CAPÍTULO XII
El avión que conducía a Ernie, Pritchard y Leskowitch, aterrizó en Tepotzal hora y media después de su partida de Ciudad Méjico.
Tepotzal era una pequeña ciudad plácida y colorista situada en un valle rodeado de altos montes con las laderas selváticas, un verdadero paraíso para las personas necesitadas de descanso. Tenía un pequeño campo de aviación a corta distancia y era bastante frecuentada por hombres de negocios, artistas y gente necesitada de descanso y paz. En sus alrededores abundaban las fincas privadas de recreo. De ahí que nadie se sorprendiera por la llegada de tres americanos en un avión ligero.
Un automóvil negro, lujoso, aguardaba junto a la salada del aeropuerto y también una furgoneta. Un hombre de cabellos grises, porte elegante y acusada apariencia anglosajona, vino al encuentro de los tres hampones cuando éstos se encaminaban al edificio de oficinas. Ernie lo conocía y advirtió a los otros:
—Mucho ojo, es el financiero.
—Descuida… Oye, no parece muy alegre. ¿Por qué será?
Ernie ya lo había advertido y frunció el ceño. El otro sombre llegó a su lado y le tendió la mano. En apariencia su actitud era normal. Había cerca empleados, otra gente…
—Bienvenidos, mis queridos amigos. Espero que hayan tenido un viaje cómodo y tranquilo.
—Así es. Y estamos encantados de hallarnos aquí. Bueno, éste es Lou Pritchard y éste Joe Leskowitch. ¿Qué hay…?
—Hablaremos en el coche. ¿Cuántas cajas traen?
—Cuatro, como acordamos. Ahí las bajan.
Así era. Los dos cajones falsamente etiquetados de material científico estaban siendo sacados del avión y conducidos a la furgoneta que se había mientras arrimado al mismo, por unos empleados del campo. El hombre de pelo canoso las miró fijamente unos instantes mientras los hampones sentían la premonición de que algo había fallado. Luego miró a Ernie con fijeza.
—Vamos.
Nadie habló hasta verse fuera del campo y dentro del coche. A un gesto del hombre de pelo gris, Lou tomó el volante. Ernie subió atrás, con el propietario del vehículo.
—Siga la carretera adelante, ya le indicaré.
—¿Qué es lo que sucede?
Aquel hombre tenía ojos grises, muy fríos, que se clavaron en los de Ernie.
—El otro avión no llegó a su destino.
Ernie soltó un taco a media voz, Pritchard otro y Leskowitch se volvió, diciendo:
—Te lo dije, Ernie. Ese puerco…
—¡Cállate! ¿Qué sabe de eso?
—Dígame usted primero a qué se refiere su amigo.
Ernie estaba pensando muy aprisa. Y se sentía lleno de una rabia fría.
—Vito Marcello. Recelábamos de él. Yo había decidido que Sam Prowsett y Rudy Belton los acompañaran para quitarle de la cabeza las malas ideas, pero a Sam lo mataron durante la operación y tuve que dejar ir solo a Rudy con él y con «Dads» Gustafson.
—Nunca me gustó ese italiano —intervino Leskowitch—. Sabía que nos iba a traicionar…
—No podrá ir muy lejos, me voy a encargar de eso…
—No hace falta.
—¿No? Pero…
—El avión se estrelló esta mañana en una playa solitaria al occidente de la isla de Cozumel.
Hubo un breve e intenso silencio, mientras los tres hampones asimilaban la noticia. Ernie fue el primero en reaccionar.
—Entonces no hubo traición.
—Estamos averiguándolo. Al parecer, dentro del aparato sólo iban dos hombres, el piloto y otro.
—¡Eso no es posible!
—Eso es lo que se sabe hasta ahora. Las autoridades han tendido rápidamente un telón de silencio sobre el accidente y la Prensa apenas sabe nada. Se ha indicado que era un avión privado norteamericano y no dieron el nombre de las víctimas. El hombre que envié a investigar acaba de comunicarme que hay mucho peligro en acercarse al lugar del accidente e incluso a la aldea donde se han centrado las investigaciones oficiales. El cónsul de Estados Unidos en Mérida está allí desde hace más o menos dos horas y también el comisario-jefe de la policía de Mérida, así como autoridades militares, se han llevado soldados… Todo da a entender que encontraron las otras cajas y las han abierto.
