camas individuales y la otra con una cama grande de matrimonio. Amath pasaría la noche con su abuelo en la cama doble, mientras que Tian y Lamín compartirían el otro cuarto. En circunstancias normales Tian habría discutido acaloradamente con Buba por el reparto de habitaciones, pero después del incidente de esa mañana no presentó ninguna queja.
El dueño del bar les informó de que, a menos de diez minutos a pie, había un río con unas pozas de agua clara donde podrían refrescarse. Amath consiguió que Buba le dejase ir a condición de que fuese acompañado, y Tian, interesado en poner algo de tierra de por medio, se ofreció voluntario. Buba y Lamín se quedaron en el bar, viendo la televisión con varios parroquianos habituales. Estaban retransmitiendo combates de laamb, una forma de lucha que se practicaba en Senegal y que estaba considerada el deporte nacional del país. La gente lo seguía con gran interés, apostando fuertes sumas de dinero en algunos combates. Las apuestas eran el otro deporte nacional.
―Yekini es el mejor, no tiene rival ―comentó el dueño del bar, un tipo fuerte que probablemente había sido luchador en sus años jóvenes.
―Ya no está tan en forma como antes, ahora mismo hay dos o tres chicos nuevos que le pueden ganar ―contestó un anciano tocado con un pañuelo.
Lamín estaba de acuerdo con el viejo. Yekini era un gran luchador, pero ya estaba dejando atrás su mejor etapa, y se basaba más en su experiencia que en su poderío físico. Antes de que mataran a Mamadou, Lamín había estado con él en los entrenamientos del círculo de lucha de Mbute, donde su malogrado socio trabajaba como preparador físico. Allí había conocido a un tal Ibrahim Cheik, un joven luchador desconocido para el gran público, que había impresionado profundamente a Lamín. Ese chico era un portento físico y además tenía un talento natural para la lucha. Estaba seguro de que si el joven se enfrentaba al campeón, le podría tumbar.
―No sabes lo que dices, abuelo, Yekini sigue siendo el número uno ―le rebatió el dueño―. Competirá este sábado en el círculo de Saint Louis y seguro que gana el campeonato fácilmente. ¿Quieres apostarte algo?
Una lucecita se encendió de repente en la cabeza de Lamín. El joven luchador le había dicho que su primer combate oficial iba a ser en el mes de julio, en la ciudad de Saint Louis. Prácticamente nadie le conocía, por lo que las apuestas estarían muy en su contra, sobre todo si se emparejaba con luchadores de renombre. Un tipo decidido que dispusiese de esa información y de una buena suma de dinero, podría hacer una fortuna con las apuestas.
―¿Tenéis la lista de participantes? ―preguntó Lamín al dueño.
―¿De qué lista me hablas? ―respondió confundido.
―La lista de los participantes del torneo de Saint Louis.
―No sé si estará publicada ya, pero esta tarde llegará el periódico con un reportaje dedicado al campeonato ―contestó―. Tal vez ahí venga algo.
Lamín puso su cerebro a trabajar frenéticamente. El campeonato se iba a celebrar este sábado y estaban a miércoles. Para poder llegar a tiempo, tendría que ir primero a Saint Louis sin pasar por Dakar y Buba no iba a estar muy de acuerdo con eso. Pero se las tendría que ingeniar para conseguir estar el sábado en el campeonato. Aun así, esa iba a ser la tarea más sencilla. Lo que realmente le preocupaba era conseguir el dinero suficiente para poder hacer una buena apuesta. Ya no podía acudir a Dacour, tendría que mover sus contactos en esa zona del país. Sabía que no iba a tener otra oportunidad como aquella para resarcir su deuda, y tal vez hacerse rico, así que estaba dispuesto a lo que hiciese falta para conseguirlo.
Lamín pidió un café y se sumergió, como el resto de los parroquianos, en el espectáculo de lucha que ofrecía la pequeña pantalla. Si alguien a su alrededor se hubiese molestado en mirarle a los ojos con atención, habría descubierto el intenso fulgor de la ambición brillando al fondo.
Tian y Amath formaban una extraña pareja. Un anciano diminuto, tocado con un sombrero y un pantalón corto que dejaba al aire los palillos de sus piernas, acompañado por un muchacho alto y flaco, de ojos profundos, que cojeaba ostensiblemente al andar.
Una cosa sí tenían en común: ambos regresaban de la excursión al río de excelente humor, ajenos a cualquier impresión que pudiesen causar a la gente.
―Esa chica es muy guapa, ¿eh? Aunque le faltaban unos kilitos ―dijo Tian con ojos pícaros―. Al final va a resultar que eres como yo, un zorro con piel de cordero, ¿eh, muchacho?