Los hampones respiraron fuerte. Ernie gruñó:
—También ha sido… ¿Qué haremos ahora?
—Seguir como estaba planeado. Se había prevenido también esta posibilidad. Ni en el avión ni en las ropas del piloto hallarán nada que pueda llevarles hasta aquí. Hemos perdido dos millones, eso es todo.
—Y es bastante. Eso reduce nuestros beneficios a la mitad…
—De eso hablaremos más tarde. Ahora esperaremos a tener noticias más concretas sobre ese accidente. Doble por esa desviación.
Dejando a un lado Tepotzal, el automóvil siguió una carretera que trepaba por la ladera de una montaña cubierta de espeso bosque. El hombre de pelo gris abría sólo la boca para hacerle a Lou secas indicaciones sobre el rumbo, Ernie y Pritchard fumaban en completo silencio, asimilando la situación…
Tardaron casi una hora en llegar a su destino, un pequeño valle colgado como un pañuelo entre dos espolones de la montaña, regado por un caudaloso arroyo que formaba una pequeña cascada al fondo, donde se cerraba el valle, y cubierto de cultivos de tipo semitropical donde trabajaban hombres y mujeres indígenas en cierto número. La casa era amplia y de hermoso aspecto, con espléndidas vistas, jardín, piscina y todo lo necesario para la comodidad de sus ocupantes.
—Irán ahora a sus habitaciones, todo está preparado para atenderles.
Eran habitaciones amplias y cómodas, como ninguno de los tres hampones las había visto desde mucho tiempo atrás. Muchachitas nativas les atendieron, pero ellos no estaban en condiciones de fijarse en mujeres. Pesaba sobre sus mentes la pérdida de aquellos dos millones y lo que podía representar…
Tras ducharse y cambiarse de ropa, poniéndose las que ya tenían preparadas, los tres fueron a reunirse con el propietario de la finca en el confortable despacho. Allí estaban las cuatro cajas metálicas, en tierra, y apenas hubieron entrado, el hombre de pelo gris cerró con llave. Las ventanas se hallaban cerradas también, así como sus contraventanas y la luz encendida.
—Pongan una de esas cajas sobre la mesa y ábranla.
Lo hicieron y Leskowitch la abrió. La llenaban fajos de billetes de veinte dólares. De diez eran los de la segunda caja y de uno y cinco los de la tercera. Quedaron separados en pilas, por valores, sobre la amplia mesa, Y el hombre del cabello gris tomó la palabra con su voz dura, apretada, fría:
—Ya lo ven. Todo depende del contenido de la cuarta caja.
—Sí…
—Hay exactamente cuatrocientos mil dólares en billetes de veinte, doscientos mil en billetes de diez, cincuenta mil en billetes de cinco y cincuenta mil en billetes de a un dólar. Total, setecientos mil dólares. Yo he gastado cuatrocientos diecinueve mil en el montaje de esta operación. Si en la cuarta caja nos encontramos otra remesa de cinco y un dólares eso significará una ganancia neta de trescientos ochenta mil. Serán cuatrocientos ochenta mil si la caja contiene billetes de diez dólares y seiscientos ochenta mil si son de veinte. Pero si encontramos billetes de cien dólares la ganancia, entonces, será de dos millones trescientos ochenta mil…
—Joe, ábrela de una vez —pidió Ernie con voz gruesa. Leskowitch asintió y se puso a manipular en la cuarta caja. Los demás aguardaron conteniendo la respiración. Sólo había una caja con billetes de cien dólares, eso ya lo sabían, pero las cajas no llevaban al exterior ninguna marca que les permitiera diferenciarlas. No se ocuparon de eso porque no imaginaron lo que había sucedido. Ahora…
La caja quedó abierta con un seco chasquido y Leskowitch tragó aire, asiendo la tapa.
—Que haya suerte —dijo. Y la levantó.
Estaba llena de billetes de cien dólares.
Ernie expandió su pecho en un suspiro de alivio, así como sus dos compinches. El único que permaneció impasible fue el propietario de la finca.
—Bien —dijo con sequedad—. Apílenlos junto a los otros.
Así lo hicieron mientras él escanciaba caro coñac francés en hermosas copas talladas, indicando a todos, con un gesto que podían cogerlas. Alzó la suya y brindó:
—Por el feliz éxito de nuestra operación, señores.
Bebieron. Estaban preguntándose a dónde iría a parar. Porque a la fuerza tendría que hacerse un cambio importante, después de lo ocurrido…
El hombre fue a sentarse cómodamente y encendió un caro cigarro sin quitarles ojo. Al hablar lo hizo con voz impersonal:
—Señores, esto fue planeado como un negocio y los negocios son susceptibles de muchas alternativas, como bien sabe todo el mundo. Nosotros habíamos hecho un cálculo de beneficios, pero nos encontramos con una realidad distinta. Así pues, debemos afrontarla…
—Al grano, Miller —le urgió Ernie hoscamente.
El otro no se inmutó.
—Al grano voy. Tenemos dos millones trescientos ochenta mil dólares de beneficio a repartir. Lo convenido fue que el señor Winninger, en su calidad de autor del plan, percibiría el veinticinco por ciento. Eso significa, ahora, quinientos noventa y cinco mil dólares para él. Mi parte era el treinta y tres, o sea, en cifras redondas, ochocientos mil dólares. Digamos que queda para ustedes tres un millón redondo. Quinientos mil para usted, Holker, un cuarto de millón para cada uno de ustedes dos. ¿Conformes?
—Yo, sí —dijo Pritchard—. Es algo más de lo que calculaba conseguir.
—Yo también —dijo Leskowitch.
Miller miró a Ernie con fijeza.
—¿Y usted, Holker?
—Estoy esperando a que termine.
Miller esbozó una sonrisa y luego quitó la ceniza a su cigarro con un seco golpe del meñique.
—Naturalmente. Ahora debemos tratar de dos cosas. Primera, la salida de Winninger. He hecho mis cálculos. Habida cuenta de que se han reforzado mucho las medidas de seguridad y todo lo demás, sacarlo va a resultar más difícil y, por supuesto, más costoso…
—¿Cuánto?
—Cien mil. A partes iguales entre nosotros cinco, a no ser que prefieran dejarlo pudrirse en la prisión y que nos repartamos su dinero. Pero tengo entendido que tomó sus medidas previniendo esa posibilidad.
—Así es.
—Entonces, deberemos actuar honestamente. A la postre, le debemos el negocio. ¿Conformes?
Los tres hampones se miraron. Ernie asintió por todos.
—Conformes.
—Bien. Pasemos al segundo punto; su huida a lugares seguros donde puedan disfrutar de su dinero. He estudiado detenidamente sus deseos y tengo hecho ya el plan de fuga de cada uno de ustedes, desde aquí hasta el punto que han elegido, así como lo concerniente a la colocación discreta y satisfactoria de ese dinero. Naturalmente, todo eso conlleva unos gastos que deberán correr a su cargo. ¿Están conformes?
—Lo estamos. ¿Cuánto es lo mío?
—En conjunto, veintiocho mil dólares. Comprende plena seguridad de ruta, cirugía plástica, documentación… No es caro, créame. Más o menos, viene a costarles igual a ustedes dos.
—O sea, que me quedo con doscientos mil pelados —ironizó Leskowitch.
Miller lo miró fijamente.
—Que podrá disfrutar tranquilamente según sus deseos. ¿No cree que la seguridad cuesta y vale dinero?
—Claro que sí. Sólo bromeaba…
—Existe el riesgo de que puedan identificarnos gracias a ese accidente —dijo Ernie—. De que nos sigan hasta aquí…
—Imposible. Ya dije que he tomado todas mis medidas. Comprenderán que no iba a arriesgarme tontamente. Éste no es para mí sino uno de tantos negocios y no el mayor que he realizado. Cada uno de los que han tomado parte en él, salvo ustedes tres, sólo conocen una pequeña parte del mismo, aquélla en que actuaron y, caso de ser interrogados, no podrán dar prácticamente ningún dato válido a la policía, porque todos ellos fueron contratados por hombres de mi absoluta confianza que no se conocen entre sí y jamás hablarán. Ignoro aún qué pudo haberles sucedido a los del otro avión, pero creo que han muerto todos. Y los muertos no hablan. Winninger tampoco va a hablar, naturalmente. Y en cuanto a ustedes tres…
Se detuvo adrede, para reforzar sus palabras siguientes:
—Ustedes han tenido suerte y son ahora ricos. Si tienen inteligencia y sensatez, no intentarán regresar a los Estados. No me importa lo que hagan en el futuro, pero mi consejo es que ni siquiera traten de comunicarse entre ustedes, no digamos conmigo o con Winninger. Vivan y gocen de la vida, piensen que nadie da dos golpes de esta envergadura con la misma suerte sin poseer una organización muy cara y muy compleja. ¿Comprendido? Y que el mundo es demasiado pequeño para que puedan escapar a las consecuencias de una posible indiscreción por su parte.