―Es muy simpática ―contestó Amath ruborizándose, sin querer dar más detalles.
―Y además tiene los ojos como lunas, muchacho. Aunque mi Fátima es bastante más guapa y está mucho mejor nutrida ―rió el anciano―. Y esta noche voy a cenar con ella, chaval.
Amath sonrió contento. Él también tenía una cita esa noche y aunque no se lo había dicho a Tian, creía que lo sospechaba. El joven suspiró y recordó por tercera vez en menos de diez minutos su encuentro con Awa.
Habían llegado a las pozas del río, bajo un calor asfixiante y se habían encontrado con varios aldeanos bañándose en los alrededores. Amath tiró sus ropas bajo un árbol y se introdujo en el río a toda prisa, sin esperar al anciano. El agua fresca le besó la piel, revitalizándole con su suave caricia. Y además le quitó una considerable capa de roña y suciedad, acumulada desde el inicio del viaje.
Al sacar la cabeza del agua, se encontró con una chica que le miraba fijamente desde la orilla, con unos ojos enormes e inteligentes iluminando su bello rostro.
―¿Ese aparato puede mojarse? ―le preguntó la muchacha con interés. Debía tener aproximadamente su misma edad y llevaba un vestido corto completamente empapado.
Amath no respondió y se quedó mirándola sin entender exactamente a qué se estaba refiriendo. Al no recibir respuesta, la niña se metió en el agua decidida y se acercó hasta él.
―Ese cacharro que llevas en la pierna, ¿no se estropea si lo mojas? A mí se me cayó una radio en el agua y no volvió a funcionar. ―La joven continuó hablando a toda velocidad―. Yo soy Awa. ¿Y tú cómo te llamas? ―se presentó sin darle tiempo a responder a la primera pregunta.
Amath siguió mirándola sorprendido y muy contento. Nunca nadie había reaccionado así al ver la pierna amputada. Normalmente la gente solía sentir lástima de él, y aunque muchos trataban de no mostrarlo para no herir sus sentimientos, era dolorosamente consciente de la situación. El joven esbozó una sincera sonrisa antes de contestar.
―Me llamo Amath y la prótesis no tiene cables ni pilas, así que puede mojarse sin que se rompa.
―¿Y cómo te has hecho esa herida? ―Awa se arrodilló en el agua y le tocó la pierna a la altura de la terrible cicatriz. Era la primera vez que alguien que no fuese médico le tocaba de aquella de manera―. ¿Te duele?
Amath evitaba hablar del accidente siempre que salía el tema, no importaba la circunstancia ni la gente con la que estuviese. Pero en ese momento, le pareció completamente natural y no se sintió en absoluto incómodo al contestar.
―Me pilló un camión hace dos años cuando jugaba en la calle con mis amigos.
Awa le miró con los ojos muy abiertos, mezcla de horror y admiración, y Amath se sintió extrañamente reconfortado, como si fuese el heroico superviviente de alguna batalla.
―Y casi no me duele. Es decir, no me duele la cicatriz, pero muchas veces siento que me escuece más abajo y lo peor es que no me puedo rascar.
La joven comenzó a descargar sobre él una lluvia de preguntas y Amath no pudo hacer otra cosa que sonreír. Al final, se fueron a la orilla y se pasaron el resto de la tarde charlando, con los pies metidos en el agua y refrescándose cada poco tiempo. Amath le contó el viaje que estaba realizando junto a su abuelo y las ganas que tenía de llegar a Dakar y ver el mar. Awa absorbía cada una de sus palabras con interés, haciéndole preguntas y dándole su propia opinión con vehemencia. La idea de viajar y ver cosas más allá de aquella aldea le entusiasmó, y cuando Amath le propuso subir en el coche y enseñárselo por dentro, la muchacha explotó de alegría. Quedaron para verse esa misma noche después de la cena, junto al taller mecánico.
Antes de despedirse, Amath se dio cuenta de que no había visto a Tian en toda la tarde. Al buscarle entre la gente, le localizó sentado en un banco de madera, bajo unos árboles, charlando risueño con una mujer mayor de pelo cano, que le triplicaba en tamaño.
―Esa es la señora Fátima, una viuda muy simpática, amiga de mi abuela ―le explicó Awa―. Hacen muy buena pareja, ¿no crees?
La joven se rió al ver su expresión y le rozó la cicatriz por última vez antes de levantarse.
―Entonces a las diez ―dijo Amath esperanzado.
Ella asintió sonriente y se alejó hacia el poblado, dejándole con la sensación más extraña y reconfortante que había sentido jamás.