Los tres hampones sabían muy bien lo que estaba diciéndoles. Si cumplían ciegamente sus directrices, vivirían y podrían disfrutar su parte del botín. Si no, recibirían una muerte rápida e implacable…
Ernie respondió por todos, con sequedad pero sin violencia:
—No necesita leernos la cartilla, Miller. Los tres sabemos lo que puede esperamos si regresamos a los Estados y no tenemos ninguna gana de arriesgar el pellejo tontamente.
—Pero sí me gustaría saber cuánto tiempo, más o menos, tardaré en verme a seguro donde quiero ir —inquirió Leskowitch con suavidad.
Miller se lo dijo con el mismo tono de hombre de negocios que había a subordinados, usado por él desde los comienzos de la conversación.
—Los tres van a permanecer aquí durante al menos tres semanas, tiempo necesario para efectuar todas las conexiones y tareas necesarias. Después partirán en fechas distintas a la clínica donde se les efectuarán los cambios faciales indispensables y a la salida de la cual recibirán toda su documentación en regla, perteneciente a individuos fallecidos, ciudadanos de los países donde van a residir. En cuanto al dinero, que imagino será lo más importante para ustedes, antes de salir de aquí recibirán los comprobantes legales de las imposiciones efectuadas al nombre y dirección de su futura personalidad…
Más tarde, los tres hampones se reunieron en un rincón de la terraza, como si descansaran disfrutando con la contemplación del paisaje y bebiendo excelente coñac francés.
—Hay algo que no me termina de gustar en este tipo Miller —dijo Leskowitch—. Demasiado orgulloso y frío…
—Puedes ahorrarte las afirmaciones agoreras esta vez —gruñó Ernie—. Miller tiene demasiado dinero y poder para hacer lo que piensas.
—Hum… Me pregunto si algún hombre tendrá suficiente dinero como para hacerle ascos a un millón de dólares.
—Os diré a los dos una cosa. Antes de iniciar la operación yo escribí una detallada historia de la misma y la metí en un sobre lacrado que entregué a determinada persona. Si dentro de tres meses esa persona no recibe noticias mías directas, enviará el sobre a un sacerdote de Los Ángeles. Ese sacerdote no me conoce por mi nombre verdadero, pero sabe que soy un delincuente. Le escribí pidiéndole un favor, y era que si en determinadas fechas recibía una carta lacrada, la remitiera a la policía, pues sería señal de que alguien me había dado muerte porque conozco un secreto que puede perjudicarlo. Me consta que lo hará. Y que Miller no tiene la menor idea de quién es ese sacerdote, ni tampoco la persona a quien le dejé mi relato.
—Vaya, veo que no sólo Winninger tomó sus precauciones… —ironizó Leskowitch—. Pues como algún otro haya hecho lo mismo me parece que estamos aliviados. ¿No pensaste en la posibilidad de que te ocurriera la que en definitiva le pasó a Sam?
—Sí. Y en tal caso Anne habría abierto una nota que le entregué, yendo a recoger^ el sobre sellado.
—Anne… Me había olvidado de tu amiga. ¿Qué harás?
—Ése es asunto mío.
—Y de todos nosotros. Si la abandonas puede irse de la lengua…
—Anne se reunirá conmigo en el momento más conveniente. Y no es la depositaría del sobre. Así que tranquilizaos, porque Miller no actuará contra nosotros. No le conviene hacerlo…
A la hora de cenar volvieron a ver a Miller. La cena fue servida en el hermoso comedor por dos criaditas nativas y un mayordomo silencioso que tenía la expresión casi idéntica a la de su amo y, a pesar de su eficacia, les dio a los tres hampones la sospecha de ser más un guardaespaldas que otra cosa. No se habló sino de caza y pesca hasta que sirvieron licor y café en la terraza, en un ambiente fresco y agradable.
—La policía mejicana está efectuando investigaciones en la isla de Cozumel y también en la región costera frente a ella. Sólo se ha contado a la Prensa una sarta de embustes y para nada se mencionó al dinero.
—Eso significa que están tras una pista buena…
—No saben nada. El punto donde debían haber aterrizado queda a cien millas de Cozumel y ya han desaparecido de allí todos los posibles detalles comprometedores. O ira cosa, a Cozumel han llegado varios agentes del F. B. I, y también se ha solicitado la colaboración de la sección mejicana de la Interpol. Están investigando en Ciudad Méjico, en el sur de la frontera y en toda la costa del Golfo. La Prensa norteamericana, la radio, la televisión, han formado un escándalo de enormes proporciones. Fue un grave error no echarles gas al sheriff y sus oficiales. Otro herir a dos soldados.
—Usted no estaba allí —gruñó Holker secamente—. Sam no debió poder dominarlos de otra manera; ya ve como a la telefonista no le ocurrió nada.
—Los soldaditos salieron de improviso disparando y no era cosa de dejar que nos estropearan la faena —apoyó Leskowitch.
—El vigilante del banco pudo ser puesto fuera de combate con el gas…
—Estaba junto al boquete y con una metralleta en las manos. Tuve que anticiparme para que no me cosiera a balazos.
—Dejémoslo estar, no puede arreglarse. Ahora todo el mundo sabe ya que ustedes se dirigieron al sur, pero no se tiene ninguna certeza de que Méjico fuera el punto de reunión; a juzgar por los informes que me han llegado, más bien se supone que pensaban reunirse en alguna de las pequeñas repúblicas centroamericanas. Claro que eso puede ser una finta de la policía, pero no hay verdaderos motivos para que no resulte cierto.
—¿Algún cambio de plan?
—Sí. Usted, Holker, y uno de ustedes dos, partirán al amanecer para las montañas. En Tepotzal y aquí mismo he hecho correr la especie de que son dos antiguos amigos míos interesados en la antigua civilización precolombina. Ya sé que nada saben sobre eso, pero tengo varios libros en la biblioteca y van a leerlos, siquiera sea por encima, esta noche y los días siguientes. Ya les contraté un guía experto y que no va a extrañarse de verles leer mucho. Pasarán tres semanas lejos de la civilización, por lugares que sólo yo conoceré. El otro se quedará hasta pasado mañana y entonces partirá conmigo, aparentemente de regreso a los Estados. Lo dejaré en un lugar muy tranquilo de la costa del Pacífico, donde podrá entretenerse pescando esas tres semanas. Sólo regresarán aquí si no hay ningún peligro; en caso contrario, ya recibirán sus instrucciones.
Los forajidos sentíanse intranquilos ahora. Ernie inquirió, hosco:
—¿Está seguro de que no hay más que eso?
—Nada más. Ustedes deben confiar en mí. El dinero ya salió de aquí hacia lugares seguros donde esperará a poder ser transferido a Suiza o distribuido por los canales de conversión. Yo iré a Ciudad Méjico y permaneceré allí varios días atendiendo a mis negocios legales; de paso utilizaré mis conexiones para estar al corriente de todos los detalles de la investigación. Ahora váyanse a descansar, dos de ustedes tendrán que madrugar.
No había sino armarse de paciencia y esperar. Los tres hampones subieron a sus habitaciones…
Miller se quedó abajo, en su despacho-biblioteca, saboreando su coñac y sus cigarros caros. Escasamente una hora más tarde entró el mayordomo, cerró y se le acercó. Miller lo miró fijamente.
—¿Y bien?
—Están acostados. Pero no creo que duerman.
—No dormirán. Lo único que me importa es que no salgan de ellas.
—Eso puedo garantizarlo.
—¿Qué hay de Lucas?
—Todo listo. Ya debería estar aquí…
Sonó un teléfono. Miller lo tomó e inquirió:
—¿Quién llama?
Al otro lado del hilo una voz calmosa informó:
—¿Señor Miller? Aquí el capitán González, de la policía…
Miller endureció la expresión y cambió una mirada con su mayordomo. Luego inquirió, aún más seco:
—Yo soy Miller. ¿Qué se le ofrece, capitán?
—Un informe urgente. Acaban de notificarme que se han fugado unos presos en el presidio de Acamotl, matando a dos de los guardianes y robándose un camión.
Miller pareció aliviado.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso, capitán?
—Pues verá, parece que vinieron para su hacienda, seguramente tratando de ocultarse en los montes y, de ser posible, robar algunas armas y provisiones. Uno de ellos es Melancio Gutiérrez, aquél que se robó dos mil pesos en su hacienda hará como tres años, ya sabe…
—Tomaré las medidas adecuadas, pero no creo que se atrevan a venir.