Al regresar al bar donde se hospedaban no vieron a Buba por ninguna parte, por lo que Amath, supuso que habría subido a su habitación. Lamín estaba sentado solo en una esquina, concentrado en la lectura de un periódico, y ni siquiera les devolvió el saludo.
―Este primo tuyo es un necio ―le dijo Tian en voz baja―. Me voy a descansar un rato, esta noche voy a necesitar todas mis energías. Y tu deberías hacer lo mismo, Romeo.
Tian soltó una risita y le guiñó un ojo antes de abandonar la estancia. Amath no estaba cansado y se sentó en una silla cercana al televisor, con la intención de pasar el rato. Estaban echando un programa de cocina, así que pronto se aburrió y buscó algo más interesante con lo que entretenerse. Dos ancianos jugaban al dominó en una mesa cercana y, un poco más lejos, Lamín seguía enfrascado con el periódico. Amath prestó más atención y observó que la cara de su primo se contraía cada poco y sus labios se movían despacio, describiendo extraños movimientos. Después de fijarse atentamente durante un buen rato, Amath creyó saber lo que ocurría. Lamín apenas sabía leer. Hacía un esfuerzo sobrehumano para juntar las letras en sílabas y las sílabas en palabras, y al ritmo que iba, tardaría varias horas en terminar una sola página. Por un momento, Amath se alegró de la situación de su primo y se sintió superior a él. Entonces, recordó con amargura como Jean Luc le había restregado su superioridad al marcarle el gol y cómo otros muchos le habían hecho sentirse inferior tantas veces. Un pequeño interruptor se activó en su interior. Sin pensárselo dos veces, abandonó su asiento y se acercó al rincón donde se encontraba su primo.
Al notar su presencia, Lamín levantó la vista del periódico y torció el gesto.
―Estoy ocupado. ¿Qué coño quieres?
Amath ni siquiera había pensado qué iba a decirle. Sabía que su irascible primo se enfadaría a la menor mención de su problema de lectura, así que se acercó un poco más y comenzó a leer la noticia principal que encabezaba la página.
―«Combate de campeones en Saint Louis». ―Amath leyó el título rápidamente y continuó―: «Este fin de semana se celebrará en Saint Louis la trigésima edición del certamen de lucha más importante del país. Contará con la participación de los mejores luchadores, procedentes de las todas las regiones, que se enfrentarán para conseguir el codiciado título de campeón nacional».
Amath observó que el primer párrafo aparecía tachado, con lo que supuso que Lamín ya lo habría leído. Había dos palabras en el margen de la página, tan mal escritas, que al principio le costó reconocerlas. Parecía un nombre: «Ibrahim Cheik».
Amath levantó los ojos del periódico y se encontró con la mirada seria de Lamín que le observaba atentamente. A tenor de su expresión, estaba muy disgustado.
―¿Te gusta la lucha? ―le preguntó inexpresivo Lamín.
―Prefiero el fútbol ―respondió sinceramente―. Pero el maestro siempre nos dice que leamos todo lo que caiga en nuestras manos y hace mucho que no practico.
―Ya veo. ―Se produjo un incómodo silencio hasta que su primo habló de nuevo―. Pues puedes leer toda la noticia si quieres, yo tengo los ojos algo resecos del calor y el polvo.
Amath detectó un atisbo de diversión en las palabras de Lamín, que seguía serio, aunque con una postura más relajada. Continuó leyendo la noticia, mientras su primo le escuchaba atentamente. Al leer determinados pasajes, relacionados con los luchadores y las apuestas, Lamín se mostraba en ocasiones complacido, y otras, disgustado, aunque trataba de comedir sus reacciones. Pero cuando Amath acabó una frase en concreto, su primo se levantó excitado, volcando la silla.
―¡Repite eso, chaval!
―«El joven luchador Ibrahim Cheik tomará partido en la competición como representante de la región de Tambacounda».
Su primo estalló en una explosión de júbilo y alzó a Amath en el aire, dando un par de vueltas sobre sí mismo antes de devolverle al suelo.
―Dile de mi parte a tu profesor que tiene un buen alumno ―le dijo enrollando el periódico ―. Gracias, Amath.
Su primo subió los escalones de tres en tres y el joven se quedó un buen rato allí sentado, saboreando el momento. «Hoy es un día de primeras veces», se dijo. Antes había disfrutado de la compañía de Awa, que le había tratado con normalidad por primera vez desde que sufrió el accidente, sin hacerle sentir distinto al resto. Y ahora su primo Lamín le llamaba por su nombre por primera vez desde que comenzó el viaje.
Y aún quedaba lo mejor. Esa noche había quedado con Awa, aunque antes tenía que resolver una pequeña cuestión. Necesitaba conseguir las llaves del coche y no iba a tener más remedio que quitárselas a su abuelo durante un rato.