—Por si fuera, yo me lo tengo avisado. Ahorita mismo voy para ahí con unos guardias y vamos a cortar las carreteras…
Miller colgó y en su rostro era visible el mal humor. Su mayordomo inquirió, ceñudo:
—¿Qué hacemos?
—Avisa que monten guardia armada otros dos peones. González es poco inteligente, pero muy concienzudo; hay que alejarlo cuanto antes de aquí. ¡Si hubiera modo de avisar a Lucas!… Es un condenado engorro que esos desgraciados hayan ido a escaparse hoy y vengan hacia aquí; Melancio puede intentar un golpe de mano imaginándome ausente…
Dos minutos más tarde regresaba el pseudo-mayordomo en compañía de un hombre enteco, con rasgos de indio y ojos como cuentas de azabache, que saludó ceremoniosamente a Miller, el cual le indicó acercárase con un gesto.
—Déjanos solos, Sparks. Lucas, toma un cigarro.
El recién llegado obedeció y fumó con regodeo bajo la mirada escrutadora de Miller, que rompió el silencio al fin:
—¿Tienes todo listo para el viaje?
—Todo listo, sí.
—Hay cambio de programa. Los dos hombres que llevarás a la selva no deben regresar.
Lucas ni siquiera se inmutó.
—Bueno.
—Pero no se puede hacer de cualquier modo. Son hombres muy peligrosos y estarán alerta, al menor signo de peligro para ellos pueden anticipársete.
La sonrisa de Lucas fue significativa.
—Déjelos de mi cuenta, patrón. Yo sé cómo hacerlo…
—Quiero un trabajo limpio. Te pagaré diez mil pesos por cada uno. Es un buen precio. Pero, te lo repito, no deben regresar.
—Y no regresarán. Usted ya sabe que trabajo fino…
—Lo sé. Toma, aquí van cinco mil pesos. Vete y no regreses por la carretera. El capitán González está al llegar; parece que se escaparon unos presos en Acamotl…
Ernie estaba parado junto a la ventana de su habitación, a oscuras y mirando al exterior, pero no vio llegar ni marcharse a Lucas. Una inquietud creciente comenzaba a recomerle el cerebro, porque cuando un negocio de aquella índole se torcía, todo se precipitaba, normalmente, por derroteros peligrosos. Y no deseaba morir asesinado, ahora que podía contar como suyo con aquel medio millón. Sin embargo, confiaba en la sensatez de Miller, el millonario que financiaba crímenes en gran estala y muy productivos…
Miller volvió a escanciarse licor. Su mayordomo regresó y lo interpeló de modo poco convencional.
—Lucas cumplirá como siempre. Pero es posible que alguno de esos haya tomado sus precauciones…
—Seguro que lo hizo Ernie Holker. Pero yo también tomé las mías. Su amante va a ser raptada mañana y traída a Méjico, donde la someteré a tratamiento intensivo hasta que me cuente lo que él le encargó. Un hombre estuvo siguiéndole a Holker los pasos desde el mismo momento en que quedó en libertad de movimientos. Y Lou es de completa confianza… Dile que baje.
Lou se reunió con Miller muy poco después. Estaba en mangas de camisa y su actitud había cambiado ligeramente. Por lo pronto, aceptó la copa de coñac que se le ofrecía y habló de manera trivial, sentándose en el borde de uno de los sillones.
—Ernie tomó sus medidas. Ha escrito un relato detallado de todo el asunto y si dentro de tres meses no da señales de vida, alguien, sospecho que su amante, avisará a un sacerdote amigo de él y receptor del relato para que se lo entregue a las autoridades. Es un cura de Los Ángeles.
—El padre Carpenter. Era capellán en la unidad de Holker en Corea —dijo el mayordomo de inmediato.
Miller asintió.
—Nos encargaremos de eso inmediatamente. Tú vas a venir conmigo a Ciudad Méjico, Lou. ¿Crees que Ernie y Leskowitch sospechen de ti?
—No sospechan nada en absoluto, es más, Ernie parece haberme tomado cierto cariño…
Rieron en tono bajo los tres. Luego Miller habló de nuevo.
—Ha ocurrido un pequeño engorro. El jefe policial de la ciudad me avisó, como ya te habrá dicho Bolt, esa fuga de presos locales. Uno de ellos trató de robarme hace años y está en la cárcel por tal motivo. Puede que intente venir aquí. El capitán González vendrá dentro de quince minutos; voy a quitármelo de encima enseguida y no quiero que sospeche nada. Así que te quedas conmigo; cuando llegue, quiero que nos encuentre conversando como viejos amigos.
—Subiré a por mi chaqueta.
—Hay que avisar a esos dos, para que no recelen y se queden quietos en sus habitaciones.
—¿No habrá ningún peligro?
—Tú sabes que nunca lo hubo. Para González soy un millonario que viene a descansar de sus negocios a menudo y deja mucho dinero al comercio local.
Ernie no había oído bajar a Pritchard, de quien, ciertamente, nada recelaba. Ahora reaccionó echando mano a la automática cuando oyó llamar y abrió con cierta precaución, antes de reconocer a Pritchard.
—Otro cochino contratiempo…
Entre Pritchard y el pseudo-mayordomo relataron la historia de la fuga de los presos locales. Ernie sintió aumentar su recelo.
—No me quedaré aquí arriba, ni vosotros —dijo secamente—. Bajaremos todos y que ese policía nos encuentre juntos.
—Pero… Bueno, se lo diré al señor Miller.
—Dígaselo y añada que si conocen nuestra llegada no podrán sorprenderse de vemos en amigable reunión.
—¿Qué te pasa, Ernie? —inquirió Pritchard cuando los tres hampones quedaron solos en el pasillo.
Ernie se lo dijo.
—No estoy a gusto.
—Ni yo tampoco —añadió Leskowitch—. Presiento que algo se va a estropear desde que supe lo del otro avión.
—Bueno, ésas son aprensiones. Bajemos y que Miller decida. No olvidemos todo lo que nos estamos jugando…
Pero Miller los acogió con la misma impasibilidad.
—Ya veo que desconfían de mí, Holker. No me agrada, pero es inevitable. Bien, vamos a sentarnos y que el capitán nos encuentre jugando una partida de naipes. Las armas fuera, no quiero errores estúpidos; somos un grupo de hombre de negocios honorables, no se les olvide.
No era algo que agradase a Ernie y Leskowitch, pero tuvieron que despojarse de sus fundas sobaqueras y entregárselas al pseudo-mayordomo. Luego, los cuatro hombres, en mangas de camisa, se pusieron a jugar en apariencia a los naipes alrededor de una mesita portátil donde la «mise en scene» era perfecta. Y así estaban cuando oyeron entrar un vehículo en el patio, deteniéndose allí. El pseudo-mayordomo miró por la ventana e informó:
—González, con dos de sus hombres.
—Ve a abrirle y tráelo.
Reinó una evidente tensión durante el par de minutos que siguieron. Luego sonaron pasos acercándose, desde el vestíbulo. Miller habló seco:
—No lo olviden. Yo soy el que hablo, son mis invitados, hombres de negocios.
El pseudo-mayordomo dejó paso libre al capitán González un hombre como de cuarenta años, bigotudo y no muy marcial, que llevaba pistola al cinto y al cual seguía un agente uniformado con una metralleta, que a un gesto de su jefe se quedó en la puerta. Los tres hampones estaban rígidos y alerta, dominados por la tensión natural en quienes se sabían culpables de asesinato múltiple tras de su apacible apariencia. En cuanto a Miller, se levantó completamente normal.
—Buenas noches, capitán. Bien venido a mí casa. Permítame presentarle a unos amigos míos a quienes he invitado a pasar unos días…
Todo daba la impresión de que ellos eran lo que Miller decía. El capitán no pareció advertir nada sospechoso y aceptó una copa de coñac, entreteniéndose después en un gárrulo relato acerca de la fuga de los presos locales, relato que escucharon los norteamericanos con domeñada impaciencia. Por fin, tras diez largos minutos de conversación, el visitante decidió marcharse.
—Tengo que dirigir la operación y cuento con pocos hombres, ya usted sabe Por eso quise venir a informarle en persona, para que permanezca alerta por si se les ocurre venir acá.
—Vamos a estar prevenidos, descuide. Bien, le deseo buena caza… Lo acompaño fuera.
—No se moleste por mí, no importa…
—No faltaba más. Ustedes, mis amigos, discúlpenme, regreso en seguida…
Salieron Miller, el capitán, el pseudo-mayordomo y el policía. Los tres forajidos volvieron a sentarse y Leskowitch echó mano a la botella, gruñendo:
—Puaf, ya era hora de que se fuera…
—Una fuga de presos es siempre un acontecimiento, hombre, ¿no lo sabías? —Se chanceó Pritchard. Y hasta Ernie pareció divertido.
El capitán marchaba emparejado con Miller, conversando animadamente. Detrás venían, también emparejados, el policía y el pseudo-mayordomo. Salieron a la terraza, que estaba alumbrada por luz indirecta. En el patio, otro agente armado con metralleta aguardaba de pie junto al automóvil que los trajo. No se veía a nadie más, cosa natural porque a tal hora el servicio ya se había retirado.
—Buenas noches, capí.
—No se mueva, Miller.
La acción del capitán había sido tan rápida como lo fue la del policía pegándole la metralleta a las costillas de Miller, que se quedó rígido mientras el pseudo-mayordomo, tras un iniciado gesto de defensa, lo imitaba al ver surgir por la esquina de la casa a dos soldados armados con metralletas y a un oficial, un capitán, pistola en mano. Miller, a su vez, estaba viendo aparecer a otros tres soldados y un sargento, también con equipo de combate. Se le cuajaron las pupilas y preguntó con la voz muy delgada:
—¿Qué significa esto?
El capitán había sacado su pistola y se la plantó en el estómago, haciendo un ademán de cabeza a su agente, que se movió para apuntar al pseudo-mayordomo. Rápidos y en silencio estaban llegando los soldados, aunque los de la parte donde se encontraba la ventana del salón se quedaron antes de llegar donde pudieran divisarlos desde dentro.
Pero no eran los únicos. Dos hombres de paisano, evidentemente dos norteamericanos, con otro paisano de traza nativa y un oficial de alta graduación, un coronel, aparecieron con escolta de otros dos soldados con equipo de combate. Todos ellos se Regaron junto al grupo parado delante de la puerta el más alto y de más edad de los americanos miró con gran dureza a Miller, inquiriendo de González:
—¿Los otros?
—En el salón. Estaban jurando a naipes; no les vi armas a mano. Por esa ventana se les puede ver.
—Ya. Lesley Miller, está detenido. Somos agentes federales. Cuide de él y de este otro, capitán.
—¿De qué se me acusa?
—Organizar y financiar el robo del Banco de Torrington, Texas, donde fueron asesinadas siete personas. Vamos, John.
Miller se había quedado sin habla. Vio entrar a los dos agentes federales, sacando sus pistolas y seguidos por el coronel y algunos soldados. El capitán González mantenía su pistola apretándole el estómago; el teniente y sus dos hombres se alistaban a apuntar por la ventana a los de dentro. Todo, inesperadamente, estaba perdido… Miró a su compinche, el pseudo-mayordomo, y se mojó los labios con la lengua. Estaba intensamente pálido, porque sabía lo que le esperaba…
Ernie se levantó, con cierta violencia.
—Ya está tardando mucho.
—Ya viste cómo es ese González —le dijo Pritchard—. Andarán de cortesías…
—Mira por la ventana —indicó Leskowitch, nervioso.
Ernie se fue allí y empujó los batientes para mirar hacia la parte de la entrada.
En el mismo instante, en la terraza, saltaron adelante dos soldados y sendas metralletas se colocaron, una ante sus narices, otra cubriendo mal que bien a Pritchard y Leskowitch, que se quedaron por un instante inmóviles ante la súbita sorpresa. El teniente apuntó también a Ernie con su pistola…
Y la puerta del salón se abrió de golpe, dando paso a los agentes federales y los soldados mejicanos, que inmediatamente se desplegaron dominando a los sorprendidos forajidos.
—¡No se muevan, agentes federales!
Pálidos, las caras contraídas, los tres hampones obedecieron lentamente…
Poco después, ellos y Miller, más el pseudo-mayordomo, estaban convenientemente esposados y bien custodiados por los soldados mientras los federales terminaban de abrir la modernísima caja de caudales y sacaban de la misma sendas maletas de cuero reforzadas, que colocaron sobre la mesa, abriéndolas y dejando al descubierto el botín del robo. El agente de más edad miró con fijeza al quinteto de detenidos y dijo severamente:
—Esto les va a conseguir una hermosa habitación a cada uno de ustedes. En San Quintín, como antesala de la cámara de gas